Capítulo 15
Jean Seberg
DOMINGO 15 DE JULIO DE 2001
Belleville, París
Estaba previsto que llegara el 15 de julio, en el tren de Waterloo de las 15:55.
Emma Morley logró estar a tiempo a la zona de llegadas de la Gare du Nord, y se sumó a la multitud: enamorados nerviosos con flores, choferes aburridos y sudorosos, con traje y letreros escritos a mano… ¿Sería gracioso sostener un cartelito con el nombre de Dexter?, se preguntó. ¿Mal escrito, quizá? Supuso que a Dexter le haría reír, pero ¿valía la pena esforzarse? Además, ya estaba entrando el tren, y la gente se acercaba impaciente a la salida. Un largo paréntesis antes de que silbaran las puertas al abrirse. Luego empezaron a derramarse pasajeros por el andén, y Emma se apretujó contra los amigos, parientes, enamorados y choferes, que torcían el cuello para ver las caras de los que llegaban.
Compuso la suya en la sonrisa pertinente. La última vez que lo había visto, se habían dicho cosas. La última vez que lo había visto, había pasado algo.
En el vagón de cola del tren parado, Dexter esperó en su asiento a que bajasen los otros pasajeros. Él no tenía maleta, sólo una bolsa con una muda en el asiento de al lado. En la mesa de delante había un libro de bolsillo de colores vivos; en portada, un garabato de la cara de una chica, bajo el título La gran Julie Criscoll contra el mundo entero.
Había acabado el libro justo cuando el tren entraba en los suburbios de París. Era la primera novela que terminaba en varios meses, aunque el sentido de proeza mental quedase un poco mitigado por tratarse de un libro para chavitos de entre once y catorce años, con dibujos. Mientras esperaba a que se vaciara el vagón, miró una vez más el interior de la contraportada, y la foto en blanco y negro de la autora; la estudió atentamente, como si se aprendiera su cara de memoria. Con blusa muy blanca, de aspecto caro, se le veía un poco incómoda al borde de una silla de madera curvada, tapándose la boca con la mano justo en el momento en que se le escapaba la risa. Reconociendo la expresión y el gesto, Dexter sonrió y se guardó el libro en la bolsa, antes de levantarla y sumarse a los últimos pasajeros que esperaban para bajar al andén.
La última vez que la había visto, se habían dicho cosas. Había pasado algo. ¿Qué le diría? ¿Qué diría ella? ¿Que sí o que no?
Durante la espera, Emma se tocó el pelo, con ganas de tenerlo más largo. Poco después de llegar a París, se había armado de valor y, diccionario en mano, había ido a una peluquería (un coiffeur) para que le cortasen el pelo muy corto. Aunque le diera vergüenza decirlo en voz alta, quería parecerse a Jean Seberg en Sin aliento, porque con la idea de ser novelista en París, más vale hacerlo como Dios manda. Tres semanas después, ya no le daban ganas de llorar al verse en el espejo. Aun así, se le escapaban las manos hacia la cabeza, como si se ajustase una peluca. Hizo el esfuerzo consciente de volcar su atención en los botones de su blusa nueva gris perla, comprada esa misma mañana en una tienda —no, boutique— de la Rue de Grenelle. Dos botones desabrochados daban una imagen demasiado mojigata, y tres dejaban ver el escote. Se desabrochó el tercero, chasqueó la lengua y se fijó otra vez en los pasajeros. Ahora no había tanta gente. Empezaba a preguntarse si se había equivocado de tren cuando lo vio.
Estaba hecho polvo: demacrado, cansado, con la sombra de una barba medio rala que no le quedaba nada bien, una barba de presidiario. Emma se acordó del potencial de desastre que contenía la visita. Al verla, sin embargo, Dexter empezó a sonreír y caminar más deprisa, y ella también sonrió, antes de cohibirse al esperar en la salida, sin saber qué hacer con las manos ni con los ojos. La distancia entre ambos parecía inmensa. ¿Sonreír y mirar, sonreír y mirar cincuenta metros? Cuarenta y cinco metros. Miró al suelo, y después a las vigas. Cuarenta metros. Volvió a mirar a Dexter, y otra vez al suelo. Treinta y cinco metros…
Al cubrir tan vasta distancia, a Dexter le sorprendió darse cuenta de lo mucho que había cambiado Emma durante las ocho semanas que llevaban sin verse, los dos meses transcurridos desde todo aquello. Se había cortado el pelo muy corto, y tenía más color en la cara; la cara de verano que recordaba él. También iba mejor vestida: zapatos de tacón, una falda elegante de color oscuro y una blusa gris claro un poco desabrochada, que enseñaba piel morena y un triángulo de pecas oscuras bajo la garganta. Por lo visto seguía sin saber dónde poner las manos, ni adónde mirar. Él también empezaba a sentirse intimidado. Diez metros. ¿Qué diría, y cómo lo diría? ¿Era un sí o un no?
Apretó el paso, y finalmente se abrazaron.
—No hacía falta que vinieras a buscarme.
—Pues claro que hacía falta. Turista.
—Me gusta. —Dexter le pasó el pulgar por el flequillo corto—. Tiene un nombre, ¿no?
—¿Rapado?
—Gamine. Se te ve gamine.
—¿Rapada no?
—En absoluto.
—Deberías haberlo visto hace dos semanas. ¡Parecía una colaboracionista! —A Dexter no se le movió la cara—. Fui por primera vez a una peluquería parisina. ¡Terrorífico! Me senté en la silla pensando: Arrêtez-vous, arrêtez-vous! Lo curioso es que en París te preguntan por las vacaciones. Piensas que te van a hablar de danza contemporánea, o de si el ser humano puede ser libre de verdad, pero te dicen: «Que faites-vous de beau pour les vacances? Vous sortez ce soir?».
La cara de Dexter seguía inmutable. Emma estaba hablando demasiado, y esforzándose en exceso. Tranquila. No te hagas la graciosa. Arrêtez-vous.
La mano de él tocó el pelo corto de su nuca.
—Pues a mí me parece que te queda bien.
—No sé si tengo las facciones indicadas.
—Sí, sí tienes las facciones indicadas. —Se apartó un poco sin soltarla, mirándola de los pies a la cabeza—. Es como si hicieran una fiesta de disfraces, y tú hubieras venido de Parisina Sofisticada.
—O de Chica de Alterne.
—Pero Chica de Alterne de Clase Alta.
—Todavía mejor. —Emma le tocó la barbilla con los nudillos, rascando la barba—. Entonces ¿tú de qué viniste?
—Yo he venido de Divorciado Suicida Jodido.
Era una respuesta facilona, de la que Dexter se arrepintió enseguida. Acababa de bajar al andén y ya lo estaba estropeando.
—Bueno, al menos no estás amargado —dijo ella, echando mano del primer comentario a su alcance.
—¿Quieres que suba otra vez al tren?
—Dentro de un rato. —Emma le tomó la mano—. Anda, vamos. ¿De acuerdo?
Salieron de la Gare du Nord a un aire irrespirable y contaminado; el típico día de verano en París, turbio, con nubes gruesas y grises que amenazaban lluvia.
—He pensado que podríamos ir a tomar un café, cerca del canal. Es un cuarto de hora a pie. ¿Te parece bien? Luego, un cuarto de hora más hasta mi departamento, aunque te aviso de que no es nada especial. Lo digo por si te imaginabas suelo de parqué y ventanales con cortinas al viento, o algo así. Sólo son dos habitaciones que dan a un patio interior.
—Una buhardilla.
—Exacto, una buhardilla.
—Una buhardilla de escritor.
En previsión de la visita, Emma había memorizado un paseo pintoresco, o todo lo pintoresco que permitían el polvo y el tráfico del noreste. Me instalo en París para escribir. En abril le había parecido una idea caprichosa y cursi hasta extremos casi vergonzosos, pero estaba tan aburrida de que las parejas casadas le dijeran que se podía ir a París cuando quisiese, que al final se había decidido. Con Londres convertido en una guardería gigante, ¿por qué no alejarse durante una temporada de los hijos ajenos, y vivir una aventura? La ciudad de Sartre y Beauvoir, de Beckett y Proust; y ahora también estaba ella, escribiendo novelas juveniles —no sin éxito comercial, todo fuera dicho. La única manera de que la idea le pareciera menos cursilona era instalarse lo más lejos que pudiera del París de los turistas, en el 19e arrondissement, en la frontera entre Belleville y Ménilmontant. Ninguna atracción turística, pocos sitios conocidos…
—… pero es un barrio con mucha vida, y barato, y multicultural, y… ¡Dios mío, estaba a punto de decir que es muy «auténtico»!
—¿En qué sentido? ¿Violento?
—No, no sé… El París de verdad. ¿Verdad que hablo como una estudiante? Con treinta y cinco años y viviendo en un departamentito de una habitación, como si acabara de salir de la universidad y me tomara un año antes de trabajar.
—Yo creo que París te sienta bien.
—Sí, es verdad.
—Tienes muy buen aspecto. —¿Sí?
—Has cambiado.
—No, para nada.
—En serio. Estás muy guapa.
Emma frunció el ceño y mantuvo la mirada al frente. Después de caminar un poco más, bajaron por unos escalones hacia el canal Saint Martin, y un bar pequeño al borde del agua.
—Parece Ámsterdam —fue el comentario insípido de Dexter, que agarró una silla.
—Pues es el antiguo enlace industrial con el Sena. —Pero si parezco una guía turística, por Dios—. Pasa por debajo de la Place de la République, de la Bastilla, y luego sale al río. —Cálmate de una vez. Te recuerdo que es un amigo de toda la vida, y nada más.
Se quedaron un momento sentados, contemplando el agua. Emma se arrepintió enseguida de haber elegido a conciencia algo tan pintoresco. Era tremendo, como una cita a ciegas. Buscó desesperadamente algo que decir.
—¿Qué, tomamos vino o…?
—Mejor no. Se podría decir que ya no bebo.
—Ah. ¿En serio? ¿Cuánto tiempo hace?
—Más o menos un mes. No es que vaya a Alcohólicos Anónimos. Sólo procuro evitarlo. —Dexter se encogió de hombros—. Nunca me trajo nada bueno, eso es todo.
—Ya. Bien. Pues ¿un café?
—Sólo un café.
Llegó la mesera, morena, guapa y con las piernas largas, pero él ni siquiera levantó la mirada. Algo grave le tiene que pasar para que ni siquiera se quede mirando a la mesera, pensó Emma. Pidió en un francés ostentosamente coloquial, y al ver que Dexter arqueaba las cejas, sonrió cohibida.
—He estado yendo a clases.
—Ya lo noto.
—Seguro que no ha entendido ni jota. ¡Probablemente nos traiga un pollo asado!
Nada. Lo único que hacía Dexter era moler granos de azúcar en la mesa metálica con el pulgar. Emma lo intentó otra vez con algo inocuo.
—¿Cuánto hacía que no estabas en París?
—Hará tres años. Vine una vez con mi mujer en una de nuestras famosas escapadas. Cuatro noches en el George Cinq. —Dexter tiró un terrón de azúcar al canal—. O sea, que fue un puto derroche.
Emma abrió la boca, y la cerró. No había nada que decir. El comentario de «al menos no estás amargado» ya lo había hecho.
Dexter, sin embargo, parpadeó con fuerza, sacudió la cabeza y le empujó la mano.
—Mira, he pensado que durante este par de días podrías enseñarme los monumentos, y yo estar tristón, haciendo comentarios tontos.
Emma sonrió, y también le dio un empujoncito en la mano.
—No me extraña. Con lo que has pasado, y lo que estás pasando…
Puso la suya encima. Al cabo de un momento, él se la tapó con la otra; ella le imitó, cada vez más deprisa, como niños jugando; pero también como actores, forzados, incómodos. Violenta, decidió fingir que tenía que ir al baño.
En el tocador, pequeño y maloliente, se miró al espejo con mala cara, y se estiró el flequillo como si intentara sacarse más pelo de la cabeza. Suspiró y se aconsejó tranquilidad. Lo que había pasado, el acontecimiento, era algo aislado que no había que dramatizar; sólo es un amigo de siempre, de toda la vida. Tiró de la cadena, por una cuestión de verosimilitud, y salió otra vez a la tarde calurosa y gris. Delante de Dexter, en la mesa, había un ejemplar de su novela. Se sentó, cautelosa, y la empujó con el dedo.
—¿De dónde sale esto?
—Lo compré en la estación. Había montones. Está por todas partes, Em.
—¿Ya lo leíste?
—No consigo pasar de la tercera página.
—No tiene gracia, Dex.
—Me ha parecido una maravilla, Emma.
—Bueno, sólo es una tontería para niños.
—En serio, estoy muy orgulloso de ti. Vaya, no es que yo sea un adolescente ni nada, pero la verdad es que me ha hecho reír. Lo leí de un tirón. Te lo dice alguien que hace quince años que está con Howards’ Way.
—Querrás decir Howards’ End. Howards’ Way es una serie de la tele.
—Pues como se llame. Es la primera vez que leo algo de un tirón.
—Bueno, es que tiene una letra muy grande.
—Sí, fue lo que más me gustó, la letra grande. Y los dibujos. Las ilustraciones son muy graciosas, Em. Me han sorprendido.
—Ah, pues gracias…
—Y encima es emocionante y divertido. Estoy muy orgulloso de ti, Em. De hecho… —Se sacó un bolígrafo del bolsillo—. Quiero que me lo firmes.
—No digas tonterías.
—No, de verdad, me lo tienes que firmar. Eres… —Leyó la contraportada—. «La escritora juvenil más interesante desde Roald Dahl.»
—Dijo la sobrina de nueve años del editor. —Dexter pinchó a Emma con el bolígrafo—. No, Dex, no te lo firmo.
—Vamos. Insisto. —Se levantó, fingiendo tener que ir al baño—. Voy a dejarlo aquí, y tú me tienes que escribir algo; algo personal, con fecha de hoy, por si te haces famosa de verdad y me hace falta dinero.
En el cubículo, pequeño y apestoso, Dexter se preguntó durante cuánto tiempo podría seguir así. En algún momento tendrían que hablar. Era de locos ir constantemente de puntillas para no tocar el tema. Tiró de la cadena para ser más convincente. Después se lavó las manos y se las secó en el pelo, antes de salir a la acera justo cuando Emma cerraba el libro. Quiso leer la dedicatoria, pero ella puso una mano en la portada.
—Cuando no esté yo, por favor.
Se sentó y lo guardó en la bolsa. Ella se inclinó sobre la mesa, con actitud de ir al grano.
—Bueno, te lo tengo que preguntar: ¿cómo va todo?
—Ah, pues de fábula. El divorcio nos lo dan en septiembre, justo antes de nuestro aniversario. Casi dos años de dicha conyugal.
—¿Hablas mucho con ella?
—Si puedo evitarlo, no. Bueno, ya no nos insultamos a gritos, ni nos tiramos cosas; ahora sólo es sí, no, hola y adiós; que de hecho es más o menos lo único que nos decíamos de casados. ¿Te enteraste de que ella y Callum viven juntos? Se ha instalado en su ridícula mansión de Muswell Hill, donde nos invitaba antes a «cenas»…
—Sí, ya lo sabía.
Dexter la miró.
—¿Por quién? ¿Por Callum?
—¡Claro que no! Por… gente, ya sabes.
—Gente compadecida de mí.
—No, compadecida no; sólo… preocupada. —Dexter arrugó la nariz con desagrado—. No es nada malo que se preocupen por ti, Dex. ¿Has hablado con Callum?
—No. Él sí lo ha intentado. Me va dejando mensajes, como si no hubiera pasado nada. «¡Qué pasa, hombre! Llámanos.» Le parece que deberíamos salir a tomar una cerveza y «hablarlo». Quizá me conviniera. Técnicamente, aún me debe tres semanas de sueldo.
—¿Ya trabajas?
—Trabajar, trabajar no. Tenemos alquilada la puta casa de Richmond, y el departamento. Es de lo que vivo. —Apuró el café y se quedó mirando el canal—. No sé, Em. Hace dieciocho meses tenía familia y una carrera profesional; no es que fuera ninguna maravilla de carrera, pero tenía oportunidades; aún me hacían ofertas. Una miniván, una casita en Surrey…
—Que odiabas…
—No, odiar no la odiaba.
—La miniván sí la odiabas.
—Bueno, eso sí, pero era mío; y ahora de repente vivo en Kilburn, en un estudio, con la mitad de mi lista de bodas, y tengo… no tengo nada; sólo a mí mismo, y Le Creuset a montones. Estoy acabado, se mire como se mire.
—¿Sabes qué creo que tendrías que hacer?
—¿Qué?
—Podrías… —Emma respiró hondo, y levantó los dedos de una mano—. Podrías suplicarle a Callum que te diera otra vez el trabajo. —Dexter la fulminó con la mirada, apartando la mano de golpe—. ¡Es broma, es broma! —dijo ella, echándose a reír.
—Pues me alegro de que le veas tanta gracia a la carnicería de mi matrimonio, Em.
—No le veo ninguna gracia; lo que pasa es que no creo que la solución sea compadecerse.
—No es compadecerse; son los hechos.
—¿«Estoy acabado, se mire como se mire»?
—Lo digo en el sentido de que…, no sé…, pues que… —Dexter miró el canal, y suspiró teatralmente—. De joven, parecía que todo fuera posible. Ahora parece que no lo sea nada.
Emma, a quien le había sucedido lo contrario, se limitó a decir:
—Tan mal no estás.
—Ah, porque hay un lado positivo, ¿no? Te engaña tu mujer con tu mejor amigo…
—Además, tampoco era tu «mejor amigo»; llevaban años sin hablar. Vaya, que… Yo lo que digo… Mira, para empezar no es un estudio en Kilburn, es un departamento lindo de una habitación en West Hampstead. Yo, por un departamento así, habría matado. Y sólo es provisional, hasta que recuperes el de antes.
—¡Pero dentro de dos semanas cumplo treinta y siete! ¡Estoy prácticamente en la madurez!
—¡Treinta y siete sigue siendo treinta y pocos! Más o menos. ¿Que ahora mismo no tienes trabajo? Bien, pero tampoco se puede decir que vivas de la caridad. Tienes rentas de una casa, que a mí me parece una suerte increíble, qué quieres que te diga… Además, hay mucha gente que cambia de vida cuando ya tiene una cierta edad. Entiendo que te quedes hecho polvo, pero tampoco es que fueras tan feliz de casado, Dex. Te lo digo yo, que tenía que escucharlo todo el rato. «Nunca hablamos, nunca nos divertimos, nunca salimos…» ¡Ya sé que es duro, pero puede que a partir de un momento te lo plantees como un nuevo punto de partida! Volver a empezar. Puedes hacer montones de cosas. Sólo hace falta que te decidas.
—¿Como qué?
—No sé… ¿Los medios de comunicación? ¿Y si intentaras volver a ser presentador? —Dexter gimió—. Bueno, de acuerdo, pues sin salir por la tele; productor, director o algo así. —Hizo una mueca—. O… ¡O fotógrafo! Antes siempre hablabas de fotografía. O comida; no sé, podrías hacer algo relacionado con comida. Y si no sale nada de eso, siempre tienes el último recurso de tu humilde «bien» en antropología. —Emma dio énfasis a sus palabras con una palmadita en el dorso de la mano de Dexter—. Antropólogos siempre harán falta. —Él sonrió, y entonces se acordó de que no tenía que sonreír—. Eres un padre sano y en uso de sus facultades, económicamente estable y moderadamente atractivo, de entre treinta y cinco y cuarenta años. Eres… Estás muy bien, Dex. Lo único que te hace falta es recuperar la confianza.
Suspiró y miró el canal.
—¿Ya está? ¿Ya me has arengado?
—Sí, ya está. ¿Qué te ha parecido?
—Sigo teniendo ganas de tirarme al canal.
—Pues entonces, es mejor que nos movamos. —Emma puso dinero encima de la mesa—. Mi casa queda hacia allá, a veinte minutos. Podemos ir caminando o en taxi…
Iba a levantarse, pero Dexter no se movió.
—Lo peor de todo es que echo mucho de menos a Jasmine. —Emma volvió a sentarse—. Me desquicia, en serio; y ni siquiera es que fuera buen padre, ¿eh?
—Vamos ya…
—No, Em, que era un inútil total. Me crispaba. Tenía ganas de estar en otro sitio. Todo ese tiempo, aunque hiciéramos ver que éramos una familia perfecta, yo siempre pensaba: me he equivocado, esto no es para mí. Pensaba en lo genial que sería poder volver a dormir, irme de fin de semana, o simplemente salir de juerga hasta muy tarde y divertirme. Ser libre, sin responsabilidades. Y ahora que lo he recuperado todo, lo único que hago es quedarme sentado con todas mis cosas en cajas de cartón, y echar de menos a mi hija.
—Pero aún la ves.
—Sí, cada quince días; sólo una noche, que es una miseria.
—Ya, pero podrías verla más; podrías pedir más tiempo…
—¡Si fuera por mí, lo haría! Pero le ves la mirada de miedo cuando se va su mami en coche: ¡no me dejes sola con este tipo tan raro y tan soso! Le compro tal cantidad de regalos, que es patético. Cada vez que viene, se encuentra una montaña, como si siempre fuera Navidad, porque si no abrimos regalos no sé qué hacer con ella. Si no abrimos regalos, se pone a llorar y a preguntar por su mami, refiriéndose a mami y al cabrón de Callum. Ni siquiera sé qué comprarle, porque cada vez que la veo está cambiada. ¡Estás una semana o diez días sin verla, y ya ha cambiado todo! ¡Que ya ha empezado a caminar, carajo, y no lo he visto! ¿Cómo es posible? ¿Cómo me puedo estar perdiendo algo así? Quiero decir, ¿es mi trabajo, no? De repente, sin haber hecho nada malo… —Le tembló un momento la voz. Cambió rápidamente de tono, aferrándose a la rabia—. Y mientras tanto está con ellas el cabrón de Callum, en su puto pedazo de mansión de Muswell Hill…
Sin embargo, el ímpetu de la rabia no bastó para impedir que le fallara la voz. Se calló de golpe, apretándose la nariz con las dos manos, y abrió mucho los ojos como si intentara aguantarse un estornudo.
—¿Estás bien? —dijo ella, poniéndole una mano en la rodilla.
Él asintió.
—Te prometo que no estaré todo el fin de semana así.
—A mí no me molesta.
—Pues a mí sí. Es… degradante. —Se levantó de golpe y recogió la bolsa—. Vamos a hablar de otra cosa, Em, por favor. Cuéntame algo. Explícame qué haces.
Siguieron el canal, bordeando la Place de la République. Después giraron hacia el este por la Rue du Faubourg Saint Denis, mientras Emma hablaba de su trabajo.
—La segunda es una secuela. Si es que tengo imaginación… Ya he escrito unas tres cuartas partes. Julie Criscoll se va a París de viaje de fin de curso, se enamora de un chico francés y corre todo tipo de aventuras. ¡Sorpresa! Es mi excusa para estar aquí. Estoy investigando.
—¿Y la primera está teniendo éxito?
—Me han dicho que sí; suficientemente bien como para que me paguen dos más.
—¿En serio? ¿Dos secuelas más?
—Eso me temo. Julie Criscoll es lo que llaman una franquicia. Parece que es con lo que se gana dinero. ¡Hay que tener una franquicia! Ahora estamos en conversaciones con la tele, para hacer una serie; unos dibujos animados para niños basados en mis ilustraciones.
—¡Me estás tomando el pelo!
—Ya, ya lo sé: qué tontería, ¿no? ¡Ahora trabajo en los «medios de comunicación»! ¡Soy productora asociada!
—¿Qué quiere decir?
—Nada de nada. No es que me importe, ¿eh? Me encanta, pero algún día me gustaría escribir algo para adultos. Es lo que siempre he querido escribir: la gran novela de denuncia que retrate todo el país, algo salvaje, atemporal, que deje al desnudo el alma humana, no una sarta de tonterías sobre besuqueos con franceses en la disco.
—Pero no trata sólo de eso, ¿no?
—Puede que no. Puede que sean así las cosas: empiezas queriendo cambiar el mundo a través del lenguaje, y te acabas conformando con contar un par de chistes buenos. ¡Pero bueno, qué parezco! ¡«Autobiografía de una artista»!
Dexter le dio un empujoncito.
—¿Qué pasa?
—No, nada, que me alegro por ti. —Le rodeó los hombros con el brazo, y se los apretó—. Escritora. Escritora de verdad. Por fin haces lo que siempre has querido hacer.
Siguieron caminando así, un poco tensos y cohibidos. Cuando Dexter se hartó de darse golpes en la pierna con la bolsa que tenía en la otra mano, soltó a Emma.
Poco a poco los animó el paseo. Se había roto el manto de nubes, y con el atardecer empezaba a cobrar nueva vida el Faubourg Saint Denis: feo, ruidoso y vital. Emma iba mirando de reojo a Dexter, con nervios de guía turística. Cruzaron el Boulevard de Belleville, ancho y bullicioso, y siguieron hacia el este por el límite entre el 19e y el 20e. Al subir por la cuesta, Emma señaló los bares que le gustaban, y habló de la historia del barrio: Piaf, la Comuna de 1871, las comunidades china y magrebí… Dexter escuchaba a medias, preguntándose qué pasaría al llegar al departamento. Oye, Emma, lo que pasó la otra vez…
—Es un poco como el Hackney de París —decía ella.
Dexter sonrió, con esa sonrisa exasperante.
Ella le dio un codazo.
—¿Qué pasa?
—Eres la única capaz de ir a París y encontrar lo que más se parece a Hackney.
—Es interesante. Al menos a mí me lo parece.
Acabaron por meterse en una callecita tranquila, hasta lo que parecía la entrada de un garaje. Emma tecleó un código y empujó con el hombro la pesada puerta. Entraron en un patio viejo lleno de trastes y rodeado de departamentos. En los oxidados balcones había ropa tendida, y macetas de plantas que se marchitaban al sol de la tarde. Se oía el eco de varias teles a la vez, y de niños jugando al futbol con una pelota de tenis. Dexter contuvo un escalofrío de irritación. Ensayando el momento, se había imaginado una plaza con árboles frondosos, ventanas con postigos y posibles vistas a Notre-Dame. Todo aquello estaba muy bien, y hasta tenía su chic, un chic urbano e industrial, pero algo más de romanticismo le habría facilitado las cosas.
—Te dije que no es nada del otro mundo. Quinto piso. Lo siento.
Emma apretó el interruptor de la luz, que era de los de temporizador. Empezaron a subir por una escalera empinada de hierro forjado, que a ratos parecía despegarse del muro. De pronto Emma se dio cuenta de que los ojos de Dexter estaban a la altura de su trasero, y empezó a tocarse la falda por detrás, con nerviosismo, para alisar arrugas inexistentes. Al llegar al pasillo del tercer piso, el temporizador de la luz se apagó con un clic, y se quedaron un momento a oscuras. Emma tanteó hacia atrás, hasta encontrar la mano de Dexter y llevarlo escaleras arriba. Llegaron a una puerta. Se sonrieron, a la débil luz de la ventana.
—Ya hemos llegado. Chez moi!
Emma sacó de la bolsa un manojo de llaves enorme, y empezó a afanarse en una compleja secuencia de cerraduras. Al cabo de un rato se abrió la puerta, dando entrada a un departamento pequeño pero agradable, con suelo gastado de madera pintada de gris, un sofá grande y desfondado y un escritorio pequeño y bonito que daba al patio, entre paredes llenas de libros en francés de aspecto austero, con todos los lomos del mismo color amarillo claro. Al lado había una cocina pequeña, con rosas frescas y fruta en la mesa. A través de otra puerta, Dexter vislumbró el dormitorio. Aún no habían hablado de cómo dormirían, pero él ya había visto la única cama del departamento: grande, de hierro forjado, pintoresca y voluminosa, como salida de una granja. Un solo dormitorio, y una sola cama. Por las ventanas entraba el sol de la tarde, subrayándolo. Miró de reojo el sofá, para asegurarse de que no era desplegable. No.
Una cama. Sintió palpitar la sangre en el pecho, aunque tal vez sólo fuera por la larga subida.
Emma cerró la puerta. Se quedaron callados.
—¡Bueno, aquí estamos!
—Está genial.
—Está correcto. Por aquí se entra en la cocina.
Entre la escalera y los nervios, a Emma le había dado sed. Fue al refrigerador, lo abrió y sacó una botella de agua con gas. Cuando ya estaba bebiendo, a tragos largos, de repente notó en el hombro la mano de Dexter. Luego, sin saber muy bien cómo, lo tuvo delante, dándole un beso. Como aún tenía la boca llena de agua efervescente, apretó mucho los labios para no arrojársela a la cara como un sifón. Después se apartó y se señaló los cachetes, absurdamente hinchados, como un pez globo. Sacudió las manos e hizo un ruido de cierta similitud con «espera un momento».
Dexter se apartó caballerosamente para dejarla tragar.
—Perdona.
—No pasa nada. Es que me agarraste por sorpresa.
Emma se pasó el dorso de la mano por la boca.
—¿Mejor?
—Sí, Dexter, pero tengo que decirte…
Ya la estaba besando otra vez, con una presión torpe y excesiva, mientras ella se inclinaba hacia atrás, hacia la mesa de la cocina, que de pronto dio unos brincos ruidosos por el suelo, obligándola a girarse por la cintura para agarrar a tiempo el jarrón de rosas.
—Huy.
—Mira, Dex, la cuestión…
—Perdona; es que…
—Bueno, pero la cuestión…
—Estoy un poco tímido…
—Digamos que he conocido a alguien.
Dexter retrocedió literalmente un paso.
—Has conocido a alguien.
—A un hombre. A un chico. Estoy saliendo con un tipo.
—Un tipo. Ah, muy bien. ¿Y quién es?
—Se llama Jean-Pierre. Jean-Pierre Dusollier.
—¿Es francés?
—No, Dex, galés.
—No, sólo estoy sorprendido, nada más.
—¿Te sorprende que sea francés, o te sorprende que yo salga con alguien?
—No, pero es que… que un poco rápido, ¿no? Vaya, que llevando sólo un par de semanas… ¿Deshiciste primero la maleta, o…?
—¡Dos meses! Llevo aquí dos meses, y a Jean-Pierre lo conocí hace un mes.
—¿Y dónde le conociste?
—En un bistrot pequeño cerca de aquí.
—Un bistrot pequeño. Ya. ¿Cómo?
—¿Cómo?
—… lo conociste.
—Pues… mmm… Estaba cenando sola, con un libro. Había un grupo de amigos, y uno me preguntó qué leía… —Dexter gimió y sacudió la cabeza, como un artesano burlándose de las manualidades ajenas. Emma fue a la sala de estar sin hacerle caso—. Total, que empezamos a hablar…
Él la siguió.
—¿Cómo, en francés?
—Sí, en francés; nos caímos bien, y ahora… ¡estamos saliendo juntos! —Emma se dejó caer en el sofá—. ¡Bueno, ya lo sabes!
—Ya. Claro, claro. —Las cejas de Dexter subieron y volvieron a bajar, a la vez que se contorsionaban sus facciones, investigando maneras de estar enfurruñado y sonreír al mismo tiempo—. Pues me alegro mucho, Emma. Está muy bien, en serio.
—No te pongas paternalista, Dexter, como si fuera una solterona…
—¿Yo? ¡Para nada! —Se giró a mirar el patio de abajo por la ventana, fingiendo indiferencia—. ¿Y qué tal es, este Jean…?
—Jean–Pierre. Simpático. Muy guapo, y muy encantador. Cocina increíblemente. Lo sabe todo de comida, de vinos, de arte, de arquitectura… Vamos, como muy, muy… francés.
—¿En qué sentido? ¿Maleducado?
—No…
—¿Sucio?
—¡Dexter!
—Con una ristra de cebollas, y una bicicleta…
—Pero qué insoportable puedes llegar a ser…
—¡Carajo, ya dime qué significa eso de «muy francés»!
—No sé; tranquilo, relajado y…
—¿Sexy?
—Yo no he dicho «sexy».
—No, pero sí que te has vuelto muy sexy: las manos en el pelo, la blusa desabrochada…
—Qué palabra más tonta, «sexy»…
—Pero el sexo lo practican mucho, ¿no?
—Dexter, ¿por qué te pones tan…?
—No hay más que verte: estás brillante. Tienes como un brillito de sudor…
—Tampoco es para ponerse así… ¿Por qué lo haces, a ver?
—¿El qué?
—Ponerte tan… ¡cruel, como si hubiera hecho algo malo!
—No soy cruel; es que pensaba… —Dexter se calló y se giró a mirar por la ventana, apoyando la frente en el cristal—. Lástima que no me lo contaras antes de venir. Habría reservado un hotel.
—¡Puedes quedarte! Yo esta noche duermo con Jean–Pierre. —Emma le vio dar un respingo, aunque estuviera de espaldas—. En casa de Jean-Pierre. —Se inclinó, tomándose la cara con las manos—. ¿Qué creías que iba a pasar, Dexter?
—No lo sé —le masculló él a la ventana—. Esto no.
—Pues lo siento.
—¿Por qué crees que he venido a verte, Em?
—Para hacer una escapada. Para no pensar en nada. ¡Y ver los monumentos!
—He venido a hablar de lo que pasó. Lo de que al final estuviéramos juntos. —Dexter rascó el mastique de la ventana con una uña—. Es que creía que le habrías dado más importancia. Sólo eso.
—Dexter, sólo nos hemos acostado una vez.
—¡Tres veces!
—No me refiero al número de coitos, Dex; me refiero al momento, a la noche. Hemos pasado juntos una noche.
—¡Sí, pero me parecía digno de algún comentario! De repente me entero de que te has fugado a París, y de que te has echado en brazos del primer francés que…
—No me «fugué». ¡Ya había comprado el boleto! ¿Por qué crees que todo lo que pasa es por ti?
—¿Y no me podías llamar por teléfono, antes de…?
—¿Para qué, para pedirte permiso?
—¡No, para ver cómo lo tomaba!
—Un momento, un momento. ¿Estás molesto porque no hemos examinado nuestros… sentimientos? ¿Estás molesto porque te parece que debería haberte… esperado?
—No lo sé —masculló él—. ¡Puede ser!
—Pero Dexter, Dios mío, ¿estás…? ¿Estás celoso?
—¡Pues claro que no!
—Entonces ¿por qué pones esa cara?
—No pongo ninguna cara.
—¡Pues mírame!
Lo hizo, malhumorado, con los brazos cruzados. A Emma se le escapó la risa.
—¿Qué pasa? ¿¿Qué pasa?? —preguntó él, indignado.
—Supongo que te das cuenta de que es un poco irónico, Dex.
—¿Qué tiene de irónico?
—Que de repente te hayas vuelto tan convencional, y tan… monógamo.
Estuvo un momento sin decir nada. Luego se volteó otra vez hacia el cristal.
Ella dijo, más conciliadora:
—Mira, estábamos los dos un poco borrachos.
—Yo no tanto…
—¡Dex, te quitaste los pantalones antes que los zapatos! —Él seguía sin querer voltear—. No te quedes en la ventana. Ven aquí a sentarte, haz el favor.
Emma puso en el sofá los pies descalzos y se sentó sobre las piernas. Dexter dio un par de golpes con la frente en el cristal, y luego, sin mirarla, cruzó la habitación y se dejó caer a su lado, como un niño expulsado del colegio. Emma le puso los pies en los muslos.
—Bueno, de acuerdo, ¿quieres que hablemos de esa noche? Pues hablamos.
Él no dijo nada. Ella le clavó un poco los dedos de los pies. Finalmente, Dexter la miró. Entonces ella dijo:
—Venga, empiezo yo. —Respiró hondo—. Yo creo que estabas muy disgustado, y un poco borracho, y que esa noche, cuando me viniste a ver… pues pasó. Yo creo que con toda la tristeza de haber roto con Sylvie, y de irte de casa y no ver a Jasmine, te encontrabas un poco solo, y necesitabas un paño de lágrimas. Uno que se acostara contigo. Que es lo que fui yo, un paño de lágrimas que se acostó contigo.
—O sea, que tú lo ves así…
—Sí, lo veo así.
—¿…y sólo te acostaste conmigo para que estuviera mejor?
—¿Te quedaste mejor?
—Sí, mucho.
—Pues yo igual, o sea, que ya ves que funcionó.
—… pero la cuestión no es ésa.
—Hombre, por cosas peores se acuesta la gente. Ya deberías saberlo.
—Ya, pero… ¿sexo por lástima?
—No, lástima no, compasión.
—No me friegues, Em.
—No te molesto; es que… de lástima no tenía nada, ya lo sabes. Ahora bien, es… complicado. Lo nuestro. Ven aquí, haz el favor.
Volvió a empujarlo con el pie. Al cabo de un momento, él se ladeó como un árbol talado, y apoyó la cabeza en su hombro.
Emma suspiró.
—Hace mucho tiempo que nos conocemos, Dex.
—Ya lo sé, pero bueno, me pareció buena idea: Dex y Em, Em y Dex, los dos juntos. Probarlo durante una temporada, a ver qué tal. Pensaba que tú también querías.
—Sí quiero. Quise. Antes, a finales de los ochenta.
—Y ahora ¿por qué no?
—Pues porque no. Porque es demasiado tarde. Ya no estamos para eso. Yo estoy demasiado cansada.
—¡Si tienes treinta y cinco años!
—Ya, pero es que tengo la sensación de que se nos ha pasado el momento —dijo ella.
—¿Cómo lo sabes, sin haberlo probado?
—Dexter… ¡Conocí a otro!
Se quedaron un momento sin decir nada, escuchando los gritos de los niños en el patio, y el rumor lejano de los televisores.
—¿Y te gusta, el tipo ese?
—Sí. Me gusta mucho, mucho.
Dexter bajó la mano y le agarró el pie derecho, que aún tenía polvo de la calle.
—No soy muy oportuno, ¿eh?
—No mucho, no.
Examinó el pie que tenía en la mano. Las uñas estaban pintadas de rojo, pero melladas; la más pequeña deformada, casi inexistente.
—Tienes unos pies que dan asco.
—Ya lo sé.
—El dedo pequeño parece un grano de maíz.
—Pues ya no lo toques.
—Oye, y esa noche… —Le clavó el pulgar en la dura piel de la planta—. ¿Tan mal estuvo, de verdad?
Ella le dio un buen golpe en la cadera con el otro pie.
—No hurgues, Dex.
—En serio, dímelo.
—No, Dexter, no estuvo tan mal; de hecho fue una de las noches más memorables de mi vida. De todos modos, creo que es mejor dejar las cosas como están. —Bajó las piernas del sofá y resbaló hasta que se tocaron sus caderas. Tomó la mano de Dexter y le apoyó la cabeza en el hombro. Se quedaron mirando los libreros, hasta que Emma suspiró—. ¿Por qué no dijiste todo esto…, no sé, hace ocho años?
—No sé; supongo que estaba demasiado enfrascado en… intentar divertirme.
Levantó la cabeza para mirarle de lado.
—Y ahora que ya no te diviertes, vas y piensas: «Vamos a probar con la buena de Em…».
—No quería decir eso…
—No soy ningún premio de consolación, Dex. No soy un último recurso. Por si te interesa, me valoro mucho más.
—Y yo también te valoro mucho más. Por eso he venido. Eres una maravilla, Em.
Al cabo de un rato, Emma se levantó bruscamente, agarró un cojín, se lo tiró con fuerza a la cabeza y se fue al dormitorio.
—Cállate, Dex.
Él le tomó la mano al pasar, pero Emma se soltó.
—¿Adónde vas?
—A bañarme y cambiarme. ¡No vamos a quedarnos toda la noche aquí sentados! —dijo en voz alta desde la otra habitación, mientras sacaba con rabia ropa del clóset, y la tiraba a la cama—. ¡Llegará en veinte minutos!
—¿Quién llegará?
—¿Tú quién crees? ¡Mi NUEVO NOVIO!
—¿Que va a venir Jean–Pierre?
—Ajá. A las ocho. —Se empezó a desabrochar los botones de la falda, que eran minúsculos, pero al final se rindió, se la quitó impacientemente por la cabeza y la tiró al suelo—. ¡Saldremos a cenar! ¡Los tres!
Dexter dejó caer la cabeza hacia atrás, con un largo gemido.
—Dios mío. ¿Tenemos que ir?
—Pues sí, lo siento, ya está organizado. —Emma estaba desnuda, y enfadada: consigo misma, y por la situación—. ¡Te vamos a llevar al restaurante donde nos conocimos! ¡El famoso bistrot! ¡Estaremos sentados en la misma mesa, tomados de la mano, contándotelo a ti! Va a ser todo muy pero que muy romántico. —Dio un portazo, y gritó por la puerta del cuarto de baño—: ¡Y no tendrá nada de violento!
Dexter oyó el ruido de la regadera. Se recostó en el sofá, mirando al techo, avergonzado por la absurda expedición. Había creído que tenía la solución, que podrían rescatarse mutuamente, cuando lo cierto era que Emma estaba bien desde hacía años. Si alguien necesitaba que le rescatasen, era él.
Quizá tuviera razón ella: quizá sólo fuera un poco de soledad. Oyó borbotear las cañerías antiguas al pararse la regadera. Otra vez la misma horrible y vergonzosa palabra: solo. Y lo peor era saber que era verdad. Jamás en la vida se habría imaginado que se encontraría solo. Para su fiesta de los treinta años, había llenado todo un club al lado de Regent Street, con la gente haciendo cola en la acera para entrar. En la tarjeta SIM del teléfono celular que llevaba en el bolsillo casi no cabían los números telefónicos de los centenares de personas que había conocido en los últimos diez años; y sin embargo, la única persona con quien había tenido ganas de hablar en todo ese tiempo estaba ahora en la habitación de al lado.
¿Podía ser verdad? Analizó otra vez la idea, y al corroborar su exactitud, se levantó de golpe, con la intención de decírselo enseguida. Dio unos pasos hacia el cuarto de baño, y se paró.
La veía por el resquicio de la puerta. Estaba sentada frente a un pequeño tocador de los años cincuenta, con el pelo corto mojado del baño, llevaba un vestido de seda negra a la antigua, que le llegaba a las rodillas. Tenía el cierre abierto hasta la base de la espalda, lo suficiente para ver la sombra de debajo de los omóplatos. Estaba inmóvil, erguida, la mar de elegante, como si esperase a que viniera alguien a subirle el cierre. Era una idea tan seductora, tenía algo tan íntimo y satisfactorio aquel sencillo gesto, a la vez conocido y novedoso, que Dexter estuvo a punto de entrar directamente en el cuarto. Le abrocharía el vestido; luego le daría un beso en la curva entre el cuello y el hombro, y se lo diría.
En vez de eso, lo que hizo fue observarla en silencio, viendo que tomaba un libro del tocador, un diccionario francés/inglés grande y muy usado. Después de hojearlo un poco, Emma se detuvo bruscamente, dejando caer la cabeza hacia delante, y gruñendo de rabia a la vez que se apartaba el flequillo. Dexter se rio de su exasperación; creía no haber hecho ruido hasta que la vio mirar hacia la puerta, y retrocedió rápidamente. Hizo crujir los tablones del suelo al lanzarse absurdamente en dirección a la cocina, para abrir las dos llaves y empezar a mover inútilmente tazas en el fregadero, como coartada. Al cabo de un rato, oyó el timbre del teléfono antiguo del dormitorio al ser descolgado del soporte, y cerró las dos llaves para poder espiar la conversación con el tal Jean-Pierre. Un murmullo en francés, de enamorados. Aguzó el oído, pero no entendía una sola palabra.
Volvió a sonar el teléfono. Poco después, Emma estaba en la puerta.
—¿Con quién hablabas? —preguntó Dexter por encima del hombro, como si nada.
—Con Jean-Pierre.
—¿Y cómo estaba Jean-Pierre?
—Bien, muy bien.
—Me alegro. Bueno, debería cambiarme. ¿Cuándo has dicho que vendrá?
—No vendrá.
Se giró.
—¿Qué?
—Le dije que no venga.
—¿De verdad? ¿Se lo dijiste?
Tuvo ganas de reír…
—Le dije que tengo amigdalitis.
… unas ganas locas de reír, pero aún no era el momento. Se secó las manos.
—¿Cómo se dice? Amigdalitis. En francés.
Emma se puso los dedos en el cuello.
—Je suis très désolée, mais mes glandes sont gonflées —dijo sin fuerzas, con voz ronca—. Je pense que je peux avoir l’amygdalite.
—¿L’amy…?
—L’amygdalite.
—Tienes un vocabulario increíble.
—Bueno… —Encogió los hombros con modestia—. Lo he tenido que buscar.
Se sonrieron. Después, como si se le acabara de ocurrir una idea, Emma cruzó la habitación en tres zancadas, le agarró la cara entre las manos y le dio un beso. Él le puso las manos en la espalda, descubriendo que el cierre seguía sin cerrar, y tocando la piel desnuda, fresca y húmeda del baño. Estuvieron un momento besándose así. Después ella le miró atentamente, sin soltarle la cara.
—Como me hagas perder el tiempo, Dexter…
—Que no…
—Lo digo en serio: como me des falsas esperanzas, o me falles, o me engañes a escondidas, te asesinaré. Juro por Dios que te comeré el corazón.
—No haré nada de eso, Em.
—¿No?
—Te juro que no.
Frunció el ceño, sacudió la cabeza y volvió a pasarle los brazos por la espalda, hundiendo la cara en su hombro, y haciendo un ruido que casi parecía de rabia.
—¿Qué te pasa? —preguntó él.
—Nada. No, nada. Es que… —Lo miró—. Es que creía que al final me había librado de ti.
—No creo que puedas —dijo él.