Capítulo 14
Paternidad
SÁBADO 15 DE JULIO DE 2000
Richmond, Surrey
Jasmine Alison Viola Mayhew.
Al haber nacido al final de la tarde del tercer día del nuevo milenio, siempre tendría la misma edad que el siglo. Dos kilos novecientos gramos menuditos pero sanos, y según el parecer de Dexter, de una belleza indescriptible. Se supo dispuesto a sacrificar la vida por ella, a la vez que bastante seguro de que había pocas posibilidades de que se presentara la ocasión.
Aquella noche, sentado en la silla de vinil del hospital, con el paquetito de cara roja entre los brazos, Dexter Mayhew tomó una decisión solemne. Resolvió que en adelante iría por el buen camino. Aparte de algunos imperativos biológicos y sexuales, todas sus palabras y actos serían dignos de los oídos y los ojos de su hija. Viviría como si en todo momento estuviera sometido al examen de Jasmine. Jamás haría nada que pudiera provocarle a ella dolor, ansiedad o vergüenza, y en su vida ya no habría nada, absolutamente nada, de qué avergonzarse.
Esta solemne resolución se mantuvo en pie aproximadamente noventa y cinco minutos. Sentado en un inodoro, intentando soplar el humo del cigarrillo dentro de una botella vacía de Evian, debió de escapársele un poco, porque se disparó el detector, despertando a sus exhaustas mujer e hija de un sueño muy necesario; y al ser llevado fuera del baño, sin soltar la botella de tapón de rosca llena de humo gris amarillento, la mirada de los ojos cansados y entornados de su esposa lo decía todo: Dexter Mayhew no estaba a la altura, y punto.
El creciente antagonismo entre los dos se vio exacerbado por el hecho de que Dexter, con el cambio de siglo, se encontró sin trabajo, y sin perspectivas de tenerlo. La franja de emisión de Sport Xtreme se había deslizado inexorablemente hacia el amanecer, hasta que quedó claro que nadie podía trasnochar tanto entre semana, ni siquiera los que practicaban bicicleta BMX, por muy radicales y extremos que fueran los movimientos. El programa se arrastró hasta morir del todo, y el permiso de paternidad derivó en una situación con menos estilo, como era la del desempleo.
El cambio de casa supuso una distracción temporal. Tras mucha resistencia, el piso de soltero de Belsize Park fue alquilado por una fortuna mensual, y sustituido por una casita adosada muy bonita en Richmond, que le dijeron que tenía muchas posibilidades. Dexter alegó ser demasiado joven para irse a vivir a Surrey (unos treinta y cinco años), pero no se podía discutir la calidad de vida, los buenos colegios, la red de transporte y los ciervos que corrían por el parque. Quedaba cerca de los padres de ella, y los Gemelos vivían por la zona. En consecuencia, ganó Surrey, y en mayo dieron inicio a una tarea interminable, un pozo sin fondo en lo económico: lijar todas las superficies de madera existentes, y derribar hasta el último tabique. También desapareció el deportivo Mazda, sacrificado por una miniván de segunda mano de la que no había forma de borrar el olor a vómito comunitario de la anterior familia.
Era un año importante para la familia Mayhew, a pesar de lo cual Dexter averiguó que disfrutaba mucho menos de lo esperado construyéndose un nido. Él se había imaginado la vida familiar como una especie de anuncio de hipoteca alargado: una pareja guapa en overol azul, con rodillos en la mano, sacando la vajilla de un antiguo arcón, y dejándose caer en un sofá grande y viejo. Se imaginaba llevando a pasear perros peludos por el parque, y de noche, dando biberones hasta la extenuación, pero contento. A medio plazo, llegaría el momento de los días en la playa, las fogatas en la arena, y los arenques a la brasa con madera traída por las olas. Se inventaría juegos ingeniosos, y haría libreros. Sylvie se pondría las camisas viejas de él, con las piernas al aire. Él llevaría mucha ropa de punto y, como cabeza de familia, velaría por el bienestar de sus seres queridos.
En vez de eso, lo que había era discusiones por cualquier pretexto, mezquindad y miradas de rencor a través de una fina niebla de polvo de yeso. Sylvie pasaba cada vez más tiempo en casa de sus padres, con la excusa de alejarse de los albañiles, aunque lo hacía más que nada para evitar a su apático e ineficaz marido. De vez en cuando llamaba para sugerirle que fuera a ver a su mutuo amigo Callum, el magnate de los cangrejos de río, y aceptara su oferta de trabajo, pero Dexter se resistía. No había que descartar que su carrera de presentador recuperara fuelle, o que encontrase trabajo como productor, o que se reciclara en camarógrafo, o en editor. Mientras tanto, podía ayudar a los constructores, con el consiguiente recorte de los costos de mano de obra. Tal era la finalidad con la que preparaba té, iba a buscar galletas, aprendía rudimentos de polaco y jugaba al PlayStation con el rotundo acompañamiento sonoro de la pulidora de suelos.
En otros tiempos, se había preguntado qué era de los viejos en la industria televisiva. Ya tenía la respuesta. Los editores y camarógrafos con formación tenían veinticuatro o veinticinco años, y él carecía de experiencia como productor. Mayhem TV, su compañía independiente —y mucho—, ya no era tanto una empresa como una coartada para su inactividad. A finales del año fiscal, desapareció oficialmente para ahorrar gastos contables, y veinte resmas de hojas con optimista membrete fueron relegadas vergonzosamente al desván. Lo único bueno era volver a ver a Emma, con escapadas al cine cuando debería haber estado aprendiendo a poner mastique en las ventanas con Jerzy y Lech; pero el sentimiento de melancolía de salir de un cine en pleno día, un martes por la tarde, se había vuelto insoportable. ¿Y sus votos de paternidad perfecta? Ahora tenía responsabilidades. A principios de junio, finalmente, cedió, fue a ver a Callum O’Neill y lo iniciaron en la familia de Natural Stuff.
Por eso este día de san Suituno se encuentra a Dexter Mayhew con camisa beige de manga corta y corbata café claro, supervisando la entrega de la enorme partida diaria de arúgula en la nueva sucursal de la estación Victoria. Hace el recuento de cajas de verdura mientras el camionero, que espera al lado con un sujetapapeles, lo mira sin disimular. Dexter ya lo ve venir.
—¿Usted no salía por la tele?
Ya estamos.
—Sí, en tiempos inmemoriales —responde, campechano.
—¿Cómo se llamaba? marcha loca, o algo así.
No levantes la vista.
—Sí, ése era uno. Bueno, qué, ¿firmo la nota de remisión?
—Y salía con Suki Meadows.
Sonríe, sonríe, sonríe.
—Ya le digo que hace mucho, mucho tiempo. Una caja, dos, tres…
—Ahora ella sale en todas partes, ¿no?
—Seis, siete, ocho…
—Es guapísima.
—Muy simpática. Nueve, diez.
—¿Y qué tal estaba, lo de salir con ella?
—Mucho ruido.
—¿Y qué, a usted qué le pasó?
—La vida. Me pasó la vida. —Le quita el sujetapapeles—. Firmo aquí, ¿verdad?
—Eso mismo. Firme aquí.
Dexter pone su autógrafo en la nota de remisión e introduce la mano en la primera caja para agarrar un puñado de arúgula y comprobar que esté fresca. «Arúgula, la lechuga iceberg de nuestra época», le gusta decir a Callum, pero Dexter la encuentra amarga.
La auténtica central de Natural Stuff está en una nave industrial de Clerkenwell, limpia y moderna, con máquinas de jugo, pufs de bolas, baños unisex, internet de alta velocidad y pin ball; en las paredes hay gigantescos lienzos a lo Warhol de vacas, pollos y cangrejos de río. Es medio espacio de trabajo, medio cuarto de quinceañero. Los arquitectos no le han puesto la etiqueta de oficina, sino la de «espacio de sueños», en Helvética y minúsculas. Pero antes de que a Dexter le dejen acceder al espacio de sueños, tiene que aprender el oficio. Como Cal insiste mucho en que todos sus directivos se ensucien las manos, Dexter está haciendo un mes de prácticas como segundo encargado del puesto de avanzada más reciente del imperio. Lleva tres semanas limpiando las máquinas de jugos, poniéndose una redecilla en el pelo para hacer bocadillos, moliendo café y sirviendo a los clientes; y la sorpresa es que no le ha disgustado. A fin de cuentas, de eso se trata; negocios y gente es lo mismo, como suele decir Callum.
Lo peor es que lo reconozcan, la compasión fugaz en la cara de los clientes al ver sirviendo sopa a un ex presentador de la tele. Los peores son los de su generación, la de los treinta y tantos. Haber sido famoso, aunque sólo fuera un poco, y haber dejado de serlo, haberse hecho mayor, y haber ganado acaso algunos kilos, es una especie de muerte en vida. Se quedan mirando a Dexter al otro lado de la caja como quien mira a un preso haciendo trabajos forzados. «En persona se te ve más bajo», dicen a veces; y es verdad, se siente más bajo. «Pero no pasa nada —tiene ganas de decir, mientras sirve sopa de lentejas al estilo de Goa con el cucharón—. Está bien. Estoy tranquilo. Aquí me encuentro a gusto, y sólo es provisional. Estoy aprendiendo un nuevo oficio, y estoy dando de comer a mi familia. ¿Quiere un poco de pan con la sopa? ¿Integral o multicereales?»
El turno de mañana de Natural Stuff va de las seis y media a las cuatro y media de la tarde. Después de cortar caja, se sube en el tren de Richmond con los que vuelven de las compras del sábado. Por último, veinte aburridos minutos a pie hasta la hilera de casas victorianas que por dentro son muchísimo más grandes de lo que parecen por fuera, y llega a Villa Cólicos. En el camino del jardín (tiene camino de jardín; ¿cómo es posible?), ve a Jerzy y Lech cerrando la puerta principal, y adopta el tono llano y el acento popular de rigor cuando se habla con pueblerinos, aunque sean polacos.
—Cześć! Jak siemasz?
—Buenas tardes, Dexter —dice Lech con indulgencia.
—¿La señora Mayhew está en la casa?
El verbo tiene que ir siempre detrás del sujeto, por norma.
—Sí, está en casa.
Baja la voz.
—¿Ellas cómo están hoy?
—Un poco… cansadas, creo.
Dexter frunce el ceño, y finge quedarse sin respiración.
—¿Me tendría que preocupar?
—Quizá un poco.
—Tomen. —Dexter mete la mano en el bolsillo interior y les da dos barritas de cereales y dátiles con miel de Natural Stuff, de contrabando—. Es robado, pero no se lo digan a nadie, ¿está bien?
—De acuerdo, Dexter.
—Do widzenia.
Sube por los escalones de entrada, y saca la llave a sabiendas de que es muy probable que en la casa haya alguien llorando. A veces parece que se turnen.
Jasmine Alison Viola Mayhew le espera en el recibidor, precariamente sentada en las láminas de plástico que protegen del polvo las planchas de madera recién pulidas. Con sus facciones pequeñitas y perfectas en medio de su cara ovalada, es su madre en miniatura. Dexter revive una vez más la sensación de amor intenso mezclado con un terror abyecto.
—Hola, Jas. Perdón por el retraso —dice al levantarla sobre su cabeza, rodeando su barriga con las manos—. ¿Cómo has pasado el día, Jas?
Una voz en el salón.
—Preferiría que no la llamaras así. Es Jasmine, no Jazz. —Sylvie está tumbada en el sofá cubierto con un plástico antipolvo, leyendo una revista—. Jazz Mayhew suena fatal. Parece una saxofonista de un grupo funk de lesbianas. Jazz.
Dexter se echa al hombro a su hija y llega hasta la puerta.
—Es que si le pones de nombre Jasmine, la llamarán Jas.
—No se lo he puesto yo. Se lo pusimos los dos. Además, ya sé que la llamarán así. Sólo digo que no me gusta.
—Perfecto, pues voy a cambiar del todo mi manera de hablar con mi hija.
—Yo encantada.
Dexter se sienta en el extremo del sofá, mirando su reloj con exageración, y piensa: ¡Nuevo récord mundial! ¿Cuánto hace que llegué a casa, cuarenta y cinco segundos? ¡Pues ya hice algo mal! Es un comentario con la mezcla justa de autocompasión y hostilidad; como le gusta, está a punto de decirlo en voz alta, pero entonces Sylvie se sienta y frunce el ceño, con los ojos húmedos, abrazándose las rodillas.
—Lo siento, cariño; es que he tenido un día horrible.
—¿Qué pasa?
—Que no quiere dormir nada de nada. Lleva todo el día despierta, desde las cinco de la mañana. Ni un minuto.
Dexter se pone un puño en la cintura.
—Bueno, cariño, es que si le dieras descafeinado, como te dije…
Pero es un tipo de broma que no le sale con naturalidad, y Sylvie no sonríe.
—Ha estado llorando y quejándose todo el día. Fuera hace tanto calor, y dentro me aburro tanto, con Jerzy y Lech dando golpes… En fin, que estoy agobiada, nada más. —Dexter se sienta, le pasa un brazo por los hombros y le da un beso en la frente—. Te juro que si salgo otra vez a dar un paseo por el puto parque, me pondré a gritar.
—Ya falta poco.
—Una vuelta al lago, otra vuelta al lago… Luego a los columpios, y otra vuelta al lago. ¿Sabes qué ha sido lo mejor del día? Creía que se me habían acabado los pañales. Ya me veía yendo a Waitrose a comprar más, pero entonces los encontré. Encontré cuatro pañales, y me emocioné tanto…
—Bueno, pero el mes que viene vuelves al trabajo.
—¡Menos mal! —Sylvie se deja caer de lado, apoyando la cabeza en el hombro de Dexter, y suspira—. No sé si ir, esta noche.
—¡Tienes que ir! ¡Si hace semanas que lo esperas!
—La verdad es que no estoy de humor. Una despedida de soltera… Soy demasiado vieja para despedidas de soltera.
—No digas tonterías.
—Además, me da miedo.
—¿Miedo por qué? ¿Por mí?
—Por dejarte solo.
—Sylvie, tengo treinta y cinco años; no es la primera vez que estoy solo en una casa. Además, no estaré solo. Me cuidará Jas. ¿Verdad que estaremos bien, Jas? Min. Jasmine.
—¿Seguro?
—Segurísimo.
No confía en mí —piensa Dexter—. Cree que beberé. Pues no, no beberé.
La despedida de soltera es para Rachel, la más flaca y ruin de las amigas de su mujer. Han reservado un hotel para quedarse a dormir, y un mesero guapo al que pueden dar el uso que prefieran. Limusina, restaurante, mesa en un club nocturno, brunch al día siguiente… Todo planeado mediante una serie de e-mails autoritarios para eliminar cualquier posibilidad de espontaneidad o alegría. Sylvie no volverá hasta el día siguiente por la tarde. Es la primera vez que Dexter se queda toda la noche al frente de la casa. Sylvie está en el cuarto de baño, maquillándose y vigilando cómo baña él a Jasmine.
—La acuestas sobre las ocho, ¿está bien? O sea, dentro de cuarenta minutos.
—Perfecto.
—Hay leche en polvo de sobra, y ya he hecho el puré de verduritas. —«Verduritas»: es irritante su manera de decir «verduritas»—. Está en el refrigerador.
—La verdurita en el refrigerador. Eso ya lo sé.
—Si no le gusta, en la alacena hay frascos de comida, pero sólo son para emergencias.
—¿Y papas fritas? Le puedo dar papas fritas, ¿verdad? Si aparto la sal…
Sylvie chasquea la lengua, sacude la cabeza y se pone lápiz labial.
—Aguántale la cabeza.
—¿…y cacahuates salados? Ya es bastante mayor, ¿no? ¿Un plato de cacahuates?
Dexter se gira para mirarla por encima del hombro, por si se diera el milagro de que sonriese, y como tantas veces, le sorprende lo guapa que está, sencilla pero elegante, con un vestido negro corto y tacones, y el pelo todavía un poco mojado de la regadera. Saca una mano del baño de Jasmine y la pone en la morena pantorrilla de su mujer.
—Por cierto, estás impresionante.
—Tienes las manos mojadas.
Ella aparta la pierna. Ya hace seis semanas que no hacen el amor. Dexter se esperaba algo de frialdad e irritabilidad después del parto, pero ha pasado bastante tiempo, y a veces ella le miro de una manera como…, no, con desprecio no, pero con…
—Me gustaría que volvieras esta noche —dice él.
… decepción. Eso, con decepción.
—Ten cuidado con Jasmine. ¡Aguántale la cabeza!
—¡Sé hacerlo! —replica—. ¡Pero bueno!
Otra vez: la mirada. No cabe duda de que si Sylvie tuviera un ticket de compra, a estas alturas ya le habría devuelto: éste no funciona. No es lo que quería.
Llaman al timbre.
—Es mi taxi. Si hay algo urgente, llámame al celular, no al hotel, ¿de acuerdo?
Sylvie se inclina y roza con los labios la coronilla de Dexter. Después se agacha hacia la tina y le da otro beso, más convincente, a su hija.
—Buenas noches, cielo mío. Cuida a papá por mí…
Jasmine se enfurruña. Cuando su madre sale del cuarto de baño, pone cara de pánico. Dexter lo ve, y se ríe.
—¿Adónde vas, mamá? —susurra—. ¡No me dejes con este idiota!
En el piso de abajo se cierra por fin la puerta. Sylvie se ha ido. Ya está solo, libre finalmente para realizar toda una serie de actos idiotas.
Todo empieza con el televisor de la cocina. Jasmine ya está gritando cuando Dexter pugna por atarle las correas de la sillita. Con Sylvie también lo hace, pero ahora se retuerce y chilla a grito pelado, como un paquete compacto de músculos y ruido, que se debate con una fuerza descomunal, y aparentemente sin motivo. Dexter se sorprende pensando: Aprende a hablar, ¿de acuerdo? Aprende a hablar algún puto idioma, y dime qué hago mal. ¿Cuánto tardará en hablar? ¿Un año? ¿Dieciocho meses? Esto de negarse a dominar el lenguaje cuando más se necesita es demencial, un absurdo error de diseño. Deberían salir hablando. No para dar conversación, ni decir ocurrencias, sino información práctica básica. Padre, tengo gases. Este centro de actividades me agota. Sufro de cólicos.
Por fin la encajó en la silla, pero ahora alterna gritos y lloros. Dexter le mete la comida en la boca cuando puede. De vez en cuando, se para a quitarle los restos de puré con el borde de la cuchara, como si la afeitase con espuma. Con la esperanza de calmarla, enciende el pequeño televisor portátil de la mesa de la cocina, el que a Sylvie no le parece bien que tengan. Al ser sábado, en horario de máxima audiencia, ve inevitablemente a Suki Meadows, cuya cara le sonríe efusivamente, en vivo desde los estudios centrales, donde brama los resultados de la lotería para todo un país expectante. Dexter siente que se le contrae el estómago con un pequeño espasmo de envidia. Luego chasquea la lengua y sacude la cabeza, y justo cuando va a cambiar de canal, se da cuenta de que Jasmine está callada y quieta, hipnotizada por cómo berrea «uala» la ex novia de su padre.
—¡Mira, Jasmine, es la ex novia de papi! ¿Verdad que habla muy fuerte? ¿Verdad que es una chica muy pero muy ruidosa?
Ahora Suki es rica, y cada vez más pizpireta, famosa y querida por el público; y aunque nunca congeniasen del todo, y no tuvieran nada en común, Dexter siente nostalgia de su antigua novia, y de los años locos de antes de los treinta, cuando su foto salía en los periódicos. Se pregunta qué hará esta noche Suki.
—Puede que hubiera sido mejor que papá se quedara con ella —dice en voz alta, traicioneramente, recordando las noches en taxis negros y coctelerías, bares de hotel y viaductos, los años de antes de pasar los sábados con redecilla de pelo, rellenando rollos mediterráneos.
Jasmine vuelve a llorar, porque sin saber cómo se le metió papa en un ojo. Al limpiárselo, Dexter siente la necesidad de un cigarrillo. ¿Por qué no, después del día que ha tenido? ¿Por qué no darse el lujo? Le duele la espalda, se le está despegando la tirita azul del pulgar, le huelen los dedos a cangrejo de río y café viejo, y llega a la conclusión de que lo necesita. Necesita regalarse nicotina.
Dos minutos después se está poniendo la mochila portabebés, con la suave emoción del macho que domina las hebillas y correas, como si fuera una mochila cohete. Se embute por delante a Jasmine (que todavía llora) y se encamina con gran resolución entre los árboles de la aburrida y larga calle hacia la aburrida y corta galería comercial. Se pregunta cómo puede estar un sábado por la noche en una galería comercial de Surrey. Ni siquiera es propiamente Richmond, sino los alrededores de los alrededores. Vuelve a pensar en Suki, que habrá salido de juerga con sus amigas guapas. Podría llamarla cuando Jasmine duerma, sólo para saludarla: tomarse una copa y llamar por teléfono a una vieja amiga. ¿Por qué no?
En la tienda de bebidas experimenta un cosquilleo de emoción al empujar la puerta y toparse de inmediato con toda una pared de botellas de alcohol. Desde el embarazo, la política es no tener alcohol en casa, como medida disuasoria del consumo cotidiano. «Es que me aburro sentada un martes por la noche en el sofá mientras te emborrachas solo», dice Sylvie; él se lo ha tomado como un reto, y prácticamente ya no bebe. Ahora, sin embargo, está rodeado de cosas con tan buena pinta que parece una tontería no aprovecharse. Bebidas fuertes, cervezas, vinos blancos y tintos… Lo mira todo y acaba por comprar dos botellas de Burdeos del bueno, para no arriesgarse, y un paquete de tabaco. Luego —por qué no— pasa por el tailandés de comida para llevar.
En poco tiempo se va poniendo el sol, y con Jasmine medio dormida contra el pecho, camina por calles agradables, hacia la cuidada casita que será preciosa cuando esté acabada. Va a la cocina y, sin sacar de la mochila al bebé dormido, abre la botella y se sirve una copa, rodeando torpemente el bulto con los brazos como un bailarín de ballet. Tras una mirada casi ritual a la copa, se la bebe de un trago y piensa: sería mucho más fácil no beber si no estuviera tan bueno. Cierra los ojos y se apoya en la mesa de la cocina, mientras desaparece la tensión de sus hombros. En otros tiempos usaba el alcohol como estimulante, para animarse y tener más energía. Ahora, en cambio, bebe como todos los padres: como una especie de sedante al principio de la noche. Más tranquilo, recuesta al bebé dormido en el sofá, sobre un nidito de cojines, y sale al pequeño jardín suburbano: un tendedero giratorio rodeado por planchas de madera y bolsas de cemento. Se dejó puesta la mochila, que cuelga como un arnés de pistola y casi le da aspecto de poli de homicidios descansando, uno romántico y hastiado, taciturno pero peligroso, que complementa sus ingresos con unas horas de niñero en Surrey. Para redondear la imagen sólo falta un cigarrillo. Es el primero en dos semanas. Lo enciende con veneración, saboreando la primera y deliciosa calada, con tal fuerza que oye crepitar el tabaco. Hojas quemadas y petróleo: sabe a 1995.
Poco a poco su cabeza se vacía de trabajo, rollos de falafel y galletas de avena. Empieza a tener esperanzas para la velada. Quizá alcance el estado de plácida inactividad que es el nirvana de los padres exhaustos. Clava la colilla en un montón de arena y va en busca de Jasmine. Sin hacer ruido, sube hasta su habitación con ella en brazos y baja la persiana. Va a cambiarle el pañal sin despertarla, como un maestro en abrir cajas fuertes.
En cuanto la deposita en el cambiador, Jasmine se despierta y empieza otra vez a llorar, con esos gritos suyos tan horribles y estridentes. Respirando por la boca, Dexter la cambia con la mayor rapidez y eficacia posibles. Parte de la buena prensa de ser padre era lo inofensivo de las caquitas de bebé: las caquitas y la pipí dejaban de ser algo sucio para convertirse, si no en divertidos, al menos en inocuos. Su hermana había llegado al extremo de decir que las «caquitas» en cuestión eran tan benignas y fragantes que se podían «untar en el pan tostado».
Ahora bien, bajo las uñas es mejor no tenerlas. Por otro lado, la llegada de la leche en polvo y de los alimentos sólidos les han dado unas características decididamente más adultas. A la pequeña Jasmine parece que le hayan salido doscientos cincuenta gramos de mantequilla de cacahuate, y se las ha arreglado para restregárselos por toda la espalda. Dexter, que está un poco mareado de beber con el estómago vacío, lo recoge y lo rasca como buenamente puede con medio paquete de toallitas húmedas, y cuando se le acaban, con el borde de su pase de un día para el tren. El paquetito, que aún está caliente, lo mete en una bolsa para pañales, de olor químico, y la bolsa en un bote de los de pedal, estremeciéndose al ver condensación en la tapa. Jasmine no para de llorar durante todo el proceso. Cuando ya está bien limpia, Dexter la abraza y se la pone contra el hombro, saltando de puntillas hasta que le duelen las pantorrillas. Milagrosamente, al final se calla.
Se la lleva a la cuna, y al acostarla, ella se pone a llorar. Dexter la levanta. Ella se calla. La acuesta y grita. Hay una pauta, él ya se da cuenta, pero le parece tan poco razonable, tan mal hecho que Jasmine le exija tanto ahora que se le están enfriando los rollitos de primavera, que tiene el vino abierto y que el cuartito huele tan intensamente a caquitas calientes… «Amor incondicional» es una expresión que ha circulado mucho, pero ahora mismo él tiene ganas de imponer condiciones.
—Vamos, Jas, no seas injusta. Pórtate bien. Te recuerdo que papá lleva despierto desde las cinco.
Vuelve a estar callada, respirando contra el cuello de Dexter con un aliento caliente y regular. Él intenta acostarla una vez más, despacio, bailando absurdamente el limbo con una transición imperceptible de lo vertical a lo horizontal. Aún lleva puesta su mochila de macho. Ahora se imagina como un experto en desactivar bombas. Suave, suave, suave…
Vuelve a llorar.
Aun así, Dexter cierra la puerta y trota escaleras abajo. Hay que ser duro. Hay que ser implacable. Es lo que pone en el libro. Si ella tuviera algún tipo de lenguaje, él se lo podría explicar: Jasmine, es que los dos necesitamos tiempo para nosotros. Cena viendo la tele, pero vuelve a llamarle la atención lo difícil que es ignorar a un bebé que llora. Llanto controlado, lo llaman, pero él ya no se controla; tiene ganas de llorar, y se indigna victorianamente con su esposa: ¿qué fulana irresponsable es la que deja solo a un bebé con su padre? ¿Cómo se ha atrevido? Sube el volumen de la tele, y al querer servirse otra copa de vino, le sorprende encontrar vacía la botella.
Da igual. No hay problema paterno que no pueda solucionarse con un poco de leche. Prepara otro biberón y sube, algo ofuscado y con la sangre zumbando en los oídos. La carita feroz se dulcifica al recibir el biberón entre sus manos. Luego, sin embargo, arrancan de nuevo los berridos, un lamento salvaje, a la vez que él se da cuenta de que se le olvidó enroscar el tapón, y se le ha derramado la leche, empapando mantas y colchón, y metiéndose en los ojos y la nariz de Jasmine, que ahora sí grita de verdad. ¿Cómo no va a gritar, si papá la encerró en su cuarto y le vertió en la cara un cuarto de litro de leche caliente? Presa del pánico, Dexter toma una gasa —aunque lo que encuentra es el mejor suéter de cachemira de la niña, sobre un montón de ropa limpia—, y le limpia el pelo y los ojos de grumos de leche en polvo, sin parar de darle besos y de insultarse a sí mismo: «Idiota, idiota, idiota, perdona, perdona, perdona». Mientras tanto, su otro brazo inicia el proceso de cambiar la ropa de cama impregnada de leche en polvo, y la ropa de la niña, y el pañal, y de amontonarlo todo en el suelo. Ahora es un alivio que Jasmine no hable, porque entonces diría: «Eres un idiota; ni a un bebé sabes cuidar». Al volver al piso de abajo, Dexter prepara otro biberón con una mano y se lo lleva arriba. Se lo da a Jasmine con la habitación a oscuras, hasta que ella le apoya la cabeza en el hombro, tranquila, dormida.
Cierra la puerta sin hacer ruido, y baja de puntillas por la madera sin barnizar de la escalera, como un ladrón en su propia casa. En la cocina está la segunda botella de vino, abierta. Se sirve otra copa.
Casi son las diez. Intenta ver la tele, algo que se llama Big Brother, pero no entiende de qué se trata, y siente una desaprobación de viejo cascarrabias por cómo está el sector televisivo.
—No lo entiendo —dice en voz alta.
Pone música, una antología pensada para que al oírla en casa te sientas como en el vestíbulo de un hotel exclusivo europeo. Luego intenta leer la revista que se ha dejado Sylvie, pero ya no es capaz ni de eso. Entonces enciende la videoconsola, pero no hay nada que le tranquilice: ni Metal Gear Solid, ni Quake, ni Doom, ni tan siquiera Tomb Raider. Necesita compañía humana adulta, conversación con alguien que haga algo más que berrear, lloriquear y dormir. Levanta el teléfono. En honor a la verdad, está borracho, y con la borrachera ha vuelto su vieja compulsión: decirle tonterías a una mujer guapa.
Stephanie Shaw tiene un nuevo tiraleches: el más caro, finlandés. Le zumba y traquetea bajo la camiseta como un pequeño motor fuera borda, mientras intentan ver Gran Hermano en el sofá.
Emma estaba convencida de que iba a una cena, pero al llegar a Whitechapel ha descubierto que Stephanie y Adam están demasiado agotados para cocinar; esperan que no le importe. En vez de cenar, se han sentado a hablar y ver la tele, mientras zumba y traquetea el tiraleches, haciendo que el salón parezca un ordeñadero. Otra noche gloriosa en la vida de una Madrina.
Hay conversaciones que Emma preferiría ahorrarse, y todas versan sobre los bebés. Las primeras se beneficiaban del factor novedad, y sí tenía algo de intrigante, gracioso y conmovedor ver las facciones de tus amigos fundidas y en miniatura. Por otro lado, siempre es bonito ver felices a los demás, claro…
Pero tampoco hay que pasarse. Parece que este año no pueda salir de casa sin que le pongan otro recién nacido en las narices. Siente la misma aprensión que cuando alguien saca todo un ladrillo de fotos tomadas durante las vacaciones: está muy bien que te hayas divertido, pero ¿yo qué tengo que ver? Para estas ocasiones, Emma tiene una cara de fascinación que pone cuando alguna amiga le cuenta lo mal que la pasó en el parto, qué medicamentos le pusieron, si cedieron y optaron por la epidural, el sufrimiento, la felicidad…
Sin embargo, ni el milagro de dar a luz ni la paternidad en general tienen nada de transferibles. A Emma no le dan ganas de hablar sobre el estrés de dormir a ratos. ¿No habían oído rumores con antelación? Tampoco le dan ganas de tener que hacer comentarios sobre la sonrisa del bebé, ni sobre que al principio se parecía a la madre, pero ahora se parece al padre, o empezó pareciéndose al padre, pero ahora tiene la boca de la madre. ¿Y a qué viene toda esta obsesión con el tamaño de las manos, las minúsculas manos, con las minúsculas, minúsculas uñitas, si en cierto modo lo que llamaría la atención sería que fueran grandes? «¡Mira qué manos más enormes, cómo le cuelgan!» De eso sí que valdría la pena hablar.
—Me estoy durmiendo —dice Adam, el marido de Stephanie, que se aguanta la cabeza con el puño en el sillón.
—Creo que debería irme —dice Emma.
—¡No! ¡Quédate! —dice Stephanie, sin alegar ningún motivo.
Emma se come otra papa Kettle. ¿Qué les ha pasado a sus amigos? Con lo divertidos que eran antes, les encantaba salir, eran sociables, interesantes… Pero ya son demasiadas noches sentada con parejas pálidas, irritables y ojerosas, en cuartos malolientes, maravillándose de que el bebé esté creciendo, y no menguando, con el tiempo; Emma está cansada de gritar de entusiasmo al ver gatear a un bebé, como si lo de gatear fuese una novedad completamente inesperada. ¿Qué esperaban, que volase? Le es indiferente cómo les huela la cabeza a los bebés. Lo probó con una y olía como una correa de reloj por detrás.
Suena su teléfono, dentro de la bolsa. Lo saca y ve el nombre de Dexter en la pantalla, pero no se molesta en contestar. No, no quiere hacer todo el viaje de Whitechapel a Richmond para verle hacer pedorretas en la barriga de Jasmine. Es algo que le aburre especialmente, lo de que sus amigos hombres le vengan con el numerito de padre joven: agobiados pero sin perder el buen humor, cansados pero modernos con su uniforme de saco y jeans, barrigones bajo la camiseta elástica, y con esa miradita de orgullosos de sí mismos al lanzar y recoger al pequeñín. Pioneros audaces, los primeros hombres de la historia a quienes se les manchan con un poco de pipí los pantalones de pana, y con un poco de vómito el pelo.
Eso en voz alta no lo puede decir, claro. Tiene algo de antinatural que a una mujer le aburran los bebés, o más concretamente hablar de bebés. Les parecería una amargada, una envidiosa, una solitaria. Por otro lado, también le aburre que todo el mundo le diga la suerte que tiene de poder dormir tanto, de tener tanta libertad y tiempo libre, poder salir con alguien, o viajar a París de repente porque le dan ganas. Suena como si la consolasen. A ella le molesta. Lo ve condescendiente. ¡Pero si ni siquiera va a París! Algo que le aburre muy especialmente son los chistes sobre el reloj biológico, de sus amigos, de su familia, en el cine y en la tele. La palabra más estúpida y necia de la lengua inglesa es «solterona», seguida de cerca por «chocoadicta». Emma se niega a formar parte de ningún fenómeno sociológico de suplemento dominical. Entiende el debate, sí, y los imperativos prácticos, pero es una situación que no depende en nada de ella. Sí, de vez en cuando sí que intenta imaginarse con bata azul de hospital, sudando y pasándola pésimo, pero la cara del hombre que le toma la mano se empecina en no definirse, y es una fantasía en la que prefiere no pensar mucho.
Cuando pase, si le pasa, adorará al bebé, y hará comentarios sobre lo diminuto de sus manos, e incluso sobre cómo huele su cabecita; hablará de epidurales, falta de sueño y cólicos, que a saber qué diablos son. Hasta es posible que llegue a embelesarse por unas botitas. De momento, sin embargo, mantendrá las distancias, la calma y la serenidad, sin dejarse afectar; dicho lo cual, al primero que la llame «tía Emma» le dará un puñetazo en la cara.
Stephanie ya ha acabado de exprimirse, y le está enseñando su leche a Adam, acercándola a la luz como si fuera un gran vino. Todos convienen en que es un tiraleches maravilloso.
—¡Ahora me toca a mí! —dice Emma; pero nadie se ríe, y justo entonces se despierta el bebé en el piso de arriba.
—Lo que tendrían que inventar —dice Adam— son toallitas cloroformizadas.
Stephanie suspira, y sale extenuada. Emma decide que no tardará en irse a su casa. Puede acostarse tarde, y trabajar en el manuscrito. Vibra otra vez el teléfono. Un mensaje de Dexter, que le pide que vaya hasta Surrey para hacerle compañía.
Lo apaga.
—…ya sé que está muy lejos, pero es que me parece que puedo tener depresión posparto. Toma un taxi, que lo pago yo. ¡Sylvie no está! Ya, ya sé que da lo mismo, pero… si quieres quedarte a dormir, tenemos cuarto de invitados. Bueno, cuando oigas el mensaje dime algo. Adiós.
Vacila, repite «adiós» y cuelga. Un mensaje sin sentido. Parpadea, sacude la cabeza y se sirve más vino. Luego baja por la lista de contactos del teléfono, hasta llegar a la S de Suki Móvil.
Al principio no contesta. Le alivia, porque a fin de cuentas ¿puede salir algo bueno de llamar a una ex novia? Justo cuando va a colgar, oye el característico bramido.
—¿DIGA?
—¡Hola!
Desempolva su sonrisa de presentador.
—¿QUIÉN ES?
Se oye una fiesta, quizá en un restaurante.
—¡Haz algo de ruido!
—¿QUÉ? ¿QUIÉN ES?
—¡Tienes que adivinarlo!
—¿QUÉ? ¡NO TE OIGO BIEN!
—Dije que lo adivines.
—¿QUIÉN ES?
—DIJE QUE TIENES QUE… —Como ya le cansa el juego, dice sencillamente—: ¡Soy Dexter!
Una pausa.
—¿Dexter? ¿¿Dexter Mayhew??
—¿A cuántos Dexter conoces, Suki?
—No, si ya sé qué Dexter eres; lo que pasa es que… ¡UALA, DEXTER! ¡Hola, Dexter! Espera un momento… —Oye el ruido de una silla. Se la imagina seguida por miradas de curiosidad al levantarse de la mesa y meterse por un pasillo del restaurante—. ¿Qué tal, Dexter?
—Muy bien, muy bien; sólo llamaba…, nada, para decirte que te vi esta noche por la tele, y empecé a pensar en los viejos tiempos. Se me ha ocurrido llamarte y saludar. Por cierto, estabas muy guapa. Por la tele. Me ha gustado el programa. Muy buen formato. —¿Buen formato? Payaso…—. ¿Y tú qué tal, Suki?
—¿Yo? Muy bien, muy bien.
—¡Sales por todas partes! ¡Estás triunfando! ¡En serio!
—Gracias. Gracias.
Hay un momento de silencio. El pulgar de Dexter acaricia el botón de colgar. Cuelga. Haz ver que se ha cortado. Cuelga, cuelga, cuelga…
—¿Cuánto hace, Dex, cinco años?
—Sí, ya lo sé; me acordé de ti al verte por la tele; que por cierto, estabas muy guapa. ¿Qué tal todo? —No digas eso, que ya lo has dicho. ¡Concéntrate!—. Oye, que… ¿dónde estás? Hay mucho ruido…
—En un restaurante. Estoy cenando con unos colegas en un restaurante.
—¿Alguien que conozca?
—No creo. Digamos que son nuevas amistades.
«Nuevas amistades.» ¿Será hostilidad?
—Ah, ya.
—Oye, Dexter, ¿y tú dónde estás?
—¿Yo? En casa.
—¿En casa? ¿Un sábado por la noche? ¡Qué raro en ti!
—Bueno, es que…
Está a punto de contarle que está casado, que tiene una hija y que vive en un suburbio, pero como le parece que podría ser una manera de subrayar lo absolutamente fútil de la llamada, se queda callado. La pausa se alarga. Se fija en que tiene un galón de mocos en el suéter de algodón que una vez se había puesto en Pacha. También se da cuenta del nuevo olor que tiene en la punta de los dedos, un coctel contranatural de bolsas de tirar pañales y cáscaras de camarones.
Habla Suki.
—Oye, que acaban de traer los segundos platillos…
—Ah, está bien; ¡bueno, pues eso, que estaba pensando en los viejos tiempos, y en que me gustaría volver a verte! Para comer, no sé, o tomar una copa…
El volumen de la música de fondo disminuye, como si Suki se hubiera metido en algún rincón privado. Se le endurece el tono al decir:
—¿Sabes qué te digo, Dexter? Que no me parece muy buena idea.
—Ah, de acuerdo.
—Quiero decir, que hace cinco años que no te veo, y me parece que en esos casos suele haber algún motivo, ¿no?
—Sólo pensaba…
—Quiero decir, que tampoco es que me trataras muy bien, ni que te interesara mucho; total, estabas drogado casi todo el rato…
—¡Oye, eso no es verdad!
—¡Carajo, si ni siquiera me fuiste fiel! Siempre ibas a coger con alguna asistente de producción, o mesera, o lo que fuese. Ahora no sé a qué viene llamarme por teléfono como si fuéramos amigos de toda la vida, y ponerte nostálgico sobre los «viejos tiempos», esos seis meses dorados que, la verdad, para mí fueron una mierda.
—Bien, Suki, ya te entendí.
—Además, estoy con otro, buen hombre de verdad, y soy muy feliz. De hecho, me está esperando.
—¡Pues anda, vete! ¡VETE!
En el piso de arriba, Jasmine rompe a llorar, quizá de vergüenza.
—¡No puedes agarrar una borrachera, llamarme después de siglos y esperar que…!
—No, si no… Yo sólo… ¡Carajo! ¡Bueno, de acuerdo, no he dicho nada!
Los berridos de Jasmine resuenan por la escalera de madera decapada.
—¿Qué es ese ruido?
—Un bebé.
—¿De quién?
—Mío. Tengo una hija. Una hija pequeña. De siete meses.
Un silencio, que dura lo justo para que Dexter se arrugue visiblemente. Luego Suki dice:
—Pues entonces ¿por qué diablos me pides que salgamos?
—Bueno, no sé… Una copa entre amigos…
—Yo ya tengo amigos —dice Suki, en voz baja—. Creo que deberías ir a ver a tu hija, ¿no, Dex?
Cuelga.
Al principio, Dexter se queda sentado, escuchando la señal. Después baja la mano, mira fijamente el teléfono y sacude con fuerza la cabeza, como si le hubieran dado una bofetada. Y se la han dado.
—Pues sí que salió bien —murmura.
Contactos, Editar contacto, Borrar contacto. «¿Seguro que desea borrar Suki Móvil?», pregunta el teléfono. ¡Diablos, que sí, que sí, bórrala! Clava el dedo en los botones. Contacto borrado, pone en el teléfono, pero no es suficiente; Contacto erradicado, Contacto vaporizado, es lo que necesita. Como el llanto de Jasmine está llegando al ápice del primer ciclo, Dexter se levanta bruscamente y tira el teléfono contra la pared, dejando una marca negra en la pintura Farrow and Ball. Vuelve a tirarlo, y deja otra marca.
Insultando a Suki, y a sí mismo por imbécil, prepara un biberón pequeño, enrosca al máximo el tapón, se lo mete en el bolsillo, agarra el vino al vuelo y sube corriendo hacia el llanto de Jasmine, que se ha convertido en un sonido horrible, ronco, áspero, como si se estuviera destrozando la garganta. Irrumpe en el cuarto.
—¡Por amor de Dios, Jasmine, haz el favor de callarte! —vocifera.
Se tapa enseguida la boca con la mano, de vergüenza al verla de pie en la cuna, con los ojos muy abiertos de angustia. La toma en brazos y se sienta con la espalda en la pared, absorbiendo su llanto en el pecho; después se la pone en el regazo y le acaricia la frente con mucha ternura; como no funciona, empieza a acariciarle suavemente la nuca. ¿No debería haber algún punto secreto de presión, para frotarlo con el pulgar? Dibuja círculos en la palma de la mano de Jasmine, que se abre y se cierra de rabia. Todo es inútil: sus dedos, grandes, gruesos, intentando esto y aquello sin que nada funcione. Tal vez, piensa, la niña no esté bien, o simplemente es que no soy su madre. Inútil como padre, inútil como marido, inútil como novio e inútil como hijo.
Pero ¿y si le pasa algo? Piensa que podría ser un cólico. O que le estén saliendo los dientes; ¿le estarán saliendo los dientes? Empieza a cundir el nerviosismo. ¿Y si la lleva al hospital? Es una posibilidad, pero claro, ahora está demasiado borracho para conducir. Inútil, inútil, inútil.
—Vamos, concéntrate —dice en voz alta.
En el botiquín hay un medicamento, con las palabras «puede causar somnolencia», las más bonitas del idioma. Antes eran «¿tienes una camiseta que me puedas prestar?». Ahora son «puede causar somnolencia».
Hace saltar a Jasmine sobre la rodilla, hasta calmarla un poco. Luego le pone en los labios la cuchara llena, hasta que considera que ya se ha tomado cinco mililitros. Los veinte minutos siguientes giran en torno a un cabaret demencial, en el que agita como loco animales parlantes. Explota al máximo su limitado repertorio de voces graciosas, suplicando con tono agudo o grave, y diversos acentos regionales, que no haga más ruido, anda, anda, a dormir. Le pone libros delante de la cara, levantando y estirando solapas, y clavando el dedo en la página a la vez que dice:
—¡Pato! ¡Vaca! ¡Tren chu-chú! ¡Mira, mira qué tigre más divertido!
Monta espectáculos disparatados de marionetas. Un chimpancé de plástico canta sin parar la primera estrofa de El patio de mi casa; Tinky Winky interpreta En la vieja fábrica, y sin saber por qué, un cerdito de peluche le dedica a Jasmine Into the Groove. Se meten debajo de los arcos de la manta de actividades, y hacen ejercicio los dos juntos. Dexter le pone en sus manitas el teléfono celular, y le deja apretar botones, babear en el teclado y escuchar la voz del reloj, hasta que afortunadamente Jasmine se tranquiliza; ahora sólo gime un poco; sigue totalmente despierta, pero está contenta.
En el cuarto hay un reproductor de CD, un Fisher Price panzudo con forma de locomotora de vapor. Apartando los libros y juguetes del suelo con los pies, Dexter aprieta el play. Clásicos relajantes para bebés, una parte del proyecto de control mental integral de Sylvie. Por unos altavoces diminutos suena la Danza del hada de azúcar.
—¡A bailar! —exclama Dexter, subiendo el volumen con la chimenea de la locomotora, y empieza a ejecutar un vals ebrio por la habitación, con Jasmine cerca del pecho.
Ella se despereza, cerrando y flexionando sucesivamente sus afilados dedos, y por primera vez mira a su padre sin cara de enfado. Por un momento, Dexter ve su propia cara sonriéndole. Jasmine hace ruidos con la boca, abriendo mucho los ojos. Se está riendo.
—¡Así me gusta! —dice él—. Muy bien, preciosa.
Se anima, y tiene una idea.
Echándose al hombro a Jasmine, y chocando con los marcos de las puertas, baja corriendo a la cocina, donde guarda provisionalmente todos sus CD hasta que estén hechos los libreros. Hay miles, sobre todo discos gratis, herencia de cuando se le consideraba influyente. Verlos le hace volver a su época de DJ, cuando se paseaba por el Soho con aquellos auriculares tan ridículos. Se pone de rodillas, y busca en la caja con una mano. El truco no es hacer que Jasmine duerma, el truco es intentar que esté despierta, y para eso van a hacerse una fiesta, sólo para ellos dos; una fiesta mil veces mejor que lo que pueda ofrecer cualquier club de Hoxton. A la mierda Suki Meadows. Va a hacer de DJ para su hija.
Revigorizado, excava a mayor profundidad en los estratos geológicos de los CD que representan diez años de modas, seleccionando algún que otro disco que amontona en el suelo, y entusiasmándose con su plan. El acid jazz, los breakbeats, el funk de los setenta y el acid house dejan paso al deep house y al progressive house, a la electrónica, al big beat, a lo ibicenco y a antologías con la palabra «chill»; incluso a una selección, corta y poco convincente, de drum and bass. Buscar música vieja debería ser un placer. No obstante, le sorprende descubrir que sólo de ver las carátulas se pone nervioso y le da miedo, por lo ligadas que están a recuerdos de noches de insomnio y paranoia con desconocidos en su departamento, conversaciones idiotas con amigos a quienes ya no conoce. La música de baile le pone nervioso. Ahora sí ya está, piensa; señal de que me estoy haciendo viejo.
Entonces ve el lomo de un CD, con letra de Emma. Es una antología que le hizo con su nueva computadora, en agosto pasado, justo antes de la boda, cuando él cumplió los treinta y cinco. La antología se titula «Once años», y en la carátula, hecha a mano, hay una foto; como la impresora de Emma es de las baratas, la foto está borrosa, pero no tanto como para no reconocerlos a los dos sentados en la ladera de una montaña, la cumbre de Arthur’s Seat, el volcán extinto que domina Edimburgo. Debió de ser la mañana después de licenciarse. ¿Cuántos años han pasado, doce? En la foto, Dexter, con camisa blanca, está apoyado en una roca, con un cigarrillo colgando del labio. Emma está un poco más lejos, con las rodillas contra el pecho y la barbilla en las rodillas. Lleva unos 501 muy ceñidos en la cintura, y está un poco más rechoncha que ahora; desgarbada, incómoda, con los ojos medio tapados por un flequillo irregular teñido con henna. Es la expresión que desde entonces pone en todas las fotos: media sonrisa, con la boca cerrada. Al fijarse en su cara, Dexter se pone a reír. Se la enseña a Jasmine.
—¡Mira! ¡Es tu madrina, Emma! Fíjate qué delgado estaba tu papá. Mira, pómulos. Antes tu papá tenía pómulos. Jasmine se ríe en silencio.
Al volver al cuarto de Jasmine, Dexter la deja en el rincón y saca el CD de la caja. Dentro hay una postal con letra muy pequeña, su tarjeta de cumpleaños del año pasado.
1 de agosto de 1999. Aquí tienes un regalo casero. Repítete que lo que cuenta es la intención, lo que cuenta es la intención. Esto es una reproducción muy cuidada en CD de un casete recopilatorio que te hice hace siglos. Canciones de verdad, no esa porquería de chill-out. Espero que te guste. Feliz cumpleaños, Dexter, y felicidades por tantas buenas noticias. ¡Marido! ¡Padre! Las dos cosas las harás genial.
Me alegro de haberte recuperado. Acuérdate de que te quiero mucho.
Tu vieja amiga,
Emma.
Sonríe y pone el disco en el reproductor con forma de locomotora de vapor.
Empieza con Massive Attack, Unfinished Sympathy. Agarra a Jasmine y la hace saltar en las rodillas con los pies plantados en el suelo, mascullando la letra al oído de su hija. La música pop antigua, las dos botellas y la falta de sueño se combinan para hacerle sentir a la vez mareado y sentimental. Sube al máximo el volumen del tren Fisher Price.
Luego suenan los Smiths, There is a Light That Never Goes Out. A él nunca le han gustado especialmente los Smiths; aun así, sigue dando brincos con la cabeza inclinada. Vuelve a tener veinte años, y a estar borracho en una discoteca de estudiantes. Canta muy alto; es vergonzoso, pero le da igual. En el dormitorio pequeño de una casa adosada, bailando con su hija la música de un tren de juguete, de pronto siente una profunda satisfacción. Más que satisfacción, euforia. Gira, y al pisar un perro de madera con ruedas, tropieza como los borrachos por la calle. Se aguanta con una mano en la pared.
—¡Eh, chavo, cuidado! —dice en voz alta.
Mira a Jasmine, para comprobar que esté bien, y se la encuentra riendo: su hija, su propia hija, tan, tan guapa. There is a light that never goes out. Hay una luz que nunca se apaga.
La siguiente es Walk On By, una canción que su madre solía poner cuando era niño. Se acuerda de Alison bailándola en la sala de estar, con un cigarrillo en una mano y una copa en la otra. Se pone a Jasmine en el hombro, sintiendo en el cuello su respiración, y le toma la otra mano, apartando los escombros con los pies en un baile lento a la antigua. En medio del agotamiento, y del vino tinto, de pronto tiene ganas de hablar con Emma, de contarle lo que está escuchando. Justo entonces suena el teléfono, a la vez que se acaba la canción. Busca entre los juguetes y libros desechados; quizá sea Emma, que le devuelve la llamada. En la pantalla pone «Sylvie». Suelta una palabrota. Tiene que ponerse. Sobrio, sobrio, sobrio, se dice. Se apoya en la cuna, se pone a Jasmine en el regazo y contesta.
—¡Hola, Sylvie!
Justo entonces salta por el Fisher Price el Fight the Power de los Public Enemy. Se lanza a apretar los botones redondeados.
—¿Qué ha sido eso?
—Nada, música. Es que Jasmine y yo estamos haciendo una fiestecita, ¿verdad, Jas? Jasmine, quiero decir.
—¿Aún está despierta?
—Pues la verdad es que sí.
Sylvie suspira.
—¿Qué han hecho?
He fumado, me he emborrachado, he dopado a nuestra hija, he llamado a ex novias, he dejado la casa hecha un asco y he bailado murmurando solo. Me he caído como un borracho por la calle.
—No, nada, estar por aquí viendo la tele. ¿Y tú? ¿Te diviertes?
—No está mal. Lógicamente, aquí todas andan ebrias…
—Menos tú.
—Yo estoy demasiado agotada para emborracharme.
—No se oye nada. ¿Dónde estás?
—En mi habitación del hotel. Voy a acostarme un poco, y luego vuelvo para la siguiente tanda.
Mientras escucha, Dexter mira el desastre del cuarto de Jasmine: las sábanas empapadas de leche, los juguetes y libros por el suelo, la botella de vino vacía y la copa sucia.
—¿Cómo está Jasmine?
—Sonriendo. ¿Verdad que sí, cielo? Es mamá al teléfono.
Se lo pone en la oreja, como es de rigor, pero ella se queda callada. Como nadie se divierte, se lo quita.
—Vuelvo a ser yo.
—Pero te las has arreglado.
—Claro. ¿Por qué, tenías alguna duda? —Una breve pausa—. Deberías volver a la fiesta.
—Sí, puede que sí. Mañana nos vemos. Alrededor de la hora de comer. Volveré a…, no sé, hacia las once.
—Perfecto. Pues buenas noches.
—Buenas noches, Dexter.
—Te quiero —dice él.
—Yo a ti también.
Sylvie está a punto de colgar, pero Dexter siente el impulso de decirle algo más.
—Oye, Sylvie… ¿Sylvie? ¿Me oyes?
Ella vuelve a contestar.
—¿Mm?
Dexter traga saliva y se humedece los labios.
—Sólo quería decirte que…, quería decirte que ya sé que ahora mismo no se me da muy bien todo esto de ser padre y marido, pero que me estoy esforzando, y que estoy poniendo todo de mi parte. Mejoraré, Sylv. Te lo prometo.
Parece que ella lo piensa, porque hay una pausa corta antes de que vuelva a hablar, con la voz un poco ahogada.
—Dex, lo haces muy bien. Lo que pasa es que… vamos a tientas, pero no pasa nada.
Él suspira. En el fondo se esperaba algo más.
—Será mejor que vuelvas a la fiesta.
—Mañana nos vemos.
—Te quiero.
—Y yo a ti.
Sylvie cuelga.
La casa parece muy silenciosa. Dexter se queda todo un minuto sentado, con su hija dormida en el regazo, escuchando zumbar la sangre y el vino en la cabeza. Experimenta una palpitación momentánea de miedo y soledad, pero se la sacude. Luego se levanta y se pone a su hija delante de la cara, desmadejada como un gatito. Aspira su olor: a leche, casi dulce, su propia sangre. Su propia sangre. Es un tópico, pero hay momentos fugaces en que se reconoce en la cara de Jasmine, y al tomar conciencia de ello no acaba de creerlo. Para bien o para mal, forma parte de mí. La deja suavemente en la cuna.
Pisa un cerdo de plástico, afilado como un pedernal, que se le clava dolorosamente en el talón. Apaga la luz del cuarto, diciendo una palabrota en voz baja.
En una habitación de hotel de Westminster, a quince kilómetros al este por el Támesis, su mujer está sentada al borde de la cama, desnuda, con el teléfono colgando en la mano, y empieza a llorar en silencio. En el cuarto de baño se oye el ruido de la regadera. Como a Sylvie no acaba de gustarle su cara cuando llora, en cuanto se apaga el ruido se apresura a secarse los ojos con el dorso de la mano y deja caer el teléfono en la ropa amontonada en el suelo.
—¿Todo bien?
—Bueno, la verdad es que no del todo. Me ha parecido bastante borracho.
—Seguro que está bien.
—No, en serio, borracho de verdad. Tenía una voz rara. Creo que debería irme a casa.
Callum se cierra la bata, vuelve al dormitorio y se inclina para darle un beso en el hombro desnudo.
—Como te he dicho, estoy seguro que está bien. —En vista de que Sylvie no contesta, se sienta y le da otro beso—. Intenta pensar en otra cosa. Diviértete. ¿Quieres otra copa?
—No.
—¿Te quieres acostar?
—¡No, Callum! —Sylvie le aparta el brazo—. ¡Por Dios!
Resistiéndose a la tentación de decir algo, él se gira y vuelve al baño para lavarse los dientes, viendo desaparecer sus expectativas para la noche. Tiene la horrible sensación de que Sylvie querrá hablar: «Es injusto, no podemos seguir, quizá sea mejor que se lo diga», y todo ese tipo de cosas. Pero por amor de Dios, piensa indignado, si ya le dio trabajo, al hombre ese. ¿No es bastante?
Escupe, se enjuaga la boca, vuelve a la habitación y se deja caer en la cama. Luego agarra el control de la televisión y va pasando enojado los canales por cable, mientras la señora Sylvie Mayhew se queda sentada, mirando las luces del Támesis por la ventana, y preguntándose qué hacer con su marido.