Capítulo 13

La tercera ola

JUEVES 15 DE JULIO DE 1999

Somerset

Ya han empezado a llegar. Un alud incesante de sobres lujosamente acolchados que hacen ruido al chocar con el tapete de la entrada. Las invitaciones de boda.

No ha sido la primera ola de bodas. Hasta hubo algunos de su edad que se casaron en la universidad, pero eran bodas conscientemente excéntricas y festivaleras, parodias teatrales, como las «cenas de gala» de estudiantes a las que se iba de etiqueta para comer pasta gratinada con atún. Los banquetes de estudiantes eran picnics en el parque más cercano, con trajes de Oxfam y vestidos largos de segunda mano, y luego al pub. En las fotos de boda se veía a los novios brindando a la cámara con cervezas, y un cigarro colgando del labio pintado de la recién casada. Los regalos de boda eran modestos: una recopilación especialmente buena en casete, un fotomontaje con marco de clip, una caja de velas… Casarse en la universidad era un número gracioso, un acto benévolo de rebelión, como el minúsculo tatuaje que no ve nadie, o raparse la cabeza para alguna ONG.

La segunda ola, las bodas sobre los veinticinco, aún conservaba un poco de ese aspecto burlón y artesanal. Los banquetes se hacían en centros sociales y jardines familiares, las fórmulas matrimoniales eran de confección propia, rigurosamente laicas, y parecía que siempre hubiera alguien leyendo aquel poema de E. E. Cummings sobre lo pequeñas que son las manos de la lluvia. Sin embargo, ya aparecían insidiosamente tintes fríos y duros de profesionalismo. Ya empezaba a vérsele el cobre a la idea de la «lista de bodas».

En algún punto del futuro se espera una cuarta ola: las Segundas Bodas. Historias agridulces, con un toque de disculpa, que a las nueve y media ya se han acabado por los niños. «No será nada del otro mundo —dirán—, sólo una excusa para hacer una fiesta.» De momento, sin embargo, este año es el de la tercera ola, y esta tercera ola está resultando ser la más potente y espectacular, la más devastadora. Son bodas de gente de entre treinta y treinta y cinco, y ya no se ríe nadie.

La tercera ola es imparable. Parece que no pasa una semana sin que llegue un nuevo sobre de suntuoso color crema, que encierra una complicada invitación —todo un triunfo de la técnica papelera— y un completo dosier de números de teléfono, direcciones de correo electrónico, páginas web, cómo llegar, qué ponerse y dónde comprar los regalos. Se reservan en bloque hoteles rurales, se escalfan grandes bancos de salmones y de la noche a la mañana aparecen grandes carpas como ciudades beduinas de tiendas. Se alquilan sedosos chaqués grises y sombreros de copa, y se visten con cara de absoluta seriedad. Es una época dorada, embriagadora, para las floristerías y las empresas de catering, los cuartetos de cuerda, los directores de ceilidh,[4] los escultores de hielo y los fabricantes de cámaras desechables. Los buenos grupos de versiones de la Motown acaban exhaustos. Vuelven a estar de moda las iglesias, y lo último es que la feliz pareja cubra el breve tramo entre el lugar del culto y el banquete en un autobús londinense con el piso de arriba descubierto, o en un globo aerostático, o a lomos de dos corceles blancos conjuntados, o en un ultraligero. Para que salga bien una boda se precisan reservas enormes de amor, entrega y tiempo libre, también (o sobre todo) por parte de los invitados. El confeti sale a ocho libras por caja. Las bolsas de arroz de la tienda de la esquina ya no engañan a nadie.

El señor Anthony Killick y su esposa invitan a Emma Morley y acompañante al enlace entre su hija, Tilly Killick, y Malcolm Tidewell.

En el área de servicio, dentro de su coche nuevo —el primero, un Fiat Panda de cuarta mano—, Emma contempló la invitación con la certeza absoluta de que habría hombres con puros, y algún inglés con kilt.

Emma Morley y acompañante.

Su atlas de carreteras era una edición antigua, donde faltaban varias conurbaciones importantes. Lo giró ciento ochenta grados, y luego noventa en sentido contrario, pero era como intentar orientarse con una edición del Domesday Book.[5] Lo tiró al asiento de al lado, donde debería haber estado su acompañante imaginario.

Como conductora, Emma era un espanto, una mezcla de despiste y petrificación. Durante los primeros ochenta kilómetros había conducido distraídamente con anteojos y lentes de contacto a la vez, con el resultado de que el resto de los coches surgían amenazadores de la nada como naves espaciales de otro planeta. Necesitaba parar a descansar con frecuencia para estabilizar su presión arterial y secarse el sudor del labio de arriba. Agarró la bolsa y se miró al espejo para verse el maquillaje, intentando sorprenderse a sí misma para evaluar el efecto. El lápiz labial era más rojo y sensual de lo que se sentía capaz de llevar, y ahora el poco rubor que se había puesto en las mejillas le parecía absurdo y estridente, como de comedia de la Restauración. ¿Por qué —se preguntó— siempre parezco una niña probándose el maquillaje de su madre? También había cometido el error elemental de cortarse el pelo el día antes (bueno, de «arreglárselo»), y aún formaba por sí solo una cuidada composición de capas y ondas, lo que su madre habría llamado un «peinado».

La frustración le hizo estirarse bruscamente el borde del vestido, una cosa chinesca de seda azul intenso, o sucedáneo de seda, con el que parecía la mesera rechoncha y antipática del chino a domicilio Dragón de Oro. Al sentarse se abolsaba y se le jalaba, y la combinación de algo de la «seda» con los nervios de la autopista le estaba haciendo sudar. El aire acondicionado del coche tenía dos posiciones, túnel de viento y sauna, y los últimos restos de elegancia se habían evaporado en algún punto de las afueras de Maidenhead, sustituidos por dos oscuros semicírculos de sudor debajo de los brazos. Levantando los codos hacia la cabeza, se miró las manchas, y se planteó volver a casa para cambiarse. O simplemente volver. Quedarse en casa y trabajar en el libro. A fin de cuentas, tampoco se podía decir que ella y Tilly Killick mantuvieran una gran amistad. La sombra de los días negros de cuando Tilly era su casera en el minúsculo departamento de Clapton era muy larga, y en el fondo no habían acabado de zanjar la riña por la no devolución de la fianza. Un poco difícil, felicitar a los recién casados cuando la novia aún te debe quinientos billetes.

Por otro lado, habría viejas amistades: Sarah C., Carol, Sita, las gemelas Watson, Bob, Mari la Pelos, Stephanie Shaw, de su editorial, Callum O’Neill, el magnate de los bocadillos… Estaría Dexter. Dexter y su novia.

Y fue en ese momento exacto, mientras Emma, preguntándose qué hacer, orientaba las axilas hacia las salidas del aire acondicionado, cuando pasó Dexter sin ser visto en su Mazda deportivo, con Sylvie Cope al lado.

—¿Y quién asistirá? —preguntó Sylvie, bajando la música: Travis, elegido por ella, para variar; la música no le gustaba especialmente, pero con Travis hacía una excepción.

—Pues nada, mucha gente de la universidad. Paul, Sam, Steve O’D, Peter y Sarah, las Watson… Y Callum.

—Callum. Qué bien. Es simpático.

—… Mari la Pelos, Bob… ¡Caray! Gente que no he visto en años. Mi vieja amiga Emma.

—¿Otra ex?

—No, no es ninguna ex…

—Un ligue.

—Tampoco. Una amiga de hace mucho, mucho tiempo.

—¿Profesora de lengua?

—Antes era profesora, y ahora escritora. Hablaste con ella en la boda de Bob y Mari, ¿te acuerdas? En Cheshire.

—No mucho. Bastante atractiva.

—Supongo. —Dexter se encogió mucho de hombros—. Estuvimos un tiempo distanciados. ¿Te acuerdas de que te lo conté?

—Los confundo. —Sylvie se giró hacia la ventanilla—. Pero ¿estuvieron liados o no?

—No, no estuvimos liados.

—¿Y la novia?

—¿Tilly? ¿Qué le pasa?

—¿Te acostaste alguna vez con la novia?

Diciembre de 1992, aquel horrible departamento en Clapton que siempre olía a cebolla frita. Un masaje de pies que se le había ido de las manos, mientras Emma estaba en Woolworths.

—Pues claro que no. ¿Por quién me tomas?

—Es que parece que cada semana vayamos a una boda con todo un autobús de gente con quien te acostaste…

—No es verdad.

—… toda una carpa. Como una convención.

—No es verdad, no es verdad…

—Sí es verdad.

—Oye, para mí ahora sólo existes tú.

Conduciendo con una sola mano en el volante, Dexter le puso la otra a Sylvie en la barriga, que seguía plana por debajo del satén tornasolado color durazno de su vestido corto, y luego en el muslo desnudo.

—No me dejes sola hablando con gente que no conozco, ¿de acuerdo? —dijo Sylvie, antes de subir la música.

Ya era media tarde cuando Emma llegó —tarde y exhausta— a la verja de seguridad de la mansión, sin saber si la dejarían entrar. Algún inversionista sagaz había convertido Morton Manor Park, una gran finca de Somerset, en una especie de complejo integral para bodas, dotado de capilla propia, sala de fiestas, laberinto privado, spa y una serie de dormitorios para invitados con regadera de doble entrada, todo ello rodeado por un muro alto rematado con una alambrada de cuchillas: un campamento nupcial. Con caprichos, grutas artificiales, fosos y cenadores, un castillo de verdad y otro inflable; una Disneylandia marital de gama alta, disponible para fines de semana completos a precios astronómicos. Parecía un sitio un poco raro para la boda de un antiguo miembro del Partido Socialista de los Trabajadores. Emma recorrió el gran camino de grava en un estado de perplejidad y desconcierto.

Cuando ya se veía la capilla, se le echó encima un hombre con peluca empolvada y casaca de lacayo, que le hizo señas con sus puños de encaje y se asomó a la ventanilla.

—¿Algún problema? —preguntó ella, a punto de añadir «agente».

—Necesito las llaves, señora.

—¿Las llaves?

—Para estacionar el coche.

—¡Vaya por Dios! ¿En serio? —dijo ella, avergonzada por el musgo que crecía alrededor del caucho de los cristales, y por la cantidad de mapas y planos desencuadernados y botellas de plástico vacías que cubrían el suelo—. Bueno, de acuerdo. No se cierran las puertas. Tiene que usar este desarmador para ajustarlas. Tampoco hay freno de mano, o sea, que estaciónelo donde no haya desnivel, o arrimado a un árbol, o con la marcha puesta, que será lo más fácil, ¿está bien?

El lacayo tomó las llaves con el pulgar y el índice, como si le hubieran dado un ratón muerto.

Emma había conducido descalza. Descubrió que tenía que dar patadas en el suelo para embutir los pies en los zapatos, como una hermanastra fea. La ceremonia ya había empezado. Ya se oía salir de la capilla los acordes de La llegada de la reina de Saba, tocados por cuatro, o tal vez cinco, manos enguantadas. Se acercó por la gravilla, a tropezones, levantando los brazos para evaporar un poco el sudor, como un niño jugando a ser un avión; después, con un último estirón al borde del vestido, cruzó discretamente la gran puerta de roble y se incorporó a la última fila de los fieles, que eran muchos. Ahora cantaba un grupo a capela, chasqueando los dedos como locos al entonar I’m into Something Good, mientras que la feliz pareja, con los ojos empañados, se enseñaba los dientes, sonriendo. Emma nunca había visto al novio: pinta de jugador de rugby, guapo, con frac gris claro y la cara roja de afeitarse, le hacía muecas a Tilly con su cara grande, ejecutando diversas variaciones sobre «mi momento más feliz». Emma se fijó en el inusual detalle de que la novia hubiera optado por un modelo de María Antonieta: seda y encaje rosas, falda de aros, todo el pelo en alto y un lunar. Se preguntó si no se habría quedado corta con su titulación en Historia y Francés. En todo caso, se le veía muy contenta, y a él también, muy contento, y todos los asistentes parecían muy pero muy contentos.

Con tanta sucesión de canciones y números, la boda empezaba a parecer la gala anual de la reina. Dexter notó que se estaba desconcentrando. Ahora leía un soneto de Shakespeare la sobrina de Tilly, una niña de cachetes rojos: algo de que el matrimonio de dos almas fieles no admite impedimento. Hizo un esfuerzo por estar atento a la línea argumental del poema, y aplicar su sentimiento romántico a lo que sentía él por Sylvie. Su atención, en seguida, derivó hacia cuántas de las presentes se habían acostado con él; sin regodearse en ello, o no del todo, pero sí con una especie de nostalgia. «A amor no mudan breves horas y semanas…», leía la sobrina de la novia, mientras Dexter lo dejaba en cinco. Cinco ex ligues en una sola y pequeña capilla. ¿Sería algún tipo de récord? ¿Se daban puntos extra por la novia? De Emma Morley, de momento, ni rastro. Con Emma, cinco y medio.

Al fondo de la iglesia, Emma vio cómo Dexter contaba con los dedos, y tuvo curiosidad por saber qué hacía. Llevaba traje negro y corbata fina del mismo color: la manía actual, entre los hombres, de parecer gánsters. De perfil, se le veía un principio de papada, pero seguía estando guapo; absurdamente guapo, de hecho, y mucho menos gris e hinchado que antes de conocer a Sylvie. Desde la pelea, Emma lo había visto tres veces, siempre en bodas, y él, las tres, le había echado los brazos al cuello y le había dado un beso como si todo siguiera igual, diciendo «tenemos que hablar, tenemos que hablar», pero sin llegar a hacerlo, la verdad. Siempre estaba con Sylvie, ocupados los dos en estar guapos. Allá estaba ella, poniéndole una mano en la rodilla en señal de posesión, con la cabeza y el cuello como alguna especie de flor de tallo largo, girándolos para no perderse nada.

Ahora las promesas. Emma miró justo a tiempo para ver que Sylvie tomaba la mano de Dexter y le apretaba los cinco dedos, como solidarizándose con la feliz pareja. Le susurró algo al oído. Él la miró a la cara, con una gran sonrisa que a Emma le pareció un poco de tonto. Después articuló algo en respuesta, y aunque Emma tuviera poca práctica en leer los labios, consideró que había bastantes posibilidades de que fuera «yo también te quiero». Cohibido, miró a su alrededor, y al encontrarse con la mirada de Emma, sonrió como si le hubieran atrapado haciendo algo prohibido.

Se acabó el cabaret. Sólo quedaba tiempo para una vacilante interpretación de All You Need is Love, cuyo compás de siete por cuatro puso en aprietos a los asistentes. Después, los invitados salieron de la iglesia detrás de la feliz pareja, y empezó de verdad la reunión. Entre una multitud de abrazos, gritos y apretones de manos, Dexter y Emma se buscaron, hasta que de pronto allí estaban, el uno frente al otro.

—Vaya —dijo él.

—Vaya.

—¿Yo a ti no te conozco?

—Está claro que me parece familiar tu cara.

—A mí la tuya también, aunque te veo diferente.

—Sí, soy la única mujer de aquí empapada de sudor —dijo Emma, estirándose la tela debajo de los brazos.

—Querrás decir «transpiración».

—No, esto de aquí es sudor. Parece que me hayan sacado de un lago. ¿Seda natural? ¡Y un cuerno!

—Un poco oriental, el tema, ¿no?

—Yo lo llamo mi look Caída de Saigón. Técnicamente, chino. ¡Claro, que el problema de estos vestidos es que a los cuarenta minutos quieres otro! —dijo Emma, con la sensación, a media frase, de que más habría valido no empezarla. ¿Eran imaginaciones suyas, o Dexter había puesto los ojos un poco en blanco?—. Perdona.

—No pasa nada. La verdad es que el vestido me gusta mucho. Gustal mucho, de veldad.

Ahora los ojos en blanco los puso ella.

—¿Lo ves? Ya estamos empatados.

—Lo que quería decir es que estás guapa. —Dexter le estaba mirando la coronilla—. ¿Esto no es…?

—¿Qué?

—¿No es lo que llaman «corte Rachel»?

—Tampoco te pases, Dex —dijo ella, despeinándose inmediatamente con las puntas de los dedos.

Miró hacia donde Tilly y su flamante marido posaban para las fotos, ella con un abanico, que agitaba coqueta ante la cara.

—Por desgracia, no estaba al corriente de que fuera una fiesta con el tema de la Revolución Francesa.

—¿Lo de María Antonieta? —dijo Dexter—. Bueno, al menos sabemos que habrá brioche.

—Parece que en el banquete pusieron un cadalso.

—¿Qué es un cadalso?

Se miraron.

—No has cambiado, ¿eh? —dijo ella.

Dexter levantó un poco de grava con el pie.

—Pues sí, un poco sí.

—Me intrigas.

—Ya te lo contaré después. Mira…

Tilly estaba en el estribo del Rolls-Royce Silver Ghost con el que cubrirían los cien metros hasta el banquete, el ramo entre las manos, como un lanzador de troncos preparándose.

—¿Quieres ir a ver si hay suerte, Em?

—Se me dan mal los deportes —dijo ella, poniéndose las manos en la espalda justo cuando el ramo era lanzado por los aires y recogido por una anciana y quebradiza tía, lo cual pareció enojar un poco a la multitud, como si acabaran de dilapidarse las últimas posibilidades de felicidad futura de alguien.

Emma señaló con la cabeza a la avergonzada tía, de cuya mano colgaba tristemente el ramo.

—Ésa soy yo con cuarenta años más —dijo.

—¿En serio? ¿Cuarenta? —dijo Dexter. Emma le clavó el tacón en la punta del pie. Mirando por encima del hombro de Emma, Dexter vio a Sylvie cerca, buscándolo—. Tengo que irme. La verdad es que Sylvie no conoce a nadie. Tengo órdenes estrictas de no apartarme de ella ni un minuto. ¿Vienes a saludarla?

—Luego. Ahora mejor que vaya a hablar con la feliz novia.

—Pregúntale por la fianza que te debe.

—¿Tú crees? ¿En este día?

—Nos vemos luego. Quizá nos hayan sentado juntos en el banquete.

Cruzó los dedos y los levantó. Ella hizo lo mismo con los suyos.

Las nubes de la mañana se habían abierto, y hacía una tarde preciosa, con nubes altas corriendo por un enorme cielo azul, mientras los invitados seguían en procesión al Silver Ghost hacia el prado, para el champán y los canapés. Fue ahí donde Tilly pegó un grito al ver a Emma. Se abrazaron todo lo que permitía la ancha falda de aros de la novia.

—¡Cuánto me alegro de que hayas podido venir, Emma!

—Yo también, Tilly. Estás fantástica.

Tilly sacudió el abanico.

—¿No te parece demasiado?

—En absoluto. Estás impresionante. —Se le fue otra vez la mirada hacia el falso lunar, que parecía una mosca posada en el labio—. La ceremonia también ha sido muy bonita.

—¡Huuyyy! ¿De verdad? —Era típico de Tilly anteponer a cada frase un compasivo «huy», como si Emma fuera un gatito que se hubiera hecho daño en una patita—. ¿Has llorado?

—Como una huérfana…

—¡Huuyyy! Me alegro tanto, pero tanto, de que hayas podido venir… —Le dio unos golpecitos regios en el hombro con el abanico—. Y estoy impaciente por conocer a tu novio.

—Pues mira, yo también; lástima que no tenga.

—¡Huuyyy! ¿No?

—No, hace tiempo que no.

—¿De verdad? ¿Seguro?

—Creo que me habría dado cuenta, Tilly.

—¡Huuyyy! Cuánto lo siento. ¡Pues búscate uno! ¡¡¡RÁPIDO!!! ¡No, en serio, los novios están muy bien! ¡Y los maridos, mejor! ¡Hay que encontrarte uno! —ordenó—. ¡Esta noche! ¡Esto lo vamos a arreglar! —Emma sintió que verbalmente le daban palmaditas en la cabeza—. Huuyyy. ¿Y qué, ya has visto a Dexter?

—Sí, un momento.

—¿Has conocido a su novia? ¿La de los pelos en la frente? ¿Verdad que es guapa? Muy parecida a Audrey Hepburn. ¿O era Katharine? Nunca me acuerdo de la diferencia.

—Audrey. Decididamente, es una Audrey.

Corría el champán, y por el prado se extendía un sentimiento de nostalgia a medida que se reencontraban viejas amistades, y que las conversaciones pasaban a girar en torno a lo que cobraba cada uno y cuántos kilos había ganado.

—Bocadillos. Son el futuro —decía Callum O’Neill, que últimamente cobraba y pesaba bastante más—. Ingredientes precocinados de calidad, con un enfoque ético. Es la clave, amigo mío. ¡La comida es el nuevo rock and roll!

—Yo creía que el nuevo rock and roll era el humor.

—Sí, antes, pero ahora el rock and roll es la comida. ¡Ponte al día, Dex!

En pocos años, el antiguo compañero de departamento de Dexter había cambiado hasta extremos casi irreconocibles. Próspero, grande y dinámico, había cambiado de sector, aprovechando los beneficios de la venta de su negocio de reciclaje de computadoras para abrir la cadena de bocadillos Natural Stuff. Ahora, con su barba de chivo recortada y su pelo muy corto, era la viva encarnación del empresario joven, con buena imagen y seguro de sí mismo. Al verlo estirar los puños de un espléndido traje a medida, Dexter se preguntó si realmente podía ser el mismo irlandés flaco que se puso cada día los mismos pantalones durante tres años.

—Todo es orgánico y recién hecho. Hacemos jugos y batidos de frutas al momento, y trabajamos con café de comercio justo. Tenemos cuatro sucursales, que siempre están llenas, siempre, en serio. A las tres ya tenemos que cerrar porque no queda nada de comer. Te digo yo que en este país está cambiando la cultura alimentaria, Dex; la gente quiere más nivel. Ya nadie quiere una lata de Tango y una bolsa de papas. Quieren rollos de hummus, jugo de papaya, cangrejos de río…

—¿Cangrejos de río?

—Con pan de pita y arúgula. En serio: los cangrejos de río son los bocadillos de huevo de nuestra época, y la rúcula es la lechuga iceberg. Los cangrejos de río son fáciles de criar, se reproducen a una velocidad que te dejaría alucinado, y son deliciosos: ¡la langosta del pobre! Oye, deberías venir un día, y hablaríamos del tema.

—De los cangrejos de río.

—Del negocio. Creo que para ti habría muchas oportunidades.

Dexter hurgó en el césped con el tacón.

—¿Me estás ofreciendo trabajo, Callum?

—No, sólo te digo que vengas y…

—Me parece mentira que un amigo me esté ofreciendo trabajo.

—¡…y que comamos juntos! Pero no cangrejos de río, ni toda esa mierda, ¿eh? En un restaurante de verdad. Invito yo. —Callum le pasó por los hombros un brazo corpulento, y le dijo, bajando la voz—: Últimamente no te he visto mucho por la tele.

—Eso es porque no ves tele por cable o por satélite. Trabajo mucho por cable y por satélite.

—¿Por ejemplo?

—Pues estoy haciendo un nuevo programa que se llama Sport Xtreme, Xtreme, con equis. Clips de surf, entrevistas con gente que hace snowboard… Cosas así. De todo el mundo.

—O sea, que viajas mucho…

—Yo sólo presento los clips. El estudio está en Morden; o sea, que sí que viajo mucho, pero sólo a Morden.

—Bueno, lo dicho: si te dan ganas alguna vez cambiar de sector… De comida y bebida sabes bastante. También tienes don de gentes, cuando te lo propones. Negocios y gente son la misma cosa. Yo lo único que digo es que me parece que encajarías bien. Eso es todo.

Dexter suspiró por la nariz y miró a su viejo amigo, intentando sentir antipatía.

—Cal, que llevaste cada día los mismos pantalones durante tres años…

—Ya hace tiempo.

—Te pasaste todo un curso comiendo sólo carne molida de lata.

—¿Qué quieres que te diga? ¡La gente cambia! Bueno, ¿qué, qué me dices?

—Bueno, de acuerdo, te dejo que me invites a comer, pero te aviso de que yo de negocios no sé nada.

—Tranquilo. Al menos así nos ponemos al día. —Le dio un golpecito en el codo, como regañándole un poco—. Tú estuviste una buena temporada sin dar señales de vida.

—¿Sí? Es que estaba ocupado.

—Pero tampoco tanto.

—¡Oye, también podrías haberme llamado tú!

—Yo lo hice; muchas veces, y nunca me devolvías la llamada.

—¿Ah, no? Lo siento. Tenía muchas cosas en la cabeza.

—Me enteré de lo de tu madre. —Callum miró su vaso—. Lo siento. Era encantadora, tu madre.

—No pasa nada. Ya hace mucho tiempo.

Durante un silencio cómodo y afectuoso, miraron a las viejas amistades que hablaban y se reían por el césped, bajo el sol de finales de la tarde. La última novia de Callum estaba cerca: una joven española menuda y muy guapa, bailarina de videos de hip hop, que estaba hablando con Sylvie, encorvada para oírla.

—Me gustará volver a hablar con Luisa —dijo Dexter.

—No debería tomarle demasiado cariño. —Callum se encogió de hombros—. Creo que ya no le queda mucho.

—Pues entonces es que hay cosas que no cambian.

Se acercó una mesera guapa, muy pendiente de su cofia, para rellenarles las copas. Los dos le sonrieron de oreja a oreja, y al sorprenderse mutuamente sonriendo, brindaron.

—Once años que ya no vivimos juntos. —Dexter sacudió incrédulamente la cabeza—. Once años. ¿Cómo diablos puede ser?

—Veo a Emma Morley —dijo Callum, sin venir a cuento.

—Ya lo sé.

Al mirarla, vieron que hablaba con Miffy Buchanan, una antigua enemiga jurada. Incluso de tan lejos se dieron cuenta de que Emma apretaba los dientes.

—Me dijeron que se habían peleado, tú y Emma.

—Sí, es verdad.

—Pero ¿ya están bien?

—No estoy seguro. Ya veremos.

—Es muy buena chica, Emma.

—Sí.

—Y está hecha una belleza.

—Sí es verdad, sí.

—¿Tú alguna vez…?

—No. Casi. Un par de veces.

—¿Casi? —Callum resopló—. ¿Eso qué quiere decir?

Dexter cambió de tema.

—Pero tú bien, ¿no?

Callum bebió un poco de champán.

—Mira, Dex, tengo treinta y cuatro años, una novia guapa, casa propia y negocio propio. Trabajo mucho en algo que me gusta, y gano bastante dinero. —Le puso una mano en el hombro—. ¡Y tú… tú tienes un programa de tele nocturno! La vida nos ha tratado bien a todos.

Por orgullo herido, en parte, pero también por un sentimiento renacido de rivalidad, Dexter decidió contárselo.

—Oye, ¿quieres oír algo gracioso?

Emma oyó el grito de Callum O’Neill en la otra punta del prado, y al mirar hacia esa parte lo vio con la cabeza de Dexter entre los brazos, clavándole los nudillos en el cuero cabelludo. Sonrió, antes de volver a concentrarse de lleno en odiar a Miffy Buchanan.

—Oye, me acabo de enterar de que estás sin trabajo —decía Miffy.

—Bueno, yo prefiero verlo como que trabajo por mi cuenta.

—¿De escritora?

—Sólo uno o dos años. Un periodo sabático.

—Pero ¿aún no te han publicado nada?

—Todavía no, aunque sí que me han pagado un pequeño anticipo por…

—Mm —dijo con escepticismo—. Harriet Bowen ya lleva publicadas tres novelas.

—Sí, ya me lo han dicho. Varias veces.

—Y encima tiene tres hijos.

—Pues ya ves.

—¿Tú no has visto a los dos míos?

Cerca había dos niños inmensos, vestidos con un conjunto de tres piezas, restregándose mutuamente canapés en la cara.

IVÁN, NO MUERDAS.

—Son muy lindos.

—¿Verdad que sí? ¿Y tú, ya tuviste algún hijo? —dijo Miffy, como si se excluyeran entre sí: o novelas, o hijos.

—No…

—¿Sales con alguien?

—No…

—¿Nadie?

—No…

—¿Alguien en perspectiva?

—No…

—Pues se te ve mucho mejor que antes. —Miffy la observó de los pies a la cabeza, como si se estuviera planteando comprarla en una subasta—. ¡De hecho, aquí eres de los pocos que han perdido peso! ¡Vaya, tampoco es que hayas sido nunca gorda, gorda; sólo tenías grasa adolescente, pero se te ha ido!

Emma notó que se le tensaban los dedos en torno a la copa de champán.

—Ah, pues me alegro de saber que me han servido de algo estos últimos once años.

—Antes también tenías mucho acento del norte, pero ahora hablas como todo el mundo.

—¿Ah, sí? —dijo Emma, horrorizada—. Pues qué pena. No lo perdí adrede.

—Yo, francamente, siempre he pensado que lo exagerabas; que era pose, ya me entiendes.

—¿¿Qué??

—Tu acento. Sabes, ¿no? ¡Mineros unidos, no nos moverán! Me parecía que con los demás siempre hacías un poco bandera de tu acento. ¡En cambio ahora vuelves a hablar normal!

Emma siempre había envidiado a las personas que dicen lo que piensan y tal como lo sienten, al margen de las convenciones. Ella nunca había sido así. No obstante, sintió formarse una palabrota en su labio inferior.

—… y siempre estabas tan enojada por todo…

—No, Miffy, si todavía me enojo.

—Dios mío, pero si es Dexter Mayhew… —Miffy había pasado a susurrarle al oído, apretándole un hombro con la mano—. ¿Sabes que estuvimos liados?

—Sí, ya me lo habías dicho. Muchas, muchas veces.

—Sigue muy guapo. ¿Verdad que sigue muy guapo? —Suspiró como si fuera a desmayarse—. ¿Cómo es que nunca salieron?

—No sé. ¿Por mi acento? ¿Por la grasa adolescente?

—Tan mal no estabas. Oye, ¿has visto a su novia? ¿Verdad que es guapa? ¿Tú no la ves preciosa?

Al girarse para oír la respuesta, le sorprendió ver que Emma ya se había ido.

Los invitados estaban confluyendo hacia la carpa, apiñándose nerviosos frente al plano de las mesas como si hubieran salido las notas de los exámenes. Dexter y Emma coincidieron en la multitud.

—Mesa cinco —dijo Dexter.

—Yo en la veinticuatro —dijo Emma—. La mesa cinco está bastante cerca de la novia. La veinticuatro, cerca de los baños químicos.

—No te lo tomes como algo personal.

—¿Qué hay de plato principal?

—Según los rumores, salmón.

—Salmón. Salmón, salmón, salmón, salmón. En estas bodas como tanto salmón, que me dan ganas de nadar río arriba dos veces al año.

—Ven a la mesa cinco. Cambiaremos las tarjetas.

—¿Modificar la distribución de las mesas? Por menos de eso te fusilan. La guillotina la tienen al fondo.

Dexter se rio.

—Luego hablamos, ¿de acuerdo?

—Ven a buscarme.

—O ven tú a buscarme.

—O vienes tú a buscarme.

—O me buscas tú a mí.

En castigo por algún desaire del pasado, a Emma la habían puesto entre los ancianos tíos neozelandeses del novio, y las expresiones «paisaje muy bonito» y «calidad de vida altísima» alternaron durante sus buenas tres horas. De vez en cuando la distraía una explosión de risas proveniente de la mesa cinco: Dexter, Sylvie, Callum y su novia Luisa, la mesa del glamour. Emma se sirvió otra copa de vino, y volvió a preguntar por el paisaje y la calidad de vida. Ballenas. ¿Habían visto ballenas vivas?, preguntó, mirando de reojo y con envidia la mesa cinco.

En la mesa cinco, Dexter miraba de reojo y con envidia la mesa veinticuatro. Sylvie se había inventado un nuevo juego: poner rápidamente la mano sobre la copa de vino de Dexter cada vez que él agarraba la botella, convirtiendo la larga comida en un severo test de reflejos.

—Tendrás cuidado, ¿verdad? —le susurraba cada vez que él marcaba un punto.

Él le aseguraba que sí, pero el resultado era de cierto aburrimiento, y de envidiar cada vez más la exasperante soltura de Callum. En la mesa veinticuatro, veía conversar a Emma educada y seriamente con una pareja mayor y morena, fijándose en su manera atenta de escuchar, en cómo le había puesto la mano en el brazo a él, y en cómo se reía de sus chistes, cuando no les hacía una foto con la cámara desechable, o se arrimaba para salir con ellos en la foto. Reparó en su vestido azul, de un tipo que diez años antes jamás se habría puesto; también reparó en que el cierre de la espalda se le había bajado casi diez centímetros, y la falda se le había subido hasta la mitad del muslo. Fue el origen de un recuerdo fugaz, pero que conservaba una gran nitidez: Emma en un dormitorio de Edimburgo, en la calle Rankeillor. La luz del alba por las cortinas, una cama individual baja, la falda de Emma subida en la cintura y sus brazos por encima de la cabeza. ¿Qué había cambiado desde entonces? Tampoco tanto. Se le formaban las mismas arrugas en los lados de la boca al reír, aunque las tuviera un poco más marcadas. Seguía teniendo los mismos ojos, brillantes y perspicaces, y se seguía riendo con la boca apretada, como si se guardara algún secreto. En varios aspectos, era mucho más atractiva que a los veintidós años. Para empezar, ya no se cortaba el pelo ella misma, y había perdido algo de su palidez de biblioteca, de su estar siempre irritada, enfurruñada, mirándose los zapatos. Dexter se preguntó qué sentiría si viera su cara por primera vez; si le hubiera tocado en la mesa veinticuatro, y al sentarse se hubiera presentado. Pensó que de todos los que estaban allí, sólo habría tenido ganas de hablar con ella. Agarró la copa y apartó la silla.

Sin embargo, ya se oían golpes de cuchillo en el cristal. Los discursos. Tal como exigía la tradición, el padre de la novia estuvo borracho y rústico, y el padrino, borracho y sin gracia, además de olvidar mencionar a la novia. A cada copa de vino tinto, Emma se sentía con menos fuerzas. Empezó a pensar en la habitación de hotel del edificio principal, el albornoz blanco y limpio y la reproducción de cama con dosel. Seguro que había una de esas regaderas con doble entrada por las que todo el mundo andaba como loco, y un número exagerado de toallas para una sola persona. Justo entonces empezó a prepararse el grupo musical, como si la incitase a tomar una decisión: el bajista tocó el riff de Another One Bites the Dust, y Emma resolvió que era el momento de dar por concluida la velada, llevarse su trozo de pastel nupcial en la bolsa especial de terciopelo con cordón, irse a su habitación y dormir durante la boda.

—Perdona, ¿no te conozco de algo?

Una mano en su brazo, y una voz a sus espaldas. Dexter estaba en cuclillas a su lado, con sonrisa de borracho y una botella de champán en la mano.

Emma levantó la copa.

—Supongo que podría ser.

Empezó a tocar el grupo, con un ruido de interferencia, y toda la atención quedó volcada en la pista, donde Malcolm y Tilly daban pasos de baile de los sesenta al compás de su canción especial, Brown–Eyed Girl, girando reumáticamente las caderas con los cuatro pulgares en alto.

—Virgen santa. ¿Cuándo hemos empezado a bailar todos como viejos?

—Habla por ti —dijo Dexter, sentado al borde de una silla.

—¿Tú sabes bailar?

—¿No te acuerdas?

Emma sacudió la cabeza.

—No digo en un podio, con silbato y sin camisa; digo bailar de verdad.

—Pues claro que sé. —Dexter le tomó la mano—. ¿Quieres que te lo demuestre?

—Luego, quizá.

Ahora tenían que gritar. Dexter se levantó y la jaló de la mano.

—Vamos a algún sitio. Los dos solos.

—¿Adónde?

—No lo sé. Parece que hay un laberinto.

—¿Un laberinto? —Transcurrido un momento, Emma se levantó—. ¿Y por qué no me lo habías dicho?

Tomaron dos copas y salieron discretamente de la carpa. Fuera era de noche, y aún hacía calor. Bajo un revoloteo de murciélagos por un aire negro y estival, cruzaron el rosedal del brazo, yendo hacia el laberinto.

—¿Qué, cómo se siente? —preguntó ella—. Que otro hombre te quite a una antigua novia.

—Tilly Killick no es una antigua novia.

—Ay, Dexter… —Emma sacudió despacio la cabeza—. ¿Cuándo aprenderás?

—No sé de qué hablas.

—Debió de ser… Déjame que piense… Diciembre de 1992, en aquel departamento de Clapton, el que olía a cebolla frita.

Dexter hizo una mueca.

—¿Cómo sabes tú eso?

—Hombre, cuando salí para Woolworths se estaban dando masajes en los pies con mi mejor aceite de oliva, y cuando volví de Woolworths, ella estaba llorando, y había huellas de aceite de oliva por toda mi mejor alfombra, y por el sofá, y por la mesa de la cocina, y me acuerdo de que también había alguna en la pared. Total, que examiné atentamente las pruebas forenses y llegué a esa conclusión. Ah, también te dejaste tu dispositivo anticonceptivo en la cocina, sobre el bote de la basura, que fue todo un detalle.

—¿De verdad? Lo siento.

—Sin contar con que ella me lo contó.

—¿Ah, sí? —Dexter, traicionado, sacudió la cabeza—. ¡Tenía que ser un secreto entre los dos!

—Ya, pero es que las mujeres hablan de estos temas. No sirve de nada hacer un pacto de silencio, porque tarde o temprano sale a relucir.

—A partir de ahora lo tendré en cuenta.

Ya habían llegado a la entrada del laberinto, hecha de setos muy bien recortados, de no menos de tres metros de altura, con una puerta de madera maciza. Emma puso la mano en el tirador de hierro y se detuvo.

—¿Es buena idea?

—Tampoco puede ser muy difícil.

—¿Y si nos perdemos?

—Nos orientaremos por las estrellas, o por algo. —La puerta chirrió al abrirse—. ¿A la derecha o a la izquierda?

—A la derecha —dijo Emma.

Entraron en el laberinto. Los setos estaban iluminados desde el suelo con luces de colores. El aire olía a verano, un olor denso, embriagador, casi oleoso por las hojas calientes.

—¿Dónde está Sylvie?

—No te preocupes por ella, que está experimentando el efecto Callum: el alma de la fiesta, el irresistible millonario irlandés. Me ha parecido mejor dejarlos solos. Con él ya no puedo competir. Cansa demasiado.

—Pues le va muy bien.

—Es lo que me ha dicho todo el mundo.

—Cangrejos de río, parece.

—Ya lo sé. Acaba de ofrecerme trabajo.

—¿De pastor de cangrejos?

—Aún no lo sé. Quiere hablarme de «oportunidades». Dice que negocios y gente son la misma cosa, lo que eso signifique.

—Pero ¿y Sport Xtreme?

—Ah. —Dexter se rio, rascándose con una mano la cabeza—. O sea, que lo has visto.

—No me pierdo ni un programa. Ya me conoces: de madrugada, no hay nada que me guste tanto como ver bicicleta BMX. Mi parte favorita es cuando dices que algo es «radical»…

—Me lo hacen decir.

—«Radical» y «extremo». «Échenle un vistazo a estos movimientos tan extremos…»

—Creo que me sale bien.

—No siempre, colega. ¿A la izquierda o a la derecha?

—Creo que a la izquierda. —Caminaron un poco en silencio, escuchando el ritmo sordo del grupo tocando Superstition—. Lo de escribir ¿qué tal?

—Ah, bien, cuando escribo; la mayor parte del tiempo me la paso comiendo galletas.

—Dice Stephanie Shaw que te dieron un anticipo.

—Sí, pero no mucho; lo justo para aguantar hasta Navidad. Luego ya veremos. Probablemente vuelva a dar clases todo el día.

—¿Y de qué se trata? El libro.

—Aún no estoy segura.

—¿No irá de mí?

—Sí, Dexter, es un ladrillo que trata todo sobre ti. Se llama Dexter Dexter Dexter Dexter Dexter. ¿A la derecha o a la izquierda?

—Ahora a la izquierda, a ver qué pasa.

—La verdad es que es un libro para niños. Para adolescentes. Los chicos, las relaciones, y todo eso. Trata de una obra de teatro en el colegio, aquel montaje de Oliver! que hice hace muchos años. Una comedia.

—Pues te sienta muy bien.

—¿Ah, sí?

—Clarísimamente. Hay gente que mejora de aspecto, y gente que empeora. Tú, decididamente, has mejorado.

—Me dijo Miffy Buchanan que al final se me ha ido la grasa adolescente.

—Envidia que tiene. Estás muy bien.

—Gracias. ¿Quieres que te diga que también has mejorado?

—Si te ves capaz…

—Pues es verdad. ¿Izquierda?

—Izquierda.

—En todo caso, mejor que en tus años de juerga, cuando te destrampabas, o no sé qué. —Caminaron un poco en silencio, hasta que Emma siguió hablando—. Me preocupabas. —¿Sí?

—A todos.

—Sólo era una fase. Son fases que hay que tener, ¿no? Descontrolarse un poco.

—¿Sí? Pues yo no la he tenido. Oye, espero que hayas dejado de llevar aquella boina tan tonta.

—Hace años que no llevo nada en la cabeza.

—Me alegro. Ya estábamos pensando en desintoxicarte.

—Bueno, ya sabes cómo va: empiezas con las gorras, por probar, y luego, sin darte cuenta, ya te metes en el mundo de las boinas, los sombreros tiroleses, los bombines…

Otro cruce.

—¿Derecha o izquierda? —dijo Emma.

—Ni idea.

Miraron en ambas direcciones.

—¿Verdad que es curioso lo deprisa que ha perdido la gracia este laberinto?

—¿Nos sentamos? Allá.

Habían metido una banca de mármol en un seto, iluminada por debajo con un fluorescente azul. Se sentaron en la piedra fría, llenaron las copas y las hicieron chocar, al igual que los hombros.

—¡Casi me olvido!

Dexter metió la mano en el bolsillo de los pantalones y sacó con gran cuidado una servilleta doblada. Se la puso en la palma, como un prestidigitador, y fue abriendo las esquinas. Dentro de la servilleta, como huevos en un nido, había dos cigarrillos arrugados.

—De Cal —susurró, sobrecogido—. ¿Quieres uno?

—No, gracias. Llevo años sin tocarlos.

—Felicidades. Yo, oficialmente, también lo he dejado, pero aquí me siento a salvo… —Encendió el churro, con un temblor de manos teatral—. Aquí ella no puede encontrarme…

Emma se rio. El champán y la soledad los habían puesto de buen humor. Ahora los dos estaban de ánimo sentimental, nostálgico, exactamente como hay que estar en una boda. Se sonrieron a través del humo.

—Dice Callum que somos la «generación Marlboro Light».

—Qué deprimente, por Dios. —Emma resopló por la nariz—. Toda una generación definida por una marca de tabaco. Esperaba más, no sé… —Sonrió y se giró hacia Dexter—. Bueno, ¿tú cómo andas?

—Muy bien. Un poco más sensible.

—¿Ha perdido su encanto agridulce el sexo en los cubículos de los baños?

Él se rio, y examinó la punta del cigarrillo.

—No, sólo es que tenía que sacarme algo del organismo.

—¿Y ya ha salido?

—Creo que sí. Casi todo.

—¿Gracias al amor verdadero?

—En parte. También porque ya tengo treinta y cuatro años. A los treinta y cuatro se te empiezan a acabar las excusas.

—¿Excusas?

—Bueno, a los veintidós, si la cagas, puedes decirte que no pasa nada, sólo tengo veintidós años. Sólo tengo veinticinco, sólo tengo veintiocho… Pero ¿«sólo tengo treinta y cuatro»? —Bebió un poco de la copa y se recostó en el seto—. Es como si en todas las vidas hubiera un dilema central, y el mío fuera: ¿se puede tener una relación de amor adulta, comprometida y madura y que te sigan invitando a tríos?

—¿Y cuál es la respuesta, Dex? —preguntó ella con solemnidad.

—La respuesta es que no, que no se puede. Cuando ya lo tienes claro, se vuelve todo mucho más sencillo.

—Es verdad; las orgías no te dan calor por la noche.

—Las orgías no te cuidarán cuando seas viejo. —Dexter bebió otro sorbo—. De todos modos, tampoco es que me invitaran a ninguna; sólo hacía el tonto y la cagaba en todo. La cagué con mi trabajo, la cagué con mamá…

—… hombre, eso no es verdad…

—… y la cagué con todas mis amistades. —Lo subrayó apoyándose en el brazo de Emma, que se apoyó en el de él—. Es muy fácil: he pensado que ya era hora de hacer las cosas bien, por una vez. Y ahora he conocido a Sylvie, que es estupenda, de verdad, y ella me lleva por el buen camino.

—Es muy guapa.

—Sí. Es verdad.

—Muy guapa. Serena.

—A veces da un poco de miedo.

—Tiene un encanto y una calidez que me recuerdan a Leni Riefenstahl.

—¿Lenny qué?

—Da igual.

—Claro que no tiene ni pizca de sentido del humor.

—Pues mira, es un alivio. Yo creo que el sentido del humor está sobrevalorado —dijo Emma—. Hacer todo el día el payaso es un aburrimiento. Como Ian. Lo que pasa es que Ian no tenía gracia. No, es mucho mejor tener a alguien que te guste de verdad, alguien que te haga masajes en los pies.

Dexter intentó imaginarse a Sylvie tocándole los pies, pero no lo consiguió.

—Un día me dijo que nunca se ríe porque no le gusta la cara que se le pone.

Emma se rio en voz baja.

—Uau —fue lo único que pudo decir—. Uau. Pero tú la quieres, ¿no?

—La adoro.

—La adoras. Pues «adorar» aún es mejor.

—Sylvie es sensacional.

—Sí que lo es, sí.

—Y me ha cambiado la vida. Ahora ya no me drogo, ya no bebo y ya no fumo. —Emma echó un vistazo a la botella que tenía Dexter en la mano, y al cigarrillo que tenía en la boca. Él sonrió—. Una ocasión especial.

—O sea, que al final te ha llegado el amor verdadero.

—Algo así. —Le llenó la copa—. ¿Tú qué tal?

—Ah, muy bien. Estoy muy bien. —Como distracción, Emma se levantó—. ¿Seguimos caminando? ¿Izquierda o derecha?

—Derecha. —Dexter se levantó suspirando—. ¿Todavía estás con Ian?

—No, ya hace años.

—¿Algún otro en perspectiva?

—No empieces, Dexter.

—¿Qué?

—A compadecerte de la solterona. Estoy más que satisfecha, gracias. Y me niego a que me definan por mi novio.

O por mi falta de novio. —Empezaba a hablar con auténtico celo—. Una vez que decides no preocuparte de esas cosas, de salir, las relaciones, el amor y todo eso, es como si quedaras libre para seguir viviendo la vida de verdad. Además, tengo mi trabajo, y me encanta. Calculo que me falta un año más para empezar a tener éxito. Cobro poco, pero soy libre. Por las tardes voy al cine. —Hizo una breve pausa—. ¡Nadar! Nado mucho. Nado, nado y nado, kilómetros y kilómetros. Carajo, cómo odio nadar… Ahora a la izquierda, creo.

—¿Sabes que a mí me pasa lo mismo? No es que nade, ¿eh? Quiero decir con no tener que ligar. Desde que estoy con Sylvie, es como si me hubiera quedado libre mucho tiempo, mucha energía y mucho espacio mental.

—¿Y en qué lo usas, todo ese espacio mental?

—Más que nada en jugar a Tomb Raider.

Emma se rio y caminó un poco más en silencio, temiendo estar dando una imagen menos autónoma y dueña de sí misma de lo que pretendía.

—Tampoco te creas, ¿eh?, que ni soy tan sosa, ni es todo desamor. Tengo mis asuntos. Estuve liada con un tal Chris, que se creía dentista, pero resultó que sólo era higienista.

—¿Y qué ha sido de Chris?

—No duró. Mejor. Yo estaba convencida de que me miraba todo el rato los dientes. Siempre dándome la lata: hilo dental, Emma, hilo dental… Salir con él era como hacerse una revisión. Demasiada presión. Y antes de eso, el señor Godalming. —Se estremeció—. El señor Godalming. Qué desastre.

—¿Quién era el señor Godalming?

—Otro día te lo cuento. Ahora a la izquierda, ¿no?

—A la izquierda.

—De todos modos, si alguna vez estoy desesperada de verdad, siempre tengo el recurso de tu oferta.

Dexter dejó de caminar.

—¿Qué oferta?

—¿Te acuerdas de que siempre me decías que si seguía soltera a los cuarenta te casarías conmigo?

—¿Yo decía eso? —Dexter hizo una mueca—. Un poco condescendiente.

—Sí, a mí también me lo parecía, pero no te preocupes, que no creo que sea vinculante ante la ley, ni nada por el estilo. No te lo reclamaré. Además, aún faltan siete años. Tiempo de sobra.

Emma echó otra vez a caminar, pero Dexter se quedó atrás, rascándose la cabeza como un niño a punto de revelar que rompió el mejor jarrón.

—Lo siento, pero creo que tendré que retirar la oferta, como quien dice.

Ella se paró y se giró.

—¿Ah, sí? ¿Por qué? —dijo, aunque algo en ella lo sabía.

—Estoy comprometido.

Parpadeó una sola vez, muy lentamente.

—¿Comprometido a qué?

—A casarme. Con Sylvie.

Durante un momento, tal vez medio segundo, sus caras expresaron lo que sentían. Al momento siguiente, Emma era toda sonrisas, risas y brazos al cuello.

—¡Es increíble, Dexter! ¡Felicidades!

Fue a darle un beso en la mejilla, justo cuando él giraba la cabeza, y sus bocas se rozaron, haciéndoles notar el sabor del champán en los labios del otro.

—¿Estás contenta?

—¿Contenta? ¡Estoy destrozada! No, en serio: es una noticia fabulosa.

—¿Tú crees?

—Más que fabulosa; es… es… ¡radical! Es radical y extrema.

Dexter se apartó un poco y hurgó en el saco.

—De hecho, por eso te he traído aquí. Esto te lo quería dar personalmente…

Un sobre gordo, de papel lila grueso. Emma lo tomó con cuidado, y miró qué contenía. Por dentro, el sobre estaba forrado con papel de seda. La invitación tenía los bordes desgarrados a mano, y parecía de algún tipo de papiro o pergamino.

—¡Vaya! Esto sí que… —Emma la equilibró sobre las yemas de los dedos, como una mesa—. Esto sí que es una invitación de boda.

—¿Verdad?

—Qué papel más elaborado.

—A ocho billetes cada una.

—Ya vale más que mi coche.

—Vamos, huélela…

—¿Que la huela? —Se la acercó con cautela a la nariz—. ¡Está perfumada! ¿Tus invitaciones de boda están… perfumadas?

—Tendría que ser lavanda.

—No, Dex: es dinero. Huele a dinero. —Abrió con cuidado la tarjeta. Viendo leer a Emma, Dexter se acordó de cuando se apartaba el flequillo de la frente con las puntas de los dedos—. Los señores Cope le invitan al enlace de su hija Sylvie y el señor Dexter Mayhew… No puedo creer que lo esté viendo impreso. Sábado 14 de septiembre. Eh, pero si sólo faltan…

—Siete semanas.

Dexter siguió observando su cara, su fabulosa cara, para ver cómo cambiaba al oírlo.

—¿Siete semanas? Pero ¿estas cosas no se tardaba años en organizarlas?

—Bueno, normalmente sí, pero creo que es lo que llaman una boda de penalti…

Emma frunció el ceño, sin haber acabado de entenderlo.

—Con trescientos cincuenta invitados. Y ceilidh.

—¿Quieres decir…?

—Digamos que Sylvie está embarazada. Bueno, digamos no. Lo está. Embarazada. Está embarazada de verdad. Espera un hijo.

—¡Dexter! —Otra vez sus caras juntas—. ¿Conoces al padre? ¡Es broma! Felicidades, Dex. Pero bueno, ¿no podrías espaciar un poco los bombazos, en vez de tirarlos todos a la vez? —Le tomó la cara con las manos, y se quedó mirándola—. ¿Te vas a casar?

—¡Sí!

—¿…y vas a ser padre?

—¡Ya lo sé, ya! Caray… ¡Padre!

—¿Y eso está permitido? Quiero decir, ¿te dejarán?

—Parece que sí.

—Oye, ¿no tendrás el cigarrillo de antes? —Dexter metió la mano en el bolsillo—. ¿Y Sylvie? ¿Cómo se lo toma?

—¡Está encantada! Bueno, preocupada de que le haga parecer gorda.

—Sí, supongo que entra dentro de lo posible.

Le encendió el cigarrillo.

—… pero quiere seguir, casarse, tener hijos y formar una familia. No quiere acabar sola a los treinta y cinco…

—¡¡¡Como YO!!!

—¡Exacto, no quiere acabar como tú! —Le tomó la mano—. Evidentemente, no es lo que quería decir.

—Ya lo sé. Lo digo en broma. Felicidades, Dexter.

—Gracias. Gracias. —Una breve pausa—. ¿Me das una fumada? —dijo, quitándole de la boca el último cigarrillo y poniéndoselo entre los labios—. Mira. —Se sacó de la cartera un recuadro de papel manchado, y lo acercó a la lámpara de sodio—. Es el ultrasonido de las doce semanas. ¿Verdad que es increíble?

Emma agarró el papelito y cumplió su obligación de mirarlo. La belleza de los ultrasonidos es algo que sólo pueden entender los padres; sin embargo, no era la primera vez que lo veía, y ya sabía lo que se esperaba de ella.

—Qué lindo —suspiró, aunque a decir verdad podría haber sido una Polaroid del interior del bolsillo de Dexter.

—Mira, esto de aquí es la columna vertebral.

—Muy bonita.

—Se distinguen hasta los deditos.

—Huuyyy. ¿Niño o niña?

—Espero que niña. O niño. Me da igual. Pero ¿a ti te parece bien?

—Más que bien. Me parece maravilloso. ¡Diablos, Dexter, carajo, te doy un minuto la espalda…!

Emma se le echó otra vez al cuello. Se sentía borracha, llena de cariño y también de cierta pena, como si se estuviese terminando algo. Tenía ganas de hacer un comentario en esa línea, pero le pareció mejor decirlo en broma.

—Acabas de destruir todas mis posibilidades de felicidad futura, por supuesto, pero me alegro muchísimo por ti, de verdad.

Él torció el cuello para mirarla, y de repente había algo moviéndose entre ellos dos, algo vivo, que vibraba en el pecho de Dexter.

Emma puso una mano en el sitio.

—¿Es tu corazón?

—Es mi celular.

Se apartó un poco y le dejó sacar el teléfono del bolsillo interior. Al mirar la pantalla, Dexter sacudió un poco la cabeza para serenarse y le dio el cigarrillo con cara de culpable, como si fuera una pistola recién disparada. Recitó rápidamente: «No parezcas borracho no parezcas borracho».

Adoptó una sonrisa de televenta y contestó:

—¡Hola, amor!

Emma oyó a Sylvie por el aparato.

—Pero ¿dónde estás?

—Es que me perdí un poco.

—¿Perdido? ¿Cómo puedes haberte perdido?

—Bueno, es que estoy en un laberinto…

—¿Un laberinto? ¿Y qué haces en un laberinto?

—Bueno…, nada…, pasar el rato. Nos ha parecido gracioso.

—Pues mira, Dexter, mientras tú te diviertes, yo estoy aquí que no me muevo, con una ancianita que me está soltando un rollo sobre Nueva Zelanda…

—Ya, ya lo sé; llevo siglos intentando salir, pero es que…, bueno…, ¡que esto parece un laberinto! —Soltó una risita, pero el teléfono quedó en silencio—. ¿Hola? ¿Sylvie? ¿Me oyes?

—¿Estás con alguien, Dexter? —dijo Sylvie en voz baja.

Dexter echó un vistazo a Emma, que aún se fingía cautivada por la ecografía. Pensó un poco. Después le dio la espalda y dijo una mentira.

—Pues la verdad es que somos todo un grupo. Esperamos un cuarto de hora más y empezamos a cavar un túnel. Si no funciona, nos comeremos a alguien.

—Ah, ya veo a Callum. ¡Menos mal! Voy a hablar con Callum. Date prisa, ¿está bien?

—Bien, ahora salgo. ¡Adiós, cariño, adiós! —Colgó—. ¿Qué, parecía borracho?

—En absoluto.

—Tenemos que salir ahora mismo.

—Por mí perfecto. —Emma miró a ambos lados, desesperanzada—. Deberíamos haber dejado un rastro de migas.

Como en respuesta, se oyó un zumbido y un clic, y se fueron apagando una por una todas las lámparas que iluminaban el laberinto, dejándolos a oscuras.

—Muy oportuno —dijo Dexter.

Se quedaron un momento quietos, mientras se les acostumbraban los ojos a la oscuridad. El grupo estaba tocando It’s Raining Men. Escucharon atentamente la música, como si pudiera darles alguna pista sobre su situación.

—Deberíamos volver —dijo Emma—. Antes de que empiece a llover hombres.

—Buena idea.

—Hay un truco, ¿no? —dijo Emma—. Si mal no recuerdo, pones la mano izquierda en la pared, y si no la despegas, al final sales.

—¡Pues vamos a hacerlo!

Dexter sirvió las dos últimas copas de champán y dejó la botella vacía en la hierba. Emma se quitó los tacones y puso las puntas de los dedos en el seto. Empezaron a caminar por el pasillo de hojas en penumbra, primero con cautela.

—Bueno, ¿vendrás o no? A mi boda.

—Pues claro. Lo que ya no te puedo prometer es que no interrumpa la ceremonia.

—¡Debería haber sido yo!

Se rieron en la oscuridad, y siguieron caminando.

—De hecho, iba a pedirte un favor.

—Por favor, por favor, no me pidas que sea el padrino, Dex.

—No es eso. Es que hace siglos que intento escribir un discurso, y quería preguntarte si me echarías una mano.

—¡No! —se rio Emma.

—¿Por qué?

—Pues porque creo que si lo escribo yo, tendrá menos hondura emocional. Tú escribe lo que sientes de verdad.

—Bueno, no sé si es muy buena idea… «Quiero dar las gracias al catering; por cierto, estoy cagado de miedo.» —Dexter escudriñó la oscuridad—. ¿Estás segura de que funciona? Parece que nos estamos internando aún más.

—Confía en mí.

—Oye, que tampoco es que quiera que lo escribas todo, sólo que lo arregles un poco…

—Perdona, pero eso lo tienes que hacer solo.

Se pararon en una confluencia de tres pasillos.

—Tú confía en mí. Sigamos.

Caminaron en silencio. El grupo había encadenado la última canción con el 1999 de Prince, coreado por los invitados. —La primera vez que oí esta canción —dijo Emma—, pensé que era ciencia ficción. 1999. Coches flotantes, comida en pastillas y vacaciones en la Luna. Ahora que ya estamos aquí, todavía conduzco un Fiat Panda. No ha cambiado nada.

—Menos que ahora soy padre de familia.

—Padre de familia. ¡Dios mío! ¿No te da miedo?

—A veces, pero luego, si te fijas en los idiotas que consiguen criar a sus hijos… Yo siempre me digo lo mismo: si puede hacerlo Miffy Buchanan, tampoco puede ser tan difícil.

—¿Sabes que en las coctelerías no se puede entrar con bebés? Te miran raro.

—No pasa nada. Aprenderé a que me guste quedarme en casa.

—Pero ¿eres feliz?

—¿Feliz? Creo que sí. ¿Y tú?

—Un poco más. Tirando a feliz.

—Tirando a feliz. Bueno, no está mal.

—Es a lo máximo que podemos aspirar.

Las yemas de los dedos de la mano izquierda de Emma pasaron por la superficie de una estatua que le pareció familiar. Ya se situaba. Si giraban primero a la derecha, y después a la izquierda, saldrían al rosedal: de vuelta a la fiesta, de vuelta a la prometida de Dexter, y a sus amigos, y ya no tendrían tiempo de hablar. De pronto sintió una tristeza sorprendente, y se paró un momento, girándose hacia Dexter para tomarle las manos.

—¿Te puedo decir algo? ¿Antes de volver a la fiesta?

—Dime.

—Estoy un poco borracha.

—Yo también. No pasa nada.

—Sólo que… pues que te he echado de menos.

—Yo también te he echado de menos.

—Pero mucho, Dexter, mucho. Me encantaría contarte tantas cosas, y no estabas…

—Yo igual.

—También me siento un poco culpable por haberme ido corriendo.

—¿Eso hiciste? No te lo tuve en cuenta. A veces me ponía un poco… detestable.

—Más que un poco. Eras espantoso.

—Ya lo sé…

—Egoísta, y creído; y aburrido, mira qué te digo…

—Ya, bueno, ya lo entendí…

—Pero bueno, de todos modos debería haber aguantado un poco más. Con lo de tu madre, y todo eso…

—Bueno, tampoco es excusa.

—No, de acuerdo, pero era normal que te afectara.

—Aún tengo la carta que me escribiste. Es muy bonita. Me alegré de recibirla.

—Sí, pero creo que debería haberme esforzado más en seguir en contacto. Con los amigos hay que estar en las duras y en las maduras, ¿no? Y aguantar el golpe.

—Yo no te lo reprocho.

—Sí, pero bueno…

Se dio cuenta, avergonzada, de que se le habían empañado los ojos.

—¡Eh, eh! ¿Qué te pasa, Em?

—Nada, perdona; es que he bebido demasiado…

—Ven aquí.

Dexter la abrazó, tocando su cara contra la piel desnuda de su cuello, que olía a champú y seda húmeda. Ella respiró en el cuello de él: aftershave, sudor, alcohol, y el olor de su traje. Se quedaron abrazados hasta que Emma contuvo la respiración y habló.

—Voy a decirte lo que pasa. Es que… cuando no te veía, todos los días pensaba en ti por algo. Pero todos los días, ¿eh?

—Yo igual…

—… aunque sólo fuera: «Ojalá que esto lo viera Dexter», «Y ahora ¿dónde estará Dexter?», o «Pero qué tonto es Dexter, por Dios…». Ya me entiendes. Y hoy, al verte… pues he pensado que te había recuperado. A mi mejor amigo. Y ahora, con todo esto, la boda, el bebé… Me alegro muchísimo por ti, muchísimo, pero tengo la sensación de haberte perdido otra vez.

—¿Perdido? ¿En qué sentido?

—Ya sabes lo que pasa: cuando tienes familia, cambian tus responsabilidades; pierdes el contacto con la gente…

—No necesariamente…

—En serio, siempre pasa. Yo ya lo sé. Tendrás otras prioridades. Nuevos amigos, parejas jóvenes simpáticas del curso de preparación al parto, que también tendrán hijos y te entenderán, o estarás cansado de no dormir en toda la noche…

—Pues mira, no, porque tendremos un bebé de los que no dan mucho trabajo. Creo que los dejas en un cuarto y ya está. Con un abrelatas y una hornilla.

Notó en el pecho que Emma se reía. En ese momento, pensó que no había ninguna sensación mejor que hacer reír a Emma Morley.

—No pasará. Te lo prometo.

—¿Sí?

—Por lo que quieras.

Ella se apartó a mirarle.

—¿Me lo juras? ¿No volverás a desaparecer?

—Si tú no desapareces, yo tampoco.

Ahora eran sus labios los que estaban en contacto: las bocas muy cerradas y los ojos abiertos, quietos los dos como estatuas. Fue un momento que se prolongó, una especie de gloriosa confusión.

—¿Qué hora es? —dijo Emma, apartando la cara con pánico.

Dexter se subió la manga y miró su reloj de pulsera.

—Casi las doce.

—¡Vamos! Ya tendríamos que volver.

Caminaron en silencio, sin saber muy bien qué había pasado, ni qué pasaría a continuación. Con dos giros, volvieron a la salida del laberinto, y a la fiesta. Justo cuando Emma iba a abrir la puerta de roble macizo, Dexter le tocó la mano.

—Em…

—¿Qué, Dex?

Quería tomarle la mano y volver al laberinto. Apagaría el teléfono, y se quedarían hasta el final de la fiesta, perdidos, hablando de todo lo ocurrido.

—¿Otra vez amigos? —acabó diciendo.

—Otra vez amigos. —Em le soltó la mano—. Bueno, vamos a buscar a tu prometida, que quiero felicitarla.