Capítulo 12
Diciendo «te quiero»
MIÉRCOLES 15 DE JULIO DE 1998
Chichester, Sussex
De repente, sin saber cómo fue, Dexter se descubre enamorado, y de golpe la vida son unas largas minivacaciones.
Sylvie Cope. Se llama Sylvie Cope, bonito nombre. Si le pidieran que la describiera, sacudiría la cabeza, resoplaría y diría que es genial, simplemente genial, simplemente… ¡increíble! Es guapa, claro, pero no de la misma forma que las otras; no es una pizpireta de revista masculina como Suki Meadows, ni una modelo como Naomi, Ingrid o Yolande, sino de una belleza serena y clásica; en una encarnación previa como presentador de tele, Dexter podría haberla calificado de «con clase», e incluso de «con una clase que te mueres». Pelo largo, lacio, rubio, con severa raya en medio; facciones menudas, bien formadas, distribuidas a la perfección por una cara de piel blanca, en forma de corazón. Le recuerda a una mujer de un cuadro cuyo título no logra recordar, alguien de la Edad Media, con flores en el pelo. Sylvie Cope es así, el tipo de mujer que no desentonaría rodeando un unicornio con los brazos. Alta, delgada, un poco austera, a menudo bastante seria, con una cara que no se mueve mucho, salvo para fruncir el ceño o poner los ojos en blanco por alguna tontería que haya dicho o hecho él; Sylvie es perfecta, y exige perfección.
Tiene las orejas un poco salidas, sólo un poquitín, lo justo para que la luz de detrás les dé un brillo de coral; la misma luz que permite ver un vello finísimo y aterciopelado en sus mejillas y su frente. Son detalles —las orejas luminosas, la frente peluda— que a Dexter, en otras etapas de su vida, le habrían podido repeler, pero ahora que la mira, sentada al otro lado de la mesa sobre un césped inglés, en pleno verano, apoyando su barbilla, pequeña y perfecta, en su mano de dedos largos, con golondrinas en el cielo y unas velas que iluminan su cara igual que en los cuadros de aquel tipo de las velas, la encuentra absolutamente hipnótica. Sylvie le sonríe desde el otro lado de la mesa. Dexter decide que será la noche en que le diga que la quiere. Él nunca ha dicho «te quiero», al menos sobrio y con plena intención. Dijo «te quiero… coger», pero eso es diferente. Siente que ha llegado el momento de usar las palabras en su forma más pura. Le absorbe tanto el plan, que por unos instantes no puede concentrarse en la conversación.
—Y tú exactamente ¿a qué te dedicas, Dexter? —pregunta en la otra punta de la mesa la madre de Sylvie, Helen Cope, que es como un pájaro, altiva, de cachemira beis.
Dexter, sordo a sus palabras, sigue contemplando a Sylvie, que arquea las cejas para avisarle.
—¿Dexter?
—¿Mm?
—Mamá te ha preguntado algo.
—Perdona, estaba en otro planeta.
—Es presentador de televisión —dice Sam, uno de los hermanos gemelos de Sylvie: diecinueve años, con espalda de remero de universidad, y un nazi en ciernes pagado de sí mismo, como su hermano Murray.
—¿Es o era? ¿Aún presentas algo? —se sonríe Murray.
Intercambian sacudidas de flequillo rubio. Deportistas, de piel clara y ojos azules, parecen criados en un laboratorio.
—Mamá no te lo preguntaba a ti, Murray —replica Sylvie.
—Bueno, sigo siendo una especie de presentador —dice Dexter, pensando: ya me las pagarán, cabroncetes.
En Londres ya tuvieron algún encontronazo, Dexter y los Gemelos. Ellos ya han dado a entender con sonrisitas y guiños su mala opinión sobre el nuevo novio de su hermana; creen que ella podría aspirar a más. Los Cope son una familia de Triunfadores, y sólo toleran a Triunfadores. Dexter sólo es un seductor, una vieja gloria, un donjuán de capa caída. La mesa queda en silencio. ¿Había que seguir hablando?
—Perdón, ¿cuál era la pregunta? —dice Dexter, que ha perdido de forma pasajera el hilo, pero está decidido a rendir de nuevo al máximo.
—Quería saber con qué te ganas actualmente la vida —repite con paciencia la señora Cope, dejando claro que es una entrevista de trabajo para el puesto de novio de Sylvie.
—Pues la verdad es que he estado preparando un par de nuevos programas. Estamos esperando a ver qué encargan al final.
—¿Y de qué tratan, esos programas?
—Pues uno es sobre la noche londinense, una especie de guía del ocio de la capital, y el otro es de deportes. Deportes de riesgo.
—¿Deportes de riesgo? ¿Qué son «deportes de riesgo»?
—Mmm… Pues mountain bike, snowboard, skateboard…
—¿Y tú haces algún «deporte de riesgo»? —se sonríe Murray.
—Practico un poco el skateboard —dice Dexter a la defensiva, fijándose en que al otro lado de la mesa Sam se ha metido la servilleta en la boca.
—¿Puede que te hayamos visto por la BBC? —dice Lionel, el padre, guapo, entrado en carnes, satisfecho de sí mismo, y por raro que parezca, todavía rubio a sus casi sesenta años.
—Lo dudo. Se transmite todo bastante tarde, si queréis que os diga la verdad.
«Se transmite bastante tarde, si quieren que les diga la verdad.» «Practico un poco el skateboard.» Pero bueno, ¿a qué suenas?, se pregunta Dexter. Por alguna razón, cuando está con la familia Cope actúa como en una obra de teatro de época. A fe que transmítese bastante tarde. De todos modos, si es lo que hay que hacer…
El siguiente en intervenir es Murray, el otro gemelo (¿o será Sam?), con la boca llena de ensalada.
—Nosotros veíamos aquel programa nocturno donde salías tú, marcha loca: palabrotas sin ton ni son, y tipas bailando en jaulas. ¿Te acuerdas de que no te gustaba que lo viéramos, mamá?
—¡Dios mío! ¿Aquello? —La señora Cope, Helen, frunce el ceño—. Sí me acuerdo, vagamente.
—No lo podías aguantar —le dice Murray, o Sam.
—Siempre gritabas: ¡apáguenlo! —dice el otro—. ¡Apáguenlo, que les estropeará el cerebro!
—¡Qué gracia! Mi madre decía exactamente lo mismo —dice Dexter, pero nadie parece escuchar su comentario.
Toma la botella de vino.
—O sea, que eras tú… —dice Lionel, el padre de Sylvie, levantando las cejas como si el caballero sentado a su mesa hubiera resultado ser alguien de bastante baja estofa.
—Bueno, sí, pero no era todo así. Yo sólo me ocupaba de los grupos y las estrellas de cine.
Tiene miedo de sonar pretencioso, con lo de los grupos y las estrellas de cine, pero, tranquilos, que aquí están los gemelos, para no dejarle levantar cabeza.
—¿Y qué, aún te ves con muchas estrellas de cine? —dice uno de ellos con falsa admiración, el monstruito ario pasado de vueltas.
—La verdad es que no. Ya no. —Dexter decide contestar sinceramente, pero sin nostalgias, y sin compadecerse—. Son cosas que… ya han ido pasando.
—Dexter lo dice por modestia —dice Sylvie—. Recibe ofertas constantemente. Lo que pasa es que es muy selectivo para salir en pantalla. Lo que de verdad quiere hacer es producir. ¡Tiene su propia productora! —dice, orgullosa.
Sus padres asienten, satisfechos. Un empresario, un hombre de negocios… Eso ya está mejor.
Dexter también sonríe, aunque lo cierto es que la vida, últimamente, se ha vuelto mucho más tranquila. Mayhem TV aún no ha conseguido ni un solo encargo, ni se ha reunido con ningún cliente, y de momento sólo existe en forma de papel caro con membrete. Aaron, su agente, ya no quiere representarlo. No hay voces en off ni promociones; y estrenos, bastantes menos. Ya no es la voz de la sidra de lujo; lo han expulsado discretamente de la escuela de póquer, y hasta ha dejado de llamarle el de las congas de Jamiroquai. Pese a todo, pese a su bajón profesional, ahora está muy contento, porque se ha enamorado de Sylvie, la hermosa Sylvie, y ahora tienen sus minivacaciones.
Muchos fines de semana empiezan y terminan en el aeropuerto de Stansted, de donde salen hacia Génova, o Bucarest, o Roma, o Reikiavik: viajes que Sylvie planea con la precisión de un ejército invasor. Pareja de guapos urbanitas europeos, se alojan en hoteles exclusivos y andan, compran, compran, andan, beben tazas minúsculas de café solo a pie de calle y, al final del día, se encierran en su dormitorio gris oscuro, de un minimalismo chic, con tina a ras de suelo y una sola y larga caña de bambú en un florero alto y estrecho.
Cuando no exploran tiendecitas independientes en alguna gran ciudad europea, pasan el tiempo en West London con los amigos de ella: chicas menudas, guapas y severas, y sus novios de mejilla sonrosada y culo gordo, todos los cuales, al igual que Sylvie, trabajan en marketing, o en publicidad, o en la City. La verdad es que estos supernovios hiperseguros de sí mismos no acaban de ser del tipo de Dexter. Le hacen pensar en los prefectos y delegados que conoció en el colegio; desagradables no es que sean, pero tampoco muy interesantes. Da lo mismo. Lo interesante no da para ganarse la vida, y este estilo menos caótico y más ordenado tiene sus ventajas.
En el fondo, la serenidad no cuadra con la borrachera; por eso, a excepción de alguna copa de champán o vino a la hora de la cena, Sylvie no bebe alcohol. Tampoco fuma, ni se droga, ni come carne roja, ni pan, ni azúcar refinada, ni papas. Y algo más importante: no le interesa Dexter borracho. Sus habilidades como afamado mixólogo no le dicen nada. La ebriedad la incomoda, le parece degradante y, más de una vez, al final de la velada, él se ha encontrado solo por culpa del tercer martini. Le han dado a elegir, aunque sin formularlo explícitamente: o te quitas de todo y pones orden en tu vida, o me pierdes. Últimamente, en consecuencia, hay menos resacas, menos hemorragias nasales y menos mañanas retorciéndose de asco y de vergüenza. Ya no se acuesta con una botella de vino tinto por si le entra sed durante la noche, lo cual se agradece. Se siente un hombre nuevo.
Pero lo más increíble de Sylvie es que le gusta mucho más que él a ella. Le gusta que sea tan directa, que tenga tanto aplomo y esté tan segura de sí misma. Le gustan su ambición, feroz y sin complejos, y sus gustos, caros e inmaculados. Le gusta su aspecto, por supuesto, y lo buena pareja que hacen, pero también le gusta su falta de sentimentalismo; es dura, luminosa y deseable como un diamante, y por primera vez en su vida, le toca a él engastarlo. Al salir con ella por primera vez —un restaurante francés de Chelsea, ruinosamente caro—, Dexter le preguntó en voz alta si estaba disfrutando. Ella dijo que muchísimo, pero que no le gustaba reírse en compañía porque no le gustaba la cara que ponía al reír. Y aunque Dexter se quedó un poco espeluznado, por otra parte le admiró su dedicación.
Esta visita, la primera a casa de sus padres, forma parte de un fin de semana largo, una parada en Chichester antes de seguir por la M3 hasta una casa de alquiler en Cornualles, donde Sylvie le enseñará a hacer surf. Está claro que Dexter no debería tomarse tanto tiempo libre, sino trabajar, o buscar trabajo, pero la perspectiva de ver a Sylvie seria y con las mejillas sonrosadas, con traje de baño y el pelo recogido, es casi irresistible. La mira, para saber si lo está haciendo bien, y ella sonríe a la luz de las velas para tranquilizarlo. De momento todo bien. Dexter se sirve la última copa de vino. No le conviene beber demasiado. Con esta gente hay que estar lúcido.
Después del postre (un sorbete hecho con fresas propias, elogiado hasta el exceso por Dexter), ayuda a Sylvie a llevar los platos dentro de la casa, una mansión de ladrillo rojo que parece una casa de muñecas de las caras. Están en la cocina, victoriana y campestre, llenando el lavavajillas.
—Con tus hermanos nunca sé quién es quién.
—Una buena manera de acordarse es que Sam es odioso y Murray, vil.
—Me parece que no les caigo muy bien.
—Ellos sólo se caen bien a sí mismos.
—Creo que les parezco un poco ostentoso.
Sylvie le toma la mano por encima de la cesta para los cubiertos.
—¿Tiene alguna importancia lo que piense de ti mi familia?
—Depende. ¿A ti te importa lo que piense de mí tu familia?
—Supongo que un poco.
—Pues entonces a mí también —dice Dexter con gran sinceridad.
Sylvie para de llenar el lavavajillas y lo mira atentamente. De la misma manera que no es muy aficionada a las risas en público, a Sylvie no le gustan las manifestaciones de cariño espectaculares, con abrazos y arrumacos. Con ella, el sexo es como un partido de squash especialmente duro, que lo deja dolorido, y con la sensación general de haber perdido. El contacto físico es escaso, y cuando lo hay, tiende a surgir sin previo aviso, de manera brusca y rápida. De repente Sylvie le pone una mano en la nuca y lo besa con fuerza, a la vez que le toma la otra mano y se la mete entre las piernas. Él la mira a los ojos, muy abiertos, concentrados, y ajusta sus facciones para expresar deseo, no incomodidad por que se le clave la puerta del lavavajillas en las espinillas. Oye entrar a la familia en formación, y las groseras voces de los gemelos en el recibidor. Intenta apartarse, pero tiene el labio inferior fuertemente sujeto entre los dientes de Sylvie, que se lo estira de manera cómica, como en los dibujos animados de la Warner Brothers. Gime. Ella se ríe. Después le suelta el labio, que vuelve de golpe a su sitio, como una cortina enrollable.
—No puedo esperar a que nos vayamos a la cama —musita, mientras Dexter se pasa el dorso de la mano por la boca para ver si hay sangre.
—¿Y si nos oye tu familia?
—Me da igual. Ya soy mayor.
Dexter se plantea decírselo ahora, que la quiere.
—Pero Dexter, por Dios, las ollas no se meten directamente en el lavavajillas, primero hay que enjuagarlas.
Sylvie se va al salón, y Dexter se queda enjuagando los cacharros.
No es hombre que se deje intimidar por cualquiera, pero esta familia tiene algo, una autosuficiencia, un estar pagados de sí mismos, que le hace sentirse a la defensiva. Cuestión de clase no es, eso seguro; él viene de un entorno igual de privilegiado, aunque mucho más liberal y bohemio que los Cope, conservadores del ala dura. Lo que le pone nervioso es la obligación de demostrar que es un triunfador. Los Cope son de los que se levantan temprano, salen a caminar por la montaña y nadan en los lagos; sanos, robustos, superiores. Él está decidido a no dejarse apabullar.
Cuando entra en el salón, se giran a plantarle cara las potencias del Eje, y se hace un rápido silencio, como si hubieran estado hablando de él. Dexter sonríe con aplomo y se deja caer en uno de los sofás bajos con estampado de flores. Tal como está decorado el salón, se respira un ambiente de hotel rural, incluido el abanico de Country Life, Private Eye y The Economist en la mesita de centro. Hay un silencio pasajero. Se oye el tictac de un reloj. Justo cuando Dexter va a agarrar The Lady…
—Ya sé: vamos a jugar a ¿Estás aquí, Moriarty? —dice Murray, recibiendo la aquiescencia de toda la familia, incluida Sylvie.
—¿Qué es? —pregunta Dexter.
Todos los Cope menean la cabeza al unísono por la ignorancia del intruso.
—¡Es un juego de salón fantástico, fantástico! —dice Helen, más animada que en toda la tarde—. ¡Lo jugamos desde hace años! —Mientras tanto, Sam ya está enrollando el Daily Telegraph para obtener un bastón largo y rígido—. Le vendas los ojos a uno de los jugadores, le das un periódico enrollado y le pones de rodillas delante de otro…
—… que también tiene los ojos vendados —sigue Murray, a la vez que rebusca en los cajones del escritorio antiguo en busca de un rollo de cinta adhesiva—. El del periódico enrollado dice: «¿Estás aquí, Moriarty?».
Le tira la cinta a Sam.
—El otro se tiene que retorcer para esquivarlo, y luego contesta ¡sí!, o ¡aquí! —Sam empieza a formar una porra muy dura con el periódico—. Fijándose en la procedencia de la voz, el primer jugador tiene que darle un golpe con el periódico enrollado.
—Tienes tres intentos. Si fallas los tres, tienes que esperar a que te dé el siguiente jugador —dice Sylvie, eufórica ante la perspectiva de un juego victoriano de salón—; en cambio, si aciertas, puedes elegir al siguiente jugador. Al menos nosotros jugamos así.
—Bueno, a ver… —dice Murray, golpeándose la palma de la mano con la cachiporra de papel—. ¿A quién le gusta hacer deportes de riesgo?
Se decide que Sam se enfrentará con Dexter, el intruso, y que (¡sorpresa!) la porra la tendrá Sam. El campo de batalla es una alfombra grande y descolorida, en el centro del salón. Sylvie conduce a Dexter hasta su posición, y se pone detrás para taparle los ojos con una servilleta grande y blanca: una princesa otorgando su favor a su fiel caballero. Lo último que ve Dexter es a Sam de rodillas, enfrente, sonriendo por debajo de la venda y dándose golpes en la mano con la porra. De pronto, el deseo de ganar, y de demostrarle a la familia lo que vale, es más fuerte que él.
—Enséñales cómo se hace —le susurra Sylvie, calentándole la oreja con su aliento.
Dexter se acuerda del momento en la cocina, de su mano entre las piernas de ella. Sylvie lo agarra por el codo y le ayuda a arrodillarse. Los adversarios quedan frente a frente, en silencio, como gladiadores en la arena de la alfombra persa.
—¡Que empiecen los juegos! —dice Lionel, como un emperador.
—¿Estás aquí, Moriarty? —dice Sam, y se le escapa la risa.
—Aquí —dice Dexter.
Luego, como quien baila el limbo, se inclina hábilmente hacia atrás.
Recibe el primer golpe justo debajo del ojo, con un chasquido de lo más satisfactorio que reverbera por la sala. «¡Oooh!», «¡Aaah!», dicen los Cope, riéndose de su dolor.
—Eso debe doler mucho —es el exasperante comentario de Murray.
Dexter siente una honda punzada de humillación, mientras se ríe afablemente, con una risa campechana de «felicidades».
—¡Me diste! —reconoce, frotándose la mejilla; pero Sam ha olido sangre, y ya está preguntando:
—¿Estás aquí, Moriarty!
—S…
Dexter recibe el segundo golpe en una nalga, antes de poder moverse. Le hace perder el equilibrio y tambalearse de lado. Otra vez risas de la familia, y un «¡bien!» en voz baja de Sam.
—Muy buena, Sammy —dice la madre, orgullosa de su hijo.
De pronto a Dexter le entra un odio profundo a esta mierda de juego, a esta tontería que parece una especie de estrambótico rito familiar de humillación.
—Dos de dos —se ríe Murray—. Muy bien, hermano.
… y cállate, enano, piensa Dexter, que está que echa chispas, porque si hay algo que odia es que se rían de él, especialmente éstos, que obviamente lo consideran un fracasado, uno que no vale para nada, y que no está a la altura de ser el novio de su adorada Sylvie.
—Creo que ya le agarré el truco —se ríe, aferrándose al sentido del humor al mismo tiempo que arde en ganas de emprenderla a puñetazos con la cara de Sammy…
—Preparados para la lucha… —dice Murray, con la misma voz.
… o una sartén, una sartén de hierro colado…
—Allá va; me parece a mí que serán tres de tres…
… un martillo de bola, o un mazo…
—¿Estás aquí, Moriarty? —dice Sam.
—¡Aquí! —dice Dexter, y se retuerce por la cintura como un ninja, agachándose hacia la derecha.
El tercer golpe es un insolente pinchazo en el hombro con la punta roma, que hace chocar de espaldas a Dexter con la mesa de centro. Es un pinchazo tan impertinente y preciso, que está seguro de que Sam hace trampas, pero al arrancarse la venda lo que encuentra es el rostro risueño de Sylvie; risueño, sí, aunque la desfigure.
—¡A eso lo llamo yo un golpe! —berrea el idiota de Murray.
Dexter se levanta como puede, haciendo una mueca de alegría. Se oyen aplausos condescendientes.
—¡Biennnnnn! —exulta Sam, enseñando los dientes y crispando su cara sonrosada, a la vez que se lleva los dos puños hacia el pecho, lentamente, en señal de victoria.
—¡La próxima vez te saldrá mejor! —ganguea Helen, la pérfida emperatriz romana.
—Ya le encontrarás el truco —gruñe Lionel.
Dexter, rabioso, se da cuenta de que los gemelos se han puesto el pulgar y el índice en la frente, dibujando la ele de loser, fracasado.
—Bueno, yo todavía estoy orgullosa de ti —dice Sylvie con un mohín, alborotándole el pelo y acariciándole la rodilla, mientras él se hunde a su lado en el sofá.
¿No debería estar de su parte? Dexter piensa que en lo que a lealtad respecta, sigue formando parte de ellos.
Continúa el torneo. Murray gana a Sam, y Lionel, a Murray, y luego a Lionel le gana Helen, y es todo muy simpático y jovial, con suaves toquecitos de periódico enrollado, mucho más simpático que cuando era Dexter el que recibía cachiporrazos en la cara, y tenía la sensación de que le daban con un trozo de andamio. Observa desde las profundidades del sofá, con mala cara, y parte de su venganza empieza a vaciar discretamente una botella del magnífico Burdeos de Lionel. Son cosas que en otra época sabía hacer. Si volviera a tener veintitrés años, se sentiría seguro de sí mismo, suelto, encantador, pero sin saber cómo ha perdido el don, y su estado de ánimo empeora cuanto más se vacía la botella.
Luego Helen gana a Murray, y Sam, a Helen, y le toca a Sam intentar darle a su hermana. Al menos ahora es motivo de cierto placer y orgullo ver lo bien que se le da el juego a Sylvie, que esquiva sin esfuerzo las desesperadas estocadas de su hermano pequeño, retorciéndose y doblándose por la cintura, flexible y atlética, su chica dorada. Dexter mira sonriendo desde las profundidades del sofá; y justo cuando se creía que le habían olvidado…
—¡Vamos, te toca!
Sylvie le está tendiendo la porra.
—¡Pero si acabas de ganar!
—Ya lo sé, pero aún no has tenido la oportunidad de pegar, pobre —dice ella, con un mohín—. Ven, inténtalo. ¡Contra mí!
A todos los Cope les encanta la idea; se oye una especie de rumor pagano de entusiasmo, extrañamente, vagamente sexual. Es evidente que no hay escapatoria. Está en juego su honor, el honor de los Mayhew. Solemnemente, deja la copa, se levanta y agarra la porra.
—¿Estás segura? —pregunta, arrodillándose en la alfombra a un brazo de distancia—. Te advierto que se me da bastante bien el tenis.
—Muy segura, sí —dice ella con una sonrisa provocativa, sacudiendo las manos como los gimnastas en el momento en que le vendan los ojos.
—Y creo que esto también se me podría dar bastante bien.
A sus espaldas, Sam le aprieta la venda como un torniquete.
—Ya veremos, ¿no?
Cae el silencio en la arena.
—Bueno, ¿estás preparada? —dice Dexter.
—Sí, sí.
Agarra fuertemente la porra con ambas manos, con los brazos al nivel de los hombros.
—¿Estás segura?
—Cuando tú quie…
Una imagen parpadea en el cerebro de Dexter (la de un jugador de béisbol sobre el montículo) en el momento en que su bate corta el aire en diagonal, con una fuerza tremenda que lo hace silbar. Desde detrás de la venda, el impacto le da una sensación fantástica, propagando un temblor por los brazos y el pecho. Sigue un momento de silencio impresionado. Durante unos instantes, Dexter tiene la seguridad de haberlo hecho muy, muy bien. Luego oye un choque, y un grito de espanto se eleva al unísono de toda la familia.
—¡SYLVIE!
—¡Ay, Dios mío!
—Cariño, cielo, ¿estás bien?
Al arrancarse la venda, ve que por alguna razón Sylvie se ha visto transportada a la otra punta del salón, y está tirada en la chimenea, como una marioneta con los hilos cortados. Parpadea, con los ojos muy abiertos, y aunque se aplique una mano a la cara, ya se ve el reguero de sangre oscura que corre por debajo de su nariz. Gime en voz baja.
—¡Dios mío! ¡Cuánto lo siento! —exclama él, horrorizado.
Se lanza inmediatamente hacia ella, pero la familia ya ha formado un corro.
—Pero Dexter, por amor de Dios, ¿en qué carajo estabas pensando? —brama Lionel, con la cara roja, irguiéndose en toda su estatura.
—¡NI SIQUIERA LE HAS PREGUNTADO SI ESTABA AQUÍ, MORIARTY! —chilla su madre.
—¿No? Lo siento…
—¡No, le has dado un golpe a lo bestia!
—Como un loco…
—Perdón. Perdón, no me acordé. Estaba…
—¡…borracho! —dice Sam. La acusación queda en el aire—. Tú estás borracho. ¡Estás ebrio!
Se giran todos, fulminándole con la mirada.
—De verdad que ha sido un accidente. Es que te di en la cara en un ángulo raro.
Sylvie estira a Helen de la manga.
—¿Qué pinta tiene? —pregunta, llorosa, mientras se aparta discretamente la mano ahuecada de la nariz.
Parece que se la haya llenado de sorbete de frambuesa.
—No demasiado mal, en serio —dice Helen sin aliento, tapándose la boca de espanto.
A Sylvie se le crispa aún más la cara, hasta llorar.
—¡A ver, a ver! ¡El baño! —gimotea.
La familia la ayuda a levantarse.
—Ha sido un estúpido accidente… —Sylvie pasa corriendo del brazo de su madre, mirando fijamente hacia delante—. ¿Quieres que te acompañe? ¿Sylvie? ¿Sylv?
No hay respuesta. Dexter la mira, abatido, mientras su madre la lleva hasta el recibidor, y la ayuda a subir por la escalera para ir al baño.
Oye apagarse los pasos.
Se han quedado solos, Dexter y los Cope varones: una escena primitiva de miradas asesinas que no cesan. Dexter nota que su mano se cierra instintivamente alrededor de su arma, el Daily Telegraph de hoy muy enrollado, y dice lo único que se le ocurre:
—Caraj…
—¿Qué, crees que he dado buena impresión?
Dexter y Sylvie están acostados en la cama doble del cuarto de invitados, grande y mullida. Sylvie voltea a mirarle, sin mover la cara, salvo una palpitación acusadora en su nariz, pequeña y bien formada. Aspira por ella, sin decir nada.
—¿Quieres que vuelva a pedirte perdón?
—Dexter, no pasa nada.
—¿Me perdonas?
—Te perdono —replica.
—¿Y tú crees que les parezco bien, que no me consideran una especie de psicópata violento, ni nada por el estilo?
—Creo que les pareces maravilloso. ¿Qué tal si lo olvidamos?
Se pone de lado, dándole la espalda, y apaga su lámpara.
Pasa un momento. Como un colegial avergonzado, Dexter tiene la impresión de que no dormirá si no recibe algo más de consuelo.
—Perdona por… cagarla —dice, apenado—. ¡Otra vez!
Sylvie vuelve a girarse y le pone una mano en la cara, cariñosamente.
—No digas tonterías. Lo hiciste todo bien hasta que me pegaste. Les has gustado mucho, mucho, en serio.
—¿Y a ti? —dice él, sin darse por satisfecho.
Sylvie suspira, y sonríe.
—A mí también me gustas.
—Entonces ¿hay alguna posibilidad de un beso?
—No puedo. Me pondría a sangrar. Te compensaré mañana.
Vuelve a voltearse. Dándose por satisfecho, Dexter se hunde más en la cama, con las manos detrás de la cabeza. Es una cama enorme, suave, con olor a sábanas recién lavadas, y las ventanas dan a la quietud de una noche de verano. Han quitado la colcha y las mantas. Sólo les cubre una sábana de algodón blanca, que permite apreciar la prodigiosa línea de las piernas y las estrechas caderas de Sylvie, y la curva de su espalda, larga y tersa. El potencial sexual de la noche se ha evaporado en el momento del impacto y con la posibilidad de conmoción. Aun así, se gira hacia ella y mete una mano por debajo de la sábana para apoyársela en el muslo. La piel es tibia, suave.
—Mañana habrá que conducir mucho —masculla ella—. Vamos a dormir.
Dexter le mira la cabeza por detrás, cómo se aparta de la nuca el pelo largo y fino, revelando debajo remolinos más oscuros. Piensa que es tan bonito que daría para una buena foto. Título: «Texturas». Se pregunta si aún hay alguna posibilidad de decirle que la quiere, o siendo menos rotundo, que «me parece que puedo haberme enamorado de ti», a la vez más conmovedor y menos comprometedor; pero está claro que no es el momento, y menos con la bola de papel ensangrentado en la mesita de noche de Sylvie.
De todos modos, tiene la sensación de que algo debería decir. Inspirado, le da un beso en el hombro y susurra:
—Bueno, ya sabes lo que dicen. —Hace una pausa teatral—. ¡Quien bien te quiere te hará llorar!
Le parece como muy ingenioso, como muy adorable. Deja pasar un rato de silencio, arqueando las cejas con expectación, en espera de que se entienda lo que implican sus palabras.
—Vamos a descansar un poco, ¿de acuerdo?
Derrotado, se acuesta y escucha el suave zumbido de la A259. Justo en ese momento, en algún sitio de la casa, los padres de Sylvie lo están haciendo pedazos. Le horroriza darse cuenta de que bruscamente tiene ganas de reír. Primero es una risita, que se convierte en una risa franca. Intenta no hacer ruido mientras empieza a temblar todo su cuerpo, sacudiendo el colchón.
—¿Te estás riendo? —murmura Sylvie en su almohada.
—¡No! —dice Dexter, tensando la cara para disimular, pero ahora la risa es en oleadas.
Nota que se le empieza a formar en el estómago otro ataque de histeria. Hay un punto del futuro en el que hasta el peor desastre se empieza a remansar en una anécdota, y Dexter se da cuenta de que esto tiene potencial para contarlo. Es el tipo de cosa que le gustaría explicar a Emma Morley. Sin embargo, no sabe dónde está Emma Morley, ni qué hace; ya hace más de dos años que no la ve.
Pues nada, tendrá que memorizar la anécdota. Y contársela otro día.
Se empieza a reír otra vez.