Capítulo 11
Dos reuniones
MARTES 15 DE JULIO DE 1997
Soho y South Bank
Bueno, la mala noticia es que cancelan Game On.
—¿Ah, sí? ¿En serio?
—Pues sí.
—Ya. De acuerdo. Bueno. ¿Han dado alguna razón?
—No, Dexy; es que no tienen la impresión de haber encontrado la manera de transmitirle al público de madrugada el romanticismo picante de los videojuegos. A la cadena le parece que los ingredientes no son los que deberían ser. Por eso cancelan el programa.
—Ya.
—… y lo sacan otra vez con otro presentador.
—¿Y otro nombre?
—No, siguen llamándolo Game On.
—Ah. O sea… o sea, que el programa sigue siendo el mismo.
—Van a hacer muchos cambios importantes.
—Pero ¿se sigue llamando Game On?
—Sí.
—El mismo set, el mismo formato y lo demás.
—A grandes rasgos.
—Pero con otro presentador.
—Sí, con otro presentador.
—¿Quién?
—No lo sé, pero tú no.
—¿No han dicho quién?
—Han dicho que más joven. Alguien más joven. Que bajaban la edad. Es lo único que sé.
—Vaya… Dicho de otra manera, me han despedido.
—Bueno, supongo que también podría verse como que en este caso… pues sí, han decidido cambiar de dirección. Apartándose de ti.
—Bien. Bien. ¿Y la buena noticia?
—¿Perdón?
—Como has dicho «la mala noticia es que cancelan el programa»… ¿Cuál es la buena noticia?
—Ya está. No hay más. Son todas las noticias que tengo.
Justo en ese momento, a tres kilómetros, cruzando el Támesis, Emma Morley sube en elevador con su vieja amiga Stephanie Shaw.
—Lo principal, no me cansaré de repetirlo, es… que no te sientas intimidada.
—¿Por qué iba a intimidarme?
—Es una leyenda del mundo editorial, Em. Tiene fama.
—¿Fama? ¿De qué?
—De tener… mucha personalidad. —Pese a estar solas en el elevador, la voz de Stephanie Shaw se reduce a un susurro—. Como editora es una maravilla; lo que ocurre es que es un poco… excéntrica, pero bueno.
Los siguientes veinte pisos los suben en silencio. A su lado, a Stephanie Shaw se le ve menuda y elegante, con una camisa de un blanco inmaculado (no, camisa no, blusa), falda negra de tubo y pulcra media melena, a años de distancia de la gótica huraña con quien hace mucho tiempo compartía mesa en los seminarios. A Emma la sorprende sentirse intimidada por su vieja amiga; su actitud profesional, su forma de ir al grano… Es probable que Stephanie Shaw haya despedido gente. Es probable que diga cosas como «¡Hazme fotocopias de esto!». Si Emma hiciera lo mismo en el colegio, se le reirían en la cara. Dentro del elevador, con las manos entrelazadas por delante, de pronto Emma tiene ganas de reír. Parece que están jugando a un juego que se llama «oficinas».
El elevador se abre en el piso trece, una gran planta abierta con ventanas altas de cristal tintado que dan al Támesis y a Lambeth. Cuando llegó a Londres, Emma había mandado cartas llenas de esperanza y desinformación a las editoriales, imaginándose que las abrían secretarias mayores con lentes de media luna, con abrecartas de marfil, en casas de época destartaladas y caóticas; pero esto es elegante, luminoso y juvenil, el paradigma del nuevo espacio de trabajo de los medios de comunicación. Lo único que la tranquiliza son las pilas de libros por el suelo y las mesas, montañas a punto de caerse, como acumuladas de cualquier manera. Stephanie camina deprisa. Emma la sigue. En los despachos, tras muros de libros, aparecen caras que hacen un repaso a la recién llegada, enfrascada en quitarse el saco sin dejar de caminar.
—Mira, no te puedo garantizar que lo haya leído todo; ni todo ni una parte, la verdad, pero ya es mucho que haya pedido verte, Em; de verdad que ya es mucho.
—Te lo agradezco muchísimo, Stephanie.
—Está muy bien escrito, Em. Te lo digo yo. Si no, no se lo habría dado. No me conviene presentarle porquerías.
Era una novela de colegio, una historia de amor para adolescentes, ambientada en un instituto de Leeds; una especie de «Torres de Malory» en más realista y cruda, en torno a un montaje de Oliver!, narrada desde el punto de vista de Julie Criscoll, la chica atrevida e irresponsable que interpreta a Jack Dawkins. También había ilustraciones, garabatos, caricaturas y sarcásticos globos de cómic, como las de los diarios de las adolescentes, todo mezclado con el texto.
Tras enviar las primeras veinte mil palabras, había esperado con paciencia hasta tener una carta de rechazo de todas las editoriales, todas; el juego completo. «No es nuestra línea, lamentamos no poder ayudarla, esperamos que tenga más suerte en otras editoriales», decían. Lo único alentador de tantas negativas era su vaguedad; se notaba que no estaban leyendo mucho el manuscrito, y que no hacían sino rechazarlo con una carta modelo. De todo lo que había escrito y dejado a medias, era lo primero que no tenía ganas de arrojar a la otra punta de la habitación después de leerlo. Sabía que estaba bien. Estaba claro que tendría que recurrir a las relaciones prominentes.
Pese a contar con varios contactos influyentes en la universidad, se había jurado no recurrir jamás a los favores; acudir a sus coetáneos de más éxito se parecía demasiado a pedirle dinero a un amigo. Sin embargo, ya acumulaba toda una carpeta de cartas de rechazo, y como «su madre no se cansaba de recordarle», más joven no se haría. Un día, a la hora de comer, se había buscado un aula tranquila y, respirando hondo, había llamado por teléfono a Stephanie Shaw. Llevaban tres años sin hablar, pero al menos se caían bien, y después de un rato agradable de ponerse al día, se lo había soltado: ¿estaba dispuesta a leer algo suyo? Una cosa que he escrito. Unos cuantos capítulos y un resumen de un libro tonto para adolescentes. Trata sobre un musical en un colegio.
Y aquí está, ni más ni menos que reunida con una editora, una editora de verdad. Se siente temblorosa, por exceso de café, mareada de nervios, y en un estado febril que no contribuye a aliviar el no haber tenido más remedio que irse de pinta. Es el día de una reunión importantísima del personal, la última antes de vacaciones. Por la mañana, al despertarse, como un alumno díscolo, llamó por teléfono a la secretaría escolar y, taponándose la nariz, ha graznado algo sobre gripe intestinal. Incluso por teléfono se le notaba la incredulidad a la secretaria. Con el señor Godalming también tendrá problemas. Phil estará furioso.
Ahora mismo no tiene tiempo de preocuparse de eso, porque han llegado al despacho de la esquina, un cubículo acristalado de espacio comercial cotizadísimo, en el que ve una figura femenina esbelta, de espaldas a ella, y más allá una vista pasmosa desde Saint Paul al Parlamento.
Stephanie le indica un sillón bajo, al lado de la puerta.
—Bueno, espera aquí. Luego me vienes a ver y me cuentas cómo te fue. Y acuérdate de no tener miedo…
—¿Te han dado algún motivo? ¿Para despedirme?
—La verdad es que no.
—Vamos, Aaron, dímelo.
—Pues… la frase exacta ha sido…, la frase exacta ha sido que eres un poquitín 1989.
—Uau. Uau. Ya. Bien. Bueno, de acuerdo… pues que se jodan, ¿eh?
—Exacto. Es lo que les dije.
—¿Ah, sí?
—Les dije que a mí no me encanta.
—Bueno, de acuerdo, y ahora ¿qué?
—Nada.
—¿Nada?
—Hay una cosa de robots que luchan, y tú tienes que presentarlos, como si dijéramos…
—¿Por qué luchan los robots?
—A saber. Supongo que porque son así. Son robots agresivos.
—No lo veo muy claro.
—Bueno. ¿Un programa de coches en Hombres y motores?
—¿Qué? ¿Vía satélite?
—El satélite y el cable son el futuro, Dex.
—Pero ¿y en televisión abierta?
—Ahí no hay mucho movimiento.
—Para Suki Meadows sí hay movimiento, y para Toby Moray también. No puedo pasar cerca de una tele sin ver al pesado Toby Moray.
—La tele es así, Dex: va por modas. Toby es una simple moda. Antes lo eras tú, y ahora lo es él.
—¿Yo era una moda?
—No, tú no eres una moda. Sólo he querido decir que es normal tener altibajos, pero que no pasa nada. Yo creo que deberías ir pensando en un cambio de orientación. Necesitamos cambiar la percepción que tiene de ti la gente. Tu reputación.
—Un momento. ¿Tengo reputación?
En el sillón bajo de cuero, Emma espera y espera, observando la oficina en pleno funcionamiento mientras siente —y se avergüenza un poco de ello— envidia de este mundo empresarial, y de los profesionales jóvenes y con estilo que lo habitan. Envidia del dispensador de agua, es lo que es. La oficina no tiene nada de especial, nada que la distinga, pero en comparación con el instituto de Cromwell Road es puro futurismo; un contraste muy marcado con su sala de profesores, con sus tazas manchadas de taninos, sus muebles agujereados, sus malos humores por las guardias, y en general su ambiente cascarrabias, quejumbroso, insatisfecho. Los chavos son geniales, claro —algunos, y a veces—, pero parece que los enfrentamientos son cada vez más frecuentes y alarmantes. Le han dicho por primera vez «no me hable», con un movimiento de la mano, una nueva actitud con la que le cuesta razonar. O puede que ya esté perdiendo su motivación y su energía… Está claro que la situación con el director no ayuda.
¿Y si la vida hubiera tomado otro camino? ¿Y si a los veintidós años hubiera perseverado con las cartas a las editoriales? ¿Podría haber sido ella la que se comiese bocadillos de Pret A Manger llevando falda de tubo, y no Stephanie Shaw? Hace un tiempo que está convencida de que su vida va a cambiar, aunque sólo sea por necesidad, y tal vez sea el momento; quizá el cambio de rumbo lo marque esta reunión. Su estómago sufre otro vuelco en el momento en que la asistente personal cuelga el teléfono y se acerca. Marsha la recibirá ahora. Emma se levanta, se alisa la falda porque lo ha visto por la tele, y entra en la caja de cristal.
Marsha —¿señora Francomb?— es alta, imponente, con facciones aguileñas que le prestan un aire a lo Virginia Woolf que intimida. Poco más de cuarenta años, pelo gris corto y peinado hacia delante, al estilo soviético, voz ronca y autoritaria, se levanta y tiende la mano.
—Ah, tú debes de ser la de las doce y media.
Emma grazna una respuesta, que sí, exacto, las doce y media, aunque técnicamente deberían haber sido las doce y cuarto.
—Setzen Sie, bitte hin —dice inexplicablemente Marsha.
¿En alemán? ¿Por qué en alemán? En fin, más vale seguirle la corriente.
—Danke —vuelve a graznar Emma.
Mira a su alrededor, toma asiento en el sofá y observa el despacho: premios en libreros, portadas de libros enmarcadas… Recuerdos de una carrera ilustre. Emma tiene la insoportable sensación de que no le corresponde estar ahí, de que no es su sitio, y le está haciendo perder el tiempo a esta temible mujer; ella publica libros, libros de verdad, que la gente compra y lee. Está claro que Marsha no se la está poniendo fácil. Flota un silencio, mientras baja la persiana y la ajusta para que no se vea la oficina exterior. Se quedan sentadas en penumbra, y de pronto Emma tiene la sensación de que la van a interrogar.
—Perdona que te haya hecho esperar; es que estamos de trabajo hasta el cuello. Te he encontrado un hueco de milagro. Pero no quiero meter prisa. En estas cosas es tan importante decidir bien… ¿Verdad?
—Vital. Está clarísimo.
—A ver, dime, ¿cuánto tiempo llevas trabajando con niños?
—Mmm… A ver… Desde el 93. Unos cinco años.
Marsha se inclina, fervorosa.
—¿Y te gusta mucho?
—Sí; bueno, casi siempre. —Emma tiene la sensación de estar un poco rígida y formal—. Cuando no me la ponen difícil.
—¿Los niños te la ponen difícil?
—Si te soy sincera, a veces son un poco complicados.
—¿En serio?
—Bueno, ya me entiendes: insolentes, alborotadores…
Marsha se apoya en el respaldo, molesta.
—Y entonces ¿cómo impones disciplina?
—¡Ah, bueno, lo normal, tirándoles sillas! ¡No, es broma! Nada, lo típico: expulsándolos, y esas cosas. —Ajá. Ajá.
Marsha no dice nada más, pero emana una profunda desaprobación. Vuelve a posar la vista en los papeles de la mesa, y Emma se pregunta cuándo empezarán a hablar del libro.
—Bueno —dice Marsha—, tengo que decir que hablas mucho mejor inglés de lo que me esperaba.
—¿Perdón?
—Vaya, que te expresas muy bien. Parece que hayas vivido en Inglaterra toda la vida.
—Es que… es verdad.
Marsha pone cara de irritación.
—Según tu currículum, no.
—¿Perdón?
—¡En tu currículum pone que eres alemana!
¿Cómo puede hacer Emma que se lo perdonen? ¿Y si se hace pasar por alemana? Imposible. No habla alemán.
—No, soy inglesa de pura cepa.
Además, ¿qué currículum? Ella no ha mandado ningún currículum.
Marsha sacude la cabeza.
—Perdona, pero no parece que hablemos de lo mismo. Eres la de las doce y media, ¿no?
—¡Sí! Creo que sí… ¿O no?
—¿La niñera? ¿Vienes por el trabajo de niñera?
—¿Tengo reputación?
—Un poco. En el sector.
—¿De qué?
—Pues de… poco fiable, pero bueno…
—¿Poco fiable?
—Poco profesional.
—¿En qué sentido?
—En el de emborracharte; de salir drogado al aire.
—Oye, que yo nunca he estado…
—… y arrogante. La gente te ve arrogante.
—¿Arrogante? Yo soy seguro de mí mismo, pero no arrogante.
—Oye, Dex, que yo sólo te cuento lo que dice la gente.
—¡«La gente»! ¿Y quién es «la gente»?
—Gente con la que has trabajado…
—¿En serio? Madre mía…
—Yo sólo digo que si te parece que tienes un problema…
—Que no lo tengo…
—… podría ser un buen momento para resolverlo.
—No, es que no lo tengo.
—Pues entonces perfecto. Mientras tanto, creo que también te convendría vigilar tus gastos. Al menos un par de meses.
—Cuánto lo siento, Emma…
Camina hacia los elevadores con picor en los ojos, violenta, seguida de cerca por Marsha, y ésta por Stephanie. Se asoman cabezas de los cubículos, mientras pasan en procesión. Seguro que piensan que así aprenderá a no hacerse grandes ideas.
—Me sabe tan mal haberte hecho perder el tiempo… —dice Marsha para congraciarse—. En principio tenían que haber llamado para cancelarlo…
—No pasa nada; no es culpa tuya —masculla Emma.
—Me va a oír mi asistente, eso está claro. ¿Estás segura de no haber recibido el mensaje? Yo odio cancelar reuniones, pero es que no había podido leer el material. Le echaría un vistazo ahora mismo, pero es que parece que me está esperando en la sala de reuniones la pobre Helga…
—Lo entiendo perfectamente.
—Stephanie me ha asegurado que tienes muchísimo talento. No veo el momento de leer lo que escribes…
Al llegar a los elevadores, Emma aprieta a fondo el botón de llamada.
—Bueno, pues nada…
—En fin, al menos tendrás una anécdota divertida. Algo es algo.
¿Una anécdota divertida? Clava el dedo en el botón como si lo clavara en un ojo. Ella no quiere anécdotas divertidas; ella lo que quiere es un cambio, una ruptura. Su vida ha estado repleta de anécdotas, ristras y ristras de putas anécdotas; ahora quiere que le salga algo bien, por una vez. Quiere tener éxito, o como mínimo la esperanza de tenerlo.
—Para la semana que viene lo veo imposible. Luego ya me voy de vacaciones, o sea, que quizá tarde un poco; pero me comprometo para antes de que se acabe el verano.
¿Antes de que se acabe el verano? Un mes, y otro, anodinos, sin cambios… Vuelve a clavar el dedo en el botón del elevador, sin decir nada, como una adolescente huraña, haciéndolas sufrir. Ellas esperan. Marsha, que no parece inmutarse, la examina con sus azules y penetrantes ojos.
—Oye, Emma, ahora ¿a qué te dedicas?
—Soy profesora de lengua y literatura. En un instituto de Leytonstone.
—Tendrás mucho trabajo. ¿De dónde sacas el tiempo para escribir?
—Por la noche. Los fines de semana. A veces por la mañana temprano.
Marsha contrae los párpados.
—Debe de apasionarte mucho.
—Es lo único que realmente quiero hacer.
Emma se sorprende, no sólo de lo seria que debe de sonar, sino por darse cuenta de haber dicho una verdad. Se abre el elevador a sus espaldas. Mira por encima del hombro. Ahora casi le gustaría quedarse.
Marsha le tiende la mano.
—Bueno, señorita Morley, adiós. Ya tengo ganas de hablar contigo más a fondo.
Emma coge sus largos dedos.
—Y yo espero que encuentres niñera.
—Yo también lo espero. La última era una psicópata de armas tomar. No querrás hacerlo tú, ¿verdad? Me imagino que lo harías bastante bien.
Marsha sonríe. Emma también. Detrás de Marsha, Stephanie se muerde el labio inferior, articula perdón-perdón-perdón e imita un pequeño teléfono. «¡Llámame!»
El elevador se cierra. Emma se derrumba contra la pared, durante treinta pisos en caída libre, sintiendo que se le cuaja el entusiasmo en la barriga, convertido en amarga decepción. A las tres de la mañana, sin poder dormir, fantaseaba con una comida improvisada con su nueva editora. Se veía bebiendo vino blanco seco en la torre Oxo, y seduciendo a su compañera de mesa con simpáticas anécdotas sobre la vida escolar. Ahora está aquí, escupida al South Bank en menos de veinticinco minutos.
Es donde en mayo celebró el resultado de las elecciones, pero de esa euforia ya no queda nada. Al haber dicho que tenía gripe intestinal, ni siquiera puede ir a la reunión. Intuye que por ahí se fraguará otra discusión, con sus reproches y sus comentarios malintencionados. Decide dar un paseo para despejarse la cabeza, y va hacia Tower Bridge.
Pero ni siquiera el Támesis logra animarla. Están reformando este tramo del South Bank: un embrollo de andamios y lonas, con la central eléctrica cerniendo su opresiva dejadez sobre este día de pleno verano. Emma tiene hambre, pero no hay donde comer, ni con quien comer. Suena su teléfono. Lo busca en la bolsa, con muchas ganas de desahogarse, y se da cuenta demasiado tarde de quién debe de estar llamando.
—Conque gripe intestinal, ¿eh? —dice el director.
Ella suspira.
—Exacto.
—Y en la cama, ¿no? Pues por el ruido no parece que estés en la cama. A mí me parece que estás al aire libre, disfrutando del sol.
—Phil, por favor, no me la pongas peor de lo que está.
—¡No, no, señorita Morley! Las dos cosas no las puedes tener. No puedes cortar conmigo y esperar algún tipo de trato especial… —Es su tono de los últimos meses, una oficiosa cantinela de rencor. A Emma se le despierta otra vez toda la rabia, por las trampas que se tiende ella solita—. ¡Si quieres que lo nuestro sea puramente profesional, tendremos que ceñirnos a lo profesional! Asi que, si no te importa, ¿podrías decirme por qué no estás en esta reunión tan importante?
—Phil, por favor, que no estoy de humor.
—Porque no me gustaría tener que convertirlo en una cuestión disciplinaria, Emma…
Se aparta el teléfono de la oreja, mientras el director sigue soltándole el rollo. Es el teléfono que le compró como regalo de amor, para poder «oír su voz siempre que lo necesitara», y que ahora se ha quedado grande y anticuado. Dios, si hasta lo habían usado para sexo telefónico, al menos él…
—Se te informó expresamente de que era una reunión obligatoria. Por si no lo sabes, aún no se ha acabado el curso.
… y por un momento se imagina el placer de tirar al Támesis el maldito aparato, viéndolo chocar contra el agua como medio ladrillo. Pero antes tendría que sacar la tarjeta SIM, lo cual amortiguaría un poco el simbolismo; además, esos gestos dramáticos son cosas del cine y de la tele. Por otro lado, no se puede permitir comprar otro teléfono.
Y menos ahora, que ha decidido dimitir.
—¿Phil?
—Llámame señor Godalming, ¿te parece?
—De acuerdo. ¿Señor Godalming?
—Dígame, señorita Morley.
—Dimito.
Él se ríe, con esa risa falsa tan exasperante que tiene. Es como si le viera, sacudiendo despacio la cabeza.
—No puedes irte, Emma.
—Sí puedo. Ya lo he hecho. Y otra cosa, señor Godalming…
—¿Qué, Emma?
Se le forma el insulto en los labios, pero al final no es capaz de pronunciarlo, y lo articula con deleite antes de colgar, meterse el teléfono en la bolsa y seguir caminando hacia el este por la orilla del Támesis, mareada de euforia y de miedo al futuro.
—O sea, lo siento, pero no puedo invitarte a comer. Es que he quedado con otro cliente…
—Bien. Gracias, Aaron.
—Otra vez será, Dexy. ¿Qué te pasa? Te veo un poco desanimado, hombre.
—No, nada, es que estoy un poco preocupado.
—¿Por qué?
—Bueno, pues… por el futuro. Mi carrera. No es lo que esperaba.
—Claro, es que nunca lo es. El futuro. ¡Caray, por eso es tan EMOCIONANTE! Oye, ven aquí. ¡Que vengas, te digo! Tengo una teoría sobre ti. ¿Quieres oírla?
—Dime.
—Tú a la gente le encantas, Dex, en serio; el problema es que les encantas de una manera irónica y con segundas intenciones, en plan «me encanta odiarlo». Lo que hace falta es que alguien te quiera sinceramente…