Capítulo 10
Carpe diem
LUNES 15 DE JULIO DE 1996
Leytonstone y Walthamstow
Emma Morley está de espaldas en el suelo del despacho del director, con el vestido subido hasta la cintura, exhalando despacio por la boca.
—Ah, por cierto, en el noveno grado necesitan nuevos ejemplares de Sidra con Rosie.
—A ver qué puedo hacer —dice el director, abrochándose la camisa.
—Bueno, ¿quieres comentarme algo más, aprovechando que me tienes en tu alfombra? ¿Algo del presupuesto, o de las inspecciones? ¿Algo que quieras repasar?
—Yo lo que quiero es repasarte a ti —dice él echándose otra vez en el suelo y haciéndole arrumacos en el cuello.
Es el tipo de insinuaciones sin sentido en las que el señor Godalming (Phil) es especialista.
—¿Y eso qué quiere decir? No quiere decir nada.
Emma chasquea con la lengua, y al zafarse de él se extraña de que el sexo la deje de tan mal humor, incluso cuando lo disfruta. Se quedan un momento sin decir nada. Son las seis y media de una tarde de finales de curso, y en el instituto de Cromwell Road reina el fantasmagórico silencio de los colegios cuando ya no hay clase. Ya han pasado los equipos de limpieza, y la puerta del despacho está cerrada por dentro; aun así, Emma está inquieta, nerviosa. ¿No debería quedarles un regusto dulce, algún tipo de comunión o bienestar? Lleva nueve meses haciendo el amor sobre alfombra institucional, sillas de plástico y mesas de triplay. Phil, siempre atento con el personal, ha quitado el cojín de hule espuma del sillón, y ahora Emma lo tiene bajo las caderas; incluso, le gustaría hacer algún día el amor en muebles no apilables.
—¿Sabes qué? —dice el director.
—¿Qué?
—Que me encantas. —Lo enfatiza apretándole un pecho—. No sé qué haré seis semanas sin ti.
—Al menos se te podrá curar la irritación de hacerlo sobre la alfombra.
—Seis semanas enteras sin ti. —Le rasca el cuello con la barba—. Me volveré loco de deseo…
—Bueno, siempre tienes a la señora Godalming como último recurso —dice ella, consciente de su tono amargo y cruel. Se sienta, y se estira el vestido por debajo de las rodillas—. Además, creía que las vacaciones largas eran una de las ventajas de ser profesor. Fue lo que me dijiste. En la entrevista de trabajo.
Él la mira, dolido, desde la alfombra.
—No te pongas así, Em.
—¿Cómo?
—Haciendo el numerito de mujer burlada.
—Perdona.
—A mí me gusta tan poco como a ti.
—Yo creo que sí que te gusta.
—Pues no. No lo estropeemos, ¿de acuerdo? —Le pone una mano en la espalda, como para consolarla—. Es nuestra última vez hasta septiembre.
—Bueno, ya te dije que me perdones, ¿está bien?
Para cambiar de tema, Emma se gira por la cintura y le da un beso. Justo cuando va a apartarse, él le pone una mano en la nuca y le da otro beso, de suave acción de lija.
—Caray, cómo te voy a echar de menos.
—¿Sabes qué creo que deberías hacer? —dice ella, con su boca en la de él—. Es bastante radical.
Él la mira con ansia.
—Dime.
—Este verano, en cuanto se acabe el curso…
—Dilo.
Emma le pone un dedo en la barbilla.
—Creo que deberías afeitarte todo esto.
Él se incorpora.
—¡Ni hablar!
—¡En tanto tiempo, todavía no sé cuál es tu verdadero aspecto!
—¡Mi verdadero aspecto es éste!
—Pero tu cara, tu auténtica cara… Hasta podrías ser muy guapo. —Emma le coge el antebrazo, y lo echa otra vez en el suelo—. ¿Quién hay detrás de la máscara? Déjame entrar, Phil. Déjame conocer a tu verdadero yo.
Se ríen un momento. Vuelven a estar cómodos.
—Te llevarías una decepción —dice él, acariciándose la barba como si fuera su mascota preferida—. Además, la alternativa es afeitarse tres veces al día. Antes me afeitaba por la mañana, pero a la hora de comer parecía un delincuente, y al final decidí dejármela, como distintivo.
—¡Ah, un distintivo!
—Es informal. A los chavos les gusta. Me hace parecer contestatario.
Emma vuelve a reírse.
—Phil, que no estamos en 1973. Hoy en día la barba significa otra cosa.
Él se encoge de hombros, a la defensiva.
—A Fiona le gusta. Por el contrario dice que si no tengo poca barbilla —sigue un silencio, como siempre que se nombra a su mujer. Para aligerarlo, se burla de sí mismo—. Ya sabrás que todos los chavos me llaman el Barbas.
—No, no estaba al tanto. —Phil se ríe. Emma sonríe—. Además, no es el Barbas; es Barbas, a secas. Sin determinante, Simio.
Él se incorpora de golpe, muy ceñudo.
—¿Simio?
—Es como te llaman.
—¿Quién?
—Los chavos.
—¿¿Simio??
—¿No lo sabías?
—¡No!
—Huy. Perdona.
Se deja caer otra vez, serio y molesto.
—¡No me creo que me llamen Simio!
—Sólo de broma —lo aplaca ella—. Es con cariño.
—No suena muy cariñoso. —Phil se frota la barbilla, como si consolara a un animal—. Es porque tengo demasiada testosterona.
El uso de la palabra «testosterona» basta para animarlo. Hace que Emma vuelva a tumbarse, y le da otro beso. Sabe a café de la sala de profesores, y a la botella de vino blanco que tiene en el archivero.
—Me saldrán ronchas.
—¿Y qué?
—Pues que se enterará la gente.
—Se ha ido todo el mundo a casa.
Ya tiene la mano en el muslo de Emma cuando suena el teléfono de la mesa. Da un respingo, como si lo hubieran mordido, y se tambalea al levantarse.
—¡No lo contestes! —gruñe Emma.
—¡No puedo no contestar!
Se empieza a subir los pantalones, como si hablar con Fiona desnudo de cintura para abajo ya fuera traicionarla demasiado, y le diera mucho miedo que se le notasen las piernas desnudas en la voz.
—¡Qué tal! ¡Hola, cariño! ¡Sí, ya lo sé! Ahora mismo salía por la puerta…
Hablan de temas domésticos (pasta o un salteado, la tele o un DVD). Emma se distrae de la vida casera de su amante recogiendo de debajo de la mesa la ropa interior, enrollada y tirada entre clips y tapas de bolígrafos. Se viste y se acerca a la ventana. En las listas de la persiana hay polvo. Fuera, el salón de ciencias recibe luz rosada, y de pronto tiene ganas de estar en un parque, en una playa, o en alguna plaza de ciudad europea; en cualquier sitio menos donde está, en un despacho institucional falto de ventilación, con un hombre casado. ¿Cómo es posible que de golpe te despiertes con treinta años y siendo la amante de alguien? Es una palabra repulsiva, servil; preferiría no tenerla presente en la cabeza, pero no se le ocurre ninguna otra. Es la amante del jefe, y lo mejor que puede decirse de las circunstancias es que al menos no hay niños de por medio.
La aventura —otra palabra horrible— empezó en septiembre pasado, después de las desastrosas vacaciones en Corfú, y del anillo de compromiso entre los calamares. «Creo que queremos cosas diferentes» fue la mejor frase que se le ocurrió. El resto de las interminables dos semanas fue una borrosa sucesión de piel quemada, malas caras, autocompasión y preocupación por si en la joyería aceptarían el anillo. No podía existir en el mundo nada más melancólico que aquel anillo de compromiso rechazado. Estaba en el hotel, dentro de la maleta, emanando tristeza como si fuera radiación.
Emma volvió de vacaciones morena y triste. Su madre, que estaba al corriente de la petición, y prácticamente ya se había comprado el vestido para la boda, estuvo semanas rabiando y lamentándose con Emma, que acabó dudando de su negativa a la proposición; pero decir que sí le habría dado la sensación de ceder, y las novelas le habían enseñado que el matrimonio nunca tenía que ser una concesión.
El asunto había zanjado su aventura con el director. Durante una reunión de rutina, había roto a llorar en el despacho de Phil que, rodeando el escritorio, le había puesto un brazo en la espalda y la boca en la cabeza, casi como diciendo: «Por fin». A la salida del trabajo la había llevado a un sitio que conocía de oídas, un gastropub, donde se podía tomar una cerveza, pero también se comía bien. Habían comido filete de res y ensalada con queso de cabra. Al rozarse sus rodillas bajo la mesa grande de madera, Emma se había dejado llevar. Después de la segunda botella de vino, ya era todo pura formalidad; el abrazo convertido en beso en el taxi de vuelta, y el sobre café en su casilla («respecto a lo de anoche, no paro de pensar en ti; hace años que siento lo mismo; tenemos que hablar; ¿podemos hablar?»).
Todo lo que sabía Emma sobre el adulterio lo había aprendido con las series de los setenta. Lo asociaba al Cinzano, a los Triumph TR7 y a fiestas con queso y vino; le parecía algo propio de personas de mediana edad, principalmente de clase media; golf, yates y adulterio. Ahora que era ella quien tenía una aventura (con su parafernalia de miradas secretas, manos tocándose debajo de la mesa y manoseos en el clóset del material), le sorprendía la familiaridad de todo, y que el deseo pudiera ser una emoción tan poderosa al aliarse con el sentimiento de culpa y el desprecio hacia una misma.
Una noche, después de hacerlo en el escenario del montaje navideño de Grease, Phil le había hecho solemne entrega de una caja con papel de regalo.
—¡Es un teléfono celular!
—Por si necesito oír tu voz.
Sentada en el cofre del Greased Lightning, mirando la caja fijamente, Emma había suspirado.
—Bueno, supongo que en algún momento tenía que pasar.
—¿Qué pasa? ¿No te gusta?
—No, para nada, está muy bien. —Sonrió al acordarse—. Es que perdí una apuesta.
A veces, en claras tardes otoñales de paseo y de conversación por una parte escondida de los Hackney Marshes, o entre risitas en el concierto navideño del colegio, borrachos de vino con especias, y tocándose las caderas, creía estar enamorada de Phillip Godalming. Era buen profesor, apasionado, con principios, aunque podía ser un poco pretencioso. Tenía los ojos bonitos, y sabía hacer reír. Por primera vez en su vida, Emma era objeto de una fijación sexual casi obsesiva. Naturalmente que a sus cuarenta y cuatro años Phil era demasiado mayor, y por debajo del pelaje su piel ya se notaba fofa y mantecosa, pero era un amante entregado e intenso, a veces demasiado para el gusto de Emma; de los que hacen muecas y hablan. A ella no acababa de cuadrarle ese lenguaje en la misma persona que los reunía para hablar de la carrera de beneficencia. A veces, mientras lo hacían, le daban ganas de pararse y decir: «¡Señor Godalming, dijo una palabrota!».
Pero han pasado nueve meses, la emoción ya no es la misma, y a Emma cada vez le cuesta más entender qué hace merodeando en un pasillo de colegio una tarde soleada de verano. Debería estar con amigos, o con una pareja de la que estuviera orgullosa, a quien pudiera mencionar en presencia de otros. Hosca de culpa y de vergüenza, espera a la salida del baño de chicos a que Phil se lave con jabón institucional. Su directora de Estudios Literarios y Teatrales y amante. Madre de Dios.
—¡Listo! —dice él al salir.
Le toma la mano (la suya aún está mojada de habérsela lavado), y la suelta, discreto, al salir al aire libre. Cierra con llave la puerta principal, pone la alarma y se van a su coche, en el crepúsculo, separados por una distancia profesional, aunque de vez en cuando la cartera de piel de Phil choque con la pantorrilla de Emma.
—Te llevaría al metro, pero…
—… más vale prevenir.
Siguen caminando un poco más.
—¡Quedan cuatro días! —dice él alegremente, para llenar el silencio.
—¿Esta vez adónde van? —pregunta ella, aunque ya lo sepa.
—A Córcega. A caminar. A Fiona le encanta caminar. Caminar, caminar, caminar… Siempre caminando. Es como Gandhi. Luego, por la noche, se quita las botas de montaña y se apaga como una lámpara.
—Phil… No, por favor.
—Perdona, perdona. —Para cambiar de tema, él pregunta—: ¿Y tú?
—Puede que a Yorkshire, a ver a la familia. Más que nada, estaré aquí trabajando.
—¿Trabajando?
—Sí, escribiendo, vamos.
—Ah, sí, escribir. —Lo dice como si no se lo creyera, igual que todo el mundo—. No tratará sobre nosotros dos, ¿verdad?, el famoso libro.
—No. —Ya han llegado al coche de él. Emma tiene ganas de irse—. Tampoco sé si somos muy interesantes.
Él, que estaba apoyado en su Ford Sierra azul, preparándose para la gran despedida, y va ella y lo estropea. Frunce el ceño, con el labio inferior asomando rosado por la barba.
—¿Y eso cómo hay que entenderlo?
—No sé; es que…
—Sigue.
—Esto, Phil, lo nuestro. No me hace feliz.
—¿No estás contenta?
—Bueno, ideal no es, ¿verdad? Una vez a la semana en una alfombra institucional…
—Pues a mí me parecías bastante contenta.
—No me refiero a satisfecha. ¡No es una cuestión sexual, hombre! Son las… circunstancias.
—Pues a mí me hace feliz…
—¿Ah, sí? ¿Seguro?
—Que yo recuerde, antes también te hacía feliz.
—Supongo que al principio me hacía ilusión.
—¡Pero Emma, por Dios! —Pone cara de ogro, como si la hubiera sorprendido fumando en el baño de las chicas—. ¡Tengo que irme! ¿Por qué lo sacas justo ahora que me tengo que ir?
—Lo siento. Me…
—¡Carajo, Emma, si es que…!
—¡Eh! ¡A mí no me hables así!
—No te hablo de ninguna manera. Es que… Mira, vamos a pasar las vacaciones, ¿de acuerdo? Y luego ya lo arreglaremos.
—No creo que podamos arreglar nada. O paramos, o seguimos, y a mí no me parece que tengamos que seguir.
Phil baja la voz.
—También podríamos hacer otra cosa… Yo, al menos. —Mira a su alrededor, y al comprobar que no hay peligro, le toma la mano—. Se lo podría decir este verano a ella.
—Yo no quiero que se lo digas, Phil.
—Cuando estemos de viaje; o antes, incluso, la semana que viene…
—No quiero que se lo digas. No tiene sentido.
—¿Ah, no?
—¡No!
—Pues yo creo que sí. Yo creo que podría tenerlo.
—¡Muy bien! Pues lo hablamos el curso que viene. No sé… Podríamos quedar para algún día, de momento.
Reconfortado, se moja los labios y vuelve a comprobar que no los vea nadie.
—Te quiero, Emma Morley.
—No —suspira ella—. En el fondo no.
Él baja la barbilla, como si la mirase por encima de unos anteojos imaginarios.
—¿No debería decidirlo yo?
Este tono, esta expresión de director, Emma los odia. Le entran ganas de darle una patada en la espinilla.
—Más vale que te vayas —dice.
—Te echaré de menos, Em…
—Si no hablamos, buenas vacaciones.
—No te imaginas cuánto te echaré de menos…
—Qué bonito, Córcega…
—Todos los días…
—Pues nada, ya nos veremos…
—Ven… —Phil levanta la cartera y la usa como escudo para darle un beso. Muy discreto, piensa ella, impasible. Luego él abre la puerta y sube. Un Sierra azul marino, un coche de director como Dios manda, lleno de mapas del Instituto Cartográfico en la guantera—. Aún no creo que los chavos me llamen Simio… —masculla, sacudiendo la cabeza.
Emma se queda un momento en el estacionamiento vacío, viendo irse a Phil. Treinta años y casi enamorada de un hombre casado, aunque al menos no hay niños de por medio.
Veinte minutos después, está al pie de la ventana del edificio ancho y bajo de ladrillo rojo que contiene su departamento, y ve que hay luz en la sala de estar. Ha vuelto Ian.
Se le ocurre irse y esconderse en el pub, o ir a ver a algún amigo y volver tarde, pero sabe que Ian se quedará sentado en el sillón, con la luz apagada, esperando como un asesino. Respira hondo y busca las llaves.
Desde que Ian se mudó, el departamento parece mucho más grande. Sin las cajas de videos, los cargadores, los adaptadores, los cables y los discos de vinil en funda desplegable, parece que hayan entrado hace poco a robar. Para Emma, es otro recordatorio de lo poco que puede mostrar de los últimos ocho años. Oye un susurro en el dormitorio y va sin hacer ruido hacia la puerta.
El contenido de la cómoda está desperdigado por el suelo: cartas, extractos bancarios, sobres de papel rotos con fotos y negativos… Se queda un momento en la puerta, sin decir nada ni ser vista, observando a Ian, que jadea por el esfuerzo de meter la mano hasta el fondo del cajón. Lleva tenis con los lazos desatados, pantalones deportivos y una camisa sin planchar. Es un conjunto estudiado a conciencia para indicar el máximo trastorno emocional. Se ha vestido para preocupar.
—¿Qué haces, Ian?
Se sobresalta, pero le dura poco; luego la mira indignado, como un ladrón con la razón de su parte.
—Vuelves tarde a casa —le dice, acusador.
—¿Y eso a ti qué te importa?
—Nada, simple curiosidad por saber por dónde andabas.
—Tenía ensayo. Ian, creía que habíamos quedado en que no puedes entrar de esta manera.
—¿Por qué? ¿Vienes con alguien, o qué?
—Ian, que no estoy de humor. En absoluto. —Emma deja la bolsa y se quita el abrigo—. Si buscas un diario, o algo así, pierdes el tiempo. Hace años que no escribo un diario…
—Sólo recojo cosas mías, para que lo sepas. Mías, ¿eh? De mi propiedad.
—Lo tuyo ya lo tienes todo.
—Mi pasaporte. No tengo mi pasaporte.
—Pues te puedo decir que en mi cajón de la ropa interior no está. —Ian improvisa, por supuesto. Emma sabe que él tiene su pasaporte. Sólo quería meter las narices en las cosas de ella, y demostrarle que no está bien—. ¿Para qué necesitas el pasaporte? ¿Te vas a alguna parte? ¿Qué pasa, emigras?
—Huy, te encantaría, ¿no? —dice él con desprecio.
—Bueno, no me importaría —dice ella, pasando por encima del desorden para sentarse en la cama.
Él pone voz de detective.
—Pues la tienes difícil, mona, porque yo de aquí no me muevo. —Como amante despechado, Ian ha encontrado una entrega y una agresividad que nunca había tenido como comediante de monólogos. Lo de esta noche está claro que es un espectáculo con mayúsculas—. Tampoco me lo podría permitir.
A Emma le dan ganas de molestarlo.
—O sea, Ian, que ahora mismo no estás haciendo muchos monólogos…
—¿A ti qué te parece, mona? —dice él, levantando los brazos para referirse a que va sin afeitar, con el pelo sucio y la piel amarillenta: su look de mira lo que me has hecho.
Convierte su autocompasión en espectáculo: un monólogo de soledad y rechazo en el que lleva seis meses trabajando, y para el que Emma no tiene tiempo, al menos esta noche.
—¿De dónde sale lo de «mona», Ian? No sé si me gusta.
Él reanuda la búsqueda, mascullando algo en el cajón, quizá «vete a la mierda, Em». ¿Estará borracho?, se pregunta Emma. En la mesita de noche hay una lata abierta de cerveza barata de alta graduación. Emborracharse: eso sí es buena idea. Decide emborracharse lo antes posible. ¿Por qué no? Parece que a los otros les funciona. Entusiasmada por el proyecto, va a ponerlo en marcha a la cocina.
Él la sigue.
—¿Y qué, dónde estabas?
—Ya te lo dije: ensayando en el colegio.
—¿Qué ensayabas?
—Bugsy Malone. Es divertidísima. ¿Por qué, quieres entradas?
—No, gracias.
—Hay ametralladoras de espuma.
—Yo creo que has estado con alguien.
—¡Por favor! Ya estamos otra vez. —Emma abre el refrigerador. Hay media botella de vino, pero en momentos así sólo sirven los alcoholes duros—. Ian, ¿por qué estás tan obsesionado con que esté «con alguien»? ¿Por qué es tan imposible que no estemos hechos el uno para el otro?
Rompe el sello de hielo del congelador con un fuerte estirón. Se caen trocitos al suelo.
—¡Es que sí que estamos hechos el uno para el otro!
—¡Ah, pues entonces perfecto! Si tú lo dices, ya podemos volver. —Detrás de unas empanadas de ternera hay una botella de vodka—. Toma, las empanadas. Te cedo la custodia. —Da un portazo al refrigerador y agarra un vaso—. Además, Ian, ¿y si he estado con alguien? ¿Qué pasa? Te recuerdo que hemos roto.
—Caliente, caliente. ¿Y quién es?
Se está sirviendo el vodka: tres dedos.
—¿Quién es quién?
—Tu nuevo novio. Vamos, dímelo, que no me afectará —se burla él—. Seguimos siendo amigos, después de todo.
Emma bebe del vaso a trago limpio. Luego se agacha un momento, acodada en el mármol, apretándose los ojos con las bases de las manos al sentir cómo le corre el líquido helado por la garganta. Pasa un momento.
—Es el señor Godalming. El director. Llevamos nueve meses, aunque yo creo que es más que nada sexual. Si te soy sincera, es un poco degradante para los dos. A mí me da un poco de vergüenza. Me entristece un poco. ¡Pero bueno, es lo que digo siempre: al menos no hay hijos! Pues nada. —Habla en el vaso—. Ya lo sabes.
La cocina queda en silencio, hasta que…
—Es broma.
—Mira por la ventana y lo verás tú mismo. Está esperando en el coche. Un Sierra azul marino.
Ian, incrédulo, aspira por la nariz.
—Carajo, Emma, que no tiene gracia.
Emma deja el vaso vacío en el mármol, y exhala despacio.
—No, ya lo sé. La situación no se podría describir como graciosa de ninguna de las maneras. —Se gira para mirarlo—. Ya te dije que no salgo con nadie, Ian. No estoy enamorada de nadie, ni quiero estarlo. Sólo quiero que me dejen en paz.
—¡Tengo una teoría! —dice él con orgullo.
—¿Qué teoría?
—Sé quién es.
Ella suspira.
—A ver, ¿quién, Sherlock?
—¡Dexter! —dice él, triunfante.
—¡Dios mío!
Emma se acaba el vaso.
—¿Verdad que tengo razón?
Se ríe amargamente.
—Sí me gustaría, ya…
—¿Eso qué quiere decir?
—Nada. Ian, sabes perfectamente que hace meses que no hablo con Dexter…
—¡Eso es lo que tú dices!
—No digas tonterías, Ian. ¿Qué te crees, que es un amor secreto, sin que lo sepa nadie?
—Es lo que parecen indicar las pruebas.
—¿Pruebas? ¿Qué pruebas?
Es la primera vez que a Ian se le ve algo avergonzado.
—Tus cuadernos.
Un momento. Luego Emma aparta el vaso, para evitar la tentación de tirarlo.
—¿Has estado leyendo mis cuadernos?
—Alguna que otra ojeada, con los años.
—Desgraciado…
—Los trocitos en verso, los diez días mágicos en Grecia, tantas ansias y deseo…
—¡Cómo te atreves! ¡Cómo te atreves a espiarme así!
—¡Si los dejabas tirados por el piso! ¿Qué esperas?
—Esperaba un poco de confianza, y esperaba que tuvieras algo de dignidad…
—Carajo, además no me hacía falta leerlos; lo de ustedes dos era tan obvio…
—¡…pero mis reservas de compasión son limitadas, Ian! Todos estos meses contigo por la casa, lamentándote, poniendo cara de perro apaleado, lloriqueando… Si te presentas otra vez de esta manera y me revuelves los cajones, te juro que llamo a la puta poli…
—¡Anda! ¡Llama, anda! —Ian se acerca separando los brazos, que llenan la pequeña habitación—. Te recuerdo que también es mi departamento.
—¿Ah, sí? ¿Desde cuándo? ¡Si nunca has pagado la hipoteca! ¡La pagaba yo! Nunca has hecho nada que no fuera quedarte aquí tirado, compadeciéndote de ti mismo…
—¡No es verdad!
—Y lo que ganabas te lo gastabas en videos de porquería y comida a domicilio.
—¡Sí aportaba algo! Cuando podía…
—¡Pues no era bastante! Dios, cómo odio este departamento, y cómo odio mi vida en este departamento… Tengo que salir de aquí o me volveré loca…
—¡Era nuestra casa! —protesta él, desesperado.
—Yo aquí nunca he sido feliz, Ian. ¿Por qué no te dabas cuenta? Lo que pasa es que… me quedé aquí atascada. Como tú. Seguro que lo sabes.
Él no la ha visto nunca así, ni la ha oído decir cosas así. Azorado, con los ojos muy abiertos, como un niño con pánico, se acerca a tropezones.
—¡Cálmate! —Le agarra el brazo—. No digas esas cosas.
—¡Suéltame, Ian! ¡Lo digo en serio, Ian! ¡Vete!
Se están gritando. Emma piensa: ay, Dios mío, nos hemos convertido en una de esas parejas de locos que se oyen de noche a través de las paredes. En algún sitio hay alguien pensando: ¿llamo a la policía? ¿Cómo hemos llegado a este punto?
—¡Sal! —grita, mientras Ian intenta abrazarla desesperadamente—. Dame las llaves y vete, no quiero volver a verte.
Y de manera igual de repentina empiezan los dos a llorar, derrumbados en el suelo del estrecho pasillo del piso que con tantas esperanzas se compraron juntos. Ian se tapa la cara con la mano. Intenta hablar entre fuertes sollozos, respirando a bocanadas.
—No lo aguanto. ¿Por qué me tiene que pasar a mí? Es un infierno. ¡Estoy en el infierno, Em!
—Ya lo sé. Lo siento.
Emma le pasa un brazo por los hombros.
—¿Por qué no me puedes querer, y ya está? ¿Por qué no puedes estar enamorada de mí? Antes sí lo estabas, ¿no? Al principio.
—Pues claro que lo estaba.
—Pues entonces ¿por qué no puedes volver a enamorarte?
—Es que no puedo, Ian. Lo he intentado, pero no puedo. Lo siento. Lo siento tanto, tanto…
Poco después están tirados por el suelo, en el mismo sitio, como traídos por el oleaje. Con la cabeza apoyada en el hombro de Ian, y el brazo encima de su pecho, Emma respira su olor, ese olor cálido y confortable al que tanto se había acostumbrado. Al final, él dice algo.
—Tendría que irme.
—Creo que sí.
Apartando la cara, roja e hinchada, Ian se incorpora y señala con la cabeza el amasijo de papeles, cuadernos y fotos del suelo del dormitorio.
—¿Sabes qué me da pena?
—¿Qué?
—Que no haya más fotos de nosotros. Quiero decir juntos. Hay miles de tú y Dex, y casi ninguna de tú y yo solos; al menos recientes. Es como si hubiéramos parado de hacer fotos.
—Por falta de una buena cámara —dice ella, poco convencida, aunque él decide aceptarlo.
—Perdona por… pues eso, que se me haya ido la cabeza y te haya revuelto las cosas. Totalmente inaceptable.
—No pasa nada, pero no vuelvas a hacerlo.
—Por cierto, algunos cuentos están bastante bien.
—Gracias. Aunque no eran para enseñarlos.
—¿Y eso qué sentido tiene? Algún día se los tienes que enseñar a alguien. Darte a conocer.
—Bueno, pues de todas maneras lo hago. Algún día.
—Las poesías no. Enséñales los cuentos, no las poesías. Son buenos. Eres buena escritora. Inteligente.
—Gracias, Ian.
Se le empieza a arrugar la cara.
—Tan mal no estaba, ¿no? Vivir aquí conmigo.
—Estaba muy bien. Lo único que pasa es que te he hecho pagar el pato.
—¿Quieres contármelo?
—No hay nada que contar.
—Pues nada.
—Pues nada.
Se sonríen. Ian ya está en la puerta, con una mano en la manija. Parece que no puede marcharse aún.
—Sólo una cosa más.
—Dime.
—¿De verdad que no sales con él? Con Dexter, digo. Son paranoias mías.
Emma suspira y sacude la cabeza.
—Ian, te lo juro por que me muera ahora mismo. No estoy saliendo con Dexter.
—Es que vi en el periódico que rompió con su novia, y he pensado que al haber roto tú y yo, y estar él libre…
—A Dexter hace que no lo veo… siglos.
—Pero ¿pasó algo? ¿Cuando estábamos juntos? ¿Entre tú y Dexter, a mis espaldas? Es que no soporto la idea…
—Ian… Entre Dexter y yo no pasó nada —dice ella, esperando que se vaya sin hacer la siguiente pregunta.
—Pero ¿tú querías que pasara?
¿Que si quería? Sí, a veces. A menudo.
—No. No, no quería. Sólo éramos amigos.
—Bien. Me alegro. —Ian la mira, intentando sonreír—. Te echo tanto de menos, Em…
—Ya lo sé.
Se pone una mano en la barriga.
—Me mareo y todo.
—Ya se te pasará.
—¿Sí? Es que creo que me estoy volviendo un poco loco.
—Ya lo sé, pero no puedo ayudarte, Ian.
—Siempre podrías… pensártelo mejor.
—No puedo. No lo pensaré. Lo siento.
—Bien, de acuerdo. —Se encoge de hombros y sonríe con los labios hacia dentro, su sonrisa de Stan Laurel—. En fin. Por preguntar no pierdo nada, ¿no?
—Supongo que no.
—Ojo, que me sigues pareciendo una bomba, ¿eh?
Emma sonríe porque él quiere que sonría.
—No, el que es una bomba eres tú.
—¡Bueno, bueno, no me voy a quedar a discutirlo! —Ian suspira, sin poder seguir fingiendo, y agarra la manija de la puerta—. Pues nada. Recuerdos a la señora Morley. Ya nos veremos.
—Ya nos veremos.
—Adiós.
—Adiós.
Se gira y abre la puerta de golpe, dándole una patada por la parte inferior para que parezca que le da en la cara. Como es de rigor, Emma se ríe. Ian respira hondo y se va. Ella se queda sentada en el suelo otro minuto. Después se levanta de golpe y, sintiendo una nueva determinación, toma las llaves y sale dando zancadas del piso.
Ruidos de noche de verano en Walthamstow, voces y gritos resonando por los edificios, y algunas banderas de san Jorge que aún cuelgan fláccidas. Cruza rápidamente el patio. ¿No debería tener un círculo de amigos íntimos medio chiflados para ayudarla a superarlo? ¿No debería estar sentada en un sofá bajo y desfondado con seis o siete urbanitas atractivos y estrafalarios? ¿No es eso, en principio, vivir en la ciudad? Sin embargo, o viven a dos horas de viaje, o tienen familia o novio; por suerte, a falta de colegas medio chiflados, está la tienda de bebidas alcohólicas, cuyo desconcertante y deprimente nombre es Booze’R’Us.[3]
Cerca de la entrada hay unos chavos en bicicleta y con pinta peligrosa, dibujando lentos círculos, pero en este momento a Emma no le da miedo nada; cruza por el centro sin girarse. En la tienda, elige la botella de vino menos sospechosa y se pone a la cola. El de delante tiene una telaraña tatuada en la cara. Mientras espera a que cuente cambio para dos litros de sidra fuerte, Emma se fija en la botella de champán que hay en una vitrina cerrada con llave. Tiene polvo, como si fuera una reliquia de un pasado de lujos inimaginables.
—Y póngame también el champán, por favor —dice.
El dependiente la mira con recelo, pero ahí está el dinero, en el puño de Emma.
—Qué, una fiesta, ¿no?
—Exacto. Una fiesta muy, muy grande. —Luego, un capricho—: Y un paquete de Marlboro.
Sale de la tienda con las botellas en una bolsa de plástico fino, que choca con su cadera, a la vez que se embute un cigarrillo entre los labios como si fuera el antídoto de algo. Oye inmediatamente una voz.
—¿Señorita Morley?
Mira a su alrededor con cara de culpable.
—¿Señorita Morley? ¡Aquí!
Quien se acerca deprisa, sobre largas piernas, es Sonya Richards, su protegida, su proyecto. La niña flaca y tensa que hacía de Jack Dawkins se ha transformado. Ahora está espectacular: alta, con el pelo recogido, segura de sí misma. Emma tiene una visión perfecta de cómo debe de verla Sonya: encorvada, con los ojos rojos, fumándose un cigarro a la salida de Booze’R’Us. Un modelo, una inspiración. Esconde el cigarro encendido en la espalda, aunque sea absurdo.
—¿Qué tal, señorita?
Ahora a Sonya se le ve un poco incómoda, mirando a los lados, como si se arrepintiese de haberse acercado.
—¡Estupendamente! Muy bien. ¿Y tú, Sonya?
—Bien, señorita.
—¿Y el bachillerato? ¿Todo bien?
—Sí, la verdad es que sí.
—Y el año que viene los exámenes preuniversitarios, ¿no?
—Exacto.
Sonya mira furtivamente la bolsa de plástico que hace ruido de botellas junto a Emma, y la cinta de humo que forma volutas a su espalda.
—¿El año que viene a la universidad?
—Espero que a Nottingham. Si saco buenas calificaciones…
—Seguro que sí. Seguro que sí.
—Gracias a usted —dice Sonya, pero no muy convencida.
Se quedan en silencio. Emma, desesperada, levanta las botellas en una mano y el tabaco en la otra, y los agita.
—¡LA COMPRA DE LA SEMANA! —dice.
Sonya parece confusa.
—Bueno, me tengo que ir.
—Bien, Sonya. Me alegro mucho de haberte visto. Oye, Sonya, buena suerte, ¿eh? Muy buena suerte.
Pero Sonya ya está dando zancadas sin girarse, y Emma, una profesora de esas de carpe diem, la ve irse.
Por la noche pasa algo raro. Medio dormida en el sofá, con la tele encendida y la botella vacía a sus pies, la despierta la voz de Dexter Mayhew. No entiende del todo lo que dice; algo de FPS, y opciones de multijugador, y no parar de disparar. Confusa, preocupada, abre los ojos a la fuerza, y se lo encuentra justo delante.
Se incorpora, sonriendo. Ya había visto el programa, Game On. Se emite tarde, y es un resumen de lo último en el panorama de los videojuegos. El set es un castillo con luz roja, compuesto de bloques de poliestireno, como si jugar a videojuegos fuera una especie de purgatorio. Dentro del castillo hay jugadores paliduchos encorvados ante una pantalla gigante, a los que Dexter Mayhew incita a apretar cada vez más deprisa los botones: rápido, rápido, dispara, dispara.
Los juegos, los «torneos», alternan con entrevistas serias en las que Dexter y una mujer con el pelo naranja (para cumplir la cuota femenina) comentan las novedades de la semana. Puede que sea un efecto del minúsculo televisor de Emma, pero últimamente a Dexter se le ve un poco inflado, un poco gris. Quizá no sea más que el tamaño de la pantalla, pero algo falta. Ya no tiene la gracia que ella recuerda. Está hablando de Duke Nukem 3D, y se le ve inseguro, por no decir un poco incómodo. Aun así, Emma se siente henchida de cariño hacia Dexter Mayhew. No ha pasado un solo día en ocho años sin pensar en él. Le echa de menos, y quiere recuperarlo. Quiero recuperar a mi mejor amigo, piensa, porque sin él nada vale la pena, y todo falla. Le llamaré, piensa al dormirse.
Mañana. Mañana a primera hora le llamo.