Capítulo 9

Cigarros y alcohol

SÁBADO 15 DE JULIO DE 1995

Walthamstow y el Soho

Retrato en carmesí

por Emma T. Wilde

Capítulo 1

La inspectora jefe Penny Noséqué ya había visto varios asesinatos, pero ninguno tan… como aquél.

—¿Han movido el cadáver? —soltó a bocajarro.

En la pantalla del procesador de textos, las palabras brillaban verdes como la bilis: el fruto de toda una mañana de trabajo. Sentada en el minúsculo pupitre de colegio del minúsculo cuarto trasero del minúsculo departamento nuevo, leyó las palabras y las releyó, mientras el calentador de inmersión hacía gárgaras burlonas a sus espaldas.

Los fines de semana, o antes de acostarse, si tenía fuerzas, Emma escribía. Tenía dos novelas empezadas —una de ellas ambientada en un gulag, y la otra en un futuro postapocalíptico—, un libro infantil con ilustraciones propias sobre una jirafa con el cuello corto, una película para televisión dura y concienciada sobre trabajadores sociales, titulado Hay que joderse, una obra de teatro alternativo sobre las complejas vidas emocionales de los jóvenes de menos de treinta años, una novela juvenil fantástica con profesores robot malvados, una obra de flujo de conciencia para la radio sobre la agonía de una sufragista, un cómic y un soneto. No había terminado ninguno, ni tan siquiera los catorce versos del soneto.

Aquellas palabras, las de la pantalla, representaban su último proyecto, una serie de novelas policiacas comerciales, y discretamente feministas. A los once años se había leído todo Agatha Christie, y más tarde, mucho Chandler y James M. Cain. No veía motivos para no tratar de escribir algo intermedio. Sin embargo, estaba descubriendo una vez más que leer y escribir no eran lo mismo. No podías impregnarte, y exprimirlo otra vez. No se le ocurría ningún nombre para la detective, y menos aún un argumento coherente y original. Hasta el seudónimo era malo: ¿Emma T. Wilde? Se preguntó si no estaría condenada a ser de los que se pasan toda la vida intentando cosas. Ella había intentado tocar en un grupo, escribir obras de teatro y libros infantiles, ser actriz y encontrar trabajo en el sector editorial. Quizá la novela negra fuera otro proyecto fracasado como el trapecio, el budismo y el español. Usó la herramienta de contar palabras de la computadora. Treinta y cinco, incluida la página de título y la birria de seudónimo. Gimió y, levantando la palanca hidráulica del lado de la silla de oficina, se hundió un poco más hacia la alfombra.

Llamaron a la puerta, de triplay.

—¿Qué, cómo va en el ala Ana Frank?

Otra vez la misma frase. Para Ian, los chistes no eran artículos de un solo uso, sino algo a lo que recurrir una y otra vez hasta que se desmontase en las manos, como un paraguas barato. Al empezar a salir con Emma, aproximadamente noventa por ciento de lo que decía quedaba incluido en el epígrafe «humor», en el sentido de que comportaba un juego de palabras, una voz graciosa y alguna intención cómica. Con el paso del tiempo, Emma había tenido la esperanza de reducirlo a cuarenta por ciento, por ser cuarenta un margen manejable, pero al cabo de casi dos años, el porcentaje estaba en setenta y cinco, y la vida doméstica seguía con el ruido de fondo de la hilaridad. ¿Era posible que alguien estuviera casi dos años actuando? ¿De verdad? Emma ya había eliminado las sábanas negras y los portavasos; le había seleccionado los calzoncillos en secreto, y había reducido el número de sus famosos «guisos de verano», pero aun así, se aproximaba al límite en que es posible cambiar a un hombre.

—¿Una tacita de té pa la señora? —dijo Ian, con voz de asistenta cockney.

—No, gracias, amor.

—¿Unos panes franceses? —Ahora, acento escocés—. ¿Te hago unos panes franceses, chochín mío?

«Chochín» era una aportación reciente. Ante las presiones para que se justificase, Ian había aducido que el mote le sentaba como un guante. Se había insinuado la posibilidad de que ella le correspondiese llamándole «pochín»: pochín y chochín, chochín y pochín, pero no había prosperado.

—¿…un panecito francés? ¿Para tener algo en la barriga esta noche?

«Esta noche.» Allí estaba. Cuando Ian hacía una demostración dialectal, a menudo era porque algo le rondaba la cabeza, algo que no podía decir con voz natural.

—Qué gran noche la de hoy. De juerga con el as de la pantalla.

Emma decidió ignorar el comentario, pero Ian no se la ponía fácil. Con la barbilla apoyada en su cabeza, leyó lo que escribía en la pantalla.

—Retrato en carmesí…

Emma tapó la pantalla con la mano.

—No leas por encima de mi hombro, por favor.

—Emma T. Wilde. ¿Quién es Emma T. Wilde?

—Mi seudónimo. Ian…

—¿Sabes de qué es inicial la T?

—De torpe.

—De talentosa. De tigresa.

—De tediosa.

—Si alguna vez quieres que lo lea…

—¿Por qué ibas a querer leerlo? Si es una porquería.

—Tú nunca haces porquerías.

—Pues esto lo es.

Emma apartó la cabeza, apagó el monitor, y supo sin girarse que Ian había puesto su cara de perro apaleado. Con Ian le pasaba demasiado a menudo: iba y venía de la irritación a los remordimientos.

—¡Perdona! —dijo, tomándole la mano por los dedos, y sacudiéndola.

Él le dio un beso en la coronilla, y dijo con la boca en su pelo:

—¿Sabes de qué me parece que es inicial? De «tope», como en «tope maravillosa». Emma T. G. Wilde.

Dicho lo cual, se fue: la clásica técnica del piropo y la huida. Decidida a no ceder de inmediato, Emma ajustó la puerta, volvió a encender el monitor, cerró el archivo y lo arrastró al icono del bote de la basura. Un sonido electrónico de papel arrugado: el sonido de escribir.

El pitido del detector de humos indicó que Ian estaba cocinando. Emma se levantó y siguió por el pasillo el olor a mantequilla quemada, hasta llegar a la cocina-comedor, que no era una sala independiente, sino sólo el rincón más grasiento de la sala del departamento que se habían comprado juntos. Emma no había estado muy segura de la compra; le parecía de esos sitios donde llaman a la policía, pero Ian había acabado por vencer su resistencia. Vivir de alquiler era una tontería, de todos modos se veían casi todas las noches, quedaba cerca del colegio de ella, ya habría tiempo para mejorar, etcétera. En suma, que se habían rascado los bolsillos para pagar el enganche, y se habían comprado algunos libros sobre decoración de interiores, como el que enseñaba a pintar triplay para que pareciera mármol italiano. Habían tenido conversaciones estimulantes sobre volver a poner la chimenea, libreros, clósets a medida, soluciones de almacenamiento… ¡Duela a la vista! Ian alquilaría una lijadora y dejaría los tablones a la vista, como estaba mandado por la ley. Un sábado lluvioso de febrero, habían levantado la alfombra, y tras una mirada de consternación al amasijo de conglomerado enmohecido, base de alfombra medio deshecha y periódicos viejos, la habían vuelto a clavar en su sitio, como quien hace desaparecer un cadáver. Aquellos intentos de construirse un hogar tenían algo de poco convincentes y poco duraderos, como si fueran niños haciéndose una cabaña, y aunque hubieran pintado todo el departamento, aunque hubieran puesto grabados en las paredes y comprado muebles nuevos, todo conservaba un aire destartalado y provisional.

Ian estaba en la cocina, dentro de una columna de sol y humo, dando su ancha espalda a Emma, que lo miró desde la puerta, fijándose en la camiseta gris de siempre, llena de agujeros, y en los centímetros de calzoncillo que asomaban por encima de los pantalones deportivos. Al leer las palabras Calvin Klein contra el pelo café de la base de la espalda, se dijo que probablemente no fuera ésa la intención de Calvin Klein.

Dijo algo, para romper el silencio.

—¿No se te está quemando un poco?

—No está quemado, está crujiente.

—Yo digo quemado, tú dices crujiente.

—Parecemos Louis Amstrong y Ella Fitzgerald cantando Let’s call the whole thing off!

Silencio.

—Te veo la parte de arriba de los calzoncillos —dijo Emma.

—Sí, es adrede. —Una voz ceceante, afeminada—. Es lo que llaman moda, corazón.

—Pues la verdad es que es muy provocativo.

Nada. Sólo ruido de comida quemándose.

Esta vez, sin embargo, fue Ian quien cedió.

—Bueno, ¿adónde te lleva el rey del mambo? —dijo sin voltear.

—Pues no sé, a algún sitio del Soho. —En realidad sí lo sabía, pero era un restaurante que se había puesto muy de moda como paradigma de cocina actual y cosmopolita, y no quiso empeorar las cosas—. Ian, si no quieres que salga esta noche…

—No, para nada, sal y diviértete…

—O si quieres venir…

—¡Qué dices! ¿Harry, Sally y yo? No lo veo muy bien. ¿Tú sí?

—Serías más que bienvenido.

—Ustedes dos toda la noche con bromitas, y sin dejarme decir nada…

—Eso no lo hacemos.

—¡La última vez sí!

—¡Mentira!

—¿Seguro que no quieres pan francés?

—¡No!

—Además, esta noche tengo una presentación, ¿no? En la Casa del Ja Ja Ja de Putney.

—¿Una presentación… pagada?

—¡Sí, una presentación pagada! —replicó él—. O sea, que me las arreglo, gracias. —Se puso a buscar un frasco de salsa inglesa en la alacena, haciendo mucho ruido—. Por mí no te preocupes.

Emma suspiró irritada.

—Si no quieres que vaya, dímelo y ya está.

—Em, que no somos siameses. Si quieres ir, pues vas. Diviértete. —El frasco de salsa resolló tuberculosamente—. Pero no te enredes con él, ¿de acuerdo?

—Hombre, lo veo un poco difícil, ¿no?

—Bueno, eso dices.

—Sale con Suki Meadows.

—¿Y si no salieran?

—Si no salieran, daría exactamente lo mismo, porque yo te quiero a ti.

Aún no era suficiente. Ian no dijo nada. Emma suspiró, cruzó la cocina haciendo ruido sobre el linóleo, y al anudarle los brazos en la cintura, notó que metía la barriga. Después le puso la cara en la espalda, aspiró su olor corporal, tan cálido y conocido, y le dio un beso en la tela de la camiseta, antes de murmurar:

—No digas tonterías.

Se quedaron un momento así, hasta que a Ian se le notaron las ganas de empezar a comer.

—Bueno, será cuestión de ir corrigiendo los exámenes —dijo ella, y se fue.

Veintiocho opiniones sobre la perspectiva narrativa en Matar a un ruiseñor, como para aturdir a cualquiera.

—¿Em? —le dijo Ian cuando ya estaba en la puerta—. ¿Esta tarde qué haces? ¿Hacia las diecisiete cero cero?

—En principio ya habré terminado. ¿Por qué?

Se subió a la mesa de la cocina de mármol, con el plato en las piernas.

—Pensaba que podríamos acostarnos, para darnos un gustito, ya me entiendes.

Lo quiero, pensó ella; lo que pasa es que no estoy enamorada; y que tampoco lo quiero. Me he esforzado en quererlo, pero no puedo. Estoy haciendo una vida con un hombre a quien no quiero, y no sé cómo arreglarlo.

—Quizá —dijo desde la puerta—. Qui-zá.

Puso los labios como para besar, sonrió y cerró la puerta.

Ya no había mañanas, sino mañanas de después.

Con el pulso acelerado, empapado de sudor, Dexter se despertó justo después de mediodía por culpa de un hombre que gritaba en la calle, pero resultó que eran los M People. Se había vuelto a quedar dormido delante de la tele. Search for the Hero, cantaban: busca al héroe que llevas dentro.

Los sábados de después de El After siempre los pasaba así, con olor a cerrado y las persianas bajadas para que no entrase el sol. Si aún viviera su madre, le habría gritado por la escalera que se levantase y aprovechase el día. En vez de eso, Dexter se quedó fumando en el sofá de cuero negro, con los calzoncillos de la noche anterior, jugando a Ultimate Doom con el PlayStation, y procurando no mover la cabeza.

A media tarde, sintiéndose invadir por la melancolía de los fines de semana, decidió practicar con las mezclas. Dexter, que era DJ aficionado, tenía toda una pared de CD y discos de vinil de coleccionista en estanterías de pino a medida, dos tornamesas y un micrófono (todo lo cual desgravaba), y se le veía a menudo en tiendas de discos del Soho, con unos auriculares enormes, como mitades de coco. En calzoncillos, como antes, empezó a hacer mezclas para distraerse, en sus nuevas mesas de mezclas de CD, preparándose para el siguiente reventón en casa con sus colegas, pero echaba algo en falta, y paró al poco rato.

—Los CD no son como el disco de vinil —anunció.

Se dio cuenta de que se lo había dicho a una habitación totalmente vacía.

Suspiró, en otro acceso de melancolía, y fue a la cocina, moviéndose despacio como si se recuperase de una operación. El enorme refrigerador estaba a rebosar de botellas de una nueva marca de sidra de lujo que era la bomba. Aparte de presentar el programa («telebasura», lo llamaban, por lo visto para bien), últimamente también se dedicaba a hacer voces en off. Decían que era «desclasado», también, por lo visto, para bien: el representante de un nuevo tipo de varón británico, urbanita, con dinero y sin complejos por su masculinidad, su libido ni su afición a los coches, los relojes de titanio grandes y los aparatitos de acero mate. De momento había prestado su voz para aquella sidra de lujo y para un nuevo tipo de maquinillas de afeitar que era alucinante, como de ciencia ficción, con muchas hojas y una tira lubricante que dejaba un rastro mucoso, como si te hubieran estornudado en la barbilla.

Incluso había hecho pinitos de modelo, un mundo al que ambicionaba dedicarse desde hacía mucho tiempo (aunque nunca se hubiera atrevido a decirlo en voz alta); pinitos que se apresuraba él mismo a atribuir a simples «ganas de reírme un poco». No hacía ni un mes que había salido en un reportaje de moda de una revista masculina, con tema «gánster-chic»: nueve páginas mascando puros o yaciendo acribillado con diversos trajes cruzados a medida. Había ejemplares de la revista distribuidos como por casualidad por todo el departamento, para que pudieran encontrárselos los invitados. Hasta en el lavabo había uno, y a veces Dexter se sorprendía sentado y mirando una foto en la que salía despatarrado en el cofre de un Jaguar, muerto, pero impecablemente vestido.

Para una temporada estaba bien presentar telebasura, pero a partir de un momento la basura apesta demasiado. En algún momento del futuro tendría que hacer algo bueno, en contraposición a algo que de tan malo es bueno. Intentando ganarse algo de credibilidad, había fundado su propia productora, Mayhem TV. De momento sólo existía como logo de diseño en un lujoso papel de cartas de mucho gramaje, pero seguro que no sería siempre así; ni lo sería, ni podía serlo, porque como decía su agente, Aaron, «tú eres muy buen presentador para chavos, Dexy; el inconveniente es que no eres un chavo». ¿De qué más podía ser capaz, si tenía ocasión? ¿De ser actor? Conocía a muchos, tanto profesional como socialmente. Con algunos jugaba al póquer, y la verdad, si lo podían hacer ellos…

Sí: profesional y socialmente, los últimos dos años habían sido una época llena de oportunidades, colegas nuevos y estupendos, canapés y estrenos, viajes en helicóptero y mucha charla sobre futbol. También habían tenido sus momentos bajos, por supuesto: una sensación de angustia y aprensión paralizante, uno o dos casos de vómito en público… Por alguna razón, su presencia en los bares o los clubes daba ganas a los otros hombres de insultarlo a gritos, y hasta de pegarle. No hacía mucho que le habían echado del escenario a botellazos cuando presentaba un concierto de los Kula Shaker, cosa sin la menor gracia. Últimamente, en una columna de qué está de moda y qué no, le habían incluido en la lista de lo que no. El no estarlo le había afectado bastante, aunque él intentaba atribuirlo a mera envidia. Era el precio del éxito, la envidia.

También había hecho otros sacrificios. Por desgracia no había tenido más remedio que prescindir de algunos viejos amigos de la universidad, puesto que a fin de cuentas ya no estaban en 1988. Su ex compañero de departamento, Callum, aquel con quien tenía que haber montado una empresa, seguía dejándole mensajes cada vez más sarcásticos, aunque Dexter esperaba que tarde o temprano lo encontrara. ¿Qué había que hacer, vivir todos juntos en una casa grande el resto de la vida? No, los amigos eran como la ropa: mientras durase, genial, pero siempre acababa gastándose, o quedándose pequeña. Era lo que había tenido en cuenta al adoptar su política del tres más y uno menos: en sustitución de los viejos amigos que dejaba atrás, había hecho treinta, cuarenta, cincuenta amigos nuevos, con más éxito y más guapos. En términos de pura cantidad, su volumen de amigos era indiscutible, aunque él no estuviera seguro de que todos le cayeran bien. Dexter tenía fama, o mejor dicho mala fama, por sus cocteles, su alocada generosidad, sus sesiones de DJ y las fiestas post-programa que hacía en su departamento. Más de una mañana, al despertarse con todo revuelto y lleno de humo, había descubierto que le habían robado la cartera.

Daba igual. Nunca había habido mejor época para ser joven, varón, con éxito y británico. Londres era un hervidero, y él tenía la sensación de ser en cierto modo el responsable: un profesional liberal que tenía módem, reproductor de minidisk, novia famosa y muchas, muchas mancuernillas, así como un refrigerador lleno de sidra de lujo y un lavabo lleno de maquinillas multihoja; y aunque no le gustara la sidra, y le irritasen la piel las maquinillas, se vivía bastante bien con las persianas bajadas en plena tarde, en pleno año, en plena década, cerca del centro de la ciudad más divertida del planeta.

Tenía toda la tarde por delante. Faltaba poco para la hora de llamar a su dealer. Por la noche había una fiesta en una casa enorme, al lado de Ladbroke Grove. Primero tenía que salir a cenar con Emma, pero probablemente se la podría quitar de encima a las once.

En la bañera de esquina, Emma oyó que se cerraba la puerta, al salir Ian para el largo trayecto a la Casa del Ja Ja de Putney, donde interpretaría sus monólogos: un triste cuarto de hora sobre diferencias entre gatos y perros. Tanteó el suelo para agarrar la copa de vino, que aguantó con las dos manos, y miró con mala cara las llaves de agua fría y caliente. Parecía mentira lo deprisa que se había diluido la satisfacción de tener una casa en propiedad, y lo insustancial y mísero que se veía la suma de las pertenencias de los dos en aquel departamento tan pequeño, de paredes finas y alfombra ajena. No es que estuviera sucio (habían frotado todas las superficies con un cepillo de alambre), pero conservaba una irritante pegajosidad, y un olor a cartón viejo que parecía imposible de eliminar. La primera noche, cerrada la puerta y abierto el champán, Emma había tenido ganas de llorar. Tiene que pasar un tiempo para que nos sintamos en casa, le había dicho Ian, al abrazarla en la cama. Al menos era un primer paso. Sin embargo, la idea de ir subiendo juntos por el escalafón inmobiliario, peldaño a peldaño, año tras año, la deprimía horriblemente. ¿Qué había en lo más alto?

Pero basta. Tenía que ser una velada especial, una celebración. Salió de la tina, se cepilló los dientes y se pasó hilo dental hasta irritarse las encías. Se roció con generosidad de aromas vigorizadores a madera y flores, y buscó en su escaso vestuario algo que no le diera imagen de profesora de lengua que sale a cenar con su amigo famoso. Se decidió por unos zapatos que le hacían daño, y un vestidito negro de coctel que se había comprado borracha en Karen Millen.

Miró su reloj, y como aún tenía tiempo, puso la tele. En su búsqueda a escala nacional de la mascota con más talento de toda Gran Bretaña, Suki Meadows estaba en el paseo marítimo de Scarborough, presentándoles a los telespectadores a un perro que tocaba la batería, con baquetas pegadas con celo a las patas delanteras. En vez de sentirse turbada por la imagen, Suki Meadows se reía, toda efervescencia ella, y hubo un momento en que Emma se planteó llamar por teléfono a Dexter, ponerle una excusa y volver a la cama. ¿Qué sentido tenía, en el fondo?

Y no sólo por la efervescente novia, sino porque a decir verdad Em y Dex ya no se llevaban muy bien. Él casi siempre cancelaba las citas en el último minuto, y cuando sí se veían, parecía distraído, incómodo. Se hablaban con voz rara, forzada, y como habían perdido el truco de hacerse reír mutuamente, se arrojaban sarcasmos con tono de rencor. Su amistad era como un ramo mustio al que Emma se empecinaba en echar agua. ¿Por qué no dejar que se muriese, y punto? Era poco realista esperar que una amistad durase toda la vida. Tenía muchos otros amigos: el grupo de la universidad, el del colegio, e Ian, claro. Pero ¿a quién podía hacerle confidencias sobre Ian? A Dexter ya no. El perro tocaba el tambor. Suki Meadows se reía sin parar. Emma apagó la tele.

Se examinó en el espejo del pasillo. Su esperanza había sido dar una imagen de sofisticación discreta, pero tenía la sensación de haber sido objeto de un cambio de imagen a medias. Nunca se había imaginado que se pudiera comer tanto salami como el que comía últimamente. Ahí estaba el resultado: un poco de barriga. Si hubiera estado Ian, le habría dicho que estaba guapísima, pero lo único que veía Emma era el bulto de la barriga a través del raso negro. Se puso una mano encima, cerró la puerta y emprendió el largo trayecto desde un antiguo departamento de protección oficial en E17 a WC2.

—¡UALA!

Una calurosa noche de verano en la calle Frith, y él hablando por teléfono con Suki.

¿LO HAS VISTO?

—¿El qué?

¡EL PERRO! ¡TOCANDO EL TAMBOR! ¡ERA INCREÍBLE!

Dexter estaba frente al Bar Italia, elegante con su camisa y traje negros mate, con una especie de sombrerito tirolés echado hacia atrás, y el teléfono móvil a diez centímetros de la oreja. Tenía la sensación de que si colgaba, seguiría oyendo a Suki.

¡…UNAS BAQUETAS PEQUEÑAS EN LAS PATITAS!

—Era comiquísimo —dijo él.

En realidad no había tenido fuerzas para verlo. Para Dexter, la envidia no era un sentimiento cómodo, pero estaba al corriente de los rumores (de que Suki era la que tenía talento de verdad, y que lo llevaba a él a rastras), y se consolaba pensando que la prominencia actual de Suki, su alto salario y su atractivo popular eran una especie de compromiso artístico. ¿La mascota con más talento de Gran Bretaña? Él nunca se vendería así. Aunque se lo pidieran.

NUEVE MILLONES DE ESPECTADORES, CALCULAN ESTA SEMANA. PUEDE QUE DIEZ…

—Suki, ¿me dejas que te explique algo sobre el teléfono? No hace falta que grites, que de eso ya se encarga él.

Suki se enojó y colgó. Al otro lado de la calle, Emma dedicó un momento a observar a Dexter, que decía palabrotas con el teléfono en la mano. Seguía estando guapísimo con traje. Lástima de sombrero, pero al menos no llevaba sus absurdos cascos. Viendo que se alegraba de reconocerla, le dio un ataque de cariño y de esperanzas sobre la velada.

—Te iría mejor no tenerlo —dijo, señalando el teléfono con la cabeza.

Él se lo metió en el bolsillo, y le dio un beso en la mejilla.

—Imagínate que tienes que elegir entre telefonearme a mí, a mí personalmente, o telefonear a un edificio donde en ese momento puedo estar o no…

—Telefonear al edificio.

—¿Y si no oigo la llamada?

—¿Tú, no oír una llamada? ¡No, por Dios!

—Ya no estamos en 1988, Em…

—Sí, ya lo sé…

—Seis meses. Calculo que en seis meses cederás…

—Jamás…

—¿Nos apostamos algo?

—Bueno, de acuerdo: si me compro un teléfono celular alguna vez en la vida, te invitaré a cenar.

—Ah, pues no estaría mal, para variar.

—Además, perjudican al cerebro…

—¡Qué van a perjudicar al cerebro…!

—¿Cómo lo sabes?

Se quedaron un rato sin decirse nada, ambos con la vaga sensación de que la noche no había empezado bien.

—Me parece mentira que ya me estés regañando —dijo él, malhumorado.

—Bueno, es que es mi trabajo. —Ella sonrió y le dio un abrazo, juntando sus mejillas—. Yo no te regaño. Perdona, perdona.

Tenía la mano de Dexter en la nuca.

—Hacía siglos.

—Demasiado.

Dexter se apartó.

—Por cierto, estás preciosa.

—Gracias, tú también.

—Bueno, precioso no…

—Pues entonces guapo.

—Gracias. —Le tomó las manos y se las apartó hacia los lados—. Deberías ponerte más vestidos. Casi se te ve femenina.

—Muy bonito, el sombrero, pero ya te lo puedes quitar.

—¡Y los zapatos!

Emma dobló el tobillo hacia él.

—Son los primeros zapatos de tacón ortopédicos del mundo.

Se abrieron paso hacia la calle Wardour. Emma agarró el brazo de Dexter, y después pellizcó la tela de su traje entre el pulgar y el índice, para frotar su extraña pelusilla.

—Por cierto, ¿qué es? ¿Terciopelo? ¿Velur?

—Piel de topo.

—Yo de esa tela tuve unos pants.

—Vaya par que somos, ¿eh? Dex y Em…

—Em y Dex. Como Rogers y Astaire…

—Burton y Taylor…

—María y José…

Dexter se rio y le tomó la mano. Pronto estuvieron en el restaurante.

Poseidon era un búnker gigantesco excavado en los restos de un estacionamiento subterráneo. Se entraba por una escalinata enorme y teatral que parecía flotar como por arte de magia sobre la sala principal, sometiendo a permanente distracción a la clientela de abajo, que se pasaba gran parte de la noche evaluando la belleza o fama de los que llegaban. Emma, que no se sentía ni bella ni famosa, bajó encorvada, con una mano en el barandal y la otra en la barriga, hasta que Dexter le tomó la segunda y se paró a observar la sala con el mismo orgullo que si fuera el arquitecto.

—¿Qué, qué te parece?

—El Club Tropicana —dijo ella.

El diseño de interiores se inspiraba en los transatlánticos de lujo de los años veinte: bancos de terciopelo, meseros de uniforme con cocteles, y ojos de buey decorativos sin vistas a nada, y esa falta de luz natural le daba un aspecto submarino, como si ya hubiera chocado con el iceberg, y se estuviera yendo a pique. Las pretensiones de elegancia zozobraban aún más por culpa del bullicio y ostentación de la sala: un ambiente de juventud, sexo, dinero y fritura que lo impregnaba todo. Ni todo el terciopelo burdeos y los manteles color durazno sin una arruga del mundo podían acallar el ruido tumultuoso de la cocina a la vista, una confusión de acero inoxidable y manchas blancas. Conque aquí están finalmente, pensó Emma: los ochenta.

—¿Lo pensaste bien? Esto parece un poco caro.

—Ya te lo dije: invito yo.

Dexter le metió la etiqueta por detrás del vestido, no sin echarle un vistazo. Después le tomó la mano y la acompañó por el resto de la escalera, a un trotecillo como de Fred Astaire, hacia el meollo de todo aquel dinero, sexo y juventud.

Un hombre guapo y elegante, con absurdas insignias de marino, les dijo que tendrían la mesa preparada en diez minutos. Así pues, se abrieron paso hacia el bar de cocteles, donde otro falso marinero se afanaba en hacer malabarismos con botellas.

—¿Tú qué quieres, Em?

—¿Un gin-tonic?

Dexter la reprendió con un chasquido de la lengua.

—Que no estás en el bar Mandela. Tienes que tomarte algo serio. Dos martinis de Bombay Sapphire, muy secos, con una rodaja de limón. —Emma estaba a punto de hablar, pero Dexter levantó un dedo autocrático—. Hazme caso. Los mejores martinis de Londres.

Emma obedeció, y mientras ella profería aaahs y ooohs de admiración por el desempeño del barman, Dexter le fue haciendo comentarios.

—El truco es tenerlo todo muy, muy frío antes de empezar. Agua helada en el vaso, y la ginebra en el congelador.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Me lo enseñó mi madre cuando tenía… ¿Cuántos años? ¿Nueve?

Entrechocaron las copas, en un brindis silencioso por Alison. Los dos volvían a tener esperanzas, de cara a la velada y de cara a su amistad. Emma se llevó el martini a los labios.

—Nunca lo había probado.

El primer sorbo era delicioso, helado, embriagador desde el primer momento. Se estremeció, intentando no derramarlo. Justo cuando iba a dar las gracias a Dexter, él le puso su copa en la mano, después de haberse bebido como mínimo la mitad.

—Voy al baño. Los de aquí son increíbles. Los mejores de Londres.

—¡Ya tengo ganas de verlos! —dijo ella, pero Dexter se había ido.

Se quedó sola con dos copas en la mano, intentando exudar un aura de confianza y de glamour, para no parecer una mesera.

De pronto vio a su lado a una mujer alta, con corsé de piel de leopardo, medias y liguero; fue una aparición tan brusca y sorprendente, que se le escapó un pequeño grito, a la vez que se tiraba el martini en la muñeca.

—¿Cigarrillos?

Era una mujer de una belleza excepcional, voluptuosa, casi desnuda, como la imagen del fuselaje de un B-52, con unos pechos que parecían apoyados en una bandeja colgante de puros y cigarrillos.

—¿Desea usted algo? —repitió, sonriendo a través de la base de maquillaje, mientras se ajustaba con un dedo su gargantilla de terciopelo negro.

—No, no, no fumo —dijo Emma, como si fuera un defecto personal que tenía pensado remediar.

La chica, sin embargo, ya había redirigido su sonrisa por encima del hombro de Emma, agitando el encaje negro y pegajoso de sus pestañas.

—¿Cigarrillos, caballero?

Dexter sonrió y sacó la cartera del interior de su saco, echando un vistazo a los artículos expuestos bajo los pechos de la vendedora. Con un gesto teatral de hombre avezado, se decidió por un paquete de Marlboro Lights. La cigarrera asintió con la cabeza, como si el caballero hubiera hecho una magnífica elección.

Dexter le dio un billete de cinco libras doblado a lo largo.

—Quédate el cambio —dijo, sonriendo.

¿Existía alguna frase que diera tanto poder como «quédate el cambio»? Antes a Dexter le cohibía decirlo, pero ya no. La cigarrera le obsequió con una sonrisa increíblemente afrodisiaca, y en un momento de crueldad, Dexter deseó que quien le acompañase a cenar fuese ella, en vez de Emma.

Míralo, qué mono, pensó Emma al fijarse en su atisbo de complacencia. En otros tiempos, no muy lejanos, todos los chicos querían ser el Che Guevara. Ahora todos querían ser Hugh Hefner. Con una consola de videojuegos. Mientras la cigarrera se contoneaba multitud adentro, llegó a parecer que Dexter quisiera darle una palmada en el trasero.

—Tienes baba en la piel de topo.

—¿Cómo?

—¿Qué ha sido eso?

—La cigarrera. —Dexter se encogió de hombros, metiéndose en el bolsillo el paquete sin abrir—. Este sitio es famoso por esto. Es glamour, un poco de teatro.

—¿Y por qué va vestida de prostituta?

—No lo sé, Em; puede que tenga los leotardos de lana negros en la lavadora. —Agarró su martini y se lo acabó—. Postfeminismo, ¿no?

Emma puso cara de escepticismo.

—Ah, ¿ahora lo llaman así?

Dexter señaló con la cabeza el trasero de la cigarrera.

—Si quisieras, podrías parecerte.

—No hay nadie como tú para no enterarse de las cosas, Dex.

—Lo que quiero decir es que es una elección. Da poder.

—Qué cerebro privilegiado…

—¡Mientras decida ella, que se vista como quiera!

—Pero si se negara, la despedirían.

—¡Sí, y a los meseros! Además, igual le gusta ir así; igual es divertido, y la hace sentirse sexy. Eso es feminismo, ¿no?

—Bueno, no es la definición de diccionario…

—¡No me tomes por una especie de machista, que yo también soy feminista! —Emma chasqueó la lengua y puso los ojos en blanco, recordándole a Dexter lo pesada y moralista que podía ser—. ¡Que sí, que soy feminista!

—… y yo lucharía a muerte, pero a muerte, ¿eh?, por el derecho de las mujeres a enseñar los senos para que les den propina.

Esta vez fue él quien puso los ojos en blanco y se rio condescendientemente.

—Que no estamos en 1988, Em.

—¿Y eso qué quiere decir? Lo repites todo el rato, pero aún no sé qué quiere decir.

—Quiere decir que no sigas luchando por causas perdidas. ¡El movimiento feminista debería centrarse en la igualdad de salarios y la igualdad de oportunidades y derechos civiles, no sobre decidir lo que se puede poner una mujer los sábados por la noche por decisión propia, y lo que no!

La boca de Emma se abrió de indignación.

—No es lo que he…

—¡Además, invito yo! ¡No me agobies!

Era en momentos así cuando Emma tenía que recordarse que estaba enamorada de él, o lo había estado hacía mucho tiempo. Estaban a punto de embarcarse en una discusión tan larga como estéril, que Emma tenía la sensación de poder ganar, pero que les estropearía toda la velada. En vez de eso, escondió la cara detrás de la copa, mordió el cristal y contó lentamente, hasta que dijo:

—Cambiemos de tema.

Él, sin embargo, no escuchaba; estaba mirando sobre el hombro de Emma, al maître, que les hacía señas.

—Vamos, conseguí que nos den un banco.

Tomaron asiento en el banco de terciopelo morado, y examinaron las cartas en silencio. Emma se esperaba algo refinado y francés, pero era más que nada comida de cafetería cara: croquetas de pescado, pastel de carne, hamburguesas… Vio que Poseidon era el tipo de restaurante donde te traen la catsup en bandeja de plata.

—Es cocina británica moderna —explicó pacientemente Dexter, como si pagar tanto dinero por unas salchichas con puré fuera muy moderno y muy británico.

—Yo me comeré unas ostras —dijo Dexter—. Las del país, creo.

—¿Son más simpáticas? —dijo Emma con poca convicción.

—¿Qué?

—Que si las ostras del país son más simpáticas que las otras —perseveró ella, pensando: Dios mío, me estoy volviendo como Ian.

Dexter frunció el ceño, sin entenderlo, y siguió mirando la carta.

—No, sólo son más dulces; nacaradas, dulces y más finas. Pediré una docena.

—De repente sabes mucho.

—Me encanta la comida. Siempre me han encantado la comida y el vino.

—Me acuerdo del salteado de atún que me hiciste aquella vez. Todavía tengo el regusto en la garganta. Amoniaco…

—No, cocinar no, los restaurantes. Ahora casi siempre como fuera. De hecho, me han propuesto hacer críticas para la prensa dominical.

—¿De restaurantes?

—De coctelerías. Una columna semanal con el título «De bares», en plan hombre de mundo.

—¿Y la escribirías tú mismo?

—¡Pues claro que la escribiría yo mismo! —dijo Dexter, pese a haber recibido garantías de que le escribirían los textos.

—¿Qué se puede decir de los cocteles?

—Te sorprendería. Ahora están muy de moda. Una especie de glamour retro. De hecho… —Acercó la boca al vaso vacío de martini—. Yo también soy un poco mixólogo.

—¿Misógino?

—Mixólogo.

—Perdona, creía que habías dicho «misógino».

—Pregúntame cómo se hace algún coctel, el que quieras.

Emma se apretó la barbilla con un dedo.

—Vale. Mmm… ¡Cerveza con limón!

—Lo digo en serio, Em. Es todo un arte.

—¿Qué?

—La mixología. Se hacen cursos especiales.

—Pues podrías haberlo elegido como especialidad.

—Está claro que me habría servido de algo más el puto título.

Fue un comentario tan beligerante y tan amargo, que Emma se estremeció visiblemente, y hasta Dexter pareció algo sorprendido. Escondió la cara en la carta de vinos.

—¿Qué quieres, tinto o blanco? Yo me voy a pedir otro martini, y luego empezaremos con un Muscadet bien cremoso para las ostras, seguido por algo del tipo Margaux. ¿Qué te parece?

Después de pedir, se fue otra vez al baño, llevándose el segundo martini, cosa que a Emma le pareció poco habitual, y vagamente inquietante. Se alargaron los minutos. Leyó la etiqueta del vino. La releyó, miró al vacío y se preguntó en qué momento se había vuelto Dexter tan… tan… mixólogo. ¿Y ella? ¿Por qué tenía un tono tan punzante, despechado y triste? No le importaba lo que llevase la cigarrera; en el fondo no mucho. ¿Por qué, entonces, ese tono tan puritano y crítico? Decidió relajarse, y disfrutar. Al fin y al cabo era Dexter, su mejor amigo, a quien quería mucho. ¿O no?

En los baños más increíbles de todo Londres, Dexter pensaba poco menos que lo mismo al inclinarse sobre la cisterna. Quería mucho a Emma Morley, suponía que sí, pero cada vez le daban más rabia sus aires de superioridad moral, de centro cívico, de cooperativa teatral, de 1988. Era tan… subvencionada… No era lo adecuado, y menos en un ambiente así, expresamente diseñado para sentirse como un agente secreto. Por fin, después del sórdido gulag ideológico de una educación de mediados de los ochenta, con su sentimiento de culpa y su izquierdismo, le dejaban divertirse un poco. ¿Y tan malo era que te gustara un coctel, un cigarrillo y coquetear con una chica guapa?

Y las bromas. ¿Por qué Emma se metía todo el rato con él, recordándole sus fallos? Él no se había olvidado de ellos. Tanto hablar de que si todo es «de niños bien», de que si mi trasero gordo, mis zapatos de tacón ortopédicos, y así constantemente, dejándose a la altura del suelo… Dios me libre de las comediantes, pensó, con sus indirectas, sus apartes ingeniosos, sus inseguridades y su odio a sí mismas. ¿Por qué no podían tener las mujeres un poco de gracia, de elegancia y de seguridad, en vez de adoptar constantemente una actitud de comediante que enchincha al público?

¡Y la clase! De eso mejor no hablar. La invita a cenar a un restaurante de primera, y ella, ¡a ponerse la gorra de obrero! Su numerito de heroína de la clase trabajadora exudaba una especie de vanidad y amor propio que a Dexter lo ponía nervioso. ¿Por qué sigue con el mismo rollo de que fue a un instituto, nunca se iba de vacaciones al extranjero y nunca había comido ostras? Casi tiene treinta años. Desde entonces ha pasado mucho, mucho tiempo, y va siendo hora de que se responsabilice de su propia vida. Le dio una libra al nigeriano que le entregó la toalla, y al salir al restaurante, y ver a Emma al fondo de la sala, tocando los cubiertos con su vestido de entierro de postín, sintió rebrotar su irritación. En la barra, a su derecha, vio sola a la cigarrera. Ella también lo vio, y sonrió. Dexter decidió dar un rodeo.

—Un paquete de Marlboro Lights, por favor.

—¿Qué? ¿Otra vez?

Ella se rio, tocándole la muñeca.

—¿Qué quieres que te diga? Soy como uno de esos beagles, que no cejan en su empeño.

Volvió a reírse. Dexter se la imaginó a su lado, en el banco. Se imaginó poniéndole una mano en el muslo, por debajo de la mesa. Sacó la cartera.

—No, es que más tarde iré a una fiesta con aquella amiga de la universidad… —Pensó que lo de amiga era un buen toque—. Y no quiero quedarme sin tabaco. —Le dio un billete de cinco libras, doblado limpiamente a lo largo, tomándolo entre el índice y el corazón—. Quédate el cambio.

La cigarrera sonrió. Dexter se fijó en que tenía una manchita de pintalabios rojo oscuro en el blanco de los incisivos. Tuvo muchas ganas de agarrarle la barbilla y quitarle la mancha con el pulgar.

—Tienes lápiz labial…

—¿Dónde?

Alargó el brazo, hasta tener el dedo a cinco centímetros de su boca.

—A… quí.

—¡Soy un desastre! —Ella se pasó varias veces la punta de su lengua rosada por los dientes—. ¿Mejor? —dijo, sonriendo mucho.

—Mucho mejor.

Dexter sonrió, se fue y se giró.

—Oye, por curiosidad —dijo—, ¿esta noche cuándo acabas?

Ya habían traído las ostras, relucientes y extrañas en su lecho de hielo medio derretido. Para pasar el rato, Emma había bebido mucho, con la sonrisa fija de alguien a quien han dejado solo, y a quien en el fondo no le importa. Finalmente, vio a Dexter abriéndose camino por el restaurante, con paso no muy seguro. Se metió rápidamente entre la mesa y el banco.

—¡Creía que te habías caído dentro!

Lo decía su abuela. Emma estaba usando material de su abuela.

—Perdona —dijo él. Nada más. Empezaron con las ostras—. Oye, que esta noche hay una fiesta. Mi colega Oliver, el que juega al póquer conmigo. Ya te había hablado de él. —Inclinó la ostra para comérsela—. Es baronet.

Emma sintió correr agua de mar por su muñeca.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—¿En qué sentido?

—Lo de que sea baronet.

—Por decir algo. Es buen hombre. ¿Un poco de limón?

—No, gracias. —Emma se tragó la ostra, tratando de entender si había sido invitada a la fiesta o sólo informada de que había una fiesta—. ¿Y dónde es, la fiesta? —dijo.

—En Holland Park. Una casa antigua y muy grande.

—Ah. Bien.

Nada, que no estaba segura. ¿Dexter la estaba invitando, o era una excusa para irse temprano? Se comió otra ostra.

—Si quieres venir, yo encantado —dijo él finalmente, cogiendo el tabasco—. ¿Sí?

—De verdad. —Emma le vio desatascar el tapón pegajoso de la botella de salsa tabasco con una púa del tenedor—. Lo que pasa es que no conocerás a nadie, pero bueno.

No la invitaba, estaba claro.

—Te conoceré a ti —dijo ella, sin convicción.

—Sí, supongo. ¡Y a Suki! También viene Suki.

—¿No está rodando en Scarborough?

—La traen esta noche.

—Le va muy bien, ¿no?

—Bueno, a los dos —dijo Dexter, deprisa y demasiado alto.

Emma decidió no ensañarse.

—Sí, es lo que quería decir, a los dos. —Agarró una ostra, y después la dejó—. Me cae muy bien, Suki —dijo, pese a que la había visto una sola vez, durante una fiesta intimidatoria con tema de Studio 54 en un club privado de Hoxton.

Era verdad que le había caído bien, sin poder evitar la sensación, de todos modos, de que Suki la trataba como a un personaje un poco pintoresco, una de las amigas chapadas a la antigua de Dexter, como si sólo hubiera ido a la fiesta por haber ganado un concurso telefónico.

Dexter se zampó otra ostra.

—¿Verdad que es genial? Suki, digo.

—Sí que lo es, sí. ¿Cómo les va?

—Ah, bien. Aunque tiene su intríngulis pasarte el día siendo el centro de atención…

—¡Qué me vas a decir! —contestó Emma, sin que él pareciera fijarse.

—Y a veces tengo la sensación de salir con un sistema de megafonía, pero está muy bien, en serio. ¿Sabes lo mejor de nuestra relación?

—¿Qué?

—Que Suki sabe lo que es. Salir por la tele. Lo entiende.

—Dexter… Es lo más romántico que he oído en mi vida.

Ya estamos otra vez con los comentarios insolentes, pensó Dexter.

—Pues es verdad. —Se encogió de hombros, decidiendo poner fin a la velada en cuanto pudiera pagar la cuenta. Luego añadió, como si se le acabara de ocurrir—: Ah, sí, lo de la fiesta. Lo único que me preocupa es cómo volverás a casa.

—Dex, que Walthamstow no es Marte, sólo el noreste de Londres. Reúne las condiciones necesarias para la vida humana.

—¡Ya lo sé!

—¡Está en la línea de Victoria!

—Pero queda muy lejos en transporte público, y la fiesta no empieza hasta las doce. Llegarás y ya tendrás que irte. A menos que te dé dinero para el taxi…

—Tengo dinero, ¿eh? Me pagan.

—Pero ¿de Holland Park a Walthamstow?

—Si te resulta incómodo que vaya…

—¡No, qué va! De incómodo nada. Yo quiero que vengas. Lo decidimos luego, ¿de acuerdo?

Se fue otra vez al baño, sin pedir permiso, llevándose la copa como si tuviese otra mesa en el servicio. Emma encadenó copas de vino, y siguió calentándose hasta que rompió a hervir.

Y así continuó la diversión. Dexter volvió justo cuando traían los segundos. Emma examinó su bacalao rebozado a la cerveza con puré de chícharos a la menta. Las papas fritas eran gruesas, cortadas a máquina en óvalos perfectos, y amontonadas como bloques de construcción, con el pescado rebozado en equilibrio precario sobre ellas, a quince centímetros del plato, como a punto de arrojarse a la alberca de pasta verde. ¿Cómo se llamaba el juego? ¿Bloques de madera apilables? Extrajo cuidadosamente una papa de las de arriba. Dura y fría por dentro.

—¿Cómo está el Rey de la Comedia?

Desde su regreso del baño, el tono de Dexter se había vuelto aún más provocador y beligerante.

Emma se sintió una traidora. Podría haber sido la oportunidad de confesarle a alguien el desastre de su relación, y lo confusa que estaba respecto a cómo actuar, pero no se lo podía decir a Dexter. Tal como estaban las cosas, no. Se tragó la papa cruda.

—Ian está muy bien —dijo con énfasis.

—¿Funciona la cohabitación? El departamento bien, ¿no?

—Fantástico. Aún no lo has visto, ¿verdad? ¡A ver si vienes!

No hubo entusiasmo en la invitación; tampoco compromiso en el «mm» de respuesta, como si Dexter dudase de la existencia del placer más allá de la zona 2 del metro. Se quedaron callados, concentrados en sus platos.

—¿El bistec qué tal? —acabó preguntando ella.

Parecía que a Dexter se le hubiera pasado el hambre: diseccionaba la carne roja y sanguinolenta, pero sin comérsela.

—Sensacional. ¿Y el pescado?

—Frío.

—¿Ah, sí?

Tras un vistazo al plato de Emma, sacudió sabiamente la cabeza.

—Está opaco, Em. Es como se tiene que hacer el pescado: que se vuelva opaco, pero nada más.

—Dexter… —El tono de Emma era duro, cortante—. Está opaco porque está congelado. No lo han descongelado.

—¿No? —Dexter clavó el dedo con rabia en la capa de rebozado—. ¡Pues les decimos que se lo lleven!

—No pasa nada. Me como las papas.

—¡Carajo! ¡Devuélvelo! ¡Yo no pago por un puto pescado congelado! ¡Ni que estuviéramos en el súper de la esquina! Ya pediremos otra cosa.

Le hizo señas a un mesero. Emma lo vio hacerse valer, afirmando que la calidad no era la que tenía que ser, que en la carta ponía pescado fresco, y que quería que lo quitasen de la cuenta y les sirviesen gratis otro segundo plato. Emma trató de insistir en que ya no tenía hambre, mientras Dexter, a su vez, insistía en que se comiera un segundo plato con todas las de la ley, porque era gratis. No hubo más remedio que mirar y remirar la carta, mientras el mesero y Dexter ponían mala cara, y el bistec de Dexter seguía descuartizado pero sin comer. Al final se pusieron de acuerdo: le trajeron una ensalada verde gratis. Volvieron a quedarse solos.

Guardaron silencio entre las ruinas de la velada, frente a dos platos que nadie se quería comer. Emma se sentía al borde de las lágrimas.

—Bueno, bueno; va bien, la cosa —dijo él, tirando la servilleta.

Emma tenía ganas de irse: saltarse el postre, dejarse de fiestas (de todos modos, estaba claro que Dexter no quería que fuese) y volver a su casa. Tal vez hubiera vuelto Ian, amable, atento y enamorado de ella. Podrían quedarse hablando, o mirar la tele acurrucados.

—Bueno. —Dexter hablaba mirando la sala—. ¿Qué tal de profesora?

—Muy bien, Dexter —dijo ella, con cara de enfado.

—¿Qué pasa? ¿Qué he hecho? —contestó él, indignado, clavando otra vez la mirada en ella.

Emma no se alteró.

—Si no te interesa, no me lo preguntes.

—¡Sí me interesa! Es que… —Dexter se sirvió más vino—. ¿No tenías que escribir un libro, o algo así?

—Ya estoy escribiendo un libro o algo así, pero también tengo que ganarme la vida. ¡Además, Dexter, la cuestión es que me gusta, y que soy una profesora increíble!

—¡Ya, ya me lo imagino! Pero bueno… Ya sabes lo que dicen: «Los que pueden…».

Emma se quedó boquiabierta. Tranquila.

—No, Dexter, no lo sé. Dímelo tú. ¿Qué dicen?

—Ya me entiendes…

—No, Dexter, en serio, dímelo.

—No tiene importancia.

Dexter empezaba a poner cara de arrepentimiento.

—Me gustaría saberlo. Acaba la frase. «Los que pueden…»

Suspiró, con la copa de vino en la mano, y habló sin entonación.

—Los que pueden hacen y los que no enseñan…

—Y los que enseñan te dicen que te vayas a la mierda —escupió Emma.

De pronto la copa de vino estaba en las piernas de Dexter, mientras Emma apartaba la mesa, saltaba de la silla y agarraba su bolsa, tirando botellas y haciendo chocar platos al deslizarse fuera del banco y cruzar como una furia aquel sitio tan, tan odioso. La estaban mirando, pero le daba igual. Lo único que quería era irse. No llores; no vas a llorar, se ordenó. Al mirar hacia atrás, vio que Dexter se secaba los pantalones como loco, aplacaba al mesero y salía tras ella. Emma se giró y echó a correr. Y ¿quién se acercaba sino la cigarrera, con una sonrisa en su roja boca, bajando por la escalera a toda velocidad con sus piernas largas y sus tacones? Pese a haberse jurado no llorar, Emma sintió en los ojos un escozor caliente de lágrimas de humillación. Se cayó por la escalera, tropezando por culpa de los estúpidos tacones. Al caerse de rodillas, cortó audiblemente la respiración del público de comensales a sus espaldas. La cigarrera estaba al lado, sujetándola por el codo con una exasperante mirada de preocupación sincera.

—¿Todo bien?

—Sí, gracias, muy bien…

Pero ya la había alcanzado Dexter, que la estaba ayudando a levantarse. Al final Emma logró quitárselo de encima.

—¡Déjame, Dexter!

—No grites, tranquilízate…

—No quiero tranquilizarme…

—Bien, lo siento, lo siento, lo siento. ¡No sé por qué te has enojado, pero lo siento!

Se giró hacia él, echando chispas por los ojos.

—¿Qué? ¿Que no lo sabes?

—¡No! ¡Vuelve a la mesa y me lo explicas! —Pero Emma ya se estaba yendo; ya cruzaba la puerta basculante, y al empujarla le dio un golpe en la rodilla a Dexter con el borde metálico. Él la siguió, cojeando—. Es una tontería. Lo único que pasa es que estamos un poco borrachos.

—¡No, el borracho eres tú! Siempre que nos vemos, estás borracho o te metiste algo. ¿Te das cuenta de que llevo literalmente unos… tres años sin verte sobrio? Ya no me acuerdo de cómo eras sobrio. Estás demasiado ocupado soltándome rollos sobre ti o tus nuevos colegas, o yéndote al baño cada diez minutos; no sé si es por disentería o por demasiada coca, pero el caso es que es de mala educación, carajo, y lo peor es que me aburres. Aunque me hables, siempre estás mirando por encima de mi hombro, por si hay alguna opción mejor…

—¡No es verdad!

—¡Sí es verdad, Dexter! Pues mira, que te vaya bien. Tú eres presentador de tele, Dex. No has inventado la penicilina; es tele, y encima telebasura. ¿Sabes qué? Que estoy harta. A la mierda.

Estaban fuera, entre la multitud de la calle Wardour, en la última luz de un día de verano.

—Vamos a algún sitio y lo hablamos.

—No quiero hablarlo. Sólo quiero irme a mi casa.

—Emma, por favor…

—Déjame en paz, Dexter, ¿está bien?

—Te estás poniendo histérica. Ven.

Dexter volvió a tomarle el brazo, e intentó abrazarla, idiota de él. Emma le empujó, pero él no la soltó. Los estaban mirando: otra pareja peleándose una noche de sábado en el Soho. Al final, Emma cedió y se dejó arrastrar a una calle más estrecha.

Después de un rato, habló en voz baja, de cara a la pared.

—¿Por qué lo haces, Dexter?

—¿Que por qué hago qué?

—Ya lo sabes.

—¡Yo hago las cosas como soy, y ya está!

Se giró a mirarle.

—Mentira. Yo sé cómo eres, y no eres así. Así eres horrible. Eres detestable, Dexter. Bueno, a ratos siempre has sido un poco detestable, un poco pagado de ti mismo, pero también eras gracioso, amable a veces, y te interesaban los demás. En cambio, ahora estás descontrolado. Con el alcohol, las drogas…

—¡Es por diversión!

Hizo una mueca y le miró a la cara, con los ojos manchados de rímel.

—Y a veces me paso sin querer, pero ya está. Si tú no fueras siempre tan… crítica…

—¿Crítica yo? No creo. Intento no serlo, pero es que… —Se quedó callada, sacudiendo la cabeza—. Ya sé que estos últimos años te ha pasado de todo, y he intentado ser comprensiva, de verdad; con lo de tu madre, y todo… Pero…

—Sigue —dijo él.

—Pues mira, me parece que ya no eres el que conocía. Ya no eres mi amigo. Así de simple.

Como a Dexter no se le ocurría qué contestar, se quedaron en silencio, hasta que Emma tendió una mano, le tomó dos dedos y se los apretó en la palma.

—Puede que…, puede que ya esté —dijo—. Puede que se haya acabado.

—¿Acabado? ¿Qué?

—Lo nuestro. Tú y yo. La amistad. Mira, Dex, yo necesitaba explicarte una serie de cosas. Sobre Ian y yo. Si eres amigo mío, debería poder explicártelo, pero no puedo; y si no puedo hablar contigo…, entonces ¿qué sentido tiene? ¿Qué sentido tienes?

—«¿Qué sentido?»

—Lo has dicho tú mismo: la gente cambia. Es una tontería ponerse sentimentales. La vida sigue. Hay que buscarse a otros.

—Ya, pero no me refería a nosotros…

—¿Por qué no?

—Porque somos… nosotros. Somos Dex y Em. ¿No?

Emma se encogió de hombros.

—Puede que hayamos evolucionado por caminos diferentes.

Dexter no habló hasta después de un rato.

—¿Y tú qué dirías, que me he apartado del tuyo, o tú del mío?

Emma se sonó con el dorso de la mano.

—Creo que te parezco… sosa. Creo que crees que te limito. Creo que ya no te intereso.

—Em, a mí no me pareces sosa.

—¡Ni a mí! ¡A mí tampoco! ¡Lo que creo es que soy maravillosa, carajo, aunque no sepas verlo, y creo que antes tú también lo pensabas! Pero si ya no lo piensas, o no lo sabes valorar, por mí perfecto. A lo que no estoy dispuesta es a dejar que me sigas tratando de esta manera.

—¿Tratándote de qué manera?

Suspiró, y tardó un poco en volver a hablar.

—Como si siempre quisieras estar en otro sitio, con otra persona.

Dexter lo habría negado, pero en ese momento le estaba esperando en el restaurante la cigarrera, con su número de celular metido en la liga. Más tarde se preguntaría si habría podido decir algo más para salvar la situación; tal vez un chiste, pero no se le ocurría nada, y Emma le soltó la mano.

—Bueno, de acuerdo, vete —dijo—. Ve a tu fiesta. Te me has quitado de encima. Eres libre.

Dexter intentó reírse, aunque le falló un poco la pose.

—¡Parece que me estés dejando!

Ella sonrió con tristeza.

—Supongo que un poco sí. Ya no eres el que eras, Dex. El de antes me gustaba mucho, mucho. Me gustaría recuperarlo, pero de momento, lo siento pero creo que no deberías volver a llamarme por teléfono.

Se giró y echó a caminar hacia Leicester Square, tambaleándose un poco.

Dexter tuvo un recuerdo pasajero, pero de una nitidez absoluta: el día del entierro de su madre, hecho un ovillo en el suelo del baño, mientras Emma lo abrazaba, acariciándole el pelo. Sin saber cómo, había conseguido no darle la menor importancia, y tirarlo todo a la basura. La siguió a cierta distancia.

—¡Vamos, Em! Aún somos amigos, ¿no? Ya sé que he estado un poco raro, pero es que… —Ella se paró un momento, pero no se giró. Dexter supo que lloraba—. ¿Emma?

Entonces ella volteó muy deprisa, se acercó y le agarró la cara, juntando sus mejillas (la de ella, húmeda y caliente), mientras le hablaba deprisa al oído. Durante un momento luminoso, Dexter pensó que le iba a perdonar.

—Dexter, te quiero mucho. Tanto, pero tanto… Y probablemente siempre te quiera. —Los labios de Emma le tocaron la mejilla—. Lo que pasa es que ya no me gustas. Lo siento.

Y se fue; y Dexter se quedó en la calle, solo en aquella callejuela, sin saber qué hacer.

Al volver, justo después de medianoche, Ian se encuentra a Emma acurrucada en el sofá, viendo una peli antigua.

—Sí volviste pronto. ¿Cómo te ha ido con el rey del mambo?

—Fatal —murmura ella.

Ian no deja traslucir ninguna alegría en su voz.

—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

—No tengo ganas de explicarlo. Esta noche no.

—¿Por qué no? ¡Cuéntamelo, Emma! ¿Qué te dijo? ¿Discutieron…?

—Ian, por favor, esta noche no. Ven aquí, ¿de acuerdo? Emma se aparta para dejarle sitio en el sofá. Él se fija en lo que lleva, el tipo de vestido que nunca se pone para él. —¿Ibas vestida así?

Emma agarra el dobladillo entre el pulgar y el índice.

—Me equivoqué.

—Yo te veo muy guapa.

Se acurruca contra él, apoyando la cabeza en su hombro.

—¿Cómo te fue con la presentación?

—No muy bien.

—¿Hiciste lo de los gatos y los perros?

—Ajá.

—¿Te abuchearon?

—Un poquito.

—Puede que no sea tu mejor material.

—Y me silbaron.

—Bueno, pero es normal, ¿no? A todo el mundo lo abuchean en algún momento.

—Supongo. Supongo que es que a veces tengo miedo de…

—¿De qué?

—No sé…, de no ser muy gracioso.

Ella habla con la boca en su pecho.

—Ian…

—¿Qué?

—Eres un hombre muy, muy gracioso.

—Gracias, Em.

Ian apoya la cabeza en ella, pensando en la cajita, roja por fuera y de seda arrugada por dentro, que contiene el anillo de compromiso. Lleva dos semanas dentro de una bola de calcetines, esperando su momento. Todavía no. Dentro de tres semanas estarán en Corfú, en la playa. Se imagina un restaurante con vistas al mar, luna llena, Emma con su vestido de verano, morena y sonriente, y quizá un plato de calamares entre medias. Se imagina dándole el anillo de alguna manera graciosa. Lleva semanas ideando situaciones de comedia romántica: echárselo en la copa de vino cuando se vaya al baño, encontrárselo él en la boca de su pescado a la brasa, y quejarse con el mesero… Mezclarlo con los aros de calamar: eso podría estar bien. Al final, puede que se lo dé sin más. Ensaya mentalmente las palabras: Cásate conmigo, Emma Morley. Cásate conmigo.

—Te quiero un montón, Em —dice.

—Yo también te quiero —dice Emma—. Yo también te quiero.

La cigarrera está sentada en el bar, gastando sus veinte minutos de descanso con el saco encima del disfraz, mientras escucha entre sorbos de whisky lo que dice este hombre sobre su amiga, esa pobre chica guapa que se ha caído en la escalera. Parece que se han peleado. La cigarrera escucha a medias el monólogo, entre gestos de asentimiento y miradas de reojo a su reloj de pulsera. Faltan cinco minutos para medianoche. Tiene que volver al trabajo. La hora entre las doce y la una es la mejor para las propinas, el punto culminante de deseo y estupidez por parte de la clientela masculina. En cinco minutos se irá. Total, si casi no se tiene en pie, el pobre…

Le reconoce de aquella tontería de programa de la tele. ¿No sale con Suki Meadows? Pero no se acuerda del nombre. De hecho, ¿el programa lo ve alguien? Tiene el traje manchado, bultos de paquetes de cigarrillos sin fumar en los bolsillos, un brillo aceitoso en la nariz y mal aliento. Es más: ni siquiera se ha molestado en preguntarle cómo se llama de verdad.

La cigarrera se llama Cheryl Thomson. Casi todos los días trabaja de enfermera, que es algo agotador, pero de vez en cuando echa aquí unas horitas porque fue al colegio con el director, y las propinas son increíbles, si estás dispuesta a coquetear un poco. En su departamento de Kilburn la espera su novio, Milo, italiano, metro ochenta y cinco, ex futbolista, y ahora enfermero, como ella. Muy guapo. Se casan en septiembre.

Si él se lo preguntase, se lo contaría, pero como no se lo pregunta, dos minutos antes de la medianoche del día de san Suituno, ella se despide (tengo que seguir trabajando; no, a la fiesta no puedo ir; sí, ya tengo tu teléfono; espero que te arregles con tu amiga) y le deja solo en el bar, pidiéndose otra copa.