Capítulo 8
Espectáculo
VIERNES 15 DE JULIO DE 1994
Leytonstone e Isle of Dogs
Emma Morley come bien, y sólo bebe con moderación. Duerme sus buenas ocho horas, y se despierta ella sola sin problemas, justo antes de las seis y media. Entonces se bebe un gran vaso de agua: los primeros 250 ml de su litro y medio diario, servidos del juego de vaso y jarra que recibe un haz de luz matutina al lado de su cama doble
Suena el radiodespertador. Emma se da el lujo de quedarse en la cama, escuchando los titulares. Murió el líder laborista John Smith. Informan de su funeral en la abadía de Westminster; respetuosos homenajes sin distinción de partidos, «el mejor primer ministro que hemos tenido», conjeturas discretas sobre quién lo sustituirá… Emma toma nota mentalmente una vez más de estudiar la posibilidad de afiliarse al Partido Laborista, ahora que ya hace tiempo que no es de la Campaña por el Desarme Nuclear.
La expulsa de la cama otra dosis de las interminables noticias sobre el Mundial. Se pone sus lentes de siempre, los de montura gruesa, y se encajona en el minúsculo pasillo que forman el lado de la cama y las paredes. Va al baño, diminuto, y abre la puerta.
—¡Un momento!
Vuelve a cerrarla, pero no lo suficientemente rápido como para no ver a Ian Whitehead inclinado hacia el inodoro.
—¿Por qué no cierras con pasador, Ian? —le grita Emma a la puerta.
—¡Perdona!
Emma se gira, va descalza a la cama y se tumba a escuchar de mal humor la previsión del clima, con el ruido de fondo de la cadena del inodoro: dos veces seguidas, y luego una especie de bocina, que es Ian sonándose. Otra vez la cadena. Finalmente aparece él en la puerta, con la cara roja, martirizado. No lleva ropa interior, sólo una camiseta negra que no le llega a las caderas. Es un look que no le sienta bien a ningún hombre del mundo. Aun así, Emma hace un esfuerzo consciente por no apartar la mirada de la cara de Ian, que expulsa lentamente el aire por la boca.
—Vaya. Qué experiencia.
—¿Qué, no te encuentras mejor?
Emma se quita los lentes, por si acaso.
—La verdad es que no —dice él, haciendo pucheros y frotándose la barriga—. Ahora me duele la tripa.
Habla en voz baja, dolorida; y aunque Emma le considere un tipo maravilloso, la palabra «tripa» tiene algo que le da ganas de darle un portazo en la cara.
—Ya te dije que el tocino estaba pasado, pero no me hiciste caso…
—No es por eso…
—Ah, no, tú dices que el tocino no se pasa, que está curado.
—Yo creo que es un virus.
—Pues será el bicho que está corriendo por ahí. En el colegio lo tiene todo el mundo. Igual te lo pasé yo.
Ian no la contradice.
—No dormí en toda la noche. Me encuentro pésimo.
—Ya lo sé, cariño.
—Encima de resfriado, diarrea…
—Es una combinación que nunca falla. Como luz de luna y música.
—Odio resfriarme en verano.
—No es culpa tuya —dice Emma, sentándose.
—Para mí que es gripe gástrica —dice él, regodeándose en la unión de las palabras.
—Sí suena a gripe gástrica.
—Me encuentro tan… —Busca con los puños apretados la palabra que resuma toda esa injusticia—. Tan… ¡taponado! Así no puedo ir a trabajar.
—Pues no vayas.
—Es que tengo que ir.
—Pues ve.
—¿Cómo quieres que vaya? Es una sensación como de tener un litro de moco justo aquí. —Se cubre toda la frente con la mano—. Un litro de moco espeso.
—Me acordaré todo el día de la imagen, para animarme.
—Perdona, pero es la sensación que tengo.
Ian pasa de milagro al lado de la cama, y con otro suspiro de mártir se mete en su lado bajo el edredón.
Emma se arma de paciencia antes de levantarse. Es un gran día para Emma Morley, un día monumental, y no está para esas cosas. Por la noche se estrena el montaje de Oliver! del instituto de Cromwell Road, y el potencial de desastre es casi infinito.
También es un gran día para Dexter Mayhew. Enroscado en las sábanas húmedas, abre mucho los ojos al imaginarse todo lo que puede salir mal. Por la noche saldrá en vivo para todo el país, en un programa propio. Un vehículo. Es un vehículo para sus talentos, y de pronto no está seguro de tener ninguno.
La tarde anterior se acostó temprano, como un niño pequeño, solo y sobrio, cuando en la calle aún era de día, con la esperanza de amanecer fresco de cara y rápido de reflejos mentales; pero ha estado despierto siete de las nueve horas, y los nervios lo tienen exhausto, mareado. Suena el teléfono. Se incorpora de golpe y escucha su voz por la contestadora. «¡Bueno, ya puedes hablar!», dice la voz, urbana y segura de sí misma. Piensa: tienes que cambiar de mensaje, idiota.
Un pitido de la contestadora.
«Ah. Bueno. Hola, soy yo.»
Siente el alivio de siempre al oír la voz de Emma. Justo antes de ponerse, se acuerda de que discutieron, y de que debería estar enojada.
«Perdona que te llame tan temprano, y todo eso, pero es que algunos tenemos que salir a trabajar de verdad. Sólo quería decirte que esta noche es la gran noche, y que mucha, mucha suerte, de verdad. En serio, mucha suerte. Te saldrá muy bien. Mejor que bien: genial. Tú ponte algo bonito, y no hables con esa voz tan rara. Ya sé que te molesta que no vaya, pero lo veré y gritaré como una idiota delante de la tele…»
Dexter ya está fuera de la cama, desnudo, mirando fijamente la contestadora. Se plantea contestar.
«No sé a qué hora volveré; ya sabes cómo pueden desmadrarse las actuaciones escolares. Esta locura que llamamos espectáculo. Luego te llamo. Buena suerte, Dex. Muchísimos besos. Por cierto, tienes que cambiar el mensaje de la contestadora.»
Y cuelga. Dexter se plantea contestar enseguida, pero tiene la impresión de que tácticamente habría que prolongar un poco más el disgusto. Volvieron a discutir. Emma cree que a Dexter no le gusta su novio, y a pesar del apasionamiento con que lo desmiente Dexter, no se puede negar que no le gusta el novio de Emma.
Se ha esforzado, de verdad que sí. Han ido los tres al cine, a restaurantes baratos y a antros de mala muerte, donde Dexter miraba a Emma a los ojos y le sonreía con aprobación mientras Ian le acariciaba el cuello con la boca: el dulce amor de juventud con un par de cervezas encima. Se sentó a la minúscula mesa de la cocina del minúsculo departamento de Emma en Earls Court, a jugar una partida de Trivial Pursuit de una competitividad tan salvaje que era como boxear sin guantes. Incluso fue con los de Sonicotronics al Laboratorio de la Risa de Mortlake, para ver los monólogos costumbristas de Ian, con Emma al lado, sonriendo nerviosa, y dándole golpecitos con el codo para indicarle cuándo reír.
Pero por muy bien que se porte, la hostilidad es tangible, y mutua. Ian aprovecha cualquier ocasión para dar a entender que Dexter es un farsante, por la simple razón de que tiene presencia pública, y un esnob y un niño bien sólo porque prefiere los taxis a los autobuses nocturnos, los clubes exclusivos a los antros, y los restaurantes buenos a la comida para llevar. Y lo peor es que Emma le respalda en su constante menosprecio, recordándole sus fallos. ¿No se dan cuenta de lo difícil que es seguir siendo buena persona y tener la cabeza sobre los hombros cuando te pasan tantas cosas, y tienes una vida tan activa y llena? Si Dexter paga la cuenta después de cenar, o se brinda a pagar un taxi en vez de ir en autobús, los dos mascullan y ponen mala cara, como si los hubiera insultado de alguna manera. ¿Por qué a la gente no le gusta que le vayan bien las cosas, ni le agradece su generosidad? El último espanto de velada: los tres en un sofá hecho polvo, mirando Star Trek: la ira del Khan y bebiendo latas de cerveza mientras un curry le manchaba de salsa fluorescente los pantalones de Dries van Noten… Eso fue la gota que colmó el vaso. En adelante, si ve a Emma, la verá a ella sola.
Contra toda razón y sensatez, se ha puesto… ¿Qué? ¿Celoso? No, celoso no; resentido, si acaso. Siempre esperaba que Emma estuviera disponible, un recurso del que echar mano a cualquier hora, como un servicio de urgencias. Desde el cataclismo de la muerte de su madre, la Navidad pasada, su dependencia de ella ha ido creciendo en proporción inversa a la de ella respecto a él. Antes Emma le devolvía enseguida las llamadas, mientras que ahora se pasa días sin dar señales de vida. Dice que ha estado «fuera, con Ian», pero ¿adónde van? ¿Qué hacen? ¿Comprar muebles juntos? ¿Ver pelis? ¿Ir a concursos de pub? Ian hasta ha conocido a los padres de Emma, Jim y Sue. Según ella, están encantados. ¿Cómo se explica que Dexter no conozca a Jim y Sue? ¿No estarían más encantados con él?
Lo más molesto de todo es que parece que Emma disfrute de haberse independizado. Dexter tiene la impresión de que le han dado una lección, y de que el nuevo estatus de Emma, tan satisfecha, le da bofetadas en la cara. «No puedes esperar que la gente haga su vida alrededor de ti, Dexter», se ha regodeado en decirle ella; y ahora han vuelto a discutir, sólo porque Emma no estará en el estudio para la transmisión en vivo del programa de Dexter.
—¿Qué quieres que haga, cancelar Oliver! porque sales por la tele?
—¿No podrías venir después?
—¡No! ¡Son kilómetros!
—¡Te mando un coche!
—Después tengo que hablar con los chicos, los padres…
—¿Por qué?
—¡No digas tonterías, Dexter! ¡Es mi trabajo!
Él es consciente de estar siendo grosero, pero le iría muy bien tener a Emma entre el público. Es mejor persona con ella cerca. ¿Los amigos no están para eso, para darte ánimos y sacar siempre lo mejor de ti? Emma es su talismán, su amuleto de la suerte. Ahora no estará, ni su madre, y Dexter se preguntará para qué lo hace.
Tras un largo baño, se encuentra algo mejor. Se pone un suéter de pico, ligero y de cachemira, sin camisa, y unos pantalones claros de lino, con cordón, sin calzoncillos; se calza unos Birkenstock, y en cuatro brincos baja al quiosco para leer los preestrenos de la tele y comprobar que hayan hecho su trabajo los de Prensa y Publicidad. El quiosquero sonríe a su cliente famoso tal como se merece la ocasión. Dexter regresa a casa con una montaña de periódicos. Ya se encuentra mejor, nervioso, pero también eufórico. Mientras la cafetera espresso se calienta, vuelve a sonar el teléfono.
Antes de que salte la contestadora, algo le dice que será su padre, y que él no levantará el auricular. Desde que se murió su madre, las llamadas se han vuelto más frecuentes y más acongojantes: balbuceos, vueltas a lo mismo, angustia… Parece que a su padre, el hombre hecho a sí mismo, ahora le supere hasta lo más sencillo. El luto lo dejó apático. Las pocas veces que ha ido a verlo, Dexter lo ha encontrado mirando la tetera con impotencia, como si fuera un artefacto extraterrestre.
«¡Bueno, ya puedes hablar!», dice el idiota de la contestadora.
«Hola, Dexter, soy tu padre. —La voz pesada de cuando habla por teléfono—. Sólo llamo para desearte buena suerte en el programa de esta noche. Te estaré viendo. Es muy emocionante. Alison habría estado muy orgullosa. —Un momento de pausa, mientras los dos se dan cuenta de que probablemente no sea verdad—. No quería decirte nada más. Ah, sí, una cosa: no hagas caso a los periódicos. Tú diviértete y ya está. Adiós. Adiós…»
¿Que no le haga caso a qué? Dexter se lanza hacia el teléfono.
«¡…adiós!»
Su padre colgó. Primero puso el temporizador de los explosivos, y luego ha colgado. Dexter mira la montaña de periódicos, que ahora están llenos de amenazas. Se aprieta el cordón de los pantalones de lino y abre las páginas de Televisión.
Cuando Emma sale del baño, Ian está hablando por teléfono. Por su tono de voz, coqueto y cantarín, deduce que es con su madre. Lo de su novio con Sue roza la aventura desde que se conocieron, en Leeds, en Navidad. «Qué plantas más bonitas, señora M.», «Pero qué pavo más jugoso»… Sus ansias mutuas son eléctricas. Lo único que pueden hacer Emma y su padre es poner los ojos en blanco.
Espera pacientemente a que Ian se despegue del teléfono.
—Adiós, señora M. Sí, espero que sí. Sólo es un resfriado de verano. Ya se me pasará. Adiós, señora M., adiós.
Agarra el teléfono, mientras Ian, que vuelve a estar mortalmente enfermo, se arrastra hacia la cama.
Su madre está nerviosa, aturrullada.
—Qué buen chico. ¿Verdad que es buen chico?
—Sí, mamá.
—Espero que lo estés cuidando.
—Ahora tengo que ir a trabajar, mamá.
—Oye, y ¿para qué llamaba yo? Se me ha olvidado completamente para qué llamaba.
Llamaba para hablar con Ian.
—¿Para desearme buena suerte?
—¿Buena suerte para qué?
—La obra del colegio.
—Ah, sí, buena suerte. Perdona que no vayamos a verla. Es que Londres es tan caro…
Emma corta la llamada con la excusa de que se incendió la tostadora. Luego va a ver al paciente, que se está asando bajo el edredón en un intento de que «se le pase sudando». Tiene la conciencia, vaga y parcial, de estar fallando como novia. Para ella es un papel nuevo, y a veces se sorprende plagiando «actitudes de novia»: tomarse de la mano, hacerse arrumacos delante de la tele y cosas así. Ian la quiere; se lo dice él mismo si acaso con frecuencia algo excesiva. A Emma le parece que podrá corresponderlo, pero que le hará falta práctica. Está claro que lo piensa intentar. En un gesto de compasión forzado, se pega a Ian en la cama.
—Si no te ves capaz de venir esta noche a ver la obra…
Él se sienta, alarmado.
—¡No! No, no, no; voy seguro.
—Yo lo entendería…
—… aunque tenga que ser en ambulancia.
—Si es una tontería, una obra de colegio. Con la pena ajena que dará…
—¡Emma! —Ella levanta la cabeza para mirarlo—. ¡Que es tu gran noche! No me lo perdería por nada del mundo.
Sonríe.
—Bueno. Me alegro.
Se agacha a darle un beso antiséptico, con los labios juntos. Luego toma su bolsa y sale del departamento de puntillas, preparada para su gran día.
En el titular dice:
¿EL HOMBRE MÁS ODIOSO DE LA TELE?
y al principio Dexter cree que se han equivocado, imprimiendo su foto por casualidad debajo del titular, sobre una sola palabra: «Engreído», como si fuera su apellido: Dexter Engreído.
Sigue leyendo, con el pulgar y el índice muy apretados en torno a su tacita de espresso.
Esta noche
¿Hay alguien más presumido, engreído y pagado de sí mismo en la televisión actual que Dexter Mayhew? Una imagen subliminal de su cara de niño bonito nos da ganas de reventar la tele a patadas. En el colegio teníamos una frase para eso: mira, uno que se cree que es LO MÁS. Lo raro es que en MediaLand debe de haber alguien tan encantado con él como consigo mismo, porque después de tres años de marcha loca (¿a ustedes no les dan rabia las minúsculas? ¡Qué 1990!), ahora presenta su propio programa de música nocturno, El After. O sea…
Mejor no seguir leyendo, cerrar el periódico y pasar a otra cosa, pero su visión periférica ya ha atisbado una o dos palabras. Una de ellas era «inepta». Sigue leyendo…
O sea, que si de verdad quieren ver a un niño bien con pretensiones de encarnar al hombre de hoy, pronunciando como si fuera de barrio bajo y coqueteando con las chavitas, uno que intenta estar en la misma onda que los chavos sin darse cuenta de que los chavos se ríen de él, aquí lo tienen. Tomando en cuenta que es en vivo, puede ser interesante observar su famosamente inepta técnica de entrevistador. Otra posibilidad es que se marquen la cara con una plancha a temperatura máxima. La copresentadora es la pizpireta Suki Meadows, y la música la ponen Shed Seven, Echobelly y los Lemonheads. No digan que no les advertimos.
Dexter tiene un archivo de recortes, una caja de zapatos Patrick Cox al fondo de un armario, pero este artículo decide no guardarlo. Se prepara otro espresso, haciendo mucho ruido y desordenándolo todo.
El síndrome de la mediocridad es lo que es, la enfermedad de este país —piensa—. Un poco de éxito y ya te quieren ver por los suelos pues a mí me da igual me gusta mi trabajo y lo hago de puta madre y es mucho más difícil de lo que se cree la gente los huevos de hierro debes tener para ser presentador de tele y el cerebro como un como un que piense rápido vaya además no hay que tomarse las críticas a pecho qué falta hacen los críticos nadie se ha despertado pensando quiero ser crítico pues mira prefiero poner yo la cara que ser un un eunuco hablando mal de los demás por doce mil al año total a un crítico nunca le han hecho una estatua se van a enterar se van a enterar.
Este monólogo, con sus variantes, se repite en la cabeza de Dexter a lo largo del gran día: en el trayecto hacia las oficinas de la productora, yendo en un sedán con chofer al estudio de Isle of Dogs, durante el ensayo de la tarde, la reunión de producción, las sesiones de peluquería y maquillaje, y así hasta el momento de quedarse solo en su camerino, cuando por fin puede abrir la bolsa, sacar la botella que ha metido por la mañana, servirse un buen vaso de vodka, echarle jugo de naranja y empezar a beber.
—Pelea, pelea, pelea, pelea, pelea…
Tres cuartos de hora para que suba el telón, y se los oye corear en todo el salón de Lengua y Literatura.
—Pelea, pelea, pelea…
En el pasillo, por donde camina muy deprisa, Emma ve salir del vestidor a la señora Grainger, como si huyera de un incendio.
—He intentado pararlos, pero no me hacen caso.
—Gracias, señora Grainger. Seguro que puedo arreglarlo.
—¿Aviso al señor Godalming?
—No creo que pase nada. Usted vaya a ensayar con el grupo.
—Yo dije que esto era un error. —La señora Grainger se va deprisa, con la mano en el pecho—. Yo dije que no saldría bien.
Emma respira hondo, y al entrar ve a la horda: treinta adolescentes con chisteras, faldas de aros y barbas postizas, gritando y riéndose mientras Jack Dawkins le clava las rodillas en los brazos a Oliver Twist, y le pega la cara al suelo lleno de polvo.
—A ver, ¿qué está pasando aquí?
La turba victoriana se gira.
—Quítemela de encima, señorita —masculla Oliver con la boca en el linóleo.
—Se están peleando, señorita —dice Samir Chaudhari, de doce años, con enormes patillas.
—Gracias, Samir, ya lo veo.
Emma se abre camino para separarlos. Los dedos de Sonya Richards, la chica negra y flaca que hace de Jack Dawkins, aún se aferran al escalado rubio del pelo de Oliver. Emma la toma por los hombros, mirándola a los ojos fijamente.
—Suéltalo, Sonya. Suéltalo ya, ¿de acuerdo? ¿De acuerdo?
Al final Sonya lo hace y retrocede, con los ojos empañados a medida que la rabia deja paso al orgullo herido.
Martin Dawson, el huérfano Oliver, parece atontado. Corpulento, metro ochenta de estatura, es más alto que el mismísimo señor Bumble, pero aun así el fornido pordiosero parece a punto de llorar.
—¡Empezó ella! —se lamenta, alternando bajos y agudos, mientras se pasa la base de la mano por la cara sucia.
—Bueno, Martin, ya está.
—Eso, Dawson, que te calles.
—Va en serio, Sonya. ¡Basta!
Emma está en el centro del círculo, con los adversarios agarrados por el codo, como un árbitro de boxeo. Se da cuenta de que para salvar el espectáculo tendrá que improvisar una arenga entusiasta, uno de los muchos momentos a lo Enrique V de los que está compuesta su vida laboral.
—¡Qué bien les queda el vestuario! ¡Fíjense en Samir, con ese pedazo de patillas! —Se ríen. Samir se presta al juego y se rasca el pelo falso—. Fuera tienen amigos y parientes, y todos van a ver una función buenísima, teatro del bueno. Al menos yo es lo que creía. —Se cruza de brazos y suspira—. Aunque me parece que no habrá más remedio que suspenderlo…
Es un invento, naturalmente, pero el efecto es ideal: un gran gemido a coro de protesta.
—¡Si no hemos hecho nada, señorita! —protesta Fagin.
—Pues entonces ¿quién gritaba «pelea, pelea, pelea», Rodney?
—¡Es que a ésta se le fue la mano, señorita! —trina Martin Dawson.
Sonya se le intenta echar encima.
—¿Qué pasa, Oliver, que quieres más?
Se oyen risas. Emma desempolva el discurso de triunfo contra la adversidad.
—¡Ya está bien! ¡Se supone que son una compañía, no una horda de bárbaros! Miren, no lo quiero esconder: aquí, esta noche, hay gente que no cree que les vaya a salir bien. No los ven capaces. Creen que es demasiado complicado para ustedes. ¡Que es Charles Dickens, Emma!, me dicen. No son bastante inteligentes. No tienen bastante disciplina para trabajar en grupo. No están a la altura de Oliver! Ponles algo más fácil.
—¿Quién lo dijo, señorita? —dice Samir, dispuesto a rayarles el coche con las llaves.
—Da igual quién lo haya dicho. Lo importante es lo que piensan. ¡Y puede que tengan razón! ¡Puede que sea mejor cancelarlo!
Hay un momento en el que tiene miedo de pasarse, pero es difícil sobrestimar la avidez adolescente por el drama: un gran gemido de protesta brota de todos a la vez, con sus cofias y chisteras. Aunque sepan que Emma está engañándolos, disfrutan con el riesgo. Emma hace una pausa teatral.
—Bueno, a ver. Ahora saldremos Sonya, Martin y yo a hablar un poco. Ustedes, mientras tanto, sigan preparándose. Luego se sientan sin hacer ruido, y piensan cada uno en su papel. Después ya decidiremos qué se hace. ¿De acuerdo? ¿De acuerdo o no?
—¡Sí, señorita!
Al salir Emma tras los dos adversarios, el vestidor está en silencio, pero nada más cerrar la puerta vuelve a oírse ruido. Acompaña a Oliver y Jack Dawkins por el pasillo, pasando al lado del gimnasio, donde la señora Grainger está dirigiendo a la banda de música en un Consider Yourself de lo más disonante. Se pregunta una vez más en qué se ha metido.
Primero habla con Sonya.
—Bueno, ¿qué pasó?
La luz de la tarde entra al sesgo por las grandes ventanas reforzadas de 4D. Sonya se queda mirando el salón de ciencias, simulando aburrimiento.
—Nada, cosas que nos hemos dicho.
Se sienta al borde de una mesa, balanceando sus largas piernas, con viejos pantalones de colegio hechos jirones, y hebillas de papel de aluminio en unos tenis negros. Se toca con una mano la cicatriz de la vacuna contra la tuberculosis, crispando como un puño su carita dura y guapa, como si avisara a Emma de que no le venga con esas tonterías de «aprovecha el día». A los otros les da miedo Sonya Richards. A veces, incluso Emma teme por su dinero para la comida. Es por su mirada imperturbable, y su rabia.
—No pienso pedirle perdón —le espeta Sonya.
—¿Por qué no? Y no digas «porque empezó él», por favor.
La cara de Sonya se abre de indignación.
—¡Es que es verdad!
—¡Sonya!
—Me dijo…
Se calla.
—¿Qué te dijo? ¿Sonya?
Sonya hace un cálculo, sopesando en una mano la deshonra de delatar, y en la otra el sentido de la justicia.
—Me dijo que si puedo hacer este papel es porque en el fondo no tengo que actuar, porque en la vida real también soy una tarada.
—Una tarada.
—Sí.
—¿Es lo que te ha dicho Martin?
—Me lo ha dicho y le pegué.
—Bueno. —Emma suspira, y mira al suelo—. Lo primero que hay que decir es que nunca se puede pegar a nadie, diga lo que diga.
Sonya Richards es su proyecto. Sabe que no debería tener proyectos, pero Sonya es de una inteligencia tan palmaria… La más inteligente de la clase, con diferencia, pero también una chica agresiva, un látigo de resentimiento y orgullo herido.
—¡Es que es un estúpido, señorita!
—¡Basta, Sonya, por favor! —dice Emma, pese a que en cierto modo le parece que Sonya tiene sus razones contra Martin Dawson: trata a los alumnos, los profesores y toda la enseñanza pública como un misionero que se ha dignado caminar entre ellos. La noche pasada, durante el ensayo general, lloró de verdad al cantar Where is Love?, sacando los agudos como piedras del riñón, y Emma no pudo evitar preguntarse qué se sentiría subiendo al escenario, poniéndole una mano en la cara y empujándole hacia atrás con firmeza. El comentario de la campesina le cuadra perfectamente. Aun así…
—Si es lo que te dijo…
—Sí, señorita.
—Voy a hablar con él, pero si es lo que te ha dicho, lo único que demuestra es que es un ignorante, y tú, igual de boba, por seguirle la corriente. —Topa con «boba», una palabra muy poco de barrio. Más calle, más calle, se dice—. Pero mira, si no podemos resolver este… embrollo, pues entonces se acabó la función, en serio.
La cara de Sonya vuelve a crisparse. Emma observa, sorprendida, que parece a punto de llorar.
—Eso no lo puede hacer.
—Quizá no tenga más remedio.
—¡Señorita!
—No podemos hacer la función, Sonya.
—¡Sí podemos!
—¿Para qué, para que luego te agarres a bofetadas con Martin durante Who Will Buy? —A Sonya se le escapa la sonrisa—. Tú eres lista, Sonya, muy, muy lista, pero te ponen trampas y caes tú sola. —Sonya suspira, recupera la compostura y mira el pequeño rectángulo de césped seco que hay frente al salón de ciencias—. Con lo bien que podrías hacerlo… No sólo en la función, sino en clase. Este curso lo has hecho muy bien, con inteligencia, sensibilidad y pensando bien las cosas. —Como Sonya no sabe reaccionar a los elogios, se sorbe la nariz y pone mala cara—. El curso que viene lo puedes hacer aún mejor, pero tienes que controlar tu mal genio, Sonya. Tienes que demostrarles a los otros que tú no eres así. —Es otro discurso. A veces Emma piensa que gasta demasiadas fuerzas en hacer este tipo de discursos. Albergaba la esperanza de obtener algún tipo de efecto estimulante, pero la mirada de Sonya ha saltado por encima de su hombro, hacia la puerta del aula—. Sonya, ¿me estás escuchando?
—Está aquí Barbas.
Al girarse, Emma ve una cara peluda en el cristal de la puerta, y en medio del pelo oscuro, dos ojos como de oso curioso.
—No le llames Barbas, que es el director —le dice a Sonya.
Después le hace señas a él de que pase. De todos modos es verdad: la primera (y la segunda) palabra que le viene a la cabeza siempre que ve al señor Godalming es «barba». Es de esas barbas que parece mentira la cantidad de cara que tapan: cuidada, bien recortada, pulcra, pero negrísima, de conquistador español, con un par de ojos azules encima, como dos agujeros en medio de una alfombra. Total, que es el Barbas. Cuando entra, Sonya se empieza a rascar la barbilla. Emma abre mucho los ojos para avisarle.
—Buenas tardes —dice el director, con su voz campechana de cuando ya no hay clase—. ¿Qué tal? ¿Todo bien, Sonya?
—Está la cosa un poco peluda —dice Sonya—, pero creo que nos saldrá bien.
Emma resopla por la nariz. El director voltea a mirarla.
—¿Todo bien, Emma?
—Le estaba dando unos consejos a Sonya, para la función. ¿Quieres irte, Sonya, y así te sigues preparando? —Sonya baja de la mesa con una sonrisa de alivio, y se va alegremente hacia la puerta—. Dile a Martin que me espere, que son dos minutos.
Emma y el señor Godalming se quedan solos.
—¡Bueno! —dice él, sonriendo.
—Bueno…
En un ataque de informalidad, el señor Godalming va a sentarse al revés en una silla, como los actores; luego parece que se arrepintiera, pero llegara a la conclusión de que ya es demasiado tarde.
—Es toda una pieza, esta Sonya.
—Nada, fanfarronerías.
—Me dijeron algo de una pelea.
—No ha pasado nada. Los nervios de antes de la función.
La verdad es que es portentoso lo incómodo que se le ve con el respaldo por delante.
—Me dijeron que tu protegida le estaba zurrando a nuestro futuro delegado.
—La exaltación de la juventud. Además, no creo que Martin fuera del todo inocente.
—La palabra que he oído es bofetada.
—Lo veo muy bien informado.
—Bueno, es que soy el director.
El señor Godalming sonríe a través de su pasamontañas. Emma se pregunta si sería posible ver crecer el pelo, fijándose bastante tiempo. ¿Y qué habrá debajo de todo eso? ¿Y si resulta que el señor Godalming es guapo y todo?
El director señala la puerta con la cabeza.
—He visto a Martin en el pasillo. Está muy… sensible.
—Es que lleva seis semanas metido en el personaje. Está siguiendo el método Stanislavski. Para mí que si pudiera, tendría raquitismo.
—¿Es bueno?
—¡No, qué va, si es un horror! Donde mejor estaría es en un orfanato. Cuando cante Where is Love?, usted no dude en meterse trozos de programa en las orejas. —El señor Godalming se ríe—. En cambio, Sonya lo hace muy bien.
Cambia de postura, incómodo.
—¿Qué puedo esperar de esta noche, Emma?
—Ni idea. Puede pasar de todo.
—Personalmente, soy más de Sweet Charity. Recuérdame por qué no podíamos hacer Sweet Charity.
—Bueno, es que es un musical sobre prostitución, y…
El señor Godalming vuelve a reírse. Con Emma lo hace mucho. Ya se ha fijado más de uno. Corren rumores entre el personal, murmullos sórdidos sobre favoritismo, y es verdad que esta noche la está mirando muy fijamente. Pasa un momento. Emma mira otra vez hacia la puerta, por cuyo cristal se asoma lloroso Martin Dawson.
—Será mejor que vaya a hablar con Edith Piaf, antes de que le dé un ataque.
—Claro, claro. —El señor Godalming parece contento de descabalgarse de la silla—. Suerte para esta noche. Mi mujer y yo llevamos toda la semana esperándolo.
—No lo creo.
—¡Es verdad! Después de la función te la presento. ¿Qué te parece si Fiona y yo tomamos algo con tu… prometido?
—¡No, por Dios, sólo novio! Ian…
—Luego, en las copas…
—Un vaso de naranjada en polvo diluida…
—La cocinera ha ido al súper…
—He oído rumores sobre croquetitas…
—Dando clases, ¿eh?
—Luego dice la gente que no tiene glamour…
—Por cierto, Emma, estás preciosa.
Emma abre los brazos. Se ha maquillado, sólo un poco de lápiz labial que combina con un vestido vintage con estampado de flores, de color rosa oscuro, y puede que un poco ceñido. Se mira el vestido, como si la hubieran tomado por sorpresa, aunque en realidad su desconcierto se debe al comentario.
—¡Muchas gracias! —dice, aunque él se ha dado cuenta de su titubeo.
Pasa un momento. El director mira la puerta.
—¿Le digo a Martin que entre?
—Sí, por favor.
Se para y se gira a medio camino.
—Perdona, pero ¿he infringido algún tipo de código profesional? ¿Eso se les puede decir a los subordinados? ¿Que están guapos?
—Pues claro —dice ella; pero los dos saben que la palabra no ha sido «guapa». Ha sido «preciosa».
—Perdone, estoy buscando al hombre más odioso de la televisión —dice en la puerta Toby Moray, con su estridente y quejumbrosa vocecita.
Lleva un traje de cuadros escoceses, y va maquillado para salir en pantalla, con un fleco de broma hecho con brillantina. Dexter tiene ganas de tirarle una botella.
—Creo que descubrirá que a quien busca no es a mí, sino a usted mismo —dice, perdiendo de golpe la capacidad de ser conciso.
—Vaya reaparición, superestrella —dice su copresentador—. ¿Qué, ya leíste los comentarios?
—Pues no.
—Porque si quieres te hago fotocopias…
—Sólo una mala crítica, Toby.
—O sea, que no has leído el Mirror. Ni el Express, ni The Times…
Dexter finge estudiar el guión.
—Nunca le han dedicado una estatua a ningún crítico.
—Es verdad, pero a un presentador de la tele tampoco.
—Vete a la mierda, Toby.
—¡Ah, le mot juste!
—Además, ¿qué haces aquí?
—He venido a desearte suerte.
Toby se acerca, le pone las manos en los hombros y se los aprieta. Rechoncho y cáustico, su papel en el programa es el de una especie de bufón irreverente que no se calla nada. Dexter siente a la vez desprecio y envidia por aquel personajillo exaltado que hace entrar al público en calor. En el programa piloto, y en los ensayos, Toby le ha dado mil vueltas, burlándose un poco de él, humillándolo y haciéndole sentir lento de palabra y pensamiento, tontorrón, un niño bonito que no piensa. Se quita de encima las manos de Toby con un encogimiento de hombros. Dicen que su antagonismo dará para tele de la buena, pero Dexter se siente paranoico, perseguido. Necesita otro vodka para recuperar el buen humor, pero eso, con la carita de sabiondo de Toby haciendo sonrisitas en el espejo, es imposible.
—Si no te importa, me gustaría ordenar un poco las ideas.
—Lo entiendo. Concentra ese cerebro.
—Luego nos vemos, ¿de acuerdo?
—Está bien, guapo. Buena suerte. —Toby cierra la puerta, pero la vuelve a abrir—. Lo digo en serio, ¿eh? Buena suerte.
Una vez seguro de estar solo, Dexter se llena el vaso y se mira al espejo. Camiseta rojo vivo con saco negro de esmoquin encima; debajo, jeans desteñidos y zapatos negros de punta. El pelo corto, con estilo: tiene que dar una imagen de hombre joven y dinámico, pero de repente se siente viejo, cansado y con una tristeza inverosímil. Se aprieta cada ojo con dos dedos, intentando explicarse la melancolía que le paraliza, pero le cuesta pensar racionalmente. Es como si le hubieran agarrado la cabeza y se la hubieran sacudido. Se le confunden las palabras, y no ve ninguna manera de superarlo. No te vengas abajo, se dice; no es el sitio ni el momento. Aguanta.
En la tele en vivo, sin embargo, una hora es mucho tiempo, más de la cuenta. Llega a la conclusión de que no le iría mal una ayudita. Hay una botella de agua en la mesa. La vacía en el lavabo y, mirando la puerta de reojo, vuelve a sacar la botella de vodka del cajón y se echa cuatro dedos, no, cinco de líquido viscoso en la botella, antes de taparla. La levanta hacia la luz. No se nota la diferencia. No es que se lo vaya a beber todo, claro, pero al menos lo tiene en la mano, para ayudarle a superar el trance. Es un engaño que le devuelve el entusiasmo y la confianza; vuelve a estar listo para demostrarles a los espectadores, y a Emma, y a su padre, en casa, de qué es capaz. No es un presentador cualquiera. Es un comunicador.
Se abre la puerta.
—¡UALA! —dice Suki Meadows, la copresentadora.
Es la novia ideal del país, una mujer que hace de lo pizpireto una forma de vida, lindante con un trastorno. Sería capaz de empezar una carta de pésame con la palabra «¡uala!». A Dexter, este alborozo a ultranza le habría cansado un poco, de no ser por lo atractiva que es Suki, y por lo enamorada que está por él.
—¿QUÉ TAL, CARIÑO? ¡ESTARÁS QUE NO CABES DEL MIEDO, ME IMAGINO!
Es el otro gran talento de Suki como presentadora: hablar con todo el mundo como si se dirigiera a los bañistas de la playa de Weston-super-Mare un día de fiesta.
—Sí, un poco nervioso sí que estoy.
—¡VENGA YAAAA, HOMBREEE!
Le rodea la cabeza con un brazo, y se la aguanta como una pelota de futbol. Suki Meadows es guapa, y menuda, como se decía antes, con una efervescencia, un burbujeo dignos de un termoventilador tirado en la tina. Últimamente han coqueteado un poco, si es que se puede llamar coquetar a que Suki le apriete así la cara en un seno. Ha habido cierta presión para que formen pareja, como entre el delegado y la delegada de una clase, y algo de lógica sí tiene, al menos desde el punto de vista profesional, que no emocional. Suki le aprieta la cabeza con el brazo («VAS A ESTAR GENIAL»), y de pronto le agarra las orejas y le estira la cara hacia ella.
—ESCUCHA: ESTÁS MATADOR, YA LO SABES, Y VAMOS A FORMAR UN EQUIPO GENIAL, TÚ Y YO. ESTA NOCHE HA VENIDO MI MADRE, QUE QUIERE CONOCERTE DESPUÉS DEL PROGRAMA. NO SE LO DIGAS, PERO CREO QUE LE GUSTAS. SI ME GUSTAS A MÍ, TAMBIÉN TIENES QUE GUSTARLE A ELLA. ¡QUIERE UN AUTÓGRAFO, PERO TIENES QUE PROMETERME QUE NO TE METERÁS CON ELLA!
—Haré lo que pueda, Suki.
—¿VINO ALGUIEN DE TU FAMILIA?
—No…
—¿AMIGOS?
—No…
—¿QUÉ TE PARECE ESTE VESTIDO? —Se ha puesto un top y una falda cortísima, y lleva la botella de agua obligatoria—. ¿SE ME VEN LOS PEZONES?
¿Estará coqueteando?
—Sólo si te fijas —coquetea él a su vez, maquinalmente, con una sonrisa débil.
Suki nota algo. Le toma las dos manos y berrea íntimamente:
—¿QUÉ TE PASA, CARIÑO?
Dexter se encoge de hombros.
—Ha venido Toby a ponerme nervioso…
No tiene tiempo de acabar la frase, porque Suki lo levanta a la fuerza y le rodea la cintura con los brazos, estirando compasivamente el elástico de los calzoncillos.
—TÚ IGNÓRALO, ESTÁ CELOSO PORQUE LO HACES MEJOR QUE ÉL. —Le mira desde abajo, clavándole la barbilla en el pecho—. LO TUYO ES UN DON. YA LO SABES.
Está en la puerta el jefe del set.
—Bueno, chicos, todo listo.
—¿VERDAD QUE SOMOS GENIALES, LOS DOS JUNTOS? SUKI Y DEX, DEX Y SUKI. LOS VAMOS A DEJAR ALUCINADOS. —De repente Suki le da un beso a Dexter, con mucha fuerza, como si le pusiera un sello a un documento—. LUEGO MÁS, CAMPEÓN —le dice al oído.
Recoge su botella de agua y se va saltando al estudio.
Dexter dedica un momento a mirarse al espejo. «Campeón.» Suspira, se aprieta el cráneo con los diez dedos e intenta no acordarse de su madre. Aguanta. No la cagues. Hazlo bien. Haz algo bien. Pone la sonrisa que reserva especialmente para usarla en la tele, agarra su botella de agua y se va al estudio.
Suki, que le espera al borde del enorme set, le toma la mano y se la aprieta. Pasa corriendo el equipo, dándole palmadas en los hombros y puñetazos de colega en el brazo. Por encima de sus cabezas, irónicas bailarinas a gogó en biquini y botas de vaquero estiran las pantorrillas dentro de sus jaulas. Toby Moray está calentando al público, que encima se ríe mucho. De repente los presenta a ellos dos: ¡por favor, un gran aplauso para los presentadores de esta noche, Suki Meadows y Dexter Mayhew!
Dexter no quiere salir. Brota música a toda pastilla por los altavoces: Start the Dance, de Prodigy. Él querría quedarse entre bambalinas, pero Suki le tira de la mano. De pronto Suki irrumpe bajo las fuertes luces del set, berreando:
—¡QUÉPASSSSSAAAAAAA!
La sigue Dexter, la mitad cortés y refinada del dúo de presentadores. En el set hay muchos andamios, como siempre. Van subiendo por rampas, hasta tener el público a sus pies, y todo sin que Suki pare ni un momento de cotorrear.
—¡PERO BUENO, QUÉ GUAPOS! ¿PREPARADOS PARA PASAR UN BUEN RATO? ¡VAMOS, QUE SE LES OIGA!
Dexter se queda a su lado en la grúa, mudo, con el micro en la mano, dándose cuenta de que está borracho. Su gran debut nacional y está empapado de vodka, mareado. La grúa se ve altísima, mucho más que en los ensayos. Tiene ganas de tumbarse en el suelo, pero correría el riesgo de que se fijasen dos millones de personas, así que hace su pose y se arranca con un:
—¡Quépasachavoscómoestán!
Una voz masculina sube hasta la grúa.
—¡Mamón!
Dexter busca al alborotador con la mirada: es un mequetrefe flaco, con el pelo a lo Wonder Stuff, que sonríe de oreja a oreja, pero la gente se ríe, y mucho. Se ríen hasta los camarógrafos.
—Señoras y señores, mi agente —replica Dexter.
Un murmullo divertido, pero nada más. Deben de haber leído la prensa. ¿El hombre más odioso de la televisión? Madre mía, es verdad, piensa Dexter. Me odian.
—¡Un minuto! —grita el jefe del set.
De pronto Dexter tiene la impresión de estar subido a un andamio. Busca una cara amable en el público, pero no hay ninguna. Vuelve a lamentarse de que no esté Emma. Con Emma podría lucirse. Si estuvieran Emma o su madre, daría lo mejor de sí, pero no están; sólo hay una multitud de caras burlonas y llenas de malicia, muchísimo más jóvenes que él. De algún sitio tiene que sacar algo de chispa, algo de gracia. Con la lógica láser de los borrachos, decide que podría ayudarle el alcohol. ¿Por qué no? El daño ya está hecho. Dentro de las jaulas, las bailarinas ya hacen poses. Las cámaras se ponen en su sitio. Dexter desenrosca el tapón de su botella ilícita, la levanta, traga y hace una mueca. Agua. En la botella de agua hay agua. Alguien le cambió el vodka de su botella de agua por…
Su botella la tiene Suki.
Treinta segundos para salir en directo. Suki se equivocó de botella. La tiene en la mano, como un pequeño accesorio.
Veinte segundos para salir al aire. Suki está desenroscando el tapón.
—¿Te la vas a quedar? —grazna Dexter.
—SE PUEDE, ¿NO?
Suki salta de puntillas, como un boxeador.
—Me equivoqué de botella. Tengo la tuya.
—¿Y QUÉ? ¡LIMPIA LA BOCA DE LA BOTELLA!
Diez segundos para salir al aire. El público empieza a rugir y aplaudir. Las bailarinas se sujetan a los barrotes de sus jaulas y empiezan a hacer piruetas, mientras Suki se lleva la botella a la boca.
—Siete, seis, cinco…
Dexter intenta agarrarla, pero ella le aparta la mano, riéndose.
—¡QUÍTATE, DEXTER, TÚ YA TIENES UNA!
Cuatro, tres, dos…
—Es que no es agua —dice él.
Ella se lo traga.
Títulos.
Suki tose y se atraganta, con la cara roja, entre guitarras que revientan altavoces, baterías que retruenan, bailarinas que se retuercen y una cámara que baja del techo con un cable, como un ave rapaz, volando hacia los presentadores por encima del público, haciendo que a la gente, desde casa, le parezca que hay trescientos jóvenes aplaudiendo a una mujer atractiva que tiene arcadas encima de un andamio.
La música baja de volumen, y sólo se oye la tos de Suki. Dexter se quedó de piedra, seco, sin aire, estrellándose borracho en su propio vehículo. El avión baja en picada. El suelo sube a su encuentro.
—Di algo, Dexter —dice una voz por el auricular—. ¿Hola? ¿Dexter? Di algo.
Pero no le funciona el cerebro, ni la boca. Se queda ahí plantado, tonto y mudo. Se alargan los segundos.
Menos mal que está Suki, una profesional de verdad, que se limpia la boca con el dorso de la mano.
—¡QUE NO DIGAN QUE NO ESTAMOS EN VIVO! —Se oye un murmullo de risas aliviadas en el público—. DE MOMENTO TODO VA MUY BIEN, ¿NO, DEX?
Le clava un dedo en las costillas. Dexter salta como un resorte.
—Perdonen por lo de Suki… —dice—. ¡Lo de la botella es vodka!
Hace el cómico vaivén de la muñeca con el que se alude a los borrachos clandestinos. Se oye otra risa. Empieza a estar mejor. Suki también se ríe, le da un golpecito, levanta el puño y dice:
—A ver si te doy…
A lo Tres Chiflados. Dexter es el único que se da cuenta del desprecio que se esconde bajo la efervescencia. Se aferra a la seguridad del teleprómpter.
—Bienvenidos a El After. Soy Dexter Mayhew…
—¡…Y YO SUKI MEADOWS!
Ya están lanzados otra vez, presentando el gran festín de humor y música del viernes por la noche, guapos e interesantes, como los dos chicos más interesantes del colegio.
—Y ahora, sin perder más tiempo, que se les oiga… —Echa los brazos hacia atrás, como el jefe de pista de un circo—. ¡…Y démosle una gran bienvenida de El After a Shed… Seven!
La cámara se aleja de ellos dos, como si ya no le interesaran. En la cabeza de Dexter, se superpone a la música el parloteo de las voces de los técnicos.
«¿Todo bien, Suki?», dice el productor.
Dexter dirige a Suki una mirada suplicante. La de ella es dura. Podría decir: Dexter está pedo, está borracho, es un desastre, un aficionado en el que no se puede confiar.
—Perfecto —dice—. Es que se me fue por el otro lado, pero no pasa nada.
«Ahora te mandamos a alguien para que te arregle el maquillaje. Dos minutos. Y tú, Dexter, no te desconcentres, ¿de acuerdo?»
Eso, no te desconcentres, se dice él, pero los monitores le dicen que faltan cincuenta y seis minutos y veintidós segundos, y no está muy seguro de poder.
¡Aplausos! Más de los que ha oído en toda su vida, rebotando en las paredes del gimnasio. Es verdad que el grupo de música ha estado soso, y los cantantes gritones, y que ha habido algunos problemas técnicos, de utilería que faltaba y decorados que se caían; también es verdad que hay pocos públicos así de benévolos, pero no deja de ser un triunfo. La muerte de Nancy hace llorar incluso al señor Routledge, de Química, y la persecución por los tejados de Londres, con los actores en silueta, es un golpe de efecto espectacular, recibido con murmullos y exclamaciones de sorpresa como los que suelen provocar los grandes fuegos artificiales. Se ha cumplido lo previsto: Sonya Richards se ha lucido, y se empapa de más aplausos que nadie, mientras Martin Dawson rabia, apretando los dientes. Ha habido ovaciones y encores. Ahora hay gente pateando los bancos, y colgándose a los aparatos, y Emma es arrastrada al escenario por Sonya, que llora, Dios mío, llora de verdad, apretándole la mano y diciéndole felicidades, señorita, increíble, increíble. Una función escolar, el menor triunfo imaginable, pero a Emma le late con fuerza el corazón, y no puede parar de sonreír mientras la banda de música toca un cacofónico Consider Yourself, y ella, agarrando manos de catorceañeros, se deshace en reverencias. Experimenta la euforia de haber hecho algo bien, y por primera vez en diez semanas no tiene ganas de darle una patada al autor del musical.
Luego, a la hora de las copas, la coca-cola de confección propia corre como el vino. También hay cinco botellas de sidra de pera para los adultos. Ian está sentado en un rincón del gimnasio, con un plato de croquetitas y un vaso de plástico con polvos para el resfriado que se ha traído especialmente a la fiesta. Se frota los senos nasales, sonríe y espera pacientemente a que Emma reciba los elogios.
—¡Digno del West End! —dice alguien con poco realismo.
A Emma ni siquiera le molesta que Rodney Chance, su Fagin, medio borracho de Panda Pops con un chorrito de algo, le diga que está «en bastante buena forma para ser profesora». El señor Godalming («llámame Phil, por favor») la felicita ante la mirada de aburrimiento y mal humor de Fiona, que por sus mejillas sonrosadas podría ser la mujer de un granjero.
—En septiembre deberíamos hablar de tu futuro aquí —dice Phil al acercarse y despedirse con un beso, haciendo gritar «¡uuuuu!» a algunos jovencitos, y a parte del personal.
A diferencia de la mayoría de las fiestas de actores, a las 21:45 se acabó todo, y en vez de limusina, Emma e Ian toman el 55, el 19 y la línea Piccadilly.
—Estoy tan orgulloso… —dice Ian, apoyando su cabeza en la de Emma—. Aunque creo que me ha saltado a los pulmones.
Emma huele las flores en cuanto entró en el departamento: un ramo enorme de rosas rojas, inclinado en una olla, sobre la mesa de la cocina.
—¡Pero Ian, qué bonitas!
—No son mías —masculla él.
—Ah… Pues ¿de quién son?
—Supongo que del superestrella. Las han traído esta mañana. A mí me parece una exageración, qué quieres que te diga. Me voy a dar un baño bien caliente, a ver si consigo que se me pase.
Emma se quita el saco y abre la tarjetita. «Perdona por el enojo. Espero que esta noche salga todo bien. Muchos besos, Dx.» Nada más. Lo lee dos veces, mira su reloj y enciende enseguida la tele para ver el gran debut de Dexter.
Tres cuartos de hora más tarde, cuando salen los créditos, frunce el ceño y le busca alguna lógica a lo que acaba de ver. Ella no sabe mucho de televisión, pero está casi segura de que Dexter no se ha lucido. Estaba inseguro, y a ratos incluso asustado. Se le olvidaban los diálogos, se equivocaba de cámara… Parecía un aficionado, un inepto. Los entrevistados —el rapero de gira, los cuatro gallitos de Manchester— debían de notar que estaba incómodo, porque reaccionaban con desdén, o sarcasmo. El público del set también lo miraba mal, como adolescentes hoscos en una pantomima, con los brazos cruzados en lo alto del pecho. Por primera vez desde que se conocen, parece que esté haciendo un esfuerzo. ¿Estará… este… borracho? Emma no sabe mucho del mundo audiovisual, pero sí que sabe reconocer un accidente de coche. Cuando acaba de tocar el último grupo, tiene la cara tapada con la mano, y sabe bastante de televisión para darse cuenta de que no es lo ideal. Son tiempos en que la ironía flota en el ambiente, pero seguro que no hasta el extremo de que sea beneficioso que te abucheen.
Apaga la tele. En el cuarto de baño se oye a Ian sonándose con una toallita. Emma cierra la puerta y toma el teléfono, formando en la boca una sonrisa de felicidades. En un departamento vacío de Belsize Park, salta la contestadora. «¡Bueno, ya puedes hablar!», dice Dexter. Emma empieza a interpretar.
—¡Eh, qué pasa! ¡Hola! Nada, que ya sé que estás en la fiesta. Sólo quería decirte, pues primero que gracias por las flores. Son preciosas, Dex. Te has pasado. Pero sobre todo que ¡fe-li-ci-da-des! Has estado fabuloso: relajado y divertido. A mí me ha parecido fabuloso. Un programa muy, muy, muy, muy bueno, en serio. —Vacila. No repitas tanto «muy», que si lo dices demasiado parece lo contrario. Sigue hablando—. Lo de la camiseta debajo del saco de vestir sigue sin convencerme, y siempre es refrescante ver bailar a mujeres en jaulas, pero aparte de eso, Dexter, ha salido de primera. En serio. Estoy muy, muy orgullosa de ti, Dex. Por si te interesa, Oliver! también salió bien.
Como empieza a oírse poco convencida, decide poner punto final a su actuación.
—Bueno, pues eso. ¡Ya tenemos los dos algo que celebrar! Gracias otra vez por las rosas. Que te la pases bien esta noche. Mañana hablamos. Nos vemos el martes, ¿no? Y felicidades. En serio. Felicidades. Adiós.
En la fiesta de después, Dexter está solo en la barra, con los brazos cruzados y los hombros encorvados. Pasa gente para felicitarlo, pero no se quedan mucho tiempo. Las palmadas en el hombro ya parecen de consuelo, o en el mejor de los casos de felicitación por haber fallado el penalti. Ha seguido bebiendo sin parar, pero se nota el champán rancio en la boca, y parece que nada logre disipar su sensación de decepción, anticlímax y vergüenza insidiosa.
—Uala —le dice Suki Meadows, pensativa; la que ha pasado claramente de copresentadora a estrella ahora está sentada a su lado—. ¡Pero qué tristón y serio estás!
—Hola, Suki.
—¡Bueno! ¡A mí me pareció que salía bien!
Dexter no está convencido. Aun así, entrechocan las copas.
—Perdona por lo… lo de la botella. Te debo una disculpa.
—La verdad es que sí.
—Sólo era para soltarme un poco, ¿sabes?
—De todos modos, deberíamos hablarlo. Algún día de éstos.
—De acuerdo.
—Porque yo, si estás drogado, no vuelvo a salir contigo al escenario, Dex.
—Ya lo sé. No volverá a pasar.
Suki apoya un hombro en el de Dexter, y le pone la barbilla encima.
—¿La semana que viene?
—¿La semana que viene?
—Me invitas tú a cenar. Ojo, pero que sea caro, ¿eh? El martes que viene.
Ahora son las frentes las que están en contacto, y Suki le ha puesto una mano en el muslo. El martes, Dexter había quedado para cenar con Emma, pero sabe que con ella siempre puede anularlo, porque no se molestará.
—Bien, el martes que viene.
—Ya estoy impaciente. —Suki le pellizca la pierna—. Bueno, ¿te animas o no?
—Lo intentaré.
Suki Meadows se inclina y le da un beso en la mejilla. Después le acerca la boca a la oreja, muy, muy cerca.
—¡Y AHORA VEN A SALUDAR A MI MAMÁÁÁÁÁÁ!