Capítulo 7
Sentido del humor
JUEVES 15 DE JULIO DE 1993
Segunda parte: La versión de Emma
Covent Garden y King’s Cross
Ian Whitehead, sentado solo en una mesa para dos en el Forelli’s de Covent Garden, miró su reloj: cinco minutos tarde. Supuso que formaba parte del refinado juego del gato y el ratón en que consiste salir. Pues que empezaran los juegos. Mojó la chapata en el platito de aceite de oliva, como si cargase un pincel de pintura. Después abrió la carta y estudió qué se podía permitir de cena.
Su vida de comediante aún esperaba la riqueza y la presencia televisiva que prometía en otros tiempos. El dominical del periódico proclamaba que el humor era el nuevo rock and roll. Entonces ¿por qué seguía corriendo los martes por la noche a La Tabla Remonda, en la noche de aficionados? Había adaptado su repertorio a las tendencias del momento, reduciendo el material político y de observación, y ejercitándose en los monólogos de personajes, el surrealismo, las canciones cómicas y los sketches. No había manera de que se riesen. Su escarceo con un estilo más agresivo con el público le había deparado puñetazos y patadas. En cuanto a su etapa como parte de un grupo de comediantes que improvisaban los domingos por la noche, sólo había demostrado su capacidad de no hacer gracia de manera espontánea, no planificada. A pesar de todo, él seguía en la brecha, subiendo y bajando por la Northern Line y dando vueltas por la Circle en busca de carcajadas.
Quizá el nombre «Ian Whitehead» tuviera algo que lo hiciera reacio a ser escrito con neones. Hasta se había planteado cambiárselo por algo con más garra, juvenil, monosilábico —Ben, o Jack, o Matt—, pero mientras buscaba su identidad de comediante había encontrado trabajo en Sonicotronics, una tienda de electrónica de Tottenham Court Road donde varones jóvenes y poco saludables, en camiseta, vendían CD y tarjetas gráficas a varones jóvenes y poco saludables, en camiseta. El sueldo no era gran cosa, pero tenía las tardes libres para hacer presentaciones, y a menudo partía de risa a sus compañeros de trabajo con nuevo material.
Pero lo mejor de Sonicotronics, lo mejor de todo, era haberse encontrado por casualidad con Emma Morley durante la pausa de la comida. Ian estaba delante de la sede de la Iglesia de la Cienciología, dudando en hacerse el test de personalidad, cuando la vio, casi invisible tras una enorme cesta de mimbre para la ropa sucia, y al echarle los brazos al cuello, Tottenham Court Road se iluminó de gloria, transformándose en una calle de ensueño.
Segunda cita, y ahora estaba en un italiano moderno y elegante cerca de Covent Garden. Los gustos de Ian tendían a lo picante y especiado, lo salado y crujiente. Él habría preferido un indio, pero estaba bastante versado en las extravagancias del sexo femenino para saber que Emma esperaría verdura fresca. Tras otro vistazo a su reloj —veinte minutos tarde—, sintió en el estómago una punzada que en parte era de hambre y en parte de amor. Hacía años que sentía el peso del amor a Emma Morley en el corazón y la barriga; no sólo amor platónico, sentimental, sino deseo carnal. Tantos años y aún llevaba dentro aquella imagen (que jamás olvidaría): Emma en ropa interior sin combinar, dentro del cuarto de empleados de Loco Caliente, iluminada por un rayo de sol vespertino, como por una luz de catedral, y gritándole que saliera y cerrara la puerta, carajo.
Ajena a los pensamientos de Ian sobre su ropa interior, Emma Morley le observaba desde el puesto del maître, tomando nota de la clara mejoría experimentada por su aspecto. Ya no tenía la corona de rizos rubios apretados; ahora lo llevaba corto y con un poco de gel, y se le había quitado la pinta de nuevo en la ciudad. De hecho, sin aquella ropa tan horrible, ni su manía de tener la boca abierta, sería incluso atractivo.
Pese a tratarse de una situación a la que no estaba acostumbrada, vio que era el restaurante típico para quedar con una chica: el punto justo de caro, sin demasiada luz, y ni pretencioso ni miserable. El tipo de sitios donde ponían arúgula en las pizzas. El local era cursi, pero no ridículo. Al menos no era un indio, ni burrito de pescado (vade retro, Satanás). Había palmeras y velas, y en la sala contigua, un hombre mayor tocaba las grandes canciones de Gershwin en un piano de cola: I hope that he / turns out to be / someone to watch over me.[2]
—¿Está usted con alguien? —le preguntó el maître.
—Aquel hombre de allá.
La primera vez que habían quedado, Ian la había llevado a ver Evil Dead III: el ejército de las tinieblas en el Odeón de Holloway Road. A Emma, que no era miedosa ni esnob, le gustaban las películas de terror más que a la mayoría de las mujeres, pero aun así le había parecido una elección extraña, curiosamente segura de sí misma. En el Everyman ponían Tres colores: Azul, y ella ahí, mientras tanto, mirando a un hombre con una sierra eléctrica en vez de brazo, y encontrándolo extrañamente refrescante. Siguiendo las convenciones, había esperado ser llevada a un restaurante a la salida del cine, pero a Ian, por lo visto, no le parecía completa una salida al cine sin primer plato, segundo palto y postre dentro de la propia sala. Miraba el puesto como si fuera una carta de restaurante: para empezar unos nachos, de plato principal un hot dog, y de postre unos chocolates Revels; y para bajarlo, todo un barreño de refresco tropical con hielo, grande como un torso humano, con el resultado de que las pocas escenas meditativas de Evil Dead III se habían visto acompañadas por el susurro cálido y tropical de Ian eructando con la mano en la boca.
Pero a pesar de todo (del amor a la ultraviolencia y a la comida salada, y de la mostaza en la barbilla), Emma se había divertido más de lo esperado. De camino al pub, Ian había cambiado de lado en la acera, para que a ella no la atropellase ningún autobús despistado —detalle curiosamente chapado a la antigua del que Emma nunca había sido objeto—, y habían comentado los efectos especiales, las decapitaciones y destripamientos, hasta que él, después de analizarlo, había declarado que era la mejor de la trilogía Evil Dead. En la vida cultural de Ian tenían un lugar preferente las trilogías y cajas recopilatorias, el humor y el terror. En el pub habían tenido un debate interesante sobre si una novela gráfica podía llegar a tener la misma profundidad y riqueza de significados que la popular serie Middlemarch, por ejemplo. Protector, atento, Ian era como un hermano mayor que sabía de muchas cosas francamente curiosas, con la diferencia de que se notaba que quería acostarse con ella. Su mirada era tan fija y entregada, que a menudo Emma se sorprendía tocándose la cara, por si tenía algo raro.
Era como le estaba sonriendo en el restaurante, mientras se levantaba con tal entusiasmo que sus muslos chocaron con la mesa, derramando agua de la llave en las aceitunas invitación de la casa.
—¿Pido un trapo? —dijo ella.
—No, no pasa nada; uso mi saco.
—No uses tu saco; toma mi servilleta.
—Pues ya jodí las aceitunas. ¡Me apresuro a añadir que no literalmente!
—Ah… Ya. Claro.
—¡Es un chiste! —bramó él, como gritando «¡fuego!».
No había estado tan nervioso desde la última y desastrosa noche de improvisación. Tranquilo, se dijo con firmeza al secar el mantel, y al levantar la mirada hacia Emma la vio quitarse el saco de verano, con ese echar los hombros hacia atrás y el pecho hacia delante que hacen las mujeres sin darse cuenta del ansia que despiertan. Allá estaba: segunda gran burbuja de amor y deseo a Emma Morley de la velada.
—Estás guapísima —le salió, sin poder aguantarse.
—¡Gracias! Tú también —dijo ella por puro reflejo.
Ian se había puesto uniforme de comediante: saco de lino arrugado y camiseta negra, que en honor de Emma no llevaba ningún nombre de grupo, ni ningún comentario irónico. Elegante, pues.
—Me gusta —dijo ella, señalando el saco—. ¡Tiene estilo!
Ian se frotó la solapa con el pulgar y el índice, como diciendo: «¿Qué, esto tan viejo?».
—¿Me da su saco, por favor? —dijo el mesero, guapo y elegante.
—Sí, gracias.
Emma se lo dio. Ian supuso que tendría que darle propina al final. No importaba. Emma lo valía.
—¿Quieren beber algo? —preguntó el mesero.
—Pues mire, creo que me tomaría un vodka-tonic.
—¿Doble? —dijo el mesero, tentándola a gastar aún más.
Cuando Emma miró a Ian, le vio una chispa de pánico en la cara.
—¿Es una imprudencia?
—No, no.
—¡Pues sí, uno doble!
—¿Y usted, señor?
—Yo espero el vino, gracias.
—¿Agua mineral?
—¡DE LA LLAVE! —bramó Ian. Luego añadió, más calmado—: De la llave está bien; bueno, si tú…
—De la llave está bien. —Emma le tranquilizó con una sonrisa. El mesero se fue—. Por cierto, no hace falta decirlo, pero esta noche pagamos a medias, ¿eh? Y no discutas. ¡Que estamos en 1993, hombre!
Ian sintió que la quería aún más. Decidió hacer un poco de teatro, para guardar las formas.
—¡Pero si eres estudiante, Em!
—Ya no. ¡Ahora soy profesora titulada! Hoy tuve la primera entrevista de trabajo.
—¿Y qué tal?
—¡Muy, muy bien!
—Felicidades, Em, me alegro mucho.
Ian se arrojó sobre la mesa para darle un beso en la mejilla, no, uno en cada mejilla, no, un momento, sólo una mejilla, no, de acuerdo, las dos.
La carta ya estaba estudiada de antemano para dar pie al humor. Aunque Emma intentara concentrarse, Ian hizo el numerito y se embarcó en una selección de los mejores chistes: que si para antipásticos los meseros, que si la pasta al dente a duras penne se cuece… ¿Y los frutti di mare? ¿Desde cuándo se pescaban las manzanas? ¿Y qué manía tenían ahora con el ragú? ¿Qué les había pasado a los espaguetis con tomate de toda la vida? Se preguntó cómo habrían dicho sopa de letras: ¿pasta en forma albafética con su caldo? A saber.
Chiste a chiste, Emma fue perdiendo esperanzas de cara a la velada. Se cree que con tanta risa acabaremos en la cama, pensó, pero donde acabaré yo de verdad es en el metro, yendo a casa. Al menos en el cine Ian tenía los Revels y la violencia para distraerse, mientras que allá, cara a cara, todo era verborrea compulsiva. Todos sus compañeros del curso de adaptación pedagógica eran chistosos profesionales, sobre todo en el pub, después de unas cervezas; y aunque ella lo encontrase exasperante, también se daba cuenta de que lo fomentaba: ellas sentadas y risueñas, y ellos haciendo trucos con cerillos y pegando rollos sobre programas infantiles u olvidadas chucherías de los setenta. La enfermedad de los caramelos, el desquiciante cabaret non-stop de los chicos en los pubs.
Se trincó el vodka. Ian ya tenía la carta de vinos, y estaba en pleno numerito sobre el esnobismo de aquel mundo: «una voluptuosa invasión de incendio en el bosque, con notas explosivas de manzana al toffee», etcétera. Aquella escena, el Do mayor del comediante aficionado, tenía el potencial de ser infinita. Emma se distrajo intentando imaginarse a un hombre teórico, una figura imaginaria que se limitase a mirar la carta de vinos sin montar el espectáculo, y pidiera uno sin pretensiones, pero con autoridad.
—… aromas de trozos de tocino ahumado con un fondo suculento de jirafa…
Me está aturdiendo a risas, pensó Emma. Supongo que podría interrumpirlo, o tirarle un panecillo, pero se los comió todos. Miró a los demás comensales, todos en plena actuación, y pensó: ¿ya está? ¿El amor romántico se reduce a esto, a una demostración de talento? Cena, acuéstate conmigo, enamórate y te prometo años y años de material de primera como el que estás oyendo.
—¿… imaginas que vendieran así la cerveza? —Acento de Glasgow—: «Nuestra Especial es de paladar sabroso, con francos matices de barrio popular, carrito de compras viejo y deterioro urbano. ¡Es ideal para la violencia doméstica!»
Se preguntó de dónde salía la falacia de que los hombres graciosos tienen algo irresistible. Cathy no pierde la cabeza por Heathcliff porque sea un chistoso. Lo más irritante de toda esa locuacidad era que Ian le caía bien, y que sus expectativas iniciales eran bastante altas, con cierta ilusión por volver a verle; a él, que ahora decía…
—… nuestro jugo de naranja es de color naranja, con un fondo muy marcado de naranjas…
Bueno, ya está bien.
—… ordeñada, no, sonsacada de ubres de vacas, la leche reserva 1989 se caracteriza por su lechosidad…
—Ian…
—¿Qué?
—¿Te puedes callar?
Siguió un silencio, en el que Ian puso cara de ofendido, y Emma se sintió violenta. Debía de haber sido el vodka doble. Intentó arreglarlo diciendo en voz alta:
—¿Y si pedimos un Valpolicella, y ya está?
Él consultó la carta.
—Moras y vainilla, pone aquí.
—¿Puede ser que lo hayan escrito porque es un vino que sabe un poco a moras y vainilla?
—¿A ti te gustan las moras y la vainilla?
—Me encantan.
Una mirada de reojo al precio.
—¡Pues lo pedimos!
Menos mal que a partir de ese momento la cosa empezó a mejorar un poco.
Hola, Em. Soy yo otra vez. Ya sé que has salido con el Risas, pero sólo quería decirte que cuando vuelvas, suponiendo que estés sola, he decidido que al final no iré al estreno. Me quedaré toda la noche en casa. Si quieres venir… Vaya, me gustaría. Yo te pago el taxi, y te podrías quedar a dormir. Pues eso. Cuando vuelvas, sea la hora que sea, llámame y toma un taxi. Ya está. Hasta luego, espero. Besos, y todo eso. Adiós, Em. Adiós.
Hablaron de los viejos tiempos, hacía ya tres largos años. Emma cenó sopa, y después pescado, mientras que Ian, que se había decidido por un surtido de hidratos de carbono, empezó con un enorme plato de pasta con carne, sobre la que hizo nevar parmesano hasta enterrarla. Sumada al vino tinto, le serenó un poco. También Emma se había relajado; de hecho, no andaba muy lejos de la borrachera. ¿Y por qué no? ¿No se lo merecía? Había dedicado los últimos diez meses a trabajar mucho en algo en lo que creía, y aunque algunas de las prácticas hubieran sido francamente aterradoras, era lo bastante lúcida como para darse cuenta de que lo hacía bien. Del mismo parecer habían sido en la entrevista de la tarde, evidentemente, visto cómo asentía y sonreía con aprobación el director. Aunque ella no se atreviese a decirlo en voz alta, sabía que el puesto ya era suyo.
Entonces ¿por qué no celebrarlo con Ian? Le examinó la cara mientras él hablaba, y llegó a la conclusión de que estaba más atractivo que antes, sin la menor duda; al verlo ya no pensaba en tractores. No tenía nada de refinado, ni de delicado; en un casting de película de guerra, podrían haberle dado el papel de inglés valiente que escribe cartas a su madre, mientras que Dexter…, ¿qué habría sido? Un nazi amanerado. Aun así, le gustaba su manera de mirarla. Cariñosa, he ahí la palabra. Cariñosa y borracha. También ella se sentía pesada, y sensual, y cariñosa.
Ian le sirvió lo que quedaba de vino.
—¿Y qué, de los del grupo ves a alguno?
—La verdad es que no. Me encontré una vez a Scott en Ave César, aquella porquería de italiano, y estaba bien. Aún le duraba el enojo. Por lo demás, procuro evitarlo. Es un poco como la cárcel: vale más no relacionarse con los otros ex presos. Menos contigo, claro.
—No estaba tan mal, ¿no? Trabajar allí.
—Bueno, son dos años de mi vida que no repetiría. —Dicha en voz alta, la observación la impactó, pero la ventiló con un encogimiento de hombros—. No sé. Supongo que no fue muy buena época, y ya está.
Ian empujó los nudillos de Emma con los suyos, con una sonrisa atribulada.
—¿Por eso no me contestabas cuando te llamaba?
—¿No te contestaba? No sé, es posible. —Emma se llevó la copa a los labios—. Ahora estamos aquí. Cambiemos de tema. ¿Cómo va la carrera de comediante?
—Bien, bien. Tengo unas presentaciones de improvisación donde se hace todo sobre la marcha, imprevisible al cien por ciento. ¡A veces no les hago ninguna gracia! Aunque supongo que es la emoción que tiene improvisar, ¿no?
Emma no estaba segura de que fuera así, pero asintió con la cabeza.
—También tengo una función los jueves por la noche en el Don Risas de Kennington. Es un poco más incisivo, más de temas. Como lo de Bill Hicks con los anuncios, ¿sabes? Los típicos anuncios tontos de la tele…
Volvió a hacer el numerito. Emma dejó su sonrisa en fotograma parado. Mejor no decírselo, porque la habría matado, pero desde que lo conocía, Ian debía de haberla hecho reír dos veces, una de ellas al caerse por la escalera del sótano. Era un hombre con mucho sentido del humor, pero al mismo tiempo no tenía ninguna gracia. A diferencia de Dexter. A Dexter no le interesaban para nada los chistes; probablemente el sentido del humor le pareciese un poco violento y no muy en la onda, como la conciencia política, pero en su compañía Emma se reía todo el rato, a veces histéricamente, hasta mearse un poco encima. Durante las vacaciones en Grecia se habían reído diez días seguidos, una vez zanjado el pequeño malentendido. Se preguntó dónde estaría Dexter en aquel momento.
—¿Y qué, lo has visto por la tele? —dijo Ian.
Emma dio un respingo, como si la hubieran atrapado.
—¿A quién?
—A tu amigo Dexter, en aquella tontería de programa.
—A veces; si está puesto, vamos.
—¿Y él cómo está?
—Ah, muy bien, como siempre; bueno, un poco loco, si quieres que te diga la verdad; un poco desquiciado. Tiene a su madre enferma, y bueno… no se lo está tomando muy bien.
—Cuánto lo siento. —Ian puso cara de preocupación, buscando la manera de cambiar de tema; no por insensibilidad, sino porque no quería que le estropease la velada la enfermedad de alguien a quien no conocía—. ¿Hablan mucho?
—¿Con Dex? Casi todos los días, aunque no lo veo mucho. Con tantos compromisos de la tele, y tantas novias…
—Ahora ¿con quién sale?
—Ni idea. Son como los peces que te compras en las ferias: no tiene sentido ponerles nombre, porque nunca duran mucho. —No era la primera vez que lo decía. Esperó que a Ian le gustara la frase, pero se quedó muy serio—. ¿Por qué pones esa cara?
—Supongo que es que nunca me cayó muy bien.
—Me acuerdo.
—Y eso que me esforzaba.
—Bueno, no te lo tomes como nada personal. Es que no sabe tratar con hombres. No le ve sentido.
—La verdad es que siempre me daba la impresión…
—¿De qué?
—De que te daba un poco por sentada.
¡Otra vez yo! Nada, sólo para ver si estabas. Un poco borracho, la verdad. Un poco sentimental. Eres de lo que no hay, Emma Morley. Estaría bien verte. Llama cuando llegues. ¿Qué más quería decir? Nada, sólo que eres de lo que no hay. Pues eso. Cuando llegues llama. Llámame.
Cuando llegaron los segundos brandies, ya no podía discutirse que estuvieran borrachos. Parecía borracho todo el restaurante, incluido el pianista canoso, que se enredaba con las teclas al tocar I Get a Kick Out of You, y le daba pisotones al pedal de sostenido como si le hubieran cortado el cable del freno. Emma, obligada a levantar la voz, que oía resonar en su cabeza al hablar con gran pasión y fuerza sobre su nueva carrera.
—Es en un instituto grande del norte de Londres, para dar lengua y literatura, y un poco de teatro. Un colegio agradable, con mezcla de verdad, no de esos de las afueras donde se pasan el día tratándote de usted. Vaya, que los chavos son un poco conflictivos, pero no pasa nada. A esa edad es como se tiene que ser. Bueno, lo digo ahora. Luego seguro que me comen viva, los muy cabroncetes. —Dio vueltas al brandy en la copa como había visto en las películas—. Me veo sentada al borde de la mesa, explicando que Shakespeare fue el primer rapero, o algo así, y un montón de niños mirándome con la boca abierta, hipnotizados. Como si me imaginara en andas sobre hombros jóvenes y exaltados. Será como me mueva por todo el colegio, por el estacionamiento, el comedor… Iré por todas partes a hombros de chicos que me adoren. Una profesora de esas de carpe diem.
—Perdona, ¿profesora de qué?
—De carpe diem.
—¿Carpe…?
—¡Sí, hombre, aprovecha el día!
—¿Quiere decir eso? ¡Yo creía que era aprovecha la carpeta!
Emma soltó un educado hipido de risa, que Ian se tomó como un pistoletazo de salida.
—¡Ahí fue donde me equivoqué! Si llego a saberlo, ¡qué diferente habría sido el colegio! ¡Uau! Tantos años llenando papeles…
Ya estaba bien.
—No lo hagas, Ian —dijo ella bruscamente.
—¿Qué?
—Ponerte a actuar. No hace falta, ¿sabes? —Ian puso cara de ofendido. Arrepentida de su tono, Emma se inclinó para tomarle la mano por encima de la mesa—. Sólo lo digo porque no hace falta que estés todo el rato observando, o haciendo comentarios ingeniosos, o contando chistes. Esto no es una improvisación, Ian; sólo es… pues eso, hablar y escuchar.
—Perdona, es que…
—No, si no eres sólo tú; son todos los hombres, que se pasan el día haciendo el numerito. Mira que… ¡No sé lo que daría por alguien que sólo hablase y escuchase! —Era consciente de estar hablando demasiado, pero la arrastraba su propio ímpetu—. Es que no entiendo qué hace falta. Esto no es ninguna prueba.
—Bueno, un poco sí, ¿no?
—Para mí no. No tiene por qué serlo.
—Perdona.
—Y no te disculpes todo el rato.
—Ah. De acuerdo.
Ian se quedó un momento callado. Ahora la que tenía ganas de disculparse era Emma. Hacía mal en decir lo que pensaba. Nunca servía de nada decir lo que se piensa. Justo cuando iba a disculparse, Ian suspiró y se apoyó la mejilla en el puño.
—Yo creo que es porque cuando vas al colegio, y no eres especialmente listo, guapo, simpático o lo que sea, si un día dices algo y se ríen… pues te aferras a eso, ¿no? Piensas: corro raro, tengo la cara grande y de tonto, los muslos gordos, y no le gusto a nadie, pero al menos puedo hacer reír a la gente. Y es una sensación tan agradable, hacer reír a alguien, que luego igual se crea un poco de dependencia. Parece que si no haces gracia ya no eres… nada. —Estaba mirando la mesa. Mientras formaba una pequeña pirámide de migas con las puntas de los dedos, dijo—: De hecho, pensaba que quizá lo supieras por experiencia.
Emma se puso una mano en el pecho.
—¿Yo?
—Lo de actuar.
—Yo no actúo.
—Lo de los peces de las ferias ya lo habías dicho antes.
—No, lo… ¿y qué?
—Pues que creo que nos parecemos. En algunos casos.
La primera reacción de Emma fue ofenderse. Mentira, tuvo ganas de decir; qué idea tan absurda; pero Ian le estaba sonriendo tan… ¿qué palabra era? Cariñosamente… Por otro lado, quizá hubiera estado un poco dura. Prefirió encogerse de hombros.
—Aunque no lo creo.
—¿Qué?
—Que no le gustaras a nadie.
Ian puso una voz cómica, nasal.
—Las pruebas documentales parecen indicar lo contrario.
—Yo estoy aquí, ¿no? —Silencio. Decididamente, Emma había bebido demasiado. Ahora era ella la que jugaba con las migas de la mesa—. Por cierto, estaba pensando que en los últimos tiempos has mejorado mucho de imagen.
Ian se agarró la barriga con las manos.
—Es que hago deporte.
Emma se rio, con naturalidad. Después le miró y llegó a la conclusión de que en el fondo no estaba mal de cara; no era una carita de niñito guapo, sino de hombre como Dios manda. Ya sabía que después de pagar la cuenta Ian intentaría darle un beso, y ella, esta vez, se dejaría.
—Nos tendríamos que ir —dijo.
—Voy a pedir la cuenta. —Ian le hizo al mesero la señal de firmar—. Es curiosa esta mímica que hace todo el mundo, ¿no? Me gustaría saber a quién se le ocurrió.
—Ian…
—¿Qué? Perdona. Perdona.
Cumpliendo su promesa, dividieron la cuenta a partes iguales. A la salida, Ian abrió la puerta y le dio una patada a la vez, para parecer que se había dado un golpe en la cara.
—Un poco de humor físico.
Fuera se había formado una densa cortina de nubes negras y moradas. El viento cálido tenía el regusto férreo que anuncia las tormentas. Cruzando la plaza hacia el norte, a Emma no le molestó el mareo, ni el sabor a brandy, sino todo lo contrario. Siempre había odiado Covent Garden, con sus grupos de peruanos con flautas de pan, sus malabaristas y su diversión forzada, pero aquella noche le pareció bien, del mismo modo que le pareció bien, y natural, ir del brazo de aquel hombre siempre tan amable e interesado por ella, aunque llevase el saco al hombro, cogido por la tira del cuello. Al mirar hacia arriba, le vio ceñudo.
—¿Qué te pasa? —preguntó, apretándole el brazo con el suyo.
—No, nada, es que tengo la impresión de haberlo estropeado un poco, la verdad. Poniéndome nervioso, esforzándome demasiado, haciendo comentarios tontos… ¿Sabes lo peor de ser comediante de monólogos?
—¿La ropa?
—Que la gente siempre espera que estés actuando. Está todo el rato buscando ri…
Para cambiar de tema, entre otras cosas, Emma le puso las manos en los hombros y le usó como apoyo para ponerse de puntillas y darle un beso. Tenía la boca húmeda, pero caliente.
—Mora y vainilla —murmuró con los labios en los de Ian, aunque en realidad supiera a parmesano y alcohol.
Le dio igual. Él se rio en mitad del beso. Emma apoyó los talones en el suelo y le miró, tomándole la cara. Parecía a punto de llorar de gratitud. Estuvo contenta de haberlo hecho.
—Emma Morley, ¿te puedo decir…? —Ian la miró con gran solemnidad—. Creo que eres una bomba.
—Tú siempre tan halagador —dijo ella—. ¿Vamos a tu casa? Antes de que empiece a llover.
Adivina quién soy. Las diez y media. ¿Dónde estás a estas horas, zorra? Bueno, nada. Llámame a la hora que sea, que yo de aquí no me muevo. Adiós. Adiós.
La única luz del estudio de Ian, situado en Cally Road, a la altura de la calle, eran los faroles de sodio, y de vez en cuando el foco de los autobuses de dos pisos que pasaban. Varias veces por minuto vibraba toda la habitación, sacudida por alguna, o varias, de las líneas Piccadilly, Victoria y Northern, y de las de autobuses 30, 10, 46, 214 y 390. En términos de transporte público, probablemente fuera el mejor departamento de Londres, pero sólo en esos términos. Emma notaba el temblor en la espalda, acostada en el sofá-cama, con las mallas bajadas por las piernas.
—Éste ¿cuál era?
Ian escuchó el temblor.
—Piccadilly, hacia el este.
—¿Cómo lo aguantas, Ian?
—Te acostumbras. Además, tengo esto… —Señaló el alféizar, donde había dos gusanos gordos de cera gris—. Tapones de cera moldeables para las orejas.
—Ah, qué bonito.
—Lo que pasa es que el otro día olvidé quitármelos, y creía que tenía un tumor cerebral. Se puso todo un poco Te amaré en silencio, no sé si me entiendes.
Emma se rio, antes de gemir por la expulsión de otra burbuja de náuseas. Ian le tomó la mano.
—¿Te encuentras mejor?
—Perfecto, mientras no cierre los ojos.
Emma se volteó a mirar a Ian, y al apartar los pliegues del edredón para verle la cara le dio cierto reparo observar que el edredón carecía de funda, y tenía color de sopa de champiñones. La habitación olía a tienda benéfica, el olor de los hombres que viven solos.
—Creo que es culpa del segundo brandy.
Ian sonrió. En ese momento, sin embargo, barrió la habitación la luz blanca de un autobús, y Emma vio su cara de preocupación.
—¿Estás enfadado?
—Claro que no. Es que… darle un beso a una chica, y que se aparte porque tiene náuseas…
—Ya te dije que sólo es por haber bebido. Me la estoy pasando genial, de verdad. Sólo necesito recuperar el aliento. Ven aquí…
Se sentó para besarlo, pero su mejor brasier se le había subido, clavándole el refuerzo metálico en las axilas.
—¡Ay, ay, ay!
Lo puso en su sitio. Luego se echó hacia delante, con la cabeza entre las rodillas. Ian le estaba frotando la espalda, como una enfermera. Emma se avergonzó de haberlo estropeado todo.
—Creo que es mejor que vaya yendo.
—Ah… Bueno, si es lo que quieres…
Escucharon el ruido de neumáticos en la calle mojada, mientras registraba la habitación otra luz blanca.
—¿Y éste?
—El 30.
Emma se subió las mallas, se levantó y se giró la falda, sin mucho equilibrio.
—¡Me la he pasado muy bien!
—Yo también…
—Lo que pasa es que bebí demasiado…
—Yo también…
—Me voy a casa, a que se me pase…
—Lo entiendo. Aunque es una pena.
Miró su reloj. Las 23:52 horas. Bajo sus pies retumbó un tren, recordándole que estaba en el centro exacto de un nudo de transportes muy considerable. Cinco minutos a pie hasta King’s Cross, la Piccadilly hacia el oeste, y a las doce y media en casa, como muy tarde. En el cristal de la ventana llovía, pero no mucho.
Se imaginó la segunda caminata, el silencio del piso vacío al intentar meter la llave, y la ropa mojada pegándose a la espalda. Se imaginó sola en la cama, con el techo dando vueltas y la Tahití corcoveando, entre náuseas y arrepentimientos. ¿Tan malo era quedarse, con un poco de calor, cariño e intimidad, para variar? ¿Tantas ganas tenía de ser de esas chicas que a veces veía en el metro, resacosas, pálidas, nerviosas, vestidas para la fiesta de la noche anterior? Las ventanas recibieron una ráfaga de lluvia, algo más fuerte que antes.
—¿Quieres que te acompañe a la estación? —dijo Ian, metiéndose la camiseta—. O…
—¿Qué?
—También puedes quedarte aquí a dormir, para que se te pase. Los dos acurrucados, y ya está…
—Acurrucados.
—Sí, acurrucados, abrazados. O ni siquiera eso. Si quieres nos pasamos toda la noche tiesos de vergüenza.
Emma sonrió. Él también, esperanzado.
—Solución para los lentes de contacto —dijo ella—. No tengo.
—Yo sí.
—No sabía que llevaras lentes de contacto.
—Pues ya ves, algo más que tenemos en común. —Ian sonrió. Ella también—. Si tienes suerte, hasta es posible que me sobren unos tapones de cera para las orejas.
—Pero qué labia tienes, Ian Whitehead.
—Contesta, contesta, contesta. Casi es medianoche. Cuando den las doce me convertiré en… ¿en qué? No sé…, probablemente en un idiota. Pero bueno, si oyes este…
—¿Hola? ¿Hola?
—¡Estás ahí!
—Hola, Dexter.
—No te he despertado, ¿no?
—Acabo de entrar. ¿Estás bien, Dexter?
—Sí, sí, perfecto.
—Es que suenas a hecho polvo.
—No, para nada, si estoy de fiesta. Yo solo. Una fiestecita privada.
—Pues baja la música, ¿de acuerdo?
—Mira, es que estaba pensando… espera, ya le bajo a la música… que si quieres venir. Hay champán, música, y puede que hasta droga. ¿Hola? ¿Hola? ¿Me oyes?
—Creía que habíamos decidido que no era buena idea.
—¿Ah, no? Pues a mí me parece una idea genial.
—No puedes llamar después de tanto tiempo y esperar que te…
—¡Venga, Naomi, por favor! Te necesito.
—¡No!
—En media hora puedes estar aquí.
—¡No! Llueve a cántaros.
—No quería decir caminando. Toma un taxi, y yo lo pago.
—¡Te dije que no!
—Es que necesito ver a alguien, Naomi, de verdad.
—¡Pues llama a Emma!
—Emma no está en casa. Y no me refiero a ese tipo de compañía. Ya me entiendes. La cuestión es que esta noche, como no toque a otro ser humano, creo que me moriré. En serio.
—…
—Sé que me escuchas. Te oigo respirar.
—Bueno.
—¿Bueno?
—Llego en media hora. Para de beber. Espérame.
—¿Naomi? ¿Te das cuenta, Naomi?
—¿De qué?
—¿Te das cuenta de que me estás salvando la vida?