Capítulo 6
Química
JUEVES 15 DE JULIO DE 1993
Primera parte: La versión de Dexter
Brixton, Earls Court y Oxfordshire
Últimamente, las noches y las mañanas tienden a fundirse. Han quedado obsoletos los anticuados conceptos de mañana y tarde, y Dexter está viendo muchos más amaneceres de lo que tenía por costumbre.
El 15 de julio de 1993, el sol sale a las 5.01. Dexter lo ve desde la parte trasera de una camioneta destartalada, volviendo de Brixton, del departamento de un desconocido; bueno, no exactamente un desconocido, sino una muy reciente amistad, una de las muchas que hace últimamente, esta vez un tal Gibbs, o Gibbsy (¿o Biggsy?), diseñador gráfico, y la loca de su amiga, Tara, una cosita diminuta, como un pajarito, con ojos de dormida y una boca ancha y roja, que no habla mucho; prefiere comunicarse por medio de masajes.
A quien conoce primero es a Tara, justo después de las dos de la madrugada, en el club que hay en los arcos del viaducto del tren. Lleva toda la noche viéndola en la pista, con una gran sonrisa en su bonita cara de duende, apareciendo inesperadamente detrás de algún desconocido cuyos hombros, o base de la espalda, empieza a frotar. Finalmente le llega el turno a Dexter. Asiente, sonríe y espera a que se haga lentamente la luz. Y sí, en efecto: ella frunce el ceño, se pone los dedos casi en la punta de la nariz y dice lo que últimamente dicen todos, que es:
—¡Tú eres famoso!
—¿Y tú quién eres? —grita él por encima de la música, tomándole las manos, pequeñas y huesudas, y separándolas, como si fuera un gran reencuentro.
—¡Me llamo Tara!
—¡Tara! ¡Tara! ¡Hola, Tara!
—¿Eres famoso? ¿De qué eres famoso? ¡Dímelo!
—Salgo por la tele. Salgo en un programa de la tele que se llama marcha loca. Hago entrevistas a cantantes.
—¡Lo sabía! ¡Sí eres famoso! —grita ella, encantada. Se yergue de puntillas y le da un beso en la mejilla, tan amablemente que Dexter se siente impulsado a gritar por encima de la música:
—¡Eres un encanto, Tara!
—¡Soy un encanto! —grita ella—. Soy un encanto, pero no soy famosa.
—¡Pues deberías ser famosa! —grita Dexter, poniéndole las manos en la cintura—. ¡Yo creo que debería ser famoso todo el mundo!
Es un comentario hecho sin pensar, y que no quiere decir nada, pero parece que a Tara la conmueve la actitud, porque dice:
—¡Aaaaaaaah! —Se pone de puntillas y le apoya en el hombro su cabecita de elfo—. Me pareces súper encantador —le grita al oído.
Dexter no se lo discute.
—Tú a mí también —dice.
Se atascan en un círculo de «eres un encanto» potencialmente infinito. Ahora bailan juntos, con las mejillas pegadas y sonriéndose sin parar. A Dexter vuelve a sorprenderle lo fáciles que pueden ser las conversaciones cuando nadie está del todo bien de la cabeza. Antiguamente, cuando el único recurso de la gente era el alcohol, hablar con una chica entrañaba mucho contacto visual, invitar copas y horas de preguntas educadas sobre libros, películas, padres y hermanos. En cambio ahora se puede pasar casi enseguida de «¿cómo te llamas?» a «enséñame tu tatuaje», por ejemplo, o «¿qué ropa interior llevas?». Tiene que ser un adelanto, seguro.
—Eres un encanto —grita él. Ella le pega las nalgas a los muslos—. Eres pequeñísima. ¡Como un pájaro!
—Pero fuerte como un buey —grita ella por encima del hombro, flexionando un buen bíceps, del tamaño de una mandarina. Es tan pequeño, su pequeño bíceps, que Dexter se ve impulsado a besarlo—. Qué guapo eres. Eres más guapo…
—Tú también eres maja —replica él, pensando: pero qué increíblemente va esto, qué gusto de intercambio. Tara es tan pequeña y mona que le recuerda a un pajarito, un reyezuelo, pero como no encuentra la palabra «reyezuelo», le toma las manos, se las estira y le grita al oído—: ¿Cómo se llama ese pájaro diminuto que cabe en una caja de cerillos?
—¿Qué?
—UN PÁJARO QUE METES EN UNA CAJA DE CERILLOS CABE EN UNA CAJA DE CERILLOS UN PÁJARO MUY PEQUEÑO PARECES UN PAJARITO QUE NO ME ACUERDO DE CÓMO SE LLAMA. —Separa dos o tres centímetros el índice y el pulgar—. UN PÁJARO PEQUEÑO MUY PEQUEÑO TÚ TE PARECES.
Ella mueve la cabeza, para decir que sí o por seguir la música. Sus párpados caídos empiezan a temblar. Tiene las pupilas dilatadas y se le ponen los ojos en blanco, como a las muñecas de la hermana de Dexter. Él ya no se acuerda de qué se trataba la conversación; por un momento no entiende nada, y por eso cuando Tara le toma las manos, y se las aprieta, y le dice otra vez que es un encanto y que tiene que conocer a sus amigos, porque también son un encanto, no se opone.
Mira a todas partes buscando a Callum O’Neill, su antiguo compañero de departamento de la universidad. Lo ve poniéndose el abrigo. De ser el hombre más perezoso de todo Edimburgo, Callum ha pasado a tener éxito en los negocios: hombre grandote, de trajes caros, enriquecido gracias al reciclaje de computadoras. Pero al éxito le ha acompañado la moderación; nada de drogas, y no pasarse de alcohol las noches de entre semana. En este ambiente se le ve incómodo, cuadrado. Dexter se acerca y le toma las manos.
—¿Adónde vas, colega?
—¡A casa! Son las dos de la madrugada. Tengo trabajo.
—Ven conmigo. ¡Quiero presentarte a Tara!
—Dex, no quiero conocer a ninguna Tara. Tengo que irme.
—¿Sabes qué? ¡Que eres un peso pluma!
—Y tú estás un poco eufórico. Anda, haz lo que tengas que hacer. Mañana te llamo.
Dexter le da un abrazo a Callum, y le dice que es un tipo genial, pero Tara vuelve a tirarle de la mano, así que se gira y se deja llevar entre la gente hacia uno de los espacios chill-out.
Es un club caro, supuestamente de nivel, aunque últimamente Dexter casi nunca paga nada. También está demasiado tranquilo para un jueves por la noche, aunque al menos no ponen esa música tecno tan horrible, ni hay de esos niñitos espantosos, de esos huesudos y con la cabeza rapada que se quitan la camisa y te ponen la cara en las narices, enseñando los dientes y apretando las mandíbulas. Lo que hay, principalmente, son muchos veinteañeros agradables y de clase media, la gente con la que se identifica Dexter, como los amigos de Tara, sin ir más lejos: retozando sobre grandes cojines, fumando, hablando y mascando. Conoce a Gibbsy (¿o Biggsy?), al Encanto de Tash y a su novio Stu Stewpot, y a Spex, que lleva lentes, y a su novio Mark, que parece que se llama sólo Mark, qué decepción; y todos le ofrecen su chicle, agua y Marlboro Lights. A la amistad siempre se le da mucho bombo, pero la verdad es que aquí parece increíblemente fácil, y en poco tiempo Dexter se empieza a imaginar que se van juntos de vacaciones en una casa sobre ruedas, y que hacen parrilladas en la playa mientras se pone el sol, y a ellos parece que también les cae bien, le preguntan cómo es salir por la tele, a qué otros famosos conoce, y él les cuenta algunos chismes verdes, y todo el rato Tara encaramada a su espalda, haciéndole masajes en el cuello y los hombros con sus dedos pequeños y huesudos, provocando pequeños estremecimientos de euforia, hasta que de repente, sin saber por qué, se para la conversación, unos cinco segundos de silencio, pero suficientes para que le asalte por sorpresa un destello de sobriedad, y se acuerda de lo que tiene que hacer mañana, no, mañana no, hoy, ay, Dios mío, dentro de unas horas, y siente el primer escalofrío de pánico y miedo de la noche.
Pero tranquilo, que no pasa nada, porque Tara está diciendo vamos a bailar antes de que se nos pase, así que van todos y forman un grupo no muy compacto en los arcos del viaducto, frente al DJ y a las luces, y bailan un rato en el hielo seco, sonriendo mucho, asintiendo con la cabeza y mirándose con esas caras raras, tensas, cejijuntas; pero ahora, más que de euforia, asienten y sonríen por necesidad de que les aseguren que aún se están divirtiendo, que no está a punto de acabarse. Dexter no sabe si quitarse la camisa, a veces ayuda, pero ha pasado el momento. Alguien grita cerca de él, pero sin ganas, y no convence a nadie. El enemigo, la conciencia de sí mismo, avanza lentamente; el primero en sucumbir es Gibbsy, o Biggsy, diciendo que la música es una mierda, y todos paran de bailar de golpe, como si se hubiera roto un conjuro.
Yendo hacia la salida, Dexter se imagina el trayecto a su casa, la masa amenazante de taxis ilegales que habrá fuera del club, el miedo irracional a ser asesinado, el departamento vacío de Belsize Park, y horas de insomnio lavando la ropa y ordenando sus discos de vinil hasta que deje de latirle la cabeza y pueda dormir y hacer frente al día, y siente otra oleada de pánico. Necesita compañía. Mira a su alrededor, buscando una cabina telefónica. Podría ver si Callum aún está despierto, pero ahora no le vale la compañía masculina. Podría llamar a Naomi, pero estará con su novio, o a Yolande, pero está de rodaje en Barcelona, o a Ingrid la Tremenda, pero dijo que si volvía a verle, le sacaría el corazón, o a Emma, eso, Emma, no, Emma no, en estas condiciones no, no lo entiende ni le parece bien. Sin embargo, a quien más ganas tiene de ver en este momento es a Emma. ¿Por qué no está con él? Tiene muchas cosas que preguntarle, como por qué nunca han estado juntos, sería genial, un equipo, una pareja, Dex y Em, Em y Dex, lo dice todo el mundo. Le toma por sorpresa este ataque repentino de amor a Emma. Decide tomar un taxi a Earls Court y decirle lo genial que es, que la quiere de verdad, y qué sexy es, cómo es posible que no se dé cuenta, y por qué no lo hacen y ya está, a ver qué pasa, y si no funciona nada, si se quedan hablando, al menos será mejor que pasar la noche solo. Pase lo que pase, no puede estar solo…
Ya tiene el teléfono en la mano cuando, menos mal, Biggsy, o Gibbsy, les propone ir todos a su casa, no queda lejos, así que salen del club y vuelven a Coldharbour Lane con la seguridad de cuando se va en grupo.
El departamento es un espacio grande sobre un viejo pub. Cocina, salón, dormitorio, cuarto de baño… Todo junto, sin paredes ni concesiones a la intimidad salvo la cortina de baño semitransparente que rodea el inodoro. Mientras Biggsy prepara el equipo de música, los otros se echan todos sin orden ni concierto en una cama enorme con dosel, cubierta de irónicas pieles de tigre acrílicas y sábanas negras sintéticas. Encima de la cama hay un espejo semicursi. Se quedan mirándolo con los párpados caídos, admirándose desparramados, con cabezas en regazos y manos que buscan a tientas otras manos, jóvenes y listos, atractivos y con éxito, informados y no del todo bien de la cabeza, pensando en lo guapos que están y en lo muy amigos que serán de ahora en adelante. Habrá picnics en Hampstead Heath, largos domingos matando el tiempo en el pub, y Dexter vuelve a divertirse.
—Me pareces increíble —le dice alguien a alguien; da igual quién, porque son todos increíbles, de verdad; la gente es increíble.
Pasan las horas sin que nadie se dé cuenta. Ahora hay alguien hablando de sexo, y compiten en hacer revelaciones personales de las que se arrepentirán por la mañana. Hay gente que se besa, y Tara le sigue toqueteando el cuello, clavando sus dedos duros y pequeños en la parte superior de la columna, pero ya se ha pasado todo el efecto de las drogas, y lo que era un masaje relajante se convierte en una serie de golpes y pinchazos, y al levantar la mirada hacia la cara de duende de Tara, de pronto la ve tensa y amenazadora, con la boca demasiado grande y los ojos demasiado redondos, como una especie de mamífero sin pelo. También se da cuenta de que es mayor de lo que se pensaba —por Dios, pero si debe de andar sobre los treinta y ocho—, y de que tiene una especie de pasta blanca entre los dientes, como masa, y Dexter ya no puede controlar que suba por su columna el pavor al día que tiene por delante, miedo, aprensión y vergüenza que se manifiestan como un pegajoso sudor químico. De repente se sienta, tirita y se pasa lentamente las manos por la cara, de arriba abajo, como si se la limpiase de algo tangible.
Empieza a hacerse de día. En Coldharbour Lane cantan mirlos, y tiene la sensación —tan nítida que casi es una alucinación— de estar completamente hueco; vacío, como un huevo de Pascua. Tara, la masajista, le ha creado un nudo grande y enredado de tensión entre los hombros; se ha parado la música, y en la cama alguien pide té, y todos quieren té, té, té, así que Dexter se suelta y va al enorme refrigerador, el mismo modelo que tiene él, siniestro e industrial, como salido de un laboratorio de genética. Abre la puerta y mira fijamente. Hay una ensalada que se está pudriendo en la bolsa, con el plástico inflado, a punto de reventar. Le tiemblan los ojos en las órbitas, provocando un último espasmo visual. Al enfocarlos, ve una botella de vodka. Escondido tras la puerta del refrigerador, se bebe unos cinco centímetros, y para que pase mejor se toma un trago de jugo de manzana agrio que le pica en la lengua, repulsivamente. Hace una mueca y se lo traga, junto con el chicle. Alguien vuelve a pedir té. Encuentra el tetrapack de la leche, lo sopesa y tiene una idea.
—¡No hay leche! —grita.
—Debería haber —grita Gibbsy o Biggsy.
—No. Vacía. Voy por más. —Vuelve a meter en el refrigerador el cartón lleno, sin abrir—. Vuelvo en cinco minutos. ¿Alguien quiere algo? ¿Cigarros? ¿Chicles?
A falta de respuesta por parte de sus nuevos amigos, se va discretamente, baja por la escalera dando tumbos y sale a la calle, embistiendo la puerta como si le faltara oxígeno. Luego echa a correr, y no vuelve a ver nunca a esa gente tan increíble.
En Electric Avenue encuentra una central de minitaxis. El 15 de julio de 1993, el sol sale a las 5.01, y Dexter Mayhew ya está en el infierno.
Emma Morley come bien, y bebe con moderación. Últimamente duerme sus buenas ocho horas, y se despierta ella sola sin problemas, justo antes de las seis y media. Entonces se bebe un gran vaso de agua: los primeros 250 ml de su litro y medio diario, servidos de una jarra recién comprada, en un vaso a juego que recibe un haz de luz matutina al lado de su cama doble, limpia y caliente. Una jarra. Posee una jarra. Apenas puede creer que sea verdad.
También tiene muebles en propiedad. Veintisiete años son demasiados para hacer vida de estudiante. Ahora es dueña de su propia cama, grande, de hierro forjado y mimbre, comprada durante las rebajas de verano en una tienda de mobiliario colonial de Tottenham Court Road. Es el modelo Tahití, y ocupa todo el dormitorio de su piso de al lado de Earls Court Road. El edredón es de plumón de oca, y las sábanas, de algodón egipcio, que, según le informó la vendedora, es el mejor algodón que se conoce; todo ello representa una nueva época de orden, independencia y madurez. Los domingos por la mañana se tumba a solas en la Tahití, como si fuera una balsa, y escucha Porgy and Bess, Mazzy Star, el Tom Waits de antes y un LP de las suites para violonchelo de Bach, con los chasquidos entrañables del vinil. Bebe litros de café, y escribe pequeñas observaciones e ideas para relatos con su mejor pluma, en páginas blanco lino de cuadernos caros. A veces, si le sale mal, duda de si lo que toma por amor a la palabra escrita no será, en realidad, simple fetichismo por los artículos de escritorio. Los escritores de verdad, los que lo son de nacimiento, garabatean en trozos de basura, en el dorso de boletos de autobús, en las paredes de las celdas… Emma, con un gramaje menor de 120, ya no sabe qué hacer.
Otras veces, en cambio, se pasa horas escribiendo tan feliz, como si las palabras estuvieran allí desde siempre, satisfecha y sola en su departamento de un solo dormitorio. Sola, pero no porque se sienta así, o casi nunca. Sale cuatro noches por semana, y si quisiera, podría salir más. Conserva sus viejas amistades, y también tiene otras nuevas, entre sus compañeros de clase de la Facultad de Pedagogía. Los fines de semana aprovecha a fondo las guías del ocio, todo menos la sección de salir de noche, que con su jerga es como si estuviera escrita en rúnico. Tiene la sospecha de que ella no bailará nunca jamás en brasier en una sala llena de espuma. Mejor. En vez de eso, va con sus amigos a cines de arte y galerías, cuando no alquilan una casa, se dan buenos paseos por el campo y fingen que es donde viven. La gente le dice que tiene mejor aspecto, más segura de sí misma. Ha renunciado a las ligas de pelo aterciopeladas, el tabaco y la comida a domicilio. Tiene cafetera, y es la primera vez en su vida que se está planteando invertir en bolsas de hierbas aromáticas.
Suena el radiodespertador, pero Emma se da el lujo de quedarse en la cama, escuchando las noticias. John Smith tiene problemas con los sindicatos. Para ella es desgarrador, porque le gusta John Smith; parece buena persona, sabio, como un director de colegio. Hasta su nombre hace pensar en firmes principios de hombre del pueblo. Una vez más, toma nota mentalmente de estudiar la posibilidad de afiliarse al Partido Laborista; así quizá no tenga tan mala conciencia, ahora que ya no es de la Campaña por el Desarme Nuclear. No es que no simpatice con sus objetivos, pero empieza a parecerle un poco ingenuo exigir el desarme multilateral, un poco como exigir la bondad universal.
A sus veintisiete años, Emma se pregunta si no se estará haciendo mayor. Antes estaba orgullosa de no querer ver los dos lados de una discusión, pero ahora cada vez acepta más que todo es más ambiguo y complejo de lo que le parecía. Está claro que no entiende las siguientes dos noticias, que son sobre el Tratado de Maastricht y la guerra en Yugoslavia. ¿No debería tener opinión, tomar partido, boicotear algo? Al menos con el apartheid tenías las cosas claras. Ahora hay guerra en Europa, y ella, personalmente, no ha hecho nada en absoluto para remediarlo. Demasiado ocupada comprando muebles. Desazonada, se quita de encima el nuevo edredón y, encajonándose en el minúsculo pasillo que forman el lado de la cama y las paredes, avanza de lado hacia el vestíbulo, para entrar en un baño diminuto, en el que nunca tiene que esperar, puesto que vive sola. Tira la camiseta en la cesta de mimbre de la ropa sucia —mucho mimbre en su vida desde aquellas rebajas tan determinantes de Tottenham Court Road—, se pone los lentes de siempre y se planta desnuda ante el espejo, echando los hombros hacia atrás. Podría ser peor, piensa, y entra en la regadera.
Desayuna mirando por la ventana. El departamento está en un sexto piso de un edificio de época, hecho de ladrillo rojo, con vistas a un bloque de ladrillo idéntico, también de época. A ella no le gusta especialmente Earls Court: muy venido a menos, y provisional, como vivir en el cuarto de invitados de Londres. Por otro lado, se paga una locura por vivir sola en un departamento. Es posible que tenga que mudarse a algo más barato cuando le salga su primer trabajo como profesora, pero de momento le encanta estar tan lejos de Loco Caliente, y del duro realismo social del trastero de Clapton. Emancipada de Tilly Killick tras seis años de convivencia, le encanta saber que no habrá ropa interior acechando en el fregadero, ni marcas de dientes en el cheddar.
Y es que ya no le da vergüenza cómo vive. Hasta ha dejado que la visiten sus padres: Jim y Sue ocupando la Tahití, mientras Emma dormía en el sofá. Durante tres conflictivos años, no se cansaron de hacerle comentarios sobre la mezcla étnica de Londres y lo que valía una taza de té, y aunque no hayan llegado a manifestar en voz alta que les parece bien su nuevo estilo de vida, al menos su madre ya no le insinúa que vuelva a Leeds, a trabajar en la compañía de gas. «Felicidades, Emmy», le susurró su padre al despedirse en la estación de King’s Cross. ¿Felicidades? Pero ¿por qué? Tal vez por estar viviendo finalmente como una persona adulta.
Claro que novio sigue sin tenerlo, pero tampoco le importa. De vez en cuando, muy de vez en cuando, digamos que un domingo de lluvia a las cuatro de la tarde, le da un ataque de pánico, y casi le deja sin aliento la soledad. Se sabe que ha agarrado una o dos veces el teléfono para asegurarse de que no esté estropeado. A veces piensa en lo bonito que sería que la despertase de noche una llamada: «toma un taxi ahora mismo», o «tengo que verte, tenemos que hablar». Pero en sus mejores momentos se siente como un personaje de novela de Muriel Spark: independiente, aficionada a la lectura, de inteligencia viva y secretamente romántica. A sus veintisiete años, Emma Morley tiene una doble especialidad en Filología e Historia, una cama nueva, un departamento de salón y dormitorio en Earls Court, muchas amistades y un posgrado en Pedagogía. Si sale bien la entrevista de hoy, tendrá trabajo como profesora de lengua y teatro, temas que conoce, y que le encantan. Está en el umbral de una nueva carrera como profesora que estimula a sus alumnos, y por fin hay un poco de orden en su vida.
También hay una cita.
Emma tiene una cita formal, como Dios manda. Va a sentarse en un restaurante con un hombre, y a verle comer y hablar. Alguien quiere subir a bordo de la Tahití, y esta noche Emma decidirá si lo deja. De pie junto a la tostadora, cortando un plátano en rodajas —primera de las siete porciones de fruta y verdura de hoy—, mira fijamente el calendario. 15 de julio de 1993, un signo de interrogación, y otro de exclamación. Ya falta poco.
La cama de Dexter es de importación, italiana: una plataforma baja y negra, sin adornos, como un escenario o un ring de lucha, funciones ambas que a veces desempeña. Es donde está tumbado a las 9:30, despierto, con una mezcla de aprensión, odio a sí mismo y frustración sexual. Tiene las terminaciones nerviosas de punta y un gusto desagradable en la boca, como si le hubieran bañado la lengua en laca de pelo. Se levanta de golpe y va descalzo a la cocina sueca, por un suelo de tablas barnizadas de negro. Encuentra una botella de vodka en el congelador de su gran refrigerador industrial, y después de echarse un par de dedos en el vaso, añade la misma cantidad de jugo de naranja. Se consuela con la idea de que como aún no ha dormido, no es la primera copa del día, sino la última de la noche anterior. Además, todo ese tabú sobre beber alcohol de día es una exageración. En Europa lo hacen. El truco es aprovechar el subidón del alcohol para contrarrestar el bajón de las drogas; él se está emborrachando para seguir sobrio, lo cual, bien pensado, es bastante razonable. Animado por esta lógica, se echa otros dos dedos de vodka, pone la banda sonora de Reservoir Dogs y se va a la regadera, dándose aires.
Media hora después aún está en el cuarto de baño, preguntándose qué hacer para no seguir sudando. Se ha cambiado dos veces de camisa y se ha bañado con agua fría, pero sigue brotando transpiración en su espalda y su frente, aceitosa y viscosa como vodka, cosa que bien podría ser. Mira su reloj. Ya llega tarde. Decide intentar conducir con las ventanillas abiertas.
Hay un paquete del tamaño de un ladrillo al lado de la puerta, para no olvidárselo; un paquete de envoltorio muy elaborado, a base de capas de papel de seda de distintos colores. Lo recoge, cierra el departamento con llave y sale a la avenida sombreada donde le espera su coche, un Mazda MRII convertible de color verde. Sin sitio para pasajeros, ni posibilidad de portaequipaje, y ya no digamos un carrito de bebé, con el espacio justo para un neumático de repuesto; es un coche que grita juventud, éxito y soltería. En la guantera hay un cambiador de CD escondido, un milagro futurista hecho de muelles diminutos y plástico negro mate. Elige cinco CD —gratis, de las compañías, otra ventaja del trabajo— y desliza los relucientes discos en la caja, como si cargase de balas una pistola.
Escucha a The Cranberries, a la vez que recorre las calles anchas y residenciales de St. John’s Wood. No es lo que más le gusta, pero es importante estar al día cuando se forjan los gustos musicales de la gente. El tráfico de la Westway ya no es el de la hora pico. Antes de que se acabe el disco, ya está en la M40, yendo hacia el oeste por los polígonos de industria ligera y las urbanizaciones donde vive con tanto éxito, y tan a la moda. El suburbio tarda poco en dejar paso a las plantaciones de coníferas que pasan por ser el campo. En el equipo de música suena Jamiroquai. Ahora Dexter se encuentra mucho, pero mucho mejor, insolente y juvenil con su modelo deportivo. Sólo le queda un poco de mareo. Sube el volumen. Conoce al cantante del grupo, le ha hecho varias entrevistas, y aunque no llegaría al extremo de decir que son amigos, conoce bastante bien al que toca las congas, y experimenta cierto vínculo personal al oírles cantar sobre la emergencia en el planeta Tierra. Es la versión extendida, muy extendida. El tiempo y el espacio adquieren una cualidad elástica, mientras Dexter tiene la impresión de pasarse muchas, muchas horas tarareando, hasta que su vista se pone borrosa y palpita por última vez con los restos de las drogas de la noche anterior en las venas; y se oye una bocina, y se da cuenta de que está conduciendo a ciento ochenta kilómetros por hora en el centro exacto de dos carriles.
Deja de tararear e intenta volver al carril del medio, pero descubre que se le ha olvidado conducir; los brazos tiesos, doblados por los codos, tratando de arrancar físicamente el volante de algo invisible que lo sujeta. De pronto la velocidad de Dexter se ha reducido a noventa y tres kilómetros por hora, los pies simultáneamente en el freno y el acelerador, y se oye otra bocina, la de un camión grande como una casa que ha aparecido por detrás. Ve el rostro crispado del camionero en el retrovisor: un hombre corpulento, con lentes negros de espejo, que le grita; su cara, tres huecos negros, como una calavera. Dexter da otro golpe de volante, sin mirar siquiera qué hay en el carril de baja velocidad, y de repente está seguro de que se morirá, aquí y ahora, dentro de una bola de fuego abrasador, escuchando un remix extendido de Jamiroquai. Por suerte el carril de baja velocidad está vacío. Respira bruscamente por la boca, una vez, dos, tres, como un boxeador. Apaga la música y conduce en silencio, sin subir ni bajar de los ciento diez, hasta que llega a su salida.
Exhausto, encuentra estacionamiento en Oxford Road, reclina el asiento y cierra los ojos con la esperanza de dormir, pero sólo ve los tres huecos negros del conductor del camión gritándole. Fuera hay demasiado sol, demasiado ruido de tráfico, y además tiene algo de miserable y de malsano este joven nervioso que se agita en un coche estacionado a las once cuarenta y cinco de una mañana de verano, así que se incorpora, suelta una grosería y sigue conduciendo hasta encontrar un pub de carretera que conoce desde la adolescencia. El White Swan es una cadena donde se puede desayunar durante todo el día, y comer bistec con papas a precios imposiblemente baratos. Se estaciona, toma el paquete de regalo del asiento de al lado y entra en la gran sala que tanto conoce, con olor a limpiamuebles, y a los cigarrillos de la noche anterior.
Dexter se apoya llanamente en la barra, y pide un tarro de cerveza clara y un doble vodka-tonic. Se acuerda del mesero, de cuando venía a beber con sus amigos, a principios de los ochenta.
—Yo hace años venía mucho —dice cordialmente.
—¿Ah, sí? —contesta el mesero, enjuto y tristón.
Si le reconoce, no lo dice. Dexter agarra un vaso en cada mano, se va a una mesa y bebe en silencio, con el regalo delante, un paquetito de alegría en medio de la sordidez ambiental. Mira a su alrededor, pensando en lo lejos que ha llegado en los últimos diez años, y en todo lo que ha conseguido: presentador de la tele famoso, sin haber cumplido ni los veintinueve.
A veces piensa que las virtudes medicinales del alcohol bordean lo milagroso, porque a los diez minutos ya se va tan campante hacia su coche, y vuelve a escuchar música: los Beloved, trinan que te trina; deprisa como va, en otros diez minutos se mete en el camino de grava de la casa de sus padres, un edificio grande y apartado de los años veinte, con un entramado de falsas vigas de madera en la fachada, para hacerlo parecer menos moderno, cuadrado y macizo de lo que es. Una casa familiar cómoda y alegre en las Chilterns, que Dexter observa con aprensión.
Ya está su padre en la puerta, como si llevara años en el mismo sitio. Va demasiado tapado para julio, con el faldón de la camisa por fuera del suéter, y una taza de té en la mano. De niño, a Dexter le parecía un gigante, pero ahora se le ve encorvado y fatigado, con palidez y arrugas en su larga cara ajada, por los seis meses que lleva empeorando la salud de su mujer. Levanta la taza para saludar. Dexter se ve un momento a sí mismo a través de los ojos de su padre, y hace una mueca, avergonzado por su camisa brillante, su manera informal de conducir el cochecito deportivo, el ruido chabacano que hace al frenar en la grava y el chill-out relajante de los altavoces.
Relax a tope.
Idiota.
En el éxtasis.
Bufón.
Alucinado, payaso, que eres un payaso barato.
Apaga el CD, separa el frontal extraíble del tablero y se queda mirándolo en la mano. Relájate, que estás en las Chilterns, no en Stockwell. Tu padre no te va a robar el equipo de música. Relájate. Su padre, en la puerta, levanta otra vez la taza. Dexter suspira, toma el regalo del asiento de al lado, invoca toda su capacidad de concentración y baja del coche.
—Qué auto más ridículo —le regaña su padre.
—Bueno, no tienes que conducirlo tú, ¿no?
A Dexter le tranquiliza la naturalidad del número de siempre: el padre serio y cuadrado, el hijo irresponsable y descarado.
—Tampoco creo que cupiese. Son juguetes de niños. Te esperábamos hace un buen rato.
—¿Qué tal, viejo? —dice Dexter, con un ataque de cariño a su querido y viejo padre.
Le rodea instintivamente la espalda, se la frota, y después —agonía— le da un beso en la mejilla.
Se quedan los dos de piedra.
Por alguna razón, Dexter ha desarrollado el reflejo de besar. Ha hecho el ruido de «mmmua» en la peluda oreja de su padre. Una parte inconsciente de su ser cree que vuelve a estar en los arcos del viaducto, con Gibbsy, Tara y Spex. Se nota los labios mojados de saliva, y se da cuenta de la consternación con que su padre mira a su hijo, con mirada del Antiguo Testamento. Los hijos dando besos a los padres: se ha infringido una ley de la naturaleza. Aún no ha cruzado ni la puerta de la casa, y ya está rota la ilusión de sobriedad. Su padre resopla, sea de asco o para oler el aliento de su hijo; Dexter no sabe muy bien qué es peor.
—Tu madre está en el jardín. Lleva toda la mañana esperándote.
—¿Cómo está? —pregunta.
Quizá le conteste que «mucho mejor».
—Ya la verás. Voy a poner el agua a hervir.
Después de tanto sol, el pasillo se nota oscuro y fresco. En ese momento entra del jardín trasero su hermana mayor, Cassie, con una bandeja en las manos, irradiando capacidad, sensatez y piedad en el rostro. A sus treinta y cuatro años ya se ha encasillado en el severo papel de jefa de enfermeras, que le va muy bien. Con una sonrisa que también es de reproche, acerca la mejilla a la suya.
—¡Ha vuelto el hijo pródigo!
La confusión mental de Dexter no llega al extremo de no saber reconocer una pulla; aun así, ignora el comentario y mira la bandeja. Un plato gris cafesoso de cereales disueltos en leche, con la cuchara al lado, sin usar.
—¿Cómo está? —pregunta.
Quizá le diga que «muy mejorada».
—Ya la verás —dice Cassie.
Al arrimarse a su hermana para pasar, se pregunta: ¿por qué no me dice nadie cómo está?
La mira desde la puerta. Está sentada en un antiguo sillón de orejas, que han sacado para contemplar la vista de campos y bosques, con la mancha gris borrosa de Oxford a lo lejos. Desde esta perspectiva, le tapan la cara el sombrero ancho y los lentes de sol (últimamente le molesta la luz), pero Dexter ve por sus brazos delgados, y por cómo le cuelga la mano en el brazo acolchado del sillón, que ha cambiado mucho en las tres semanas que lleva sin verla. De repente le entran ganas de llorar. Le gustaría acurrucarse como un niño pequeño, y sentir que lo acuna en sus brazos. También tiene ganas de irse corriendo lo más deprisa que pueda, pero no es posible ni lo uno ni lo otro, así que baja por los escalones con paso saltarín y alegría artificial de presentador de tertulia.
—¡Hoolaaaa!
Ella sonríe como si ya tuviera que esforzarse hasta para sonreír. Dexter se agacha por debajo del ala del sombrero, y al darle un beso encuentra una frialdad, una tersura y un brillo de lo más desconcertantes en la piel de la mejilla. Debajo del sombrero hay un pañuelo atado, para disimular la caída del pelo, pero Dexter procura no escrutarle la cara demasiado de cerca al agarrar rápidamente una silla de jardín medio oxidada. La acerca ruidosamente y la orienta hacia fuera, para que vean los dos el paisaje, aunque se siente observado por su madre.
—Estás sudando —dice ella.
—Es que hace calor.
No parece muy convencida. Hay que esforzarse más. Concéntrate. Ten presente con quién hablas.
—Estás empapado.
—Es la camisa. Fibra artificial.
Su madre levanta una mano y le toca la camisa con el dorso. Arruga de asco la nariz.
—¿De dónde?
—Prada.
—Muy caro.
—Siempre lo mejor. —Dexter, que no ve la hora de cambiar de tema, toma el paquete del muro de rocalla. —Un regalo para ti.
—Qué bien.
—No es mío, es de Emma.
—Ya se ve en el envoltorio. —Ella deshace con cuidado el lazo—. Los tuyos siempre están en bolsas de basura cerradas con cinta adhesiva.
—No es verdad.
Dexter sonríe, sin abandonar el registro ligero.
—Y tampoco es que hagas muchos.
Empieza a ser difícil mantener la sonrisa. Por suerte, su madre mira el paquete al retirar escrupulosamente el envoltorio, destapando varios libros de bolsillo: Edith Wharton, un par de Raymond Chandler y F. Scott Fitzgerald.
—Qué detalle. ¿Le darás las gracias de mi parte? Emma Morley. Es un encanto. —Mira la cubierta del de Fitzgerald—. Hermosos y malditos. Somos tú y yo.
—Pero ¿quién es qué? —dice él sin pensar.
Por suerte no parece que lo oiga. Está leyendo la tarjeta, un collage agit-prop en blanco y negro del 82.
—«¡Fuera Thatcher!» —Se ríe—. Qué buena chica. Y qué graciosa. —Toma la novela y mide su grosor con el pulgar y el índice—. Aunque un poco optimista. No estaría de más que de ahora en adelante la orientases hacia los relatos cortos.
Dexter sonríe y resopla, obediente, aunque el humor macabro es algo que odia. Se supone que es una demostración de agallas, para no ponerse triste, pero a él le parece tonto y aburrido. Preferiría dejar sin decir lo indecible.
—Por cierto, ¿cómo está Emma?
—Creo que muy bien. Ya obtuvo el título de profesora. Hoy tiene una entrevista de trabajo.
—Eso sí que es una profesión. —Su madre se gira para mirarlo—. ¿Tú no quisiste ser profesor? ¿Qué pasó?
Dexter reconoce la provocación.
—No era para mí.
—No —se limita a decir ella.
Durante un momento de silencio, Dexter tiene la impresión de que el día se le va otra vez de las manos. La tele y las películas le habían hecho creer que lo único bueno de las enfermedades es que acercan a la gente, y que habría una apertura, un entendimiento sin esfuerzo; pero entre ellos dos siempre ha habido proximidad y apertura, mientras que ahora, en vez de la comprensión de siempre, hay amargura y resentimiento, rabia en ambas partes por lo que sucede. Lo que deberían ser encuentros llenos de cariño y de consuelo se ven rebajados a riñas y reproches. Hace ocho horas, Dexter estaba contando sus secretos más íntimos a gente a la que no conocía de nada. Ahora no puede hablar con su madre. Hay algo que no funciona.
—Oye, el otro día vi marcha loca —dice ella.
—¿Ah, sí?
Ante el silencio de su madre, Dexter no tiene más remedio que añadir:
—¿Y qué te pareció?
—Creo que tú lo haces muy bien. Muy natural. Se te ve muy simpático en pantalla. El programa ya te dije que no me gusta mucho.
—Bueno, es que en el fondo no se dirige a gente como tú…
La frase hace encresparse a su madre, que gira imperiosamente la cabeza.
—¿Qué quieres decir con gente como yo?
Él se pone nervioso.
—No, que sólo es un programa de madrugada tonto, para después de salir…
—O sea, que no estaba bastante borracha para disfrutarlo.
—No…
—Yo mojigata no soy; no me molesta la vulgaridad, pero es que no entiendo que de repente haga falta humillar constantemente a los demás…
—Si en el fondo no se humilla a nadie; es divertido…
—Hacen concursos para encontrar a la novia más fea del país. ¿Eso no te parece humillante?
—No, en el fondo no…
—Pedirles a los hombres que manden fotos de novias feas…
—Es divertido. La cuestión es que ellos las quieren, aunque sean…, aunque no sean convencionalmente atractivas. ¡La cuestión es ésa! ¡Es divertido!
—No paras de decir que es divertido. ¿A quién intentas convencer, a mí o a ti?
—Vamos a dejar el tema, ¿de acuerdo?
—¿Y tú crees que a ellas les parece divertido, a las novias, las «horripilantes»…?
—Mamá, yo sólo presento a los grupos. Sólo les pregunto a los cantantes por su maravilloso nuevo video. Es mi trabajo. Es un medio, no el fin.
—Pues ¿cuál es el fin, Dexter? Nosotros siempre te hemos inculcado que podías hacer lo que quisieras. Ahora, no me había imaginado que quisieras hacer… esto.
—¿Y qué quieres que haga?
—No lo sé; algo que esté bien.
De repente su madre se pone la mano izquierda en el pecho, y se apoya en el respaldo.
Después de un rato, Dexter sigue hablando.
—Esto está bien, a su manera. —Ella hace una mueca—. Es una tontería, un programa de entretenimiento, y está claro que tiene cosas que no me gustan, pero es una experiencia, y llevará a otras cosas. Además, no sé si sirve de algo, pero yo estoy convencido de que lo hago bien. Y además disfruto.
Su madre espera un momento y dice:
—Pues entonces supongo que tienes que hacerlo. Tienes que disfrutar con lo que hagas. No, si yo ya sé que más adelante harás otras cosas, pero es que… —Le toma la mano, dejando la idea en el aire. Después se ríe, sin aliento—. Sigo sin ver la necesidad de que te hagas el barriobajero.
—Es mi voz de hombre de la calle —dice él.
Ella sonríe; una sonrisa muy débil, a la que Dexter, pese a todo, se aferra.
—No deberíamos discutir —dice ella.
—No es una discusión, es un debate —dice él, a sabiendas de que sí discuten.
Ella se lleva una mano a la cabeza.
—Me estoy poniendo morfina. A veces no sé lo que digo.
—No has dicho nada. Yo también estoy un poco cansado.
El sol se refleja en las losas del suelo. Dexter tiene la clara sensación de que le hierve y se le quema la piel de la cara y de los antebrazos, como a un vampiro. Siente avecinarse otra oleada de sudor y náuseas. Tranquilo, se dice, que sólo es química.
—¿Te has ido tarde a dormir?
—Bastante.
—De juerga loca, ¿no?
—Un poco.
Se frota las sienes en señal de que le duelen, y dice sin pensar:
—Supongo que no te sobrará un poquito de morfina, ¿no?
Ella no se digna ni mirarlo. Pasa el tiempo. Últimamente, Dexter nota que se está idiotizando poco a poco. Le está fallando la determinación de mantener la lucidez y los pies en el suelo, y ha observado con bastante objetividad que se está volviendo más desconsiderado y egoísta, y haciendo cada vez más comentarios tontos. Ya ha intentado remediarlo, pero casi parece que ya no dependa de él, como la calvicie hereditaria. Entonces, ¿por qué no resignarse a ser idiota? Y no darle más vueltas. Pasa el tiempo, y se fija en que han empezado a brotar césped y hierbajos por la superficie de la pista de tenis. Se está cayendo a trozos, literalmente.
Al final habla su madre.
—Te aviso de que la comida corre a cargo de tu padre. Estofado de lata. Te quedarás a dormir, ¿no?
Dexter piensa que podría quedarse. Es la oportunidad de hacer las paces.
—Pues la verdad es que no —dice.
Ella gira a medias la cabeza.
—Es que esta noche tengo entradas para Parque Jurásico. La estrenan hoy. ¡Irá Lady Di! Me apresuro a añadir que no conmigo… —La voz que oye al hablar es la de alguien a quien desprecia—. No me lo puedo perder. Es por trabajo. Hace siglos que está organizado. —Los ojos de su madre se cierran casi imperceptiblemente. Rápidamente, para suavizarlo, Dexter dice una mentira—. ¿Sabes qué pasa? Que he quedado con Emma. Yo me lo perdería, pero es que ella tiene muchas ganas de ir.
—Ah, bueno.
Silencio.
—Es tu ritmo de vida —dice ella, con calma.
Otro silencio.
—Dexter, me vas a tener que perdonar, pero estoy agotada de toda esta mañana. Lo siento, pero tendré que subir a dormir un poco.
—Bien.
—Necesitaré que me ayuden.
Dexter mira nerviosamente a su alrededor, buscando a su hermana o a su padre, como si tuvieran alguna titulación de la que él careciese, pero no los ve por ningún lado. Su madre ya ha puesto las manos en los brazos del sillón, y hace esfuerzos inútiles. Dexter se da cuenta de que no hay remedio. Débilmente, sin convicción, pasa un brazo por debajo del de ella y la ayuda a levantarse.
—¿Quieres que…?
—No, para entrar no tengo problemas; sólo necesito ayuda en la escalera.
Cruzan el patio, con la mano de Dexter rozando la tela del vestido azul que cuelga de su madre como una bata de hospital. Es exasperante lo despacio que camina, una afrenta personal.
—¿Cómo está Cassie? —pregunta, por decir algo.
—Ah, muy bien. Yo creo que disfruta demasiado de mangonearme, pero es muy atenta. Ahora come esto, ahora tómate esto, ahora duerme… Estricta, pero justa. Tu hermana es así. Se está vengando de que no le compráramos el poni.
Pues si a Cassie se le da tan bien, ¿dónde está cuando la necesitan? Es la pregunta que se hace Dexter. Ya están dentro, al pie de la escalera. Nunca se había fijado en que hubiera tantos escalones.
—¿Cómo…?
—Lo mejor es que me lleves en brazos. Ahora no peso mucho.
Esto me supera. Soy incapaz. Creía que podría, pero no. Me falta algo, y no puedo.
—¿Te duele en algún sitio? Quiero decir que si hay alguna parte donde…
—Tú tranquilo.
Ella se quita el sombrero y se arregla el pañuelo. Él la agarra con más fuerza por debajo del omóplato, alineando los dedos de la mano con los surcos de las costillas. Luego se agacha, doblando las rodillas, nota en el antebrazo la parte trasera de las piernas de su madre, lisa y fresca por debajo del vestido, y cuando considera que está preparada, la levanta en brazos, sintiendo que relaja el cuerpo. Ella espira largamente, un aliento dulce y cálido en la cara de Dexter. O pesa más de lo que se esperaba, o él es más flojo de lo que pensaba. Choca con el hombro en el poste de la escalera. Cambia de postura y se pone de lado al empezar a subir. Tiene la cabeza de su madre apoyada en el hombro, y el pañuelo en la cara, pegajoso. Parece la parodia de la típica escena de película, como la del novio entrando en casa con la novia en brazos. Se le ocurren varios comentarios graciosos, que en ningún caso facilitarían la situación. Es ella, en cambio, quien tiene el detalle al llegar al pasillo.
—Mi héroe —dice mirándole, y sonríen.
Dexter abre con el pie la puerta de la oscura habitación, y la deja en la cama.
—¿Te traigo algo?
—No, estoy bien.
—¿Te toca alguna cosa? ¿Algún medicamento, o…?
—No, estoy bien.
—¿Un dry martini con una rodaja de limón?
—Ah, sí, por favor.
—¿Quieres meterte en la cama?
—Sólo aquella manta, por favor.
—¿Las cortinas cerradas?
—Sí, por favor, pero deja la ventana abierta.
—Pues después nos vemos.
—Adiós, cariño.
—Hasta luego.
Le sonríe, tenso, pero ella ya se ha puesto de lado, dándole la espalda. Sale y cierra la puerta con descuido. Pronto, probablemente en menos de un año, saldrá de alguna habitación para no verla nunca más. Es una idea tan difícil de concebir, que se la arranca de la cabeza y se concentra en sí mismo: su resaca, lo cansado que se siente y lo que le duelen las sienes al bajar rápidamente la escalera.
No hay nadie en la cocina, grande y desordenada. Se acerca al refrigerador, donde tampoco hay casi nada. Un corazón de apio mustio, restos de un pollo entero, latas abiertas y jamón en paquete familiar, señal, todo ello, de que las tareas domésticas han pasado a manos de su padre. En la puerta del refrigerador hay una botella de vino blanco abierta. La saca y bebe de ella, cuatro, cinco tragos de líquido dulce hasta que oye los pasos de su padre en el pasillo. Deja la botella en su lugar y se limpia la boca con la mano, justo cuando entra su padre, con dos bolsas de plástico del supermercado del pueblo.
—¿Y tu madre?
—Estaba cansada. La llevé arriba para dormir.
Dexter quiere que se note que es valiente, y maduro, pero su padre no parece impresionado.
—Ya. ¿Han estado hablando?
—Un poco. De todo y nada. —Se oye rara la voz en la cabeza, demasiado fuerte, pronunciando mal, sin naturalidad. Borracho. Se pregunta si su padre se da cuenta—. Ya hablaremos más cuando se despierte.
Vuelve a abrir la puerta del refrigerador, y finge ver por primera vez el vino.
—¿Puedo? —La coge, vacía el resto en una copa y se va hacia la puerta, pasando al lado de su padre—. Me voy un momento a mi cuarto.
—¿Para qué? —dice su padre, ceñudo.
—Estoy buscando algo. Libros viejos.
—¿No quieres comer? ¿Ni aunque sea para acompañar el vino?
Dexter echa un vistazo a las bolsas que ha dejado su padre en el suelo, con tantas latas que casi se rompen por el peso.
—Puede que más tarde —dice, ya en el pasillo.
Al pasar por el pasillo, ve que la puerta de la habitación de sus padres se ha abierto por sí sola. Entra otra vez, sin hacer ruido. La brisa de la tarde mueve las cortinas, y el sol va y viene sobre el cuerpo de su madre, que duerme bajo una manta vieja, con las plantas de los pies sucias a la vista, y los dedos encogidos. El olor que recordaba de su infancia, a cremas caras y polvos misteriosos, ha sido sustituido por otro como de verduras, en el que preferiría no pensar. El hogar de su infancia ha sido invadido por un olor de hospital. Cierra la puerta y va de puntillas al baño.
Mientras hace pipí, mira el botiquín: la abundancia de pastillas para dormir de su padre delata miedos nocturnos. Hay un viejo frasco de valium de su madre, con fecha de marzo de 1989, que hace tiempo que ha sido suplantado por medicación más potente. Toma dos de cada y se los guarda en la billetera. Luego otro valium, que se toma con agua de la llave, sólo para suavizar.
Ahora su cuarto se usa de trastero. Para entrar tiene que meterse entre un sillón viejo, un baúl y cajas de cartón. En las paredes, algunas fotos de familia con los bordes gastados y las imágenes de conchas y hojas en blanco y negro que hizo de adolescente, pegadas defectuosamente y un poco desvaídas. Se acuesta en la vieja cama doble con las manos en la nuca, como un niño castigado en su cuarto. Siempre se había imaginado que en algún momento recibiría una especie de equipo mental emocional, a los cuarenta y cinco o los cincuenta, por ejemplo; una especie de kit que le permitiría encajar la pérdida inminente de uno de sus padres. Lástima que no tenga ese equipo, porque entonces iría todo sobre ruedas. Sería noble y abnegado, sabio y filosófico. Hasta podría tener hijos propios, y por lógica, la madurez que acompaña a la paternidad, el entender la vida como un proceso.
Pero no tiene cuarenta y cinco años, sino veintiocho, y su madre, cuarenta y nueve. Se ha producido un grave error. Está mal sincronizado. ¿Cómo pueden pedirle que lo acepte, ver decaer de esa manera a su increíble madre? No es justo para él, y menos teniendo tantas otras cosas en las que pensar. Es un joven muy ocupado, en el umbral de una carrera de éxito. Dicho con la mayor de las franquezas, tiene cosas mejores que hacer. Le acometen nuevas ganas de llorar, pero como hace quince años que no llora, lo atribuye a la química y decide dormir un poco. Pone la copa de vino en equilibrio al lado de la cama, encima de una caja de embalar, y se acuesta de lado. Hará falta esfuerzo y energía para ser buena persona. Un poco de descanso y saldrá a disculparse, a demostrarles lo mucho que los quiere.
Se despierta de golpe y mira su reloj. Vuelve a mirarlo. Las 18:26. Ha dormido seis horas; imposible, claro, pero al descorrer las cortinas ve que el sol empieza a bajar por el cielo. Aún le duele la cabeza. Se le han pegado los párpados, tiene un regusto metálico en la boca, y nunca había estado tan sediento ni hambriento. Cuando agarra la copa de vino, la nota caliente en la palma de la mano. Se bebe la mitad y da un respingo. Un moscardón muy gordo ha conseguido entrar en la copa, y le zumba contra el labio. Dexter la suelta, mojándose de vino la camisa, y la cama. Se tambalea al levantarse.
Se moja la cara en el lavabo. El sudor de la camisa se ha agriado, adquiriendo un hedor inconfundible a alcohol. Siente ciertas náuseas al embadurnarse con el viejo desodorante roll-on de su padre. Abajo se oyen ollas y sartenes, y voces por la radio; ruidos de familia. Tú animado; animado, contento y educado, y luego bajas.
Sin embargo, al pasar junto a la habitación de su madre, la ve sentada de perfil al borde de la cama, mirando el campo, como si también lo hubiera estado esperando. Ella gira lentamente la cabeza, pero Dexter se queda en el umbral, como un niño.
—Te has perdido todo el día —dice ella en voz baja.
—Me quedé dormido.
—Ya lo veo. ¿Estás mejor?
—No.
—Bueno. Me temo que tu padre está un poco enfadado.
—Para variar. —Alentado por su sonrisa de indulgencia, Dexter añade—: Últimamente tengo la impresión de hacer rabiar a todo el mundo.
—Pobrecito Dexter —dice ella, se pregunta él si con sarcasmo—. Ven, siéntate. —Sonríe y pone una mano en la cama—. Aquí, a mi lado. —Él entra, obediente, y se sienta. Sus caderas se tocan. Su madre hace chocar la cabeza con el hombro de él—. ¿Verdad que no somos nosotros? Yo está claro que ya no soy la misma. Y tú tampoco. Ya no pareces tú, al menos como te recuerdo.
—¿En qué sentido?
—Pues… ¿te puedo ser franca?
—¿Tienes que serlo?
—Creo que sí. Es mi prerrogativa.
—Pues adelante.
—Yo creo… —Levanta la cabeza de su hombro—. Yo creo que tienes la capacidad de ser un chico maravilloso. Incluso excepcional. Siempre lo he pensado. Como todas las madres, ¿no? Pero creo que aún no lo eres. Todavía no. Creo que aún tienes camino por delante. Ya está.
—Ya.
—No te lo tomes a mal, pero a veces… —Le toma la mano y le frota la palma con el pulgar—. A veces tengo miedo de que ya no seas muy buena persona.
Se quedan un rato sentados, hasta que finalmente él dice:
—No tengo nada que contestar.
—No tienes nada que contestar.
—¿Estás enfadada conmigo?
—Un poco. Claro que últimamente me enfado con casi todo el mundo. Con todos los que no están enfermos.
—Lo siento, mamá. Lo siento tanto, tanto…
Ella le clava el pulgar en la palma.
—Ya lo sé.
—Me quedaré a dormir. Esta noche.
—No, esta noche no, que estás ocupado. Vuelve y empieza de cero.
Dexter se levanta, le toma los hombros suavemente y hace que se junten sus mejillas —puede oír su respiración, esa respiración caliente y dulce. Después camina hacia la puerta.
—Dale las gracias a Emma de mi parte —dice su madre—. Por los libros.
—Bien.
—Y dale recuerdos. Esta noche, cuando la veas.
—¿Esta noche?
—Sí. Se verán esta noche.
Se acuerda de la mentira.
—De acuerdo, sí, ya se los daré. Y perdona que hoy no haya estado… muy bien.
—Bueno, ya habrá tiempo, supongo —dice ella, y sonríe.
Dexter baja corriendo por la escalera, contando con que le mantenga de una pieza el impulso, pero en el vestíbulo está su padre, leyendo la prensa local, o simulándolo. Vuelve a dar la impresión de esperarlo: un centinela de guardia, un policía con una orden de detención.
—Me quedé dormido —le dice Dexter a la espalda.
Él pasa una página del periódico.
—Ya lo sé.
—¿Por qué no me despertaste, papá?
—No le veía mucho sentido. Además, no me parece que tenga que despertarte. —Otra página—. Ya no tienes catorce años, Dexter.
—¡Ya, pero es que ahora tengo que irme!
—Pues si te tienes que ir…
La frase se queda a medias. Dexter ve a Cassie en el salón, fingiendo leer, como su padre, roja de reproche y suficiencia moral. Vete ahora mismo, vete, que esto está a punto de venirse abajo. Pone una mano en la mesa del pasillo, buscando las llaves, pero no encuentra nada.
—Mis llaves del coche.
—Las escondí —dice su padre, leyendo el periódico.
A Dexter se le escapa la risa.
—¡No me puedes esconder las llaves!
—Pues mira, está claro que sí, porque lo hice. ¿Quieres jugar a buscarlas?
—¿Se puede saber por qué? —pregunta, indignado.
Su padre levanta la vista del periódico, como si olfatease el aire.
—Porque estás borracho.
En el salón, Cassie se levanta del sofá, va hacia la puerta y la cierra.
Dexter se ríe, pero sin convicción.
—¡Qué va!
Su padre mira por encima del hombro.
—Dexter, yo sé cuando alguien está borracho, sobre todo tú. Te recuerdo que llevo doce años viéndote borracho.
—Pero no estoy borracho; con resaca, pero nada más.
—Da igual. La cuestión es que a tu casa no te vas en coche.
Dexter suelta otra risa de burla y pone los ojos en blanco para protestar, pero lo único que le sale es un débil y agudo:
—¡Papá, tengo veintiocho años!
Su padre salta sobre sus palabras para contestar:
—Me habría podido confundir perfectamente.
Después se saca del bolsillo las llaves de su coche, y las lanza al aire y las recoge con jovialidad fingida.
—Vamos, te llevo a la estación.
Dexter no se despide de su hermana.
A veces tengo miedo de que ya no seas muy buena persona. Su padre conduce en silencio, mientras Dexter se impregna de vergüenza dentro del Jaguar grande y viejo. Cuando el silencio se hace insoportable, su padre habla en voz baja, con serenidad, sin apartar la vista de la carretera.
—Puedes venir el sábado a recoger tu coche. Cuando estés sobrio.
—Ya estoy sobrio —dice Dexter, oyéndose hablar con una voz que aún es quejosa y malhumorada, su propia voz a los dieciséis años—. ¡Hombre! —añade, de manera redundante.
—No pienso discutir contigo, Dexter.
Se arrellana indignado en el asiento, apoyando la frente y la nariz en el cristal, mientras pasan caminos rurales y casas elegantes. Su padre, que siempre ha aborrecido cualquier tipo de enfrentamiento, y que la está pasando pésimo —no hay más que verlo—, enciende la radio para tapar el silencio. Escuchan música clásica: una marcha, banal y ampulosa. Ya se acercan a la estación de tren. El coche se mete en el estacionamiento, donde ya no hay nadie que vuelva del trabajo. Dexter abre la puerta y pone un pie en la gravilla, pero su padre no hace ademán de despedirse, sino que se queda sentado, esperando, con el motor en marcha, neutral como un chofer, mirando fijamente el tablero y marcando con los dedos el ritmo de la marcha demencial.
Dexter sabe que debería aceptar el castigo e irse, pero se lo impide el orgullo.
—Bueno, ya me voy, pero te tengo que decir que estás teniendo una reacción completamente exagerada…
De repente la cara de su padre refleja auténtica rabia, con los dientes apretados y la voz quebrada.
—Ni te atrevas a insultar mi inteligencia o la de tu madre; ya eres adulto, no un niño.
La rabia se esfuma con la misma rapidez. A Dexter le parece que su padre podría estar a punto de llorar. Le tiembla el labio inferior. Tiene una mano crispada en el volante, y los largos dedos de la otra encima de los ojos, como una venda. Dexter se aparta rápidamente del coche. Cuando está a punto de erguirse y cerrar la puerta, su padre apaga la radio y vuelve a hablar.
—Dexter…
Dexter se agacha y lo mira. Tiene los ojos húmedos, pero la voz firme al decir:
—Dexter, tu madre te quiere mucho, muchísimo. Y yo también. Siempre te hemos querido, y siempre te querremos. Creo que ya lo sabes. Ahora bien, durante el tiempo que le quede a tu madre… —Le falla la voz. Baja la mirada, como en busca de palabras, y la vuelve a levantar—. Dexter, como vengas otra vez a ver a tu madre en este estado, te juro que no te dejaré entrar en casa. No dejaré que pases por la puerta. Te la cerraré en la cara. Lo digo en serio.
Dexter tiene la boca abierta, sin que salga ninguna palabra.
—Y ahora vete a casa, por favor.
Cierra la puerta del coche, pero no cierra bien. Da otro portazo justo en el momento en que su padre, que también está nervioso, hace saltar el coche, primero hacia delante y luego marcha atrás, y sale deprisa del estacionamiento. Dexter lo ve irse.
No hay nadie en la estación rural. Recorre el andén con la mirada, buscando la cabina, la vieja cabina de siempre, la que usaba cuando era adolescente para sus planes de huida. Son las 18:59 horas. Faltan seis minutos para que pase el tren de Londres, pero tiene que hacer una llamada.
A las 19:00 horas, Emma se mira por última vez en el espejo para comprobar que no parezca que haya hecho un esfuerzo. El espejo está precariamente apoyado en la pared, y aunque sea consciente de que la achaparra, con un efecto como de galería de espejos, chasquea la lengua al verse las caderas, y las piernas cortas por debajo de la falda de mezclilla. Hace demasiado calor para llevar mallas; aun así se las pone, porque no soporta verse las rodillas rojas y peladas. El pelo, recién lavado y con una fragancia que se llama «Frutos del bosque», se ha alaciado por sí solo. Se da unos toques con las puntas de los dedos para desarreglárselo un poco. Luego usa el meñique para quitarse manchas de lápiz labial del borde de la boca. Tiene los labios muy rojos. Se pregunta si no habrá exagerado. A fin de cuentas, lo más probable es que no pase nada, y que vuelva a las diez y media. Se acaba un vodka-tonic grande, cuya reacción metálica con la pasta de dientes le arranca una mueca. Agarra las llaves, las pone en su mejor bolsa y cierra la puerta.
Suena el teléfono.
No lo oye hasta haber recorrido la mitad del pasillo, frío e impersonal. Por un momento se le pasa por la cabeza volver corriendo y contestar, pero ya llega tarde, y probablemente sólo sean su madre o su hermana, para saber cómo le fue en la entrevista. Oye abrirse el elevador al fondo del pasillo. Corre a descolgarlo. La puerta del elevador se cierra justo cuando se pone en marcha la contestadora.
«… deja tu mensaje después de la señal y te contestaré en cuanto pueda.»
—Hola, Emma, soy Dexter. Estoy en una estación de tren, cerca de casa. Vengo de casa de mi madre, y… y quería saber qué hacías esta noche. ¡Tengo entradas para el estreno de Parque Jurásico! Bueno, de hecho creo que ya no estamos a tiempo, pero ¿y la fiesta de después? ¿Tú y yo juntos? Estará la princesa Diana. Perdona, es que hablo por hablar, por si estuvieras en casa. Contesta el teléfono, Emma. Contesta contesta contesta contesta. ¿No? Está bien, ahora me acuerdo: era la noche de la cita, ¿no? Tu cita sexy. Bueno, pues… que te diviertas. Llámame al volver a casa, si es que vuelves. Explícame cómo te fue. Ahora en serio: llámame en cuanto puedas.
Se le traba la lengua. Recupera el aliento y dice:
—No te creerías la mierda de día que he tenido, Em. —Vuelve a trabársele la lengua—. Acabo de hacer algo fatal, fatal. —Debería colgar, pero no quiere. Quiere ver a Emma Morley para poder confesar sus pecados, pero Emma se fue a una cita con un hombre. Sonríe forzadamente y dice—: Te llamo mañana. ¡Quiero saberlo todo! Rompecorazones…
Cuelga. Rompecorazones.
Ya están haciendo ruido los rieles. Oye el murmullo del tren al acercarse, pero no puede subir, en este estado no. Tendrá que esperar al siguiente. Llega el tren de Londres, y parece que lo espera, con un tictac de buena educación, pero Dexter se queda donde está, escudado en el caparazón de plástico de la cabina de teléfono. Nota que se le descomponen las facciones, su respiración se vuelve irregular, y al echarse a llorar se dice que sólo es química, química, química.