Capítulo 5

Las Reglas del Juego

MIÉRCOLES 15 DE JULIO DE 1992

Archipiélago del Dodecaneso, Grecia

Y luego hay días en que te despiertas y todo es perfecto.

Aquel día soleado de san Suituno se encontraron bajo un inmenso cielo azul, sin el menor riesgo de lluvia, en la cubierta del ferry a vapor que cruzaba lentamente el Egeo. Tumbados uno al lado del otro, al sol de la mañana, con lentes de sol nuevos y ropa de vacaciones, dormían la resaca de la última noche en la taberna. Segundo día de unas vacaciones de isla en isla, y aún resistían las Reglas del Juego.

Las Reglas, una especie de Convención de Ginebra en platónico, eran un conjunto de prohibiciones básicas elaborado antes de salir de viaje para garantizar que no se les «complicasen» las vacaciones. Emma volvía a estar soltera; su breve y deslucida relación con Spike, un reparador de bicicletas cuyas manos olían constantemente a 3 en 1, había acabado poco menos que en la indiferencia mutua, aunque al menos había servido para darle a ella una inyección de confianza. Además, nunca había tenido la bici en tan buen estado.

Por su parte, Dexter había dejado de salir con Naomi porque, según él, «se estaba poniendo la cosa demasiado intensa», que a saber qué diablos significaría eso. Desde entonces había pasado por Avril, Mary, una Sara, una Sarah, una Sandra y una Yolande, hasta aterrizar sobre Ingrid, una ex modelo muy feroz, ahora estilista de moda, a quien —según dijo a Emma la propia interesada, sin pestañear— habían obligado a no seguir desfilando porque «tenía los pechos demasiado grandes para la pasarela»; palabras que a Dexter parecían a punto de hacerle estallar de orgullo.

Ingrid era el tipo de chica segura de sí misma en lo sexual que se ponía el brasier sobre la blusa, y aunque no tuviera razones para preocuparse por Emma ni por nadie, todo fuera dicho, las partes implicadas habían acordado que sería conveniente aclarar un par de cosas antes de desvelar los trajes de baño, y beberse los cocteles. No porque fuera a pasar nada, ya que esa ventanita hacía años que se había cerrado, y ahora se eran mutuamente inmunes, bien asentados en los límites de una sólida amistad. Aun así, un viernes de junio por la noche, Dexter y Emma se habían sentado a compilar las Reglas a la salida del pub de Hampstead Heath.

Número Uno: dormitorios separados. Al margen de lo que ocurriese, nada de compartir cama, ni doble ni individual; nada de acurrucarse ni abrazarse borrachos, que ya no eran estudiantes.

—De hecho, yo no le veo el sentido a lo de acurrucarse —había dicho Dexter—. Sólo sirve para que te den calambres.

Y Emma, mostrándose de acuerdo, había añadido:

—Y coquetear tampoco. Regla Número Dos.

—Bueno, yo es que nunca coqueteo… —dijo Dexter, frotándole la pantorrilla con el pie.

—No, ahora en serio: nada de tomarse unas copas y ponerse juguetón.

—¿«Juguetón»?

—Ya me entiendes. No quiero cosas raras.

—¿Contigo, dices?

—Ni conmigo ni con nadie. De hecho es la Regla Número Tres. No quiero tener que quedarme con cara de tonta mientras le pones crema a Lotte, de Stuttgart.

—Eso no va a pasar, Em.

—Pues no, porque es una Regla.

La Regla Número Cuatro, por insistencia de Emma, era la cláusula contra la desnudez. Prohibido bañarse desnudo. Pudor y discreción física en todo momento. No quería ver a Dexter en calzoncillos, ni en la regadera, ni mucho menos en el inodoro. La represalia de Dexter fue proponer la Regla Número Cinco: prohibido el Scrabble. Cada vez lo jugaban más amigos suyos, de manera cómplice e irónica, hambrienta de triple palabra, pero a él le parecía un juego concebido expresamente para hacerle quedar como un tonto, y aburrirlo. Ni Scrabble ni Boggle, que aún no se había muerto.

Ahí estaban, por lo tanto, en el Segundo Día, con las Reglas intactas, en la cubierta del vetusto y oxidado ferry que cubría laboriosamente la distancia entre Rodas y las islas pequeñas del Dodecaneso. La primera noche la habían pasado en el casco antiguo de Rodas, bebiendo cocteles dulzones en piñas vaciadas, sin poder parar de sonreírse mutuamente por lo novedoso que era todo. El ferry había salido de Rodas antes del amanecer. Ahora eran las nueve de la mañana, y esperaban tranquilamente a que se les pasara la resaca, acusando el traqueteo de los motores en los líquidos revueltos de sus respectivos estómagos, comiendo naranjas, leyendo en silencio y exaltándose en silencio, totalmente felices de no decirse nada.

El primero en ceder fue Dexter, que suspiró y se puso el libro en el pecho: Lolita, de Nabokov, regalo de Emma, a quien competía la selección de lecturas vacacionales (un gran bloque de cemento hecho de libros, una biblioteca móvil que casi ocupaba toda su maleta).

Pasó un momento. Suspiró otra vez, enfáticamente.

—¿Qué te pasa? —dijo Emma sin apartar la mirada de El idiota, de Dostoievski.

—Que no me entra.

—Es una obra maestra.

—Me da dolor de cabeza.

—Tendría que haber traído algo con dibujos, o desplegable…

—No, si gustar me gusta…

La mariposa golosa, o algo así.

—Pero es que lo encuentro un poco denso. Todo el rato el mismo tipo pegando el rollo sobre lo cachondo que está.

—Creía que te identificarías. —Emma se levantó los lentes de sol—. Es un libro muy erótico, Dex.

—Sólo si te gustan las niñas.

—A ver, vuelve a explicarme por qué te echaron de la escuela de idiomas de Roma.

—¡Ya te dije que ella tenía veintitrés años, Em!

—Pues entonces duerme. —Volvió a agarrar su novela rusa—. Filisteo.

Dexter volvió a apoyar la cabeza en su mochila, pero se le había puesto al lado una pareja que le hacía sombra en la cara: ella era guapa y nerviosa; él, grandote y pálido, de un blanco casi de magnesio bajo el sol de la mañana.

—Perdón —dijo ella con tono afectado.

Dexter se hizo pantalla con la mano, y les sonrió efusivamente.

—Hola.

—¿Tú no eres el de la tele?

—Podría ser —contestó, sentándose y quitándose los lentes con un gesto insolente.

Emma gimió en voz baja.

—¿Cómo se llama? ¡marcha loca!

El nombre del programa se escribía todo en minúsculas, que estaban más de moda que las mayúsculas.

Dexter levantó una mano.

—¡Me declaro culpable!

Emma se rio un poco por la nariz. Él la miró.

—Está gracioso —explicó ella, señalando el Dostoievski con la cabeza.

—¡Ya sabía que te había visto por la tele! —La chica tocó a su novio con el codo—. ¿Verdad que te lo dije?

El hombre pálido cambió de postura, masculló algo y se quedó otra vez en silencio. Dexter tomó conciencia del traqueteo de los motores, y de Lolita, abierto encima de su pecho. Lo guardó discretamente en la mochila.

—¿Qué, de vacaciones? —preguntó.

Pregunta redundante, por supuesto, pero que le permitía adoptar su identidad televisiva, la de tipo simpático y campechano a quien acabas de conocer en un bar.

—Sí, de vacaciones —masculló el hombre.

Otro vacío.

—Les presento a mi amiga Emma.

Emma miró por encima de los lentes de sol.

—Hola.

La chica la miró atentamente.

—¿Tú también sales por la tele?

—¿Yo? ¡No, qué va! —Emma abrió mucho los ojos—. Aunque es mi sueño.

—Emma trabaja en Amnistía Internacional —dijo Dexter, orgulloso, poniéndole una mano en el hombro.

—Sólo unas horas. Trabajo sobre todo en un restaurante.

—De encargada, pero está a punto de dejarlo. Se está preparando para empezar de profa en septiembre. ¿A que sí, Emma?

Emma le miró, muy compuesta.

—¿Por qué hablas así?

¿Cuála?

Dexter le sonrió, desafiante, pero la joven pareja empezaba a estar incómoda. El chico miraba por la borda, como si se estuviera planteando saltar. Dexter decidió poner el colofón a la entrevista.

—Pues nada, ya nos veremos en la playa, ¿eh? A ver si nos echamos unas cervezas.

La pareja sonrió y volvió a su banca.

Dexter nunca se había propuesto ser famoso…, aunque siempre había querido tener éxito, y ¿qué sentido tenía el éxito en privado? Tenían que enterarse los demás. Ahora que conocía la fama, sí le veía cierto sentido, como si fuera una extensión natural de la popularidad en el colegio. Tampoco se había propuesto ser presentador de tele (¿se lo proponía alguien?), pero le encantaba que le dijeran que estaba hecho para ello. Ponerse delante de la cámara había sido como sentarse por primera vez al piano y descubrir que era un virtuoso. Era un programa menos temático que otros en los que había trabajado; en el fondo se limitaba a una sucesión de grupos en vivo, exclusivas en video y entrevistas a famosos. De acuerdo, no le exigía demasiado; en realidad sólo tenía que mirar a cámara y gritar «¡que se les oiga!», pero le salía tan bien, con tanto atractivo, gallardía, encanto…

Lo que seguía siendo una experiencia nueva era que le reconocieran. Dexter se conocía lo bastante como para saber que tenía cierta facilidad para lo que Emma habría llamado «endiosarse». Teniéndolo en cuenta, se había esforzado interiormente en decidir qué hacía con su cara. Deseoso de evitar a toda costa una imagen afectada, insolente o falsa, se había forjado una expresión que decía: «Eh, que no es nada del otro mundo, sólo la tele». Fue la que adoptó al volver a ponerse los lentes y seguir leyendo.

Emma asistió divertida a su interpretación: la naturalidad forzada, el leve ensanchamiento de la nariz, la sonrisa flotando en las comisuras de los labios… Se subió los lentes de sol hasta la frente.

—¿Verdad que no te cambiará?

—¿Qué?

—Ser muy, pero muy, pero muy poco famoso.

—Es una palabra que odio. «Famoso.»

—Ah, pues ¿qué preferirías? ¿«Conocido»?

—¿Y «de dudosa reputación»? —sonrió Dexter, burlón.

—¿Y «pesado»? ¿Qué te parece «pesado»?

—Para ya, ¿está bien?

—Y hazme el favor de ahorrarme lo otro.

—¿Qué?

—El acento barriobajero. ¡Que fuiste al Winchester College, hombre!

—Yo no hablo con acento barriobajero.

—Sí, cuando eres el de la tele sí. Hablas como si acabaras de irte del taller para hacer un programa mu güeno por la tele.

—¡Pues tú tienes acento de Yorkshire!

—¡Porque soy de Yorkshire!

Dexter se encogió de hombros.

—Es como tengo que hablar. Si no, el público se distancia.

—¿Y si me distancio yo?

—Seguramente sí, pero no eres uno de los dos millones que ven mi programa.

—Ah, porque ahora es «tu» programa.

—El programa de televisión donde salgo.

Emma se rio y siguió leyendo la novela. Al cabo de un rato, Dexter volvió a hablar.

—Bueno, pero ¿sí o no?

—¿Qué?

—Que si me ves. En marcha loca.

—Lo he tenido puesto alguna vez, de fondo, mientras hago cuentas.

—¿Y qué te parece?

Emma suspiró y clavó la mirada en el libro.

—No es mi rollo, Dex.

—Bueno, pero dímelo.

—Yo no sé de tele.

—Di lo que piensas y ya está.

—Bueno, pues me parece que el programa es como estar una hora con un borracho que te grita y te enfoca con una luz estroboscópica, pero ya te digo que…

—Bien, ya lo capté. —Tras un vistazo al libro, Dexter volvió a mirar a Emma—. ¿Y yo?

—Tú ¿qué?

—Que… si lo hago bien. Como presentador.

Emma se quitó los lentes.

—Mira, Dexter, debes de ser el mejor presentador de programas juveniles que ha habido en este país, y eso no lo digo yo cada día.

Dexter se apoyó orgulloso en un codo.

—La verdad es que prefiero considerarme periodista.

Emma sonrió y pasó de página.

—Me lo imagino.

—Es que es eso, periodismo. Tengo que investigar, preparar la entrevista, hacer las preguntas pertinentes…

Emma se aguantó la barbilla con el índice y el pulgar.

—Sí, sí, creo que vi tu reportaje a fondo sobre MC Hammer. Muy incisivo y provocador…

—Cállate, Em.

—En serio. Qué manera de meterte en su piel, sus influencias musicales, sus pantalones… Fue…, cómo te lo diría…, contundente.

Dexter le pegó con el libro.

—Cállate y lee, ¿de acuerdo?

Volvió a tumbarse y cerró los ojos. Emma le miró de reojo para comprobar que estaba sonriendo, y también sonrió.

Faltaba poco para mediodía. Mientras Dexter dormía, Emma vio por primera vez adónde iban: una masa de granito azul grisáceo saliendo del mar más transparente que había visto en su vida. Siempre había supuesto que aquel tipo de agua era una mentira de los folletos, un truco a base de filtros y objetivos, pero la tenía delante, reluciente, verde esmeralda. La isla, a simple vista, parecía deshabitada, con la excepción de un grupo de casas que partía del puerto, edificios blancos y rosas, como chucherías. Se sorprendió riendo en voz baja al verlo. Hasta entonces, viajar siempre había sido un agobio. Cada año, hasta los dieciséis, dos semanas en Filey, peleándose con su hermana en una casa sobre ruedas, mientras sus padres bebían sin parar y miraban llover, como si fuera un duro experimento sobre los límites de la proximidad humana. Durante la universidad se había ido de campamento a los Cairngorms con Tilly Killick: seis días dentro de una tienda que olía a sopa de sobre; unas vacaciones de broma, de ésas tan horribles que te ríes, pero que al final sólo habían sido horribles.

De pie en la borda, viendo cómo se iba perfilando el pueblo, empezó a entender la gracia de viajar; nunca se había sentido tan lejos de la lavandería automática, el piso alto del autobús nocturno y el trastero de Tilly. Era como si se respirase otro aire; no sólo su sabor u olor, sino el elemento en sí. En Londres, el aire era algo a través de lo que tenías que mirar, como una pecera mal cuidada. Aquí todo era luminoso y contrastado, limpio, claro.

Oyó el ruido de una cámara, y estuvo a tiempo de girarse y ver que Dexter le sacaba otra foto.

—Estoy horrible —dijo como reflejo, aunque tal vez no fuera cierto.

Dexter se acercó y puso las manos en el barandal, una a cada lado de la cintura de Emma.

—Qué bonito, ¿eh?

—No está mal —dijo ella, incapaz de recordar un momento en el que hubiera sido más feliz.

Nada más desembarcaron —era la primera vez que tenía la sensación de haber «desembarcado»—, se encontraron con mucho ajetreo en el muelle: turistas y mochileros, empezando a competir por la mejor habitación.

—Y ahora ¿qué?

—Voy a buscar algún sitio. Tú espérame en el bar de allá, volveré a buscarte.

—Que tenga balcón…

—A sus órdenes.

—Y vista al mar, por favor. Y escritorio.

—A ver qué consigo.

Dexter se fue tranquilamente hacia el gentío del muelle, arrastrando las sandalias.

—¡Y no te olvides! —le gritó ella.

Él se giró a mirarla: de pie en el muro del puerto, sujetándose el sombrero de ala ancha en la cabeza, bajo una brisa caliente que le pegaba al cuerpo el vestido azul claro. Ya no llevaba lentes, y tenía unas pecas en el pecho que él nunca le había visto. Su piel desnuda pasaba gradualmente del rosado al café al desaparecer bajo el escote.

—Las Reglas —dijo Emma.

—¿Qué les pasa?

—Necesitamos dos habitaciones, ¿de acuerdo?

—Clarísimo. Dos habitaciones.

Dexter sonrió, y se metió entre la gente. Después de seguirle con la vista, Emma arrastró las dos mochilas por el muelle, hasta un bar pequeño y ventoso. Allí metió la mano en su bolsa y sacó un bolígrafo y un cuaderno, uno caro con encuadernación de tela, que era su diario de viaje.

Lo abrió por la primera página en blanco y buscó algo que escribir, alguna reflexión u observación más allá de que iba todo muy bien. Iba todo muy bien, y tenía la sensación, extraña y novedosa, de estar justo donde quería estar.

Dexter y la dueña estaban en el centro de la desnuda habitación: paredes encaladas y un suelo de piedra fresca, sólo ocupado por una enorme cama doble con estructura de hierro, un escritorio pequeño con su silla y un jarrón con flores secas. Cruzando la doble puerta de listones, Dexter salió a un balcón grande, pintado a juego con el cielo, con vistas a la bahía. Era como salir a un escenario fabuloso.

—¿Cuántos son? —preguntó la dueña, de unos treinta y cinco años, y bastante atractiva.

—Dos.

—¿Y para cuánto tiempo?

—Aún no lo sé; cinco noches, o más…

—Pues esto es perfecto, me parece, ¿eh?

Dexter se sentó en la cama matrimonial y probó a dar unos saltos.

—Es que mi amiga y yo sólo somos…, pues eso, amigos. Necesitaríamos dos habitaciones…

—Ah. Está bien. Tengo otra habitación.

Emma tiene unas pecas que nunca le había visto a lo ancho del pecho, justo encima del escote.

—O sea, que sí tiene dos habitaciones.

—Sí, claro, tengo dos habitaciones.

Traigo noticias buenas y malas.

—Dilas —dijo Emma, cerrando su cuaderno.

—Pues mira, he encontrado un sitio fantástico, con vistas al mar y balcón, subiendo un poco por el pueblo; tienes tranquilidad para escribir, si quieres, y hasta hay un escritorio. Lo tienen libre para cinco días, y si queremos más, pues más.

—¿Y lo malo?

—Que sólo hay una cama.

—Ah.

—Ah.

—Ya.

—Lo siento.

—¿Seguro? —dijo ella, desconfiada—. ¿Sólo un dormitorio en toda la isla?

—¡Es que es temporada alta, Em! ¡He preguntado en todas partes!

Tranquilo. No te exaltes. A ver si jugando la carta de la culpabilidad… —Ahora, que si quieres que siga buscando…

Hizo ademán de levantarse, cansado.

Ella le puso una mano en el antebrazo.

—¿Cama individual o doble?

Parecía que pasaba la mentira. Dexter volvió a sentarse.

—Doble. Y grande.

—Pero tendría que ser enorme, ¿no? Para cumplir las Reglas, digo.

—Bueno… —Dexter se encogió de hombros—. Creo que yo prefiero verlas como pautas orientativas.

Emma frunció el ceño.

—Lo que quiero decir es que si a ti no te importa, a mí tampoco, Em.

—No, si a ti ya sé que no te importa…

—Pero si realmente no te ves capaz de no ponerme las manos encima…

—Huy, yo sí puedo; el que me preocupa eres tú…

—Porque te digo ahora mismo que como me toques, aunque sea con un dedo…

A Emma le encantó la habitación. Salió al balcón y escuchó las cigarras, un ruido que hasta entonces sólo había oído en las películas, y sobre el que albergaba la vaga sospecha de que era una ficción exótica. También se alegró de ver limones en el jardín; limones de verdad, en árboles; parecían pegados. Para no parecer provinciana, que era algo que quería evitar a toda costa, se lo calló y se limitó a decir:

—Muy bien. Nos la quedamos.

Luego, mientras Dexter hablaba con la dueña, entró en el baño para seguir peleándose con los lentes de contacto.

En la universidad, Emma había albergado convicciones muy firmes sobre la inutilidad de los lentes de contacto, en la medida en que alimentaban nociones convencionales de belleza femenina idealizada. Unas buenas gafas de la seguridad social, resistentes, útiles y sin doblez, eran señal de que a una no le importaban fruslerías tan tontas como estar guapa, porque pensaba en cosas más elevadas. Sin embargo, en los años transcurridos desde la licenciatura, le había empezado a parecer una argumentación tan abstracta y especiosa que al final había sucumbido a la insistencia de Dexter y se había puesto los malditos lentes de contacto, momento en que se había dado cuenta, cuando ya era demasiado tarde, de que lo que de verdad había intentado evitar tantos años era aquella escena de película: la bibliotecaria se quita los anteojos y se sacude el pelo. «¡Pero qué guapa es usted, señorita Morley!»

Ahora se veía rara en el espejo, con la cara al desnudo, vulnerable, como si llevara nueve meses sin quitarse los anteojos. Los lentes de contacto tendían a crearle propensión a unos espasmos faciales aleatorios y alarmantes, como parpadeos de rata. Se le pegaban al dedo y a la cara como escamas de pez; eso cuando no se resbalaban por debajo del párpado, como en ese momento, para alojarse al fondo del cráneo. Tras un severo acceso de contorsión facial, y de algo que le pareció una operación quirúrgica, logró recuperar el pedacito y salió del lavabo con los ojos rojos, llorosa, parpadeando.

Dexter estaba sentado en la cama, con la camisa desabrochada.

—¿Em? ¿Lloras?

—No, pero aún es temprano.

Salieron a la hora de comer, con un calor asfixiante, y encontraron un camino en la larga curva de arena blanca que, partiendo del pueblo, se extendía a lo largo de casi dos kilómetros. Llegó el momento de desvelar las prendas de baño. Después de darle muchas vueltas —tal vez demasiadas— a qué traje de baño se ponía, Emma se había inclinado por uno de John Lewis, negro y sin adornos, cuyo nombre podría haber sido «1900». Al empezar a quitarse el vestido, se preguntó si a Dexter le parecería una cobardía no llevar biquini, como si un traje de baño de una pieza hiciera juego con los anteojos, las botas de gamuza y los cascos de ciclista como algo mojigato, cauteloso y no del todo femenino. Tampoco le importaba; pero sí se preguntó, al sacarse el vestido por la cabeza, si Dexter acababa de mirarla de reojo, o se lo inventaba ella. En todo caso, fue una satisfacción observar que él se había decidido por el look de bermudas anchas. Tenderse una semana junto a Dexter con traje de baño tipo Speedo habría sido más incómodo de lo que podía aguantar.

—Perdone —dijo él—, ¿no es usted la Chica de Ipanema?

—No, soy su tía.

Emma se sentó, e intentó ponerse crema protectora en las piernas sin que se le movieran los muslos de manera fofa.

—¿Qué es eso? —preguntó él.

—Factor treinta.

—Para eso te podrías poner debajo de una manta.

—No quiero pasarme, sólo es el segundo día.

—Es como pintura de pared.

—No estoy acostumbrada al sol. No como tú, trotamundos. ¿Quieres un poco?

—No me sienta bien la crema para el sol.

—Mira que eres cabeza dura, Dexter.

Él sonrió y siguió mirándola desde detrás de sus lentes oscuros, fijándose en que el brazo, al subir, levantaba el pecho contra la tela negra del traje de baño, y viendo sobresalir la carne suave y clara en el escote de elástico. El propio gesto tenía algo: la cabeza ladeada, la manera de apartar el pelo al ponerse crema en el cuello… Sintió las agradables náuseas vinculadas al deseo. Dios mío, pensó, ocho días más así. Por detrás, el traje de baño tenía un corte bajo. A lo máximo que llegaba Emma era a darse toquecitos poco eficaces en la parte inferior.

—¿Quieres que te la ponga en la espalda? —dijo él. Brindarse a poner crema era un truco barato de toda la vida, que no estaba a su altura, francamente. Consideró que lo mejor era disfrazarlo de preocupación médica—. No sea que te quemes.

—Bueno.

Emma se acercó sin levantarse, y se sentó entre las piernas de Dexter con la cabeza apoyada en las rodillas. Dexter le empezó a poner crema, con la cara tan cerca que Emma casi percibía su aliento en la nuca, mientras que él sentía rebotar el calor en la piel de ella. Los dos ponían todo su empeño en dar la impresión de que era un acto de lo más cotidiano, no una clara contravención de las Reglas Dos y Cuatro, las que prohibían coquetear y llamaban al pudor.

—Es muy bajo este corte, ¿no? —dijo Dexter, muy consciente de estar tocando la base de la espalda.

—¡Menos mal que no me lo puse al revés! —dijo ella.

Siguió un silencio, en el que pensaron ambos: ay, Dios mío, Dios mío, Dios mío, Dios mío…

Ella, para distraerse, le puso una mano en el tobillo y lo estiró.

—¿Qué es esto?

—Mi tatuaje. De la India.

Lo frotó con el pulgar, como si quisiera eliminarlo.

—Se ha borrado un poco. Es un yin y yang —explicó él.

—Parece una señal de tráfico.

—Significa la unión perfecta de los contrarios.

—Significa «final de la restricción nacional de velocidad». Significa ponte calcetines.

Dexter se rio y le puso las manos en la espalda, alineando los pulgares con los huecos de los omóplatos. Pasó un momento.

—¡Ya está! —dijo alegremente—. Ya tienes la primera mano. ¡Vamos, a nadar!

Y así, despacio, fue pasando un día largo y caluroso. Nadaron, durmieron y leyeron, y cuando ya no hacía un calor tan brutal, y se empezó a llenar la playa, quedó de manifiesto un problema. El primero en darse cuenta fue Dexter.

—Oye, ¿veo mal o…?

—¿Qué?

—¿En esta playa están todos desnudos?

Emma levantó la mirada.

—Ah, sí. —Siguió leyendo—. No te quedes embobado, Dexter.

—No me quedo embobado, observo. ¿No te acuerdas de que soy antropólogo titulado?

—Con calificación de «bueno», ¿no?

—No, de «bueno más». Mira, nuestros amigos.

—¿Qué amigos?

—Los del ferry. Allá, haciendo una parrillada.

El chico estaba a veinte metros, en cuclillas, pálido y desnudo junto a una bandeja de aluminio de la que salía humo, como si tuviera frío; en cuanto a la chica, los saludaba de puntillas: dos triángulos blancos y uno negro. Dexter le devolvió el saludo con animación:

—¡Que no llevan nada enciiiima!

Emma apartó la mirada.

—Mira, yo eso no lo podría hacer.

—¿Qué?

—Una parrillada desnuda.

—Es que eres tan convencional, Em…

—Eso no es convencional, es salud básica. Es higiene alimentaria.

—Yo sí haría una parrillada desnudo.

—Es la diferencia entre los dos, Dex; que tú eres tan oscuro, tan complicado…

—No sé si deberíamos ir a saludar.

—¡No!

—Sólo a decirles cuatro cosas.

—¿Con un muslo de pollo en una mano y el pito de él en la otra? No, gracias. Además, ¿no es infringir el protocolo nudista, o algo así?

—¿Qué?

—Hablar con alguien desnudo, y no estarlo nosotros.

—No lo sé. ¿Sí?

—Tú concéntrate en tu libro, ¿de acuerdo?

Emma se giró hacia la línea de los árboles, pero los años le habían dado tal grado de confianza con Dexter que oía entrar las ideas en su cerebro, como cuando se tira una piedra al lodo. En efecto:

—¿Qué, qué te parece?

—¿Qué?

—¿Lo tendríamos que hacer?

—¿Qué?

—Quitarnos la ropa.

—¡No, no tendríamos que quitarnos la ropa!

—¡Pero si se la ha quitado todo el mundo!

—¡No es ninguna razón! ¿Y la Regla Cuatro?

—Regla no, pauta orientativa.

—No, regla.

—¿Y qué? Pues nos tomamos algunas libertades.

—Si te tomas libertades, ya no es una regla.

Se dejó caer otra vez en la arena, malhumorado.

—Es que no me parece de muy buena educación. Sólo lo digo por eso.

—Perfecto, pues tú haz lo que quieras. Intentaré apartar la mirada.

—Si sólo lo hago yo, ya no tiene sentido —masculló, enfadado.

Emma se tumbó otra vez.

—Dexter, ¿se puede saber por qué estás tan desesperado por que me quite la ropa?

—Es que he pensado que sin ropa podríamos estar más relajados.

—In-creíble. Francamente increíble.

—¿Tú no crees que estarías más relajada?

—¡NO!

—¿Por qué no?

—¡Da igual por qué! Además, no creo que le gustase mucho a tu novia.

—A Ingrid no le importaría. Ingrid es muy amplia de criterio. Sería capaz de quitarse la parte de arriba en el puesto de prensa y libros del aeropuerto…

—Mira, Dex, siento decepcionarte…

—No me decepcionas…

—Pero hay una diferencia…

—¿Qué diferencia?

—Pues para empezar, que Ingrid ha sido modelo…

—¿Y qué? Tú también podrías ser modelo.

Emma se rio estridentemente.

—¿Lo dices en serio, Dexter?

—De catálogos, o algo. Tienes muy buen tipo.

—«Muy buen tipo.» Válgame Dios…

—Todo lo que digo es objetivo al cien por ciento. Eres una mujer muy atractiva…

—… ¡que se va a dejar la ropa puesta! Si tantas ganas tienes de ponerte morenas tus partes, por mí perfecto. Bueno, ¿podemos cambiar de tema?

Dexter se giró y se tumbó al lado, boca abajo, con la cabeza apoyada en los brazos y el codo en contacto con el de Emma, que volvió a oír el ruido de sus pensamientos. Él le clavó un poco el codo.

—Claro que tampoco es nada que no hayamos visto.

Ella dejó lentamente el libro, se subió los lentes por la frente y apoyó la cabeza en los antebrazos, como un reflejo de él.

—¿Perdón?

—Sólo digo que ninguno de los dos tiene nada que no haya visto el otro. En términos de desnudez. —Se quedó mirándola—. ¿No te acuerdas de la noche aquella, después de la fiesta de licenciatura? ¿Nuestra única noche de amor?

—¿Dexter?

—Sólo digo que tampoco es que nos reservemos ninguna sorpresa, genitalmente hablando.

—Creo que voy a vomitar…

—Ya me entiendes…

—De eso hace mucho tiempo…

—Tampoco tanto. Si cierro los ojos, aún puedo verlo…

—No lo hagas…

—Sí, eres tú…

—Estaba oscuro…

—Tampoco tanto…

—Yo estaba borracha…

—Eso dicen todas…

—¿Todas? ¿Quiénes?

—Y tampoco estabas tan borracha…

—Lo bastante como para bajar el listón. Además, que yo recuerde no pasó nada.

—Bueno, tanto como «nada» no diría yo, al menos desde la prespectiva que tenía. ¿«Perspectiva»? ¿«Prespectiva» o «perspectiva»?

—Perspectiva. Yo era joven, y no me enteraba de nada. De hecho lo he borrado de mi memoria, como un accidente de coche.

—Pues yo no. Si cierro los ojos, te veo ahora mismo recortada en la luz de la mañana, con el overol provocativamente tirado en la alfombra india de Habitat…

Emma le dio un buen golpe en la nariz con el libro.

—¡Ay!

—Oye, que no me voy a quitar la ropa, ¿de acuerdo? Ni llevaba overol. No he llevado overol en toda mi vida.

Volvió a tomar el libro, y empezó a reírse sola, en voz baja.

—¿Qué te hace gracia? —preguntó él.

—Lo de la alfombra india de Habitat. —Emma se rio, y lo miró con cariño—. A veces me haces reír.

—¿Ah, sí?

—Muy de vez en cuando. Deberías salir por la tele.

Él sonrió, complacido, y cerró los ojos. Era cierto que conservaba una imagen mental muy nítida de Emma aquella noche, tumbada en la cama individual, sin más ropa que la falda levantada, levantando los brazos sobre la cabeza mientras se besaban. Pensando en ello, acabó por dormirse.

Volvieron a la habitación a media tarde, cansados, pegajosos y escocidos por el sol, y allí seguía: la cama. Rodeándola, salieron al balcón con vistas al mar, que ahora estaba brumoso, bajo un cielo que pasaba gradualmente del azul al rosado del anochecer.

—Bueno, ¿quién se baña primero?

—Empieza tú. Yo voy a sentarme fuera, a leer.

Emma se arrellanó en la silla de sol descolorida, en la penumbra del crepúsculo, oyendo correr el agua, e intentando concentrarse en la diminuta letra de su novela rusa, que parecía reducirse a cada página. De repente se puso de pie y fue al minibar que habían llenado de agua y de cerveza. Al agarrar una lata, se fijó en que la puerta del baño se había abierto sola.

La regadera no tenía cortina. Vio a Dexter de pie, bajo el agua fría, cerrando los ojos contra el chorro, con la cabeza hacia atrás y los brazos levantados. Se fijó en sus omóplatos, en su espalda larga y morena, y en los dos hoyuelos de encima del trasero, blanco y pequeño. Pero… ¡ay, Dios mío!, se estaba girando. La lata de cerveza se deslizó entre las manos de Emma y, en una efervescente explosión de espuma, se propulsó ruidosamente por el suelo. Emma le echó encima una toalla, como si capturase algún roedor salvaje. Después, al levantar la mirada, vio a Dexter, su amigo platónico, desnudo, pero poniéndose la ropa por delante.

—¡Se me resbaló! —dijo, recogiendo la espuma de cerveza con la toalla a la vez que pensaba: ocho días y noches así, y me incendiaré yo sola.

Luego le tocó a ella bañarse. Cerró la puerta, se limpió las manos de cerveza e hizo contorsiones al tratar de desvestirse en aquel baño minúsculo y húmedo, que aún olía al aftershave de Dexter.

La Regla Cuatro obligó a Dexter a salir al balcón mientras Emma se secaba y se vestía, pero después de experimentar un poco descubrió que si se dejaba puestos los lentes de sol y giraba la cabeza en un determinado ángulo, la veía reflejada en la puerta de cristal, untándose dificultosamente crema en la parábola inferior de su espalda, recién bronceada. Vio agitarse sus caderas cuando se puso los calzones. Vio la curva cóncava de su espalda y el arco de los omóplatos al abrocharse el brasier, antes de que los brazos levantados, y el vestido azul de verano, bajaran como un telón.

Emma se reunió con él en el balcón.

—Quizá deberíamos quedarnos aquí —dijo Dexter—. En vez de saltar de isla en isla, descansar una semana aquí, volver a Rodas, y a casa.

Emma sonrió.

—Sí, puede ser.

—¿No crees que te aburrirías?

—Lo dudo.

—O sea, que estás contenta…

—Bueno, me noto la cara como un jitomate a la parrilla, pero aparte de eso…

—Déjame ver.

Emma se giró hacia él, cerrando los ojos, y levantó la barbilla, con el pelo mojado y peinado hacia atrás, dejando la cara despejada, brillante y limpia. Era Emma, pero distinta, luminosa. Dexter pensó en la expresión «besada por el sol», y luego pensó: Dale un beso. Agárrale la cara y dale un beso.

Ella abrió los ojos de golpe.

—¿Y ahora?

—Lo que quieras.

—¿Una partida de Scrabble?

—Tengo mis límites.

—Bien, pues ¿qué te parece si cenamos? Se ve que hacen una cosa que se llama ensalada griega.

Los restaurantes del pueblo llamaban la atención por ser todos idénticos. El aire estaba lleno de humo de cordero quemado. Se sentaron en un local tranquilo, al final del puerto, donde empezaba la curva de la playa, y bebieron vino blanco con sabor a pino.

—Árboles de Navidad —dijo Dexter.

—Desinfectante —dijo Emma.

Se oía música de unos altavoces escondidos en las parras de plástico: el Get into the Groove de Madonna tocado con cítara. Cenaron panecillos pasados, cordero quemado y una ensalada embebida de vinagre balsámico, todo ello muy sabroso. A partir de un momento, incluso el vino estuvo delicioso, como un enjuague interesante, y Emma no tardó en sentirse dispuesta a infringir la Regla Dos. Prohibido coquetear.

—Tengo una idea.

—A ver.

—Pues mira: si nos quedamos ocho días, se nos acabarán los temas de conversación, ¿no?

—No necesariamente.

—Bueno, pero para prevenir. —Se inclinó y le puso a Dexter una mano en la muñeca—. Creo que deberíamos contarnos algo que el otro no sepa.

—¿Como un secreto?

—Exacto, un secreto; una cosa sorprendente cada noche, hasta que se acaben las vacaciones.

—¿Un poco como el juego de la botella? —Dexter abrió mucho los ojos. Él se consideraba un as del juego de la botella—. De acuerdo, tú primero.

—No, tú primero.

—¿Por qué primero yo?

—Porque tienes más dónde elegir.

Era verdad: Dexter tenía reservas casi inagotables de secretos. Podía contarle que esa misma noche la había espiado vistiéndose, o que al bañarse había dejado adrede la puerta del baño abierta. Podía contarle que había fumado heroína con Naomi, o que justo antes de Navidad se había acostado, deprisa y sin gracia, con la compañera de departamento de Emma, Tilly Killick; un masaje de pies que se le había ido de las manos de la peor manera, mientras Emma estaba en Woolworths, comprando luces para el árbol. De todos modos, quizá fuera mejor inclinarse por algo que no le dejara como una persona superficial, sórdida, embaucadora o fatua.

Pensó un rato.

—Bueno, de acuerdo. —Carraspeó—. Hace unas semanas me ligué a un hombre en un club.

Emma se quedó boquiabierta.

—¿Un hombre? —Se echó a reír—. Me quito el sombrero, Dex. La verdad es que estás lleno de sorpresas.

—Bueno, tampoco pasó nada; sólo un besuqueo, y yo iba drogado.

—Eso dicen todos. A ver, explícame qué pasó.

—Pues mira, era Sexface, la noche gay hardcore de un club de Vauxhall que se llama Strap…

—¡«Sexface en Strap»! ¿Ya no hay discos que se llamen Roxy, o Manhattan?

—No es ninguna «disco», es un club gay.

—¿Y tú qué hacías en un club gay?

—Siempre vamos. La música es mejor. Más hardcore y menos mierda de esa house…

—Qué mal estás…

—Total, que fui con Ingrid y su grupo, y cuando estaba bailando va y se me acerca un tipo y me empieza a besar; y supongo que…, vaya, que le seguí el rollo.

—¿Y te…?

—¿Qué?

—¿Te gustó?

—Estuvo bien. Un simple beso. Total, las bocas son bocas, ¿no?

Emma soltó una fuerte risotada.

—Dexter, tienes alma de poeta. «Las bocas son bocas.» ¡Pero qué cosa más bonita! Precioso. ¿No es de As Time Goes By?

—Tú me entiendes.

—Las bocas son bocas. Deberían grabarlo en tu lápida. ¿Y qué dijo Ingrid?

—Nada, se rio. No le molestó. De hecho le gustó bastante. —Dexter se encogió de hombros, como de vuelta de todo—. Además, Ingrid es bisexual, o sea, que…

Emma puso los ojos en blanco.

—¡Cómo no va a ser bisexual!

Dexter sonrió como si la bisexualidad de Ingrid hubiera sido idea suya.

—Oye, que no pasa nada, ¿eh? A nuestra edad, lo normal es experimentar con la sexualidad.

—¿Ah, sí? Es que nadie me dice nada.

—Tienes que ponerte al día.

—Una vez dejé la luz encendida, pero prefiero que no se repita.

—Pues más vale que te pongas las pilas, Em. Déjate de inhibiciones.

—Si es que lo que no sepas tú de sexo, Dex… ¿Y tu amigo de El Strap qué llevaba?

—No, El Strap no, sólo Strap. Arnés y pantalones de cuero. Era un ingeniero de la British Telecom, y se llamaba Stewart.

—¿Y crees que volverán a verse, tú y Stewart?

—Sólo si se me estropea el teléfono. No era mi tipo.

—Tengo la impresión de que tu tipo es todo el mundo.

—Sólo fue un episodio pintoresco. ¿De qué te ríes?

—Es que se te ve taaaan pagado de ti mismo…

—¡Mentira! Homófoba.

Dexter empezó a mirar por encima del hombro de Emma.

—¿Qué pasa, que le estás echando los canes al mesero?

—Intento que nos traigan otra copa. Te toca. Tu secreto.

—Huy, no, me rindo; con eso no puedo competir.

—¿Ningún rollo chica-chica?

Emma sacudió la cabeza, resignada.

—¿Sabes que un día se lo dirás a una lesbiana de verdad y te partirá la cara?

—O sea, que nunca te ha atraído ninguna…

—No seas patético, Dexter. Bueno, ¿quieres que te cuente mi secreto o no?

Llegó el mesero con un par de copas de aguardiente griego invitación de la casa, el tipo de bebida que sólo se puede regalar. Emma bebió un sorbito e hizo una mueca. Después se apoyó suavemente la mejilla en una mano, sabiendo que era un gesto que insinuaba intimidad y un punto de embriaguez.

—Un secreto. A ver, a ver…

Se dio golpecitos con el dedo en la mejilla. Podía contarle que lo había mirado en la regadera, o que sabía lo de Tilly Killick en Navidad, el masaje de pies que se había ido de las manos de la peor manera. Hasta podía decirle que en 1983 le había dado un beso a Polly Dawson en su dormitorio, pero era consciente de que entonces Dexter se pasaría la vida tomándole el pelo. Además, ya sabía lo que quería contar desde el principio de la velada. Mientras la cítara tocaba Like a Prayer, se humedeció los labios y puso una mirada sensual, junto con varios pequeños ajustes que, sumados, compusieron lo que consideraba su mejor cara, la más atractiva, la que usaba para las fotos.

—Cuando nos conocimos, en la universidad, antes de ser… colegas, vaya, estuve un poco enamorada de ti. Bueno, un poco no, perdidamente. Me duró muchísimo tiempo. Hasta escribía tonterías en verso.

—¿En verso? ¿De verdad?

—No es que me enorgullezca.

—Ah, ya. Ya. —Dexter se cruzó de brazos, los apoyó en el borde de la mesa y bajó la mirada—. Pues lo siento, Em, pero eso no vale.

—¿Por qué no?

—Porque has dicho que tenía que ser algo que yo no supiera.

Sonreía de oreja a oreja. Para Emma fue un recordatorio más de su capacidad casi ilimitada de decepcionar.

—¡Pero qué rabia me das!

Le dio un golpe con el dorso de la mano donde más le había quemado el sol.

—¡Ay!

—¿Cómo lo sabías?

—Me lo dijo Tilly.

—Qué simpática es Tilly.

—Bueno, y ¿qué pasó?

Emma miró el fondo de la copa.

—Pues que es de esas cosas que se curan con el tiempo, supongo, como un herpes.

—No, en serio, ¿qué pasó?

—Que te conocí. Tú me curaste de ti.

—Pues yo quiero leer los poemas. ¿Con qué rima «Dexter»?

—«Peste.» Es una rima asonante.

—Lo digo de verdad. ¿Dónde están?

—Ya no existen. Los quemé hace años. —Sintiéndose tonta y defraudada, Emma bebió otra vez del vaso vacío—. Demasiado aguardiente. Tendríamos que irnos.

Buscó al mesero con cara de agobiada, y Dexter también empezó a tener la sensación de estar haciendo el tonto. Con tantas cosas como podía haber dicho, ¿a qué venía tanta suficiencia y displicencia, tan poca generosidad? Ansioso de encontrar la manera de congraciarse con ella, le dio un empujoncito en la mano.

—¿Qué, vamos a pasear?

Ella titubeó.

—Bien, vamos a pasear.

Se fueron por la bahía, dejando atrás las casas a medio construir con las que el pueblo se extendía por la costa: una nueva urbanización para turistas que deploraron convencionalmente. Mientras hablaban, Emma resolvió en silencio ser más sensata en el futuro. En el fondo, la audacia y la espontaneidad no iban con su forma de ser. No le salían bien. El resultado nunca era el que esperaba. Su confesión a Dexter le había dado la sensación de golpear con todas sus fuerzas una pelota, verla subir por los aires, y poco después, oír un ruido de cristales rotos. Resolvió mantenerse serena y sobria durante el tiempo que les quedaba juntos, y acordarse de las Reglas. Acordarse de Ingrid, la hermosa, desinhibida y bisexual Ingrid, que esperaba a Dexter en Londres. No más revelaciones inapropiadas. De momento no tenía más remedio que arrastrar aquella estúpida conversación por donde fuera, como un trozo de papel de baño pegado al talón.

Ya estaban fuera del pueblo. Dexter le tomó la mano para que no se cayera al ir medio borrachos, dando tumbos, por las dunas secas, que aún conservaban el calor del sol; al llegar al mar, donde la arena estaba húmeda y firme Emma observó que Dexter aún le tomaba la mano.

—Por cierto, ¿adónde vamos? —preguntó, oyéndose hablar raro.

—Yo a nadar. ¿Vienes?

—Estás mal de la cabeza.

—¡Anda!

—Me ahogaré.

—Qué va. Mira qué bonito.

El mar estaba muy tranquilo y transparente, como un maravilloso acuario color jade, de un fulgor fosforescente; si uno intentara tomarlo con las manos, seguramente tendría luz propia. Dexter ya se estaba quitando la camisa por la cabeza.

—Venga, que así se nos pasa la borrachera.

—Es que no llevo el traje de ba… —Se dio cuenta de golpe—. Ah, ya lo entiendo. —Se rio—. Ya veo lo que pasa.

—¿Qué?

—He caído con todas las de la ley, ¿eh?

—¿Qué?

—El viejo truco de nadar desnudos. Emborrachas a una chica y buscas la extensión de agua que te quede más cerca.

—Pero qué mojigata eres, Emma. ¿Por qué eres tan mojigata?

—Ve tú, yo te espero.

—Bueno, pero te arrepentirás.

Ahora Dexter estaba de espaldas, quitándose los pantalones, y después la ropa interior.

—¡Déjate los calzoncillos! —exclamó ella, mirando su espalda, larga y morena, y su trasero blanco al irse con paso decidido hacia el mar—. ¡Que no estás en Sexface!

Dexter se lanzó de cara a las olas. Emma se quedó donde estaba, balanceándose sobre sus pies, con una sensación de soledad y absurdo. ¿No era precisamente una de las experiencias que anhelaba? ¿Por qué no podía ser más espontánea y atrevida? Si le daba miedo nadar sin traje, ¿qué esperanzas tenía de decirle a algún hombre que quería darle un beso? No había acabado de pensarlo y ya tenía las manos en el borde del vestido. Se lo quitó por la cabeza de un solo movimiento. Después se quitó la ropa interior y la arrojó por los aires de una patada, sin recogerla. Corrió hacia el borde del agua, riéndose y diciendo palabrotas.

Dexter, que ya no se atrevía a ir más lejos, estaba de puntillas, quitándose el agua de los ojos, contemplando el mar y preguntándose qué pasaría. Reparos. Sentía nacer los primeros reparos. Se avecinaba una Situación. ¿No había resuelto hacer lo posible por evitar las Situaciones, y ser menos atrevido y espontáneo? A fin de cuentas se trataba de Emma Morley, y Em era un tesoro, probablemente su mejor amiga. ¿E Ingrid, más conocida como Ingrid la Tremenda en su círculo íntimo? Oyó en la playa una atropellada risa de entusiasmo, y al girarse casi estuvo a tiempo de ver a Emma cayéndose desnuda al agua, como si la hubieran empujado por detrás. Sinceridad y franqueza: ésa sería su divisa. Emma chapoteó hacia él, con un torpe crol. Dexter decidió ser franco y sincero, para variar, a ver adónde lo llevaba.

Emma llegó jadeando. De pronto se había dado cuenta de la translucidez del mar, y estaba buscando la manera de aguantarse en el agua con un brazo cruzado sobre el pecho.

—¡O sea, que es esto!

—¿Qué?

—¡Bañarse desnuda!

—Sí. ¿Qué te parece?

—Está bien, supongo. Muy refrescante. ¿Ahora qué tengo que hacer, jugar con el agua, salpicarte, o qué? —Ahuecó una mano y le tiró un poco de agua a la cara—. ¿Lo hago bien?

Justo después la corriente la llevó hacia Dexter, sin que él tuviera tiempo de contraatacar. Él se quedó donde estaba, con los pies plantados en el fondo. La abrazó, y sus piernas se enroscaron como dedos entrelazados. Sus cuerpos se tocaron y volvieron a apartarse, como dos bailarines.

—Qué cara más pensativa —dijo ella para romper el silencio—. ¡Oye, no te estarás meando en el agua!

—No…

—Pues ¿entonces?

—Pues que te quería decir que lo siento. Lo que he dicho antes…

—¿Cuándo?

—En el restaurante, para hacerme el interesante, o no sé qué.

—No pasa nada. Estoy acostumbrada.

—Y también que yo pensaba lo mismo. En esa época. Quiero decir, que me gustabas; «románticamente», quiero decir. No es que escribiera poemas, pero pensaba en ti; quiero decir, que pienso en ti, en los dos. Quiero decir, que me gustas.

—¿En serio? Ah… ¿En serio? Ya. Ah. Ya.

Al final va a pasar —pensó Emma—; aquí y ahora, desnudos en el mar Egeo.

—El problema que tengo es que… —Dexter suspiró, y sonrió con un lado de la boca—. ¡Pues que supongo que me gusta casi todo el mundo!

—Ya —fue lo único que pudo decir ella.

—… cualquiera, en serio. Voy por la calle y… es lo que has dicho tú de que mi tipo es todo el mundo.

—Pobrecito —dijo ella inexpresivamente.

—Lo que quiero decir es que no creo que estuviera, que esté, preparado para… lo de novio y novia, ¿sabes? Creo que querríamos cosas diferentes. De una relación.

—¿Porque… eres gay?

—Te estoy hablando en serio, Em.

—¿Ah, sí? Nunca lo tengo claro.

—¿Estás enfadada conmigo?

—¡No! ¡Me da igual! Ya te dije que fue hace mucho, mucho tiempo…

—Ahora… —Bajo el agua, las manos de él buscaron la cintura de ella y la abrazaron—. Ahora, que si quisieras divertirte un poco…

—¿Divertirme?

—Infringir las Reglas…

—¿Jugar al Scrabble?

—Ya me entiendes. Una aventurilla. Sólo ahora, de viaje, sin obligaciones, y sin decirle nada a Ingrid. Como un secreto entre los dos. Yo me apuntaría. Nada más.

Emma hizo un ruido gutural, con algo de risa y de gruñido. «Me apuntaría.» La sonrisa de Dexter era expectante, como la de un comercial ofreciendo un muy buen crédito bancario. «Un secreto entre los dos», a añadir a muchos más, probablemente. Se acordó de una frase: las bocas son bocas. Sólo podía hacer una cosa. Sin pensar en que estaba desnuda, saltó fuera del agua y hundió la cabeza de Dexter en el mar con todo su peso, manteniéndola dentro. Empezó a contar despacio. Uno, dos, tres…

Creído, más que soberbio…

Cuatro, cinco, seis…

Y tú qué mujer más tonta, qué tonta por gustarte un tipo así, qué tonta por pensar que a él le gustabas…

Siete, ocho, nueve…

Se mueve mucho. Lo mejor será dejarlo salir y tomárselo a broma, tomárselo a broma…

Diez. Le apartó las manos de la cabeza y le dejó saltar hacia la superficie. Dexter se reía, sacudiéndose el agua del pelo y de los ojos. Emma también se rio: un tenso «ja jaja».

—Supongo que eso es que no —dijo él finalmente, sonándose el agua salada de la nariz.

—Me parece que sí. Creo que hace tiempo que se nos pasó el momento.

—Ah, bueno… ¿Estás segura? Porque yo creo que estaríamos mucho más tranquilos si nos lo quitáramos de encima.

—¿Quitárnoslo de encima?

—Bueno, es que creo que estaríamos más unidos. Como amigos.

—¿Te preocupa que no acostarnos juntos pueda estropear nuestra amistad?

—No me estoy expresando muy bien…

—Dexter, te entiendo perfectamente. Eso es lo malo.

—Si te da miedo Ingrid…

—No es que me dé miedo, es que no estoy dispuesta a hacerlo sólo para que podamos decir que lo hemos hecho. Tampoco pienso hacerlo si lo primero que dices tú después es «no se lo digas a nadie, por favor», o «vamos a hacer como si no hubiera pasado nada». ¡Si tienes que mantener algo en secreto, es que no deberías hacerlo, para empezar!

Dexter, sin embargo, ya no la miraba; miraba hacia la playa, contrayendo los párpados. Emma se giró justo a tiempo para ver que alguien bajito y delgado corría por la arena a gran velocidad, llevando victoriosamente algo sobre la cabeza, como una bandera conquistada: una camisa y unos pantalones.

—¡EEEEEHH! —gritó Dexter, lanzándose hacia la orilla y berreando con la boca llena de agua.

Llegó a la playa con unas zancadas asombrosas, levantando mucho las rodillas, para correr con todas sus fuerzas tras el ladrón que le había robado toda la ropa.

Cuando volvió, rabiando y sin respiración, Emma estaba sentada en la playa, vestida de los pies a la cabeza, y sobria.

—¿Has encontrado algo?

—¡No! ¡Nada! —dijo él trágicamente—. Estoy jodido.

Hizo falta algo de brisa para recordarle que estaba desnudo. Se puso una mano entre las piernas, enojado.

—¿Se llevó tu cartera? —preguntó ella, con un rictus de seriedad pegado a la cara.

—No, sólo un poco de dinero; no sé, unos diez o quince billetes. Qué cabrón.

—Bueno, supongo que es uno de los peligros de bañarse desnudo —masculló ella, con un temblor en las comisuras de la boca.

—Lo que me jode son los pantalones. ¡Eran de Helmut Lang! Y los calzoncillos, de Prada. Treinta billetes, los putos calzoncillos. ¿Qué te pasa? —Emma no podía hablar de la risa—. ¡No tiene gracia, Em! ¡Acaban de robarme!

—Ya lo sé. Perdona…

—¡Eran de Helmut Lang, Em!

—¡Ya lo sé! Es que… así, tan enfadado, y… sin ropa…

Emma se puso en cuclillas y apoyó los puños y la frente en la arena, hasta que se cayó de lado.

—Ya, Em. No tiene gracia. ¿Emma? ¡Emma! ¡Para ya!

Cuando Emma pudo levantarse, caminaron un poco en silencio por la playa. De pronto Dexter estaba frío y reservado. Emma se adelantó discretamente, mirando la arena, e intentando aguantarse.

—Hay que ser muy cabrón para robarle los calzoncillos a alguien —murmuraba Dexter—. ¿Sabes qué voy a hacer para encontrar al desgraciado ese? ¡Pues buscar al único cabrón bien vestido de toda la puta isla!

Emma volvió a tirarse por la arena, con la cabeza entre las rodillas.

En vista de que la búsqueda no daba resultado, peinaron la playa en busca de ropa de emergencia. Emma encontró un saco de plástico azul resistente. Dexter se lo puso delicadamente en la cintura, como una minifalda, mientras Emma le proponía hacer dos agujeros y convertirlo en un jumper, y hecha la propuesta, volvió a derrumbarse.

De vuelta pasaron por el puerto.

—Hay mucha más gente de lo que me esperaba —dijo Emma.

Dexter compuso sus facciones para que pareciera que se burlaba de sí mismo, y pasó al lado de las mesas del bar sin girar la cabeza, ignorando los silbidos. Entraron en el pueblo, y de repente, al meterse por una callejuela estrecha, se toparon con la pareja de la playa, rojos de beber y de tomar el sol, ebriamente agarrados, dando tumbos hacia el puerto por los escalones. Se quedaron mirando con perplejidad la minifalda de lona azul de Dexter.

—Me robaron la ropa —explicó él lacónicamente.

Asintieron, compasivos. Después de arrimarse a la pared para poder pasar, la chica se giró y dijo en voz alta:

—¡Bonito saco!

—Es de Helmut Lang —dijo Emma, y Dexter entornó los ojos ante su traición.

Le duró el mal humor todo el camino. Luego, en la habitación, fue como si compartir cama hubiera perdido toda su importancia. Emma fue a cambiarse al baño. Al salir, con una vieja camiseta gris, el saco de plástico azul estaba al pie de la cama, tirado por el suelo.

—Deberías colgarlo —dijo, empujándolo con el pie—. Se te arrugará.

—Ja —dijo él, tumbado en la cama con nuevos calzoncillos.

—¿Son éstos?

—¿El qué?

—Los famosos calzoncillos de treinta billetes. ¿Qué pasa, que están forrados de armiño?

—Vamos a dormir, ¿de acuerdo? ¿Qué lado?

—Éste.

Se dieron la espalda, en paralelo. Emma disfrutó con el contacto de las sábanas blancas y frías en la piel irritada.

—Qué día más bueno —dijo.

—Menos el final —masculló él.

Emma se giró para mirarlo: la cara de perfil, malhumorado, contemplando el techo. Le empujó un poco el pie con el suyo.

—Sólo son unos pantalones y unos calzoncillos. Te compraré unos nuevos que estén bien. Un pack de tres calzoncillos de algodón.

Dexter resopló. Emma le tomó la mano por debajo de la sábana y se la apretó con fuerza, hasta que él giró la cabeza para mirarla.

—En serio, Dex —dijo ella, sonriendo—. Me alegro mucho de estar aquí. Me la estoy pasando muy bien.

—Sí, yo también —masculló él.

—Ocho días más —dijo ella.

—Ocho días más.

—¿Te ves capaz de aguantarlo?

—Ya veremos. —Dexter sonrió afectuosamente. Para bien o para mal, volvía a ser todo como antes—. Bueno, esta noche ¿cuántas reglas hemos infringido?

Emma pensó un poco.

—La Uno, la Dos y la Cuatro.

—Pero al menos no hemos jugado al Scrabble.

—Ya habrá tiempo mañana.

Emma levantó una mano por encima de la cabeza, apagó la luz y se acostó de lado, dándole la espalda. Era todo como antes. No supo muy bien cómo tomárselo. Al principio le preocupó no poder dormir, por estar pensando en el día, pero no tardó en sentir con gran alivio que la vencía el sueño, deslizándose por sus venas como un anestésico.

Dexter se quedó mirando el techo bañado en luz azul, con la sensación de no haber tenido una velada muy brillante. Estar con Emma requería ciertos modales, y él no siempre estaba a la altura. Al mirarla de reojo, con el pelo sobre la nuca, y el bronceado reciente de la piel contra el blanco de la sábana, se planteó tocarle el hombro para disculparse.

—Buenas noches, Dex —murmuró ella, mientras aún podía hablar.

—Buenas noches, Em —contestó él; pero ya no lo oía.

Quedan ocho días —pensó—. Ocho días enteros. En ocho días podía pasar casi de todo.