Capítulo 4

Oportunidades

LUNES 15 DE JULIO DE 1991

Camden Town y Primrose Hill

—¡ATENCIÓN, POR FAVOR! ¿Pueden estar atentos? Atento todo el mundo. Paren de hablar, parad de hablar, paren de hablar. ¿Por favor? ¿Por favor? Gracias. Bueno, sólo quería repasar la carta de hoy, si puede ser. Primero los platos del día. Tenemos sopa de elote y chimichanga de pavo.

—¿Pavo? ¿En julio? —dijo en la barra Ian Whitehead, cortando gajos de limón para meterlos en los cuellos de las botellas de cerveza.

—Hoy es lunes —siguió Scott—. Debería ser un día tranquilo, o sea, que no quiero ni una mancha. Miré los turnos y te toca a ti el baño, Ian.

Los demás empleados se burlaron.

—¿Por qué siempre a mí? —se quejó Ian.

—Porque lo haces de maravilla —dijo su mejor amiga, Emma Morley.

Ian aprovechó la ocasión para pasarle un brazo por detrás de los hombros encorvados, y mover en broma el cuchillo como si la apuñalase.

—Emma, ¿podrías venir a verme a mi despacho cuando hayan acabado? —dijo Scott.

Los demás empleados soltaron risitas insinuantes, mientras Emma se zafaba de Ian, y Rashid, el mesero, encendía el casete aceitoso de detrás de la barra: La cucaracha, un chiste que ya no tenía gracia, repetido hasta el infinito.

—Bueno, vamos al grano. Siéntate.

Scott encendió un cigarrillo. Al otro lado de la mesa, amplia y desordenada, Emma se encaramó al taburete. Una pared de cajas de vodka, tequila y cigarrillos —lo que se consideraba más «atractivo» del almacén— no dejaba penetrar el sol de julio en un cuartito oscuro que olía a ceniceros y desilusión.

Scott puso los pies sobre la mesa.

—La cuestión es que me voy.

—¿Te vas?

—Los de la central me han pedido que me ponga al frente del nuevo Ave César de Ealing.

—¿Qué es el Ave César?

—Una nueva cadena muy grande de italianos contemporáneos.

—¿Y se llama Ave César?

—Exacto.

—¿Y por qué no Mussolini?

—Van a hacer con lo italiano lo mismo que han hecho con lo mexicano.

—¿Qué, joderlo?

Scott puso cara de ofendido.

—No me agobies, ¿de acuerdo, Emma?

—Lo siento, Scott. En serio. Felicidades. Muy bien, de verdad…

Se calló de golpe, al comprender lo que se avecinaba.

—La cuestión… —Scott entrelazó los dedos y se inclinó sobre la mesa, como si se lo hubiera visto hacer a algún empresario por la tele, y sintió una inyección de poder un poco afrodisiaca—. Me han pedido que nombre yo mismo al encargado que me sustituirá. Por eso quería hablar contigo. Busco a alguien que no se marche; alguien de confianza, que no se escape a la India sin avisar como Dios manda, ni lo deje todo por algún trabajo más interesante. Alguien con quien pueda contar para quedarse un par de años, y dedicarse a fondo a… Emma, ¿estás…? ¿Estás llorando?

Emma se protegió los ojos con las manos.

—Perdona, Scott; es que me agarraste en mal momento, pero no pasa nada.

Scott frunció el ceño, estancado entre la compasión y la irritación.

—Toma. —Sacó un rollo de papel de cocina, azul y basto, de una caja del catering—. Tranquilízate. —Lo lanzó por la mesa, haciéndolo rebotar en el pecho de Emma—. ¿Es por algo que haya dicho?

—No, no, no, es por algo personal, privado. Me da de vez en cuando. Qué vergüenza… —Emma se apretó en los ojos dos montoncitos de papel azul rasposo—. Perdona, perdona, perdona… ¿Decías?

—Es que con esto de que llores perdí el hilo.

—Creo que me estabas diciendo que no voy a ninguna parte.

Emma se echó a reír y llorar al mismo tiempo. Agarró otro trozo de papel de cocina y se lo puso en la boca.

Scott esperó a que ya no le temblaran los hombros.

—Bueno, ¿te interesa o no el trabajo?

—¿Quieres decir… —Emma puso una mano en un bote de veinte litros de salsa Mil Islas— que algún día todo esto puede ser mío?

—Emma, si no quieres el puesto, lo dices y ya está, aunque yo llevo cuatro años…

—Y lo has hecho muy bien, Scott…

—No está mal pagado, nunca más tendrías que limpiar los baños…

—Y te agradezco la oferta.

—Pues entonces ¿a qué viene el llanto?

—Es que llevo unos días un poco… deprimida, pero no pasa nada.

—Deprimida.

Scott frunció el ceño, como si nunca hubiera oído la palabra.

—Sí, ya me entiendes: un poco triste.

—Ah, de acuerdo. —Se le ocurrió rodearle paternalmente los hombros, pero como habría implicado subirse a un bote de mayonesa de cuarenta y cinco litros, prefirió inclinarse más sobre la mesa—. ¿Es por algo… de chicos?

Emma se rio una sola vez.

—Más bien no. Tranquilo, Scott; me agarraste con las defensas bajas, pero no pasa nada. —Sacudió vigorosamente la cabeza—. ¿Lo ves? Ya se me pasó. Estoy como unas castañuelas. No le des más vueltas.

—Bueno, pues ¿qué te parece? Lo de ser encargada, digo.

—¿Lo puedo pensar, y te digo algo mañana?

Scott asintió, con una sonrisa benévola.

—¡Bien! Descansa un poco. —Tendió un brazo hacia la puerta, y añadió con infinita compasión—: Agarra unos nachos.

En el cuarto de empleados vacío, Emma fulminó con la mirada el humeante plato de queso y tiras de maíz, como si fuera un enemigo al que derrotar.

De repente se levantó, fue a la locker de Ian y hundió la mano en los pliegues apretados de mezclilla hasta encontrar cigarrillos. Tomó uno, lo encendió, se levantó los lentes e inspeccionó sus ojos en el espejo roto, chupándose el dedo para limpiar las manchas delatoras. Llevaba el pelo largo, sin estilo, de un color que ella llamaba «cafesoso». Sacó un pelo de la liga que lo sujetaba y lo recorrió con el índice y el pulgar, sabiendo que dejaría gris el champú cuando se lo lavase. Pelo de ciudad. Estaba pálida, por exceso de turnos de noche, y gorda; ya llevaba algunos meses poniéndose las faldas por la cabeza. Les echaba la culpa a los frijoles refritos, pasados una y otra vez por la sartén. Gorda —pensó—. Gorda asquerosa: una de las consignas que le pasaba últimamente por la cabeza, junto a «un tercio menos de tu vida», y «¿qué sentido tiene todo?».

A Emma, rondar los veinticinco le había aportado una segunda adolescencia, todavía más ensimismada y trágica que la primera.

—¿Por qué no vuelves a casa, cielo? —le había dicho su madre por teléfono la noche anterior, con su voz temblorosa de cuando estaba preocupada, como si a su hija la tuvieran secuestrada—. Aún tienes tu habitación, y en los Almacenes Debenham’s buscan gente.

Por primera vez le había tentado la idea.

En otros tiempos se había visto capaz de conquistar Londres. Se había imaginado un torbellino de salones literarios, compromiso político, fiestas informales y agridulces noviazgos a la orilla del Támesis. Pensaba formar un grupo de música, rodar cortos y escribir novelas, pero dos años no habían engordado su flaco libro de poemas, y en el fondo no le había pasado nada bueno desde los porrazos de las manifestaciones de la Poll Tax.

La había derrotado la ciudad, como le habían anunciado. Nadie se había fijado en su llegada, ni se fijarían si se iba, como en una fiesta a reventar de gente.

Y no por no esforzarse. La idea de entrar en una editorial había asomado por sí sola la cabeza. Su amiga Stephanie Shaw había encontrado trabajo al licenciarse, y parecía otra. Que ya no contasen con ella para los tarros de cerveza con jarabe de casis. Ahora bebía vino blanco, llevaba unos trajes preciosos de Jigsaw, y ponía papas fritas de la marca Kettle en las fiestas. Por consejo de Stephanie, Emma había mandado cartas a varias editoriales y agencias, y luego a librerías, pero nada. Era época de recesión, y la gente se aferraba con adusta determinación a sus empleos. Pensó en refugiarse en los estudios, pero el gobierno ya no daba becas, y pagando ella salía demasiado caro. Otra opción era el voluntariado, por ejemplo en Amnistía Internacional, pero el alquiler y los desplazamientos consumían todo su dinero, y Loco Caliente, todo su tiempo y energía. Le rondaba una idea fantasiosa, leerles libros a los ciegos, pero ¿era un trabajo de verdad, o sólo lo había visto en alguna película? Ya lo averiguaría cuando tuviera fuerzas.

El queso industrial se había solidificado como plástico. En un ataque de repugnancia, Emma lo apartó y metió la mano en la bolsa para sacar su nueva libreta, cara, de cuero negro, con una pluma corta prendida a la tapa con un clip. Abrió una página en blanco de papel color crema y empezó a escribir rápidamente.

NACHOS

Fueron los nachos.

Masa humeante de colores, deshecha, como su vida, evocando todos los defectos

de

su

vida.

«A cambiar tocan», dice la voz de la calle.

Fuera, en Kentish Town Road, se oyen risas,

Pero aquí, entre el humo del cuarto del desván,

sólo hay

nachos.

Como la vida, el queso se ha

endurecido y

enfriado

como plástico,

y arriba, en el cuarto, no se ríe nadie.

Dejó de escribir y, apartando la mirada, se quedó observando el techo, como si estuviera dando tiempo de esconderse a alguien. Después volvió a mirar la página, con la esperanza de que la sorprendiera la calidad de lo escrito.

Se estremeció, con un largo gemido. Luego, entre risas, sacudió la cabeza a la vez que tachaba meticulosamente los renglones, rayándolo todo hasta que no quedase ni una sola palabra. En poco tiempo, la tinta traspasó el papel. Retrocedió una página y echó un vistazo al texto manchado por las filtraciones.

EDIMBURGO, 4 DE LA MAÑANA

Acostados en la cama individual, hablamos del

futuro, hacemos conjeturas,

y mientras habla le miro y pienso

«apuesto», qué palabra más tonta, y pienso

«¿será esto? ¿Lo inefable?».

Fuera cantan mirlos, y el

sol calienta las cortinas…

Otro estremecimiento, como si hubiera mirado debajo de una venda. Cerró la libreta de golpe. «Lo inefable.» Madre mía… Había llegado a un punto de inflexión. Ya no creía que se pudiera mejorar una situación dedicándole un poema.

Después de guardarse la libreta, tomó el Sunday Mirror del día anterior y empezó a comerse los nachos, los inefables nachos, sorprendiéndose una vez más de lo reconfortante que podía ser la comida basura.

Apareció Ian en la puerta.

—Ha vuelto el tipo ese.

—¿Qué tipo?

—Tu amigo, el guapo. Está con una chica.

Emma supo inmediatamente a quién se refería.

Pegando la nariz al grasiento cristal de la ventana redonda de la cocina, los vio insolentemente arrellanados en el reservado del medio, tomando bebidas de colores y riéndose de la carta. Ella era larga, delgada, de tez clara, con sombra de ojos negra y un pelo negrísimo, que llevaba corto y caramente asimétrico. Mallas negras finas en sus largas piernas, y botas largas. Los dos, algo borrachos, tenían la actitud de desenfreno y dejadez conscientes de la gente que sabe que la observan: una actitud de video pop. Emma pensó en el gusto que le daría irrumpir en la sala y empezar a zurrarles con burritos del día, bien enrollados.

Dos manos grandes le cubrieron los hombros.

—¡Fiiiiuu! —silbó Ian, apoyando la barbilla en su cabeza—. ¿Quién es la chica?

—Ni idea. —Emma frotó la marca que había dejado su nariz en el cristal—. Ya me perdí.

—Pues entonces es nueva.

—Dexter tiene muy poca capacidad de atención. Como los bebés. O como los monos. Tienes que ponerle algo brillante en las narices.

Supongo que es lo que es la chica, pensó: algo brillante.

—¿Tú crees que es verdad lo que dicen, que a las mujeres les gustan los cabrones?

—Dexter no es un cabrón. Es un idiota.

—Pues los idiotas.

Dexter se había metido la sombrilla del coctel por detrás de la oreja, genialidad que tenía embelesada de risa a la joven.

—Al menos lo parece —dijo Emma.

Le extrañaba esa necesidad de restregarle en la cara su nuevo cosmopolitismo. Nada más ver a Dexter en el aeropuerto, de vuelta de Tailandia, flexible, moreno y con la cabeza rapada, Emma se había dado cuenta de que entre los dos no había ninguna posibilidad de relación. A él le habían pasado demasiadas cosas, y a ella demasiado pocas. Aun así, debía de ser la tercera novia, amante o lo que fuera que veía en los últimos nueve meses. Dexter se las traía como un perro con una paloma en la boca. ¿Sería una especie de venganza morbosa? ¿Por haberse licenciado con peor nota que ella? ¿No se daba cuenta de cómo se sentía al verlos en la mesa nueve, sobándose las entrepiernas?

—¿No puedes ir tú, Ian? Es tu zona.

—Preguntó por ti.

Suspiró y se limpió las manos en el delantal. Después se quitó la gorra de béisbol para reducir la vergüenza al mínimo y empujó la puerta basculante.

—¿Qué pasa, que quieres que te cante los platos del día?

Dexter se levantó rápidamente, desenredándose de las largas piernas de la chica, y le echó los brazos al cuello a su amiga de siempre, de toda la vida.

—¡Pero bueno, Em! ¡Qué tal! ¡Dame un buen abrazo!

Desde que trabajaba en el mundo de la tele, tenía la manía de los abrazos, o mejor dicho, de los «buenos abrazos». Se le había contagiado por vivir rodeado de presentadores, y cada vez le hablaba menos como a un amigo de toda la vida y más como a nuestro siguiente invitado, alguien muy especial.

—Emma… —Puso una mano en el hombro desnudo y huesudo de la chica, formando una cadena—. Te presento a Naomi, que se pronuncia Nomi.

—Hola, Nomi —dijo Emma, sonriendo.

Naomi correspondió a su sonrisa, sin soltar el popote de entre sus blancos dientes.

—¡Oye, tómate una margarita con nosotros!

Dexter estiró la mano de Emma, ebrio y sentimental.

—No puedo, Dex; estoy trabajando.

—¡Vamos, sólo cinco minutos! Quiero invitarte una poca. ¡Una copa! Quería decir una copa.

Se acercó Ian, con la libreta a punto.

—¿Les traigo algo de comer, chicos? —preguntó cordialmente.

La chica arrugó la nariz.

—¡Me parece que no!

—A Ian ya lo conoces, ¿no, Dexter? —dijo rápidamente Emma.

—La verdad es que no —dijo Dexter.

—Sí, nos hemos visto varias veces —dijo Ian.

Se quedaron callados un momento, empleados y clientes.

—Oye, Ian, ¿nos puedes traer dos…, no, tres margaritas de los de Recuerda el Álamo? ¿Dos o tres? ¿Te apuntas, Em?

—Ya te lo dije, Dexter. Estoy trabajando.

—De acuerdo, pues entonces, ¿sabes qué? Que no nos traigas nada. Sólo la cuenta, por favor, mmm… —Ian se fue. Dexter le hizo señas a Emma de que se acercara, y le dijo en voz baja—: Oye, ¿hay alguna manera de que…? Bueno, de…

—¿De qué?

—De darte a ti el dinero de las copas.

Emma le miró sin entender.

—No sé qué dices.

—Lo que quiero decir es si… si hay alguna manera de que te…, de que te dé propina, vamos.

—¿Darme propina?

—Exacto, darte propina.

—¿Por qué?

—Por nada, Em —dijo Dex—. Es que tengo muchas, muchas ganas de darte propina.

Y Emma sintió que se le caía otro trocito de alma.

En Primrose Hill, Dexter dormía al sol del atardecer, con la camisa desabrochada, las manos bajo la cabeza y una botella de vino blanco del supermercado medio vacía, que se estaba calentando mientras él salía de la resaca de la tarde para meterse en otra borrachera. La hierba seca y amarillenta de la colina estaba poblada de jóvenes profesionales, que en muchos casos venían directamente del despacho: voces, risas, tres equipos de música distintos compitiendo entre sí, y en medio de todo, Dexter soñando con la televisión.

La idea de ser fotógrafo profesional había sido abandonada sin gran resistencia. Sabía que era un aficionado muy correcto, y que probablemente lo siguiera siendo toda la vida, pero convertirse en un Cartier-Bresson, un Capa o un Brandt habría implicado mucho trabajo, rechazos y penurias, y él no estaba seguro de estar hecho para las penurias. En cambio la televisión…, la televisión lo estaba buscando. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Desde su infancia siempre había tenido tele en casa, pero por alguna razón no era del todo sano verla. De pronto, en los últimos nueve meses, su vida se había visto dominada por ella. Era un converso, y la pasión del nuevo recluta se había visto acompañada de una emoción considerable por el medio en sí, como si al fin hubiera hallado un hogar espiritual.

De acuerdo, no tenía la chispa artística de la fotografía, ni la credibilidad de ser corresponsal de guerra, pero la tele influía, la tele era el futuro: democracia en acción. Incidía con la mayor inmediatez posible en la gente, moldeando opiniones, provocando, entreteniendo y movilizando con mucha más eficacia que todos esos libros que no leía nadie, o todas esas obras de teatro que no iba a ver nadie. Emma podía decir lo que quisiera de los tories (Dexter tampoco era ningún fan, aunque más por razones de estilo que de principios), pero lo que era la tele estaba claro que la habían revolucionado. Hasta hacía poco parecía un mundo acartonado, digno y aburrido; algo dominado por los sindicatos, gris, funcionarial, lleno de veteranos con barba, progresistas y ancianitas empujando el carrito del té; una especie de rama de la función pública relacionada con el espectáculo. En cambio Redlight Productions formaba parte del boom de las nuevas empresas jóvenes, independientes y de capital privado que les estaban arrancando los medios de producción a aquellos dinosaurios tan probos y tan rancios. El audiovisual movía dinero; se veía en las oficinas con colores primarios y planta abierta, dotadas de sistemas informáticos de última tecnología y generosos refrigeradores comunes.

Su ascenso en aquel mundo había sido meteórico. Su conocida del tren indio, la de la media melena negra y reluciente y los lentecitos, le había dado su primer empleo de recadero; luego en documentación, y ahora como ayudante de producción (Ay Prod) de A POR TODAS, un programa de variedades de fin de semana que mezclaba música en vivo y humor ácido con reportajes sobre temas «que afectan de verdad a la juventud de hoy»: las enfermedades de transmisión sexual, las drogas, la música dance, las drogas, la brutalidad policial, las drogas… Dexter producía clips hiperactivos sobre bloques de departamentos siniestros, en tomas extremadas con objetivo de ojo de pez, acelerando las nubes con banda sonora acid house. Hasta estaban hablando de ponerlo ante las cámaras en la siguiente temporada. Se lucía, estaba volando, y parecía muy a su alcance ser motivo de orgullo para sus padres.

«Trabajo en la tele»: el mero hecho de decirlo ya era una satisfacción. Le gustaba caminar deprisa por Berwick Street, a un estudio de edición, con cintas de video en un sobre acolchado, saludando con la cabeza a otros como él. Le gustaban las bandejas de sushi y las fiestas de presentación; le gustaba beber de los dispensadores de agua, y pedir mensajeros, y decir cosas como «tenemos que perder seis segundos». Secretamente, le gustaba que fuera una de las industrias de mayor atractivo visual y que valorase la juventud. En aquel feliz mundo de la tele no había ninguna posibilidad de entrar en una sala de reuniones y encontrarse con una tormenta de ideas de sesentones. ¿Qué se hacía con los de la tele al llegar a cierta edad? ¿Adónde iban? Lo mismo daba; a él le parecía perfecto, al igual que la preponderancia de chicas jóvenes como Naomi: duras, ambiciosas, cosmopolitas. En sus pocos momentos de inseguridad, Dexter había temido que sus carencias intelectuales le impidiesen progresar en la vida, pero ahora tenía un trabajo en el que lo principal eran la confianza y la energía, por no decir cierta arrogancia; cualidades, todas ellas, a su alcance. Había que ser listo, sí, pero no a la manera de Emma; sólo diplomático, astuto y ambicioso.

Le encantaba su nuevo departamento cerca de Belsize Park, todo de madera oscura y acero, y le encantaba Londres, que en aquel día de san Suituno se extendía a sus pies, vasto y brumoso; y tenía ganas de compartir todas esas emociones con Emma, dándole a conocer nuevas posibilidades, nuevas experiencias y nuevos círculos sociales; haciendo que su vida se pareciese más a la de él. Hasta era posible que ella y Naomi acabaran siendo amigas. A saber.

Serenado por tales pensamientos, a punto de dormirse, le despertó el paso de una sombra por su cara. Miró hacia arriba por un ojo entreabierto.

—Hola, guapísima.

Emma le dio una patada en la cadera.

—¡Ay!

—¡No lo hagas nunca más!

—¿Qué?

—¡Ya lo sabes! Como si estuviera yo en un zoológico, y tú riéndote mientras me pinchas con un palo…

—¡Yo no me reía de ti!

—Te he estado mirando. Sentado encima de tu novia, todo el rato de risitas…

—No es mi novia, y nos reíamos de la carta…

—Te reías de donde trabajo.

—¿Y qué? ¡Como tú!

—Sí, porque es donde trabajo. Me río ante la adversidad. ¡Tú sólo te ríes en mi cara!

—Em, que yo nunca, nunca…

—Es lo que parece.

—Pues te pido perdón.

—Muy bien. —Emma se sentó a su lado, con las piernas cruzadas—. Ahora, abróchate la camisa y pásame la botella.

—Y no es mi novia, en serio. —Dexter se abrochó los tres últimos botones de la camisa, en espera de que mordiera el cebo, pero como no lo mordía, la aguijoneó un poco más—. Nos acostamos juntos de vez en cuando, pero nada más.

Una vez diluida la posibilidad de salir juntos, Emma se había propuesto inmunizarse contra la indiferencia de Dexter, y ahora un comentario así no le dolía más, por decir algo, que una pelota de tenis en la nuca. Ahora casi no se inmutaba.

—Seguro que les va de maravilla. —Se echó vino en un vaso de plástico—. Pues si no es tu novia, ¿cómo la llamo?

—No sé. ¿«Amante»?

—¿No implicaría cariño?

—¿Y «conquista»? —Dexter se rio, burlón—. ¿Hoy en día se puede decir «conquista»?

—O «víctima». A mí me gusta «víctima». —Emma se echó hacia atrás de golpe, encajando los dedos con torpeza en los bolsillos de los jeans—. Esto te lo puedes quedar.

Le tiró al pecho un billete de diez libras muy doblado.

—Ni hablar.

—Sí hablar.

—¡Es tuyo!

—Escucha, Dexter: a los amigos no se les da propina.

—No es una propina, es un regalo.

—Y no se regala dinero. Si quieres comprarme algo está muy bien, pero dinero no. Resulta violento.

Dexter suspiró, y se guardó el dinero en el bolsillo.

—Te pido perdón. Otra vez.

—Perfecto —dijo ella, tumbándose a su lado—. Vamos, cuéntamelo.

Dexter se apoyó en los codos, con una gran sonrisa.

—Pues este fin de semana estábamos en una fiesta de fin de rodaje…

Fin de rodaje… —pensó ella—. Ahora es de los que van a fiestas de fin de rodaje.

—… y como la había visto en la oficina, fui a decirle hola, bienvenida al equipo, muy formal, con la mano tendida; y ella me sonrió, me guiñó el ojo, me puso una mano en la nuca, me hizo bajar la cabeza y… —Su voz se convirtió en un susurro emocionado—. Me dio un beso, ¿de acuerdo?

—¿Que te dio un beso, de acuerdo? —dijo Emma al siguiente pelotazo.

—… y me metió algo en la boca con la lengua. Yo le dije: «¿Qué es?», pero ella lo único que contestó, guiñando el ojo, fue: «Ya te enterarás».

Un momento de silencio, hasta que Emma dijo:

—¿Era un cacahuate?

—No…

—Un cacahuate tostadito…

—No, era una pastilla…

—¿Como un tic-tac, o algo así? ¿Para el mal aliento?

—Yo no tengo mal…

—Además, ¿no me lo habías contado?

—No, eso era otra chica.

Ahora las pelotas de tenis caían muy cerradas, con alguna que otra de criquet. Emma se desperezó y se concentró en el cielo.

—No tienes que seguir dejando que las mujeres te metan drogas en la boca, Dex, es antihigiénico. Y peligroso. Un día será una cápsula de cianuro.

Dexter se rio.

—Bueno, qué, ¿quieres saber lo que pasó?

Emma se puso un dedo en la barbilla.

—¿Que si quiero? No, creo que no. No, seguro.

Aun así se lo dijo, la típica historia de salas oscuras en clubes, llamadas de madrugada y taxis al alba por la ciudad; el bufet libre sin fin que era la vida sexual de Dexter. Emma hizo un esfuerzo consciente por no escuchar, fijándose sólo en su boca. Seguía tan bonita como la recordaba. Si ella hubiera sido tan atrevida, descarada y asimétrica como la tal Naomi, se habría inclinado para darle un beso. Cayó en la cuenta de que nunca le había dado un beso a nadie, vaya, que nunca había empezado ella a besar. A ella sí se los habían dado, por supuesto, chicos en fiestas, bruscamente, demasiado fuerte: besos caídos del cielo como puñetazos. Hacía tres semanas que lo había intentado Ian mientras ella fregaba la cámara de la carne. Se le había echado encima con tanta brusquedad que a punto había estado de darle un cabezazo. Hasta Dexter le había dado un beso, hacía muchos, muchos años. ¿Tan raro sería devolvérselo? ¿Qué pasaría si lo hacía en ese momento? Tomar la iniciativa, quitarse los lentes, agarrarle la cabeza mientras hablaba y besarlo, besarlo…

—… total, que me llama Naomi a las tres de la mañana y me dice: «Toma un taxi. Sí, ahora mismo».

Tuvo una imagen mental clarísima de Dexter pasándose el dorso de la mano por la boca: un beso como un pastel de crema. Dejó rodar la cabeza hacia el otro lado, para mirar a la gente en la colina. Ya se estaba apagando la luz del crepúsculo, y había doscientos jóvenes pudientes y atractivos tirando frisbees, encendiendo parrillas de usar y tirar y haciendo planes para la noche. Se sentía tan lejos de ellos, con sus trabajos interesantes, sus reproductores de CD y sus bicis de montaña, como si fuera un anuncio de la tele, de vodka, por ejemplo, o de un deportivo pequeño. «¿Por qué no vuelves a casa, cielo? —le había dicho su madre por teléfono la noche anterior—. Aún tienes tu habitación…».

Volvió a mirar a Dexter, que seguía relatando su vida amorosa, y después, por encima del hombro de él, a una pareja joven que se besaba agresivamente, ella sentada encima de él, él con los brazos hacia atrás, rindiéndose, los dos con las manos enlazadas.

—… básicamente no salimos de la habitación de hotel como en tres días.

—Perdona, es que hace un rato que no escucho.

—Sólo decía…

—¿Tú qué crees que ve en ti?

Dexter se encogió de hombros, como si no entendiera la pregunta.

—Dice que soy complicado.

—Complicado. Tú eres como un rompecabezas de dos piezas… —Emma se sentó y se limpió la espinilla de hierba–de conglomerado grueso—. Se subió un poco los jeans por las piernas. —Mira qué piernas. —Se agarró unos cuantos pelos con el índice y el pulgar—. Tengo piernas de excursionista de cincuenta y ocho años. Parezco la presidenta del Club Excursionista.

—Pues depílatelas, peluda.

—¡Dexter!

—Además, tienes unas piernas preciosas. —Dexter se inclinó para pellizcarle las pantorrillas—. Estás divina.

Ella le apartó el codo, haciéndole caer en la hierba.

—Me parece increíble que me hayas llamado peluda. —La pareja de detrás de él seguía besándose—. Mira a esos dos. Discretamente. —Dexter echó un vistazo por encima del hombro—. Se oye desde aquí. Con lo lejos que estamos y oigo la succión, como de alguien desatascando un fregadero. ¡Discretamente, he dicho!

—¿Por qué? Estamos en un sitio público.

—¿Qué sentido tiene ir a un sitio público para eso? Parece un documental de animales.

—Igual están enamorados.

—¿Y el amor tiene esta pinta, bocas mojadas y la falda subida?

—A veces sí.

—Parece que se esté intentando meter toda la cabeza del tipo en la boca. Como no tenga cuidado, se dislocará la mandíbula.

—Pues ella no está mal.

—¡Dexter!

—Es verdad. Sólo era un comentario.

—¿Sabes que a algunos podría parecerles un poco rara esta obsesión tuya por estar en permanente acto sexual? A algunos podría parecerles un poco desesperado, y triste…

—Qué raro… Yo no me encuentro triste. Ni desesperado.

Emma, que sentía ambas cosas, no dijo nada. Dexter la tocó con el codo.

—¿Sabes qué deberíamos hacer, tú y yo?

—¿Qué?

Dexter sonrió.

—Tomar E juntos.

—¿E? ¿Qué es E? —preguntó ella inexpresivamente—. Ah, sí, me parece que lo leí en un artículo. No te creas, que yo no estoy hecha para las sustancias químicas que hacen alucinar. Una vez dejé abierto el corrector líquido y creía que mis zapatos me iban a comer. —Dexter la complació riéndose. Ella escondió su sonrisa en su vaso de plástico—. De todos modos, prefiero el mareo puro y natural del alcohol.

—Desinhibe mucho, el E.

—¿Por eso no paras de abrazar a todo el mundo?

—Sólo lo decía porque me parece que te la pasarías bien.

—Ya me la paso bien. No te imaginas cuánto.

De espaldas, mirando el cielo fijamente, se sintió observada.

—Bueno, ¿y tú? —dijo Dexter, con lo que le pareció a ella su voz de psiquiatra—. ¿Alguna novedad? ¿Algo de movimiento? En el aspecto amoroso.

—Huy, ya me conoces. Yo no tengo emociones. Soy un robot. O una monja. Una monja robot.

—Mentira. Haces ver que sí, pero no.

—No, si me da igual. Me gusta bastante envejecer sola…

—Em, que tienes veinticinco años…

—… con mis libros como único sostén.

Pese a no entender del todo la expresión, Dexter sintió una punzada de excitación pavloviana al oír la palabra «sostén». Mientras Emma hablaba, se la imaginó con un brasier de lencería fina rojo, o negro, como los que se había puesto alguna vez Naomi; todo ello antes de concluir que quizá no captase el auténtico significado de la referencia a «los libros como único sostén». Las ensoñaciones eróticas de aquel tipo ocupaban grandes franjas de la energía mental de Dexter. Se preguntó si no tendría razón Emma, si no le tendría demasiado absorto el lado sexual de las cosas. Le idiotizaban constantemente las vallas publicitarias, las portadas de revista, unos centímetros de tira roja del brasier de alguien que pasaba por la calle… En verano aún era peor. Seguramente no era normal tener todo el rato la sensación de acabar de salir de la cárcel. Concentración. Una persona a quien tenía un gran cariño estaba sufriendo algún tipo de crisis nerviosa. Era en eso en lo que había que concentrarse, no en las tres chicas que acababan de empezar una guerra de agua a espaldas de Emma…

¡Concentración! Concentración. Alejó sus pensamientos del tema del sexo, con la agilidad mental de un portaaviones.

—¿Y aquel tipo? —dijo.

—¿Qué tipo?

—El del trabajo, el mesero. Parece el capitán del equipo de informática.

—¿Ian? ¿Qué pasa con él?

—¿Por qué no sales con Ian?

—Cállate, Dexter. Ian sólo es un amigo. Pásame la botella, ¿de acuerdo?

La vio sentarse a beber vino, que a esas alturas ya estaba caliente, como un jarabe. Aunque Dexter no fuera un sentimental, a veces se podía quedar mirando cómo se reía Emma, o cómo explicaba algo, y tener la absoluta certeza de que no conocía a nadie que se le pudiera comparar. A veces casi tenía ganas de decirlo en voz alta, interrumpirla y decírselo de sopetón. Sin embargo, no era el caso. Lo que hizo fue pensar en lo cansada que se le veía, triste y pálida. Al mirar al suelo, se le empezaba a marcar la papada. ¿Por qué no se ponía lentes de contacto, en vez de aquellos anteojos tan grandes y feos? Ya no era estudiante. ¿Y las ligas de pelo aterciopeladas? No la favorecían en absoluto. Ardiendo de compasión, pensó que lo que le hacía falta de verdad a Emma era alguien que la tomara de la mano y desvelase todo su potencial. Se imaginó una especie de montaje, de él mirando paternal y bondadoso mientras ella se probaba una serie de vestidos increíbles. Sí, la verdad era que debería hacerle más caso a Emma; y si en ese momento no estuviera ocupado en mil cosas, se lo habría hecho.

¿Pero no había nada que pudiera hacer a corto plazo para que estuviera más a gusto consigo misma, para animarla y darle una inyección de confianza? Tuvo una idea. Le tomó la mano y anunció solemnemente:

—Mira, Em, si a los cuarenta sigues soltera, me casaré contigo.

Ella lo miró, sinceramente disgustada.

—¿Eso ha sido una declaración, Dex?

—Ahora no; algún día, si estamos los dos desesperados.

Se rio amargamente.

—¿Y por qué crees que querría casarme contigo?

—Bueno, lo doy por supuesto, por así decirlo.

Sacudió lentamente la cabeza.

—Pues lo siento, pero tendrás que ponerte a la cola. Mi amigo Ian dijo exactamente lo mismo mientras desinfectábamos la cámara de la carne. Aunque él sólo me dio de plazo hasta los treinta y cinco.

—Pues mira, no es para ofender a Ian, pero yo tengo muy claro que deberías reservarte otros cinco años.

—¡No pienso reservarme para ninguno de los dos! Además, yo no me casaré.

—¿Cómo lo sabes?

Se encogió de hombros.

—Me lo dijo una gitana vieja y sabia.

—Supongo que lo rechazas por razones políticas, o algo por el estilo.

—No, es que… no es para mí.

—Te estoy viendo: un vestido blanco enorme, damas de honor, niños haciendo de pajes, una liga azul…

«Liga.» Se le prendió el cerebro a la palabra como un pez al anzuelo.

—Resulta que considero que en la vida hay cosas más importantes que las «relaciones».

—¿Cómo cuál? ¿Tu carrera? —Emma lo miró con mala cara—. Perdona.

Volvieron a observar el cielo, que se estaba oscureciendo. Al cabo de un momento, ella dijo:

—Pues mira, por si te interesa, hoy mi carrera ha dado un vuelco positivo.

—¿Te han echado?

—Ascendido. —Se empezó a reír—. Me ofrecieron el puesto de encargada.

Dexter se incorporó de golpe.

—¿Allá, en ese sitio? Tienes que rechazarlo.

—¿Por qué tengo que rechazarlo? No tiene nada de malo trabajar en un restaurante.

—Em, mientras seas feliz, por mí como si sacas uranio con los dientes, pero tú odias ese trabajo. Lo odias cada segundo.

—¿Y qué? La mayoría de la gente odia su trabajo. Por eso se llama trabajo.

—A mí me encanta mi trabajo.

—Ya, pero bueno, tampoco podemos trabajar todos en los medios de comunicación…

A Emma le dio mucha rabia su tono, despectivo y amargo, pero lo peor fue que notó que se le empezaban a formar lágrimas calientes e irracionales detrás de los ojos.

—¡Oye, igual puedo conseguirte trabajo!

Se rio.

—¿Trabajo de qué?

—¡Conmigo, en Redlight Productions! —Dexter se empezó a entusiasmar con la idea—. En documentación. Tendrías que empezar de mensajera, que está muy mal pagado, pero lo harías tan bien…

—Gracias, Dexter, pero no quiero trabajar en los medios de comunicación. Ya sé que hoy en día se supone que nos morimos todos de ganas de trabajar en los medios de comunicación, como si los medios de comunicación fueran el mejor trabajo del mundo… —Pareces histérica, se dijo; celosa e histérica—. De hecho, ni siquiera sé qué son los medios de comunicación… —Para de hablar. Tranquila—. Vaya, que no sé qué hacen todo el día aparte de beber agua de botella, tomar drogas y fotocopiarse las partes…

—Oye, Em, que se trabaja mucho…

—Vaya, si la gente tuviera el mismo respeto por…, no sé, la enfermería, o el trabajo social, o la enseñanza, que por los medios de comunicación de nada…

—¡Pues hazte profesora! Serías una profesora buenísima…

—¡Quiero que escribas en el pizarrón: «No daré consejos de trabajo a mi amiga»!

Ahora hablaba demasiado alto, casi a gritos. Siguió un largo silencio. ¿Por qué se ponía así? Dexter sólo quería ayudarla. ¿Qué beneficios sacaba él de esa amistad? Haría bien en levantarse e irse. Era lo mejor. Se giraron a mirarse al mismo tiempo.

—Perdona —dijo él.

—No, perdona tú.

—¿Qué tengo que perdonarte?

—Que te haya dado la lata como una… vieja loca. Perdona. Estoy cansada, he tenido un mal día, y siento ser tan… aburrida.

—No eres tan aburrida.

—Sí, Dex. Te juro que me aburro hasta a mí misma.

—Pues a mí no me aburres. —Dexter le tomó la mano—. Nunca podrías aburrirme. Como tú no hay nadie, Em.

—Como yo hay a montones.

Le dio una patada en el pie.

—¿Em?

—¿Qué?

—Tranquila, ¿de acuerdo? Cállate y aguántate.

Se observaron un momento. Después él volvió a tumbarse. Al cabo de un momento, Emma hizo lo mismo, y dio un respingo al darse cuenta de que Dexter le había pasado un brazo por la espalda. Se quedaron los dos cohibidos. Después Emma se puso de lado y se acurrucó contra Dexter, que la abrazó con fuerza y habló con la boca en su coronilla.

—¿Sabes qué no entiendo? Te dicen todo el rato lo fantástica que eres, que si lista, divertida, con talento y todo eso… Constantemente, oye; yo hace años que te lo repito. Entonces ¿por qué no te lo crees? ¿Por qué piensas que lo dice la gente, Em? ¿Qué te crees, que es una conspiración, y que se han puesto de acuerdo en secreto para ser amables contigo?

Emma le apretó el hombro con la cabeza para que se callara, porque, si no, temía echarse a llorar.

—Eres muy bueno, pero tengo que irme.

—No, quédate un poco más. Iremos a buscar otra botella.

—¿No te espera Naomi en algún sitio? Con toda la boquita llena de drogas, como un hámster drogadicto.

Infló las mejillas. Dexter se rio. Emma empezaba a encontrarse mejor.

Se quedaron un rato donde estaban. Luego bajaron caminando a la licorería y subieron otra vez a la colina para ver ponerse el sol en la ciudad, bebiendo vino y sin comer nada más que una bolsa grande de papas fritas caras. Se oían ruidos raros de animales en el zoológico de Regents Park. Al final ya no quedaba nadie en toda la colina.

—Tendría que irme a casa —dijo ella, mareada al levantarse.

—Si quieres, puedes dormir en la mía.

Pensó en el viaje a casa, en la Línea Norte, en el piso de arriba del autobús N38, y luego en la larga y peligrosa caminata hasta el departamento que por alguna misteriosa razón olía a cebolla frita. Al final, cuando llegara a casa, probablemente estuviera puesta la calefacción central, y se encontraría a Tilly Killick con la bata abierta, pegada a los radiadores como una salamanquesa, comiendo pesto del tarro. Habría marcas de dientes en el cheddar irlandés, y Treinta y tantos por la tele, y Emma no tenía ganas de ir.

—¿Prestar un cepillo de dientes? —dijo Dexter, como si le leyera el pensamiento—. ¿Dormir en el sofá?

Se imaginó pasar la noche haciendo crujir el cuero negro del sofá modular de Dexter, con la cabeza dando vueltas por el alcohol y la confusión, hasta que decidió que la vida ya era bastante complicada. Tomó una resolución en firme, una de las resoluciones que últimamente tomaba casi a diario. Se había acabado lo de pasar la noche en casa ajena, escribir poesía y perder el tiempo. Era hora de ordenar su vida. De empezar de cero.