Capítulo 3
El Taj Mahal
DOMINGO 15 DE JULIO DE 1990
Bombay y Camden Town
¡ATENCIÓN, POR FAVOR! ¿Pueden estar atentos? Un poco de atención, si no es mucho pedir. ¿Me pueden escuchar? Por favor. Sin tirar nada. Atentos, por favor. ¿ATENCIÓN? ¿POR FAVOR? Gracias.
Scott McKenzie se sentó en su taburete y miró a sus ocho subordinados: todos menores de veinticinco años, todos con jeans blancos y gorras de béisbol de la empresa, y todos muertos de ganas de estar en cualquier sitio menos donde estaban, un domingo, en el turno del almuerzo de Loco Caliente, un restaurante tex—mex de Kentish Town Road donde todo hacía honor a su nombre, la comida y la climatización.
—Bueno, a ver: antes de que abramos las puertas para el brunch, me gustaría repasar los llamados «platos del día», si no les importa. ¡De sopa tenemos una reincidente, la de elote, y de segundo plato, un delicioso y suculento burrito de pescado!
Scott expulsó aire por la boca y esperó a que se apagaran los gemidos y las falsas arcadas. Era un hombre bajo, pálido, de ojos rojizos, licenciado en Dirección de Empresas por Loughborough, y con aspiraciones, en sus tiempos, de magnate de la industria. Él, que había llegado a imaginarse jugando al golf durante los congresos o subiendo decidido a un jet privado, esa mañana había sacado del desagüe de la cocina un tapón de grasa de cerdo amarilla del tamaño de una cabeza humana. Con sus propias manos. Todavía notaba la grasa entre los dedos. Tenía treinta y nueve años, y no estaban saliendo las cosas como tenían que salir.
—Viene a ser el típico burrito de ternera barra pollo barra cerdo, pero (cito) con «deliciosos y jugosos trozos de bacalao y salmón». Hasta puede que les caiga algún camarón.
—Pues… qué horror —se rio al otro lado de la barra Paddy, mientras cortaba gajos de limón para los cuellos de las botellas de cerveza.
—Un toquecito del norte del Atlántico a la gastronomía latinoamericana —dijo Emma Morley, anudándose su delantal de mesera, y viendo aparecer a alguien por detrás de Scott: un hombre alto y corpulento, con el pelo bastante rizado y la cabeza grande, cilíndrica.
El nuevo. Los demás lo miraron con recelo, sometiéndole a un repaso digno del módulo de presos peligrosos.
—Pasando a temas más agradables —dijo Scott—, os presento a Ian Whitehead, que se incorpora a nuestro feliz equipo de personal altamente calificado.
Ian se puso la gorra reglamentaria en la cabeza, muy echada hacia atrás, y levantó un brazo para saludar, chocando entre sí sus palmas al aire.
—¡Qué pasa, amigos! —dijo, con un acento que podía pasar por americano.
—¿«Qué pasa, amigos»? ¿De dónde saca Scott a esta gente? —se burló Paddy detrás de la barra, con el volumen justo para que le oyera el nuevo.
Scott sobresaltó a Ian con una palmada en el hombro.
—¡Bueno, te dejo en manos de Emma, que es nuestra empleada más antigua!
Estremecida por el elogio, Emma sonrió al nuevo como si se justificara. Él también le sonrió, apretando los labios: sonrisa de Stan Laurel.
—… y que te enseñará lo básico. Bueno, chicos, nada más. ¡Acuérdense! ¡Burritos de pescado! ¡Música, por favor!
Paddy encendió el casete aceitoso de detrás de la barra. Empezó a sonar la música, tres cuartos de hora de mariachi sintético que se repetía exasperantemente, y cuyo principio no podía ser más oportuno: La cucaracha, doce veces cada turno de ocho horas. Doce veces por turno, veinticuatro turnos al mes, desde hacía ya siete meses. Emma miró la gorra que tenía en la mano. El logo del restaurante, un burro de dibujos animados, la miraba desde debajo de un sombrero mexicano, con cara de borracho, o de loco. Se ajustó la gorra en la cabeza y se deslizó del taburete como quien se mete en agua helada. El nuevo la esperaba sonriendo mucho, con el gesto cohibido de meter los pulgares en los bolsillos de sus blanquísimos jeans. Emma se preguntó una vez más qué estaba haciendo exactamente con su vida.
Emma, Emma, Emma. ¿Cómo estás, Emma? ¿Qué estás haciendo, ahora, este segundo? Aquí en Bombay vamos seis horas adelantados, o sea, que con algo de suerte aún estarás en la cama, con resaca de domingo. En tal caso, ¡DESPIERTA, QUE SOY DEXTER!
Esta carta te llega de un hostal del centro de Bombay con colchones tremebundos y un montón de turistas australianos en las regaderas comunes. Según mi guía, tiene carácter, es decir, roedores, pero mi habitación también tiene una mesita de plástico de picnic junto a la ventana, y fuera llueve una barbaridad, aún más que en Edimburgo. Está LLOVIENDO A CÁNTAROS, Em, tan fuerte que casi no oigo el casete que me grabaste, el cual, dicho sea de paso, me gusta mucho, menos toda la paliza indie, porque, después de todo, no soy una CHICA. También he estado intentando leer los libros que me diste en Pascua, pero tengo que reconocer que Howards End se me atraganta un poco. Parece que lleven doscientas páginas bebiéndose la misma taza de té. Me paso el rato esperando que alguien saque un cuchillo, o una invasión de extraterrestres, o lo que sea, pero no sale nada de eso, ¿verdad? Y digo… ¿cuándo dejarás de intentar culturizarme? Espero que nunca.
A propósito, por si no lo hubieras adivinado por mi Exquisita Prosa y todos estos GRITOS, escribo borracho. ¡Las cervezas de la comida! Ya te habrás dado cuenta de que no soy muy buen escritor de cartas, a diferencia de ti —qué graciosa, la última—, pero me limitaré a decir que la India es increíble. Al final ha resultado que no poder seguir enseñando Inglés como Lengua Extranjera es lo mejor que podía pasarme. (Aunque sigo creyendo que exageraron. ¿Moralmente inadecuado? ¿Yo? ¡Si Tove tenía veintiún años!) No te aburriré con la típica prosa de amanece en el Hindukush, salvo para decirte que todos los tópicos son ciertos —pobreza, trastornos estomacales, bla bla bla. Aparte de ser una civilización rica y antigua, te quedarías ALUCINADA de lo que se vende sin receta en las farmacias.
Vaya, que he visto cosas increíbles, y aunque no siempre sea divertido, es una Experiencia. También he hecho miles de fotos, que te enseñaré muuuuuy, muuuuy despacio cuando vuelva. Hazte la interesada, ¿de acuerdo? Piensa que también me hice el interesado cuando me metiste el rollo sobre las manifestaciones de la Poll Tax.[1] Bueno, el caso es que el otro día le enseñé algunas de mis fotos a una productora de la tele que conocí en el tren —no es lo que te piensas: vieja, de unos treinta y cinco años—, y me dijo que podía ser profesional. Había venido a producir una especie de programa sobre jóvenes viajando, y me dio su tarjeta diciéndome que la llamase en agosto, cuando hayan vuelto, o sea, que igual investigo un poco, o hasta filmo.
¿Tú de trabajo qué tal? ¿Alguna obra entre manos? En Londres me gustó muchísimo lo de Virginia Woolf y Emily no sé qué. Ya te dije que me parecía muy prometedor, y aunque suene falso, no lo es. Lo que me pareció un acierto es que ya no actúes; no porque no lo hagas bien, sino porque se nota que lo odias. Candy estuvo muy amable, mucho más de lo que dabas a entender. Dale recuerdos. ¿Vas a montar alguna otra obra? ¿Aún vives en el trastero? ¿El piso todavía huele a cebolla frita? ¿Tilly Killick aún deja esos brasieres grises tan enormes en remojo dentro del fregadero? ¿Tú sigues en Mucho Loco, o como se llame? Qué risa me dio tu última carta, Em… De todos modos, deberías dejarlo, que aunque dé para muchos chistes, espiritualmente es fatal. No puedes desperdiciar años de tu vida sólo por una anécdota graciosa.
Lo cual me lleva a la razón de que te escriba. ¿Estás preparada? Quizá sea mejor que te sientes…
—Bueno, Ian… ¡Bienvenido al cementerio de las ambiciones!
En cuanto empujó la puerta de empleados, Emma volcó el tarro que había en el suelo, con los cigarrillos de la última noche flotando en cerveza. La visita guiada oficial les había llevado al húmedo cuartito de empleados, desde donde ya se veía Kentish Town Road plagada de estudiantes y turistas de camino a Camden Market para comprarse sombreros de copa enormes, forrados de piel, y camisetas con caras sonrientes.
—Esto se llama Loco Caliente por dos razones: porque no funciona el aire acondicionado, y porque hay que estar loco para comer aquí. O para trabajar, dicho sea de paso. Muy, muy loco. Voy a enseñarte dónde puedes dejar las cosas. —Se abrieron camino hasta una alacena polvorosa, apartando a patadas el mantillo de periódicos de la semana anterior—. Éste es tu locker. La llave no cierra. No se te ocurra dejar de un día para otro el uniforme, que te lo sustraería alguien, a saber para qué. Si pierdes la gorra, enojo en dirección. Te hunden la cara en una tina de salsa barbacoa extra picante…
Ian soltó una risotada algo forzada. Emma suspiró y se giró hacia la mesa donde comían los empleados. Aún estaban los platos sucios de la noche anterior.
—Tenemos veinte minutos para comer. Se puede elegir lo que se quiera de la carta, menos los camarones gigantes, aunque, como suele decirse, no hay mal que por bien no venga. Si le tienes aprecio a la vida, los camarones ni tocarlos. Es como la ruleta rusa. Uno de cada seis mata.
Empezó a quitar la mesa.
—Déjame a mí… —dijo Ian, recogiendo con las puntas de los dedos una bandeja embadurnada de carne.
Aún le da asco, como a todos los nuevos, pensó Emma al mirarlo. Debajo de los rizos sueltos color paja había una cara ancha y agradable, con mejillas tersas y rosadas y una boca que en reposo se quedaba abierta. No era exactamente guapo, pero bueno…, robusto. Por alguna razón, no del todo benévola, su cara le hizo pensar en tractores.
De repente él la miró, y Emma soltó a bocajarro:
—¿Y qué, Ian, qué te trae por México?
—Bueno, mira… De alguna manera hay que pagar el alquiler.
—¿Y no tienes otra opción? No sé… Algún trabajo temporal, o vivir con tus padres…
—Tengo que estar en Londres, necesito un horario flexible…
—¿Por qué, cuál es tu barra?
—¿Mi qué?
—Tu barra. Aquí todos los empleados tienen alguna barra. Mesero barra artista, mesero barra actor… Paddy, el del bar, dice que es modelo, aunque yo no lo veo muy claro, la verdad.
—Pueeees —dijo Ian con lo que a Emma le pareció acento del norte—. ¡Supongo que tendría que decir comediante!
Se puso una palma a cada lado de la cara, sonriendo mucho, y las movió como un actor de revista.
—Ya. Bueno, siempre está bien reírse un poco. ¿En plan monólogos, o qué?
—Sí, más que nada monólogos. ¿Y tú?
—¿Yo?
—Tu barra. ¿Qué más haces?
A Emma se le pasó por la cabeza decir «dramaturga», pero después de tres meses conservaba en carne viva la humillación de hacer de Emily Dickinson para una sala vacía. Habría sido igual de verídico «astronauta» que «dramaturga».
—Ah, yo hago esto. —Le peló el caparazón de queso duro a un burrito pasado—. Es a lo que me dedico.
—¿Y te gusta?
—¿Que si me gusta? ¡Me encanta! No soy de piedra. —Limpió la catsup del día anterior en una servilleta usada, y fue a la puerta—. Acompáñame para enseñarte el baño. Ármate de valor…
Desde el momento de empezar la carta, me he acabado (¿«acavado»?) dos cervezas más, o sea, que ya estoy preparado para decirlo. Ahí va. Em, hace cinco o seis años que nos conocemos, aunque de «amigos», que digamos, sólo dos, lo cual tampoco es tanto, pero creo conocerte un poco, y saber tu problema. Piensa que tengo un humilde «bien» en Antropología; vaya, que sé de qué hablo. Si no te interesa mi teoría, no sigas leyendo..
Bueno, allá va. Creo que te da miedo ser feliz, Emma. Creo que crees que lo más natural es que tu vida sea triste, gris y sosa, y odiar tu trabajo, odiar donde vives, no tener éxito, o dinero, o novio. (¡Lagarto, lagarto! Una pequeña discursión: todo ese rollo de menospreciarte por poco atractiva ya empieza a aburrir, te lo aseguro.) Yendo aún más lejos, te diré que me parece que en el fondo disfrutas de estar decepcionada y no desarrollar tu potencial, porque es más fácil, ¿no? El fracaso y la infelicidad son más fáciles porque puedes hacer bromas. ¿Te molesta leerlo? Seguramente sí. Pues no he hecho más que empezar.
Em, me da mucha rabia imaginarte en ese departamento tan horrible, lleno de olores y de ruidos raros, con los focos pelones colgados del techo, o esperando en la lavandería automática, que, a propósito, hoy en día ya no tiene sentido que vayas a la lavandería; no tienen nada de enrollado, ni de político; son deprimentes, y punto. No sé, Em; eres joven, prácticamente un genio, pero tu idea de pasarla bien es darte el lujo de ir a la lavandería. Pues yo creo que te mereces algo más. Eres ingeniosa, divertida y buena —para mí, demasiado—, y de lejos la persona más inteligente que conozco. Otra cosa —me estoy bebiendo una cerveza más, respiro hondo—: también eres una Mujer Muy Atractiva. Sí —más cerveza—, eso incluye sexy, aunque me maree un poco escribirlo. Pues no pienso tacharlo porque sea políticamente incorrecto llamar sexy a alguien, porque también es VERDAD. Estás impresionante, vieja bruja, y si sólo te pudiera hacer un regalo para el resto de tu vida, sería esto: confianza. Sería el regalo de la Confianza. O eso, o una vela aromatizada.
Por tus cartas, y por haberte visto después de la obra, sé que ahora mismo no tienes muy claro qué hacer con tu vida, que estás un poco falta de rumbo, de norte y de objetivo, pero no pasa nada, tranquila, es lo lógico a los veinticuatro. De hecho es como somos toda nuestra generación. Leí un artículo sobre esto, y es porque no hemos vivido ninguna guerra, o hemos visto demasiado la tele, o algo por el estilo; de todos modos, los únicos con rumbo, norte y objetivo son de un soso horrible, unos cuadrados y unos trepadores, como la Tilly Killick de mierda, o Callum O’Neill y sus computadoras recicladas. Yo, para empezar, no tengo grandes planes; ya sé que te crees que lo tengo todo muy claro, pero qué va, también me preocupo, lo que pasa es que no me preocupo por el desempleo, los departamentos de protección oficial, el futuro del partido laborista, dónde estaré dentro de veinte años ni si el señor Mandela se adapta bien o mal a la libertad.
Bueno, a respirar otra vez antes del próximo párrafo, que esto no ha hecho más que empezar. El clímax de esta carta es de los que te cambian la vida. No sé yo si estarás preparada.
Ian Whitehead aprovechó un resquicio entre el baño de empleados y la cocina para soltar su monólogo.
—¿Sabes cuando estás en el súper, en la cola de no más de diez artículos, y tienes delante una vieja que lleva once artículos? Y te pones a contarlos, y te enfadas, te enfaaadas…
—Ay, virgencita de Guadalupe —murmuró entre dientes Emma, antes de abrir de una patada la puerta basculante de la cocina, donde les picaron los ojos al recibir una bofetada de aire sofocante con olor a jalapeños y lejía caliente.
Con acid house a tope en un radiocasete destartalado, un somalí, un argelino y un brasileño abrían botes de plástico blanco con comida precocinada.
—Buenos días, Benoit, Kemal. Qué tal, Jesús —dijo Emma con simpatía.
Ellos sonrieron y la saludaron con la misma simpatía. Emma e Ian se acercaron a un tablón de anuncios, donde ella señaló un letrero plastificado con instrucciones por si a alguien se le atragantaba la comida.
—Que no me extrañaría.
Al lado había un documento grande, clavado con chinchetas: un mapa de pergamino de la frontera Texas-México, con los bordes irregulares. Emma le dio unos golpecitos con el dedo.
—¿Ves esto que parece un mapa del tesoro? Pues no te emociones, que sólo es la carta. Aquí no hay oro, cuate; sólo cuarenta y ocho platos que cubren todas las combinaciones de los cinco grupos clave de la cocina tex-mex: ternera molida, frijoles, queso, pollo y guacamole. —Movió el dedo por el mapa—. Así que tenemos, de este a oeste, pollo con frijoles y queso encima, queso sobre pollo debajo de guacamole, guacamole sobre ternera sobre pollo debajo de queso…
—Ya lo entiendo.
—… de vez en cuando, para darle chispa, le echamos un poco de arroz o una cebolla cruda, pero lo emocionante de verdad es dónde lo metes. Todo depende de si es trigo o maíz.
—Trigo o maíz. Bien.
—Los tacos son de maíz, y los burritos, de trigo. Básicamente, si se parte y te quemas la mano, es un taco, y si se queda fofo y te llenas el brazo de mantequilla roja, un burrito. Mira… —Sacó una masa blanda de un paquete de cincuenta, y la sostuvo como un trapo mojado—. Esto es un burrito. Si lo rellenas, lo fríes y le deshaces queso encima, es una enchilada. Una tortilla rellena es un taco, y un burrito que te rellenas tú mismo, una fajita.
—¿Y una tostada qué es, entonces?
—Cada cosa a su tiempo. No nos precipitemos. Las fajitas se sirven en aquellas fuentes de hierro al rojo vivo. —Levantó a pulso una sartén de hierro con relieve, llena de grasa, que parecía salida de una herrería—. Ojo con esto, te sorprendería la cantidad de veces que hemos tenido que despegar a un cliente de uno de éstos, y luego no te dan propina. —Ian se había quedado mirándola, con sonrisa de tonto. Emma le hizo fijarse en la cubeta que tenían a sus pies—. Esto blanco de aquí es crema agria, pero que no es agria, sólo crema; creo que es una especie de grasa hidrogenada. Es lo que queda del proceso de hacer gasolina. Va bien si se te despega el tacón del zapato, pero aparte de eso…
—Tengo una pregunta.
—Adelante.
—¿Qué haces al salir de trabajar?
Benoit, Jesus y Kemal interrumpieron su trabajo al mismo tiempo. Emma recompuso su cara y se rio.
—Tú no pierdes el tiempo, ¿eh, Ian?
Ian, que se había quitado la gorra, la giró entre las manos, como un pretendiente de teatro.
—No es que quiera salir contigo ni nada de eso, ¿eh? ¡Si seguramente ya tienes novio! —Un paréntesis, esperando la respuesta, pero la cara de Emma no se movió—. Sólo he pensado que podía interesarte mi… —voz nasal— estilo único de humor, pero nada más. Es que esta noche tengo una… —comillas con los dedos— «presentación» en la Chirigota del Frog and Parrot de Cockfosters.
—¿La Chirigota?
—Sí, en Cockfosters. Es la Zona 3, que ya sé que un domingo por la noche es como Marte, pero aunque yo sea una mierda, hay otros comediantes de primera, en serio. Ronny Butcher, Steve Sheldon, los Gemelos Kamikaze…
Oyéndolo hablar, Emma se dio cuenta de cuál era su acento de verdad: un ligero y agradable redoble en las erres, del suroeste, que la ciudad no había borrado aún del todo. Volvió a pensar en tractores.
—Esta noche estreno un número sobre la diferencia entre hombres y mujeres…
Estaba clarísimo. Le estaba pidiendo que salieran. Haría bien en ir. A fin de cuentas, tampoco se lo proponían muy a menudo, y ¿qué era lo peor que podía pasar?
—Y no te creas, que no se come mal. Lo típico: hamburguesas, rollitos primavera, papas en espirales…
—Suena genial, Ian, incluidas las papas en espirales, pero es que esta noche no puedo. Lo siento.
—¿De verdad?
—Misa de siete.
—No, en serio.
—Te agradezco la propuesta, pero salgo del turno destrozada. Lo que me gusta es ir directamente a casa, consolarme comiendo y llorar; vaya que lo siento, pero no podré.
—¿Y otro día? El viernes actúo en La Pera del Cheshire Cat de Balham…
Sobre el hombro de Ian, Emma veía muy atentos a los cocineros. Benoit se reía, tapándose la boca con la mano.
—Otro día puede que sí —dijo, amable pero terminante, antes de intentar cambiar de tema—. Bueno, este… —Dio puntapiés a otra cubeta—. Esta cosa de aquí es salsa. Procura que no te toque la piel. Quema.
La cuestión, Em, es que hace un rato, corriendo hacia el hostal bajo la lluvia —aquí la lluvia está caliente, a veces mucho, no como la de Londres—, estaba bastante borracho, ya te digo, y me ha dado por pensar en ti, en qué lástima que no esté Em para verlo, y vivirlo, y he tenido una revelación. Es la siguiente..
Deberías estar conmigo. Aquí, en la India.
He aquí mi gran idea, que puede que sea una locura, pero voy a echarlo al correo antes de arrepentirme. Sigue estas sencillas instrucciones:
1. Deja ahora mismo esa porquería de trabajo. Que se busquen a otro para derretir queso sobre nachos a 2.20 la hora. Métete una botella de tequila en la bolsa y cruza la puerta. Imagínate lo que sentirías, Em. Sal ahora mismo. Hazlo y ya está.
2. Creo que también deberías irte del departamento. Es un timo lo que te cobra Tilly por un cuarto sin ventana. No es que lo llame trastero, es que es un trastero. Deberías irte, y esos brasieres grises tan enormes que se los aguante otro. Yo, cuando vuelva a lo que llaman el mundo real, me compraré un departamento, porque soy así, un monstruo capitalista hinchado a privilegios, y tú siempre serás bienvenida; para una temporada, o si quieres permanentemente, porque yo creo que nos llevaríamos bien. ¿Tú no? Como COMPAÑEROS DE PISO, ya sabes. Eso a condición de que puedas vencer tu atracción sexual hacia mí, ja, ja. Si la cosa se pone muy mal, te encerraré con llave cada noche. Pero bueno, vamos al meollo…
3. En cuanto leas esto, ve a la agencia de viajes para estudiantes de Tottenham Court Road y reserva un vuelo a Delhi con la VUELTA ABIERTA para llegar lo más cerca posible del 1 de agosto, dentro de dos semanas, que, por si no te acuerdas, es mi cumpleaños. La noche antes, toma un tren a Agra y duerme en un motel barato. Por la mañana, levántate temprano y ve al Taj Mahal. Quizá te suene: un edificio grande y blanco, bautizado así en honor de aquel restaurante hindú de Lothian Road. Date una vuelta, y a las doce en punto del mediodía, ponte justo debajo del centro de la cúpula, con una rosa roja en una mano y una edición de Nicholas Nickleby en la otra. Iré a buscarte, Em. Yo llevaré una rosa blanca, y mi edición de Howards End, y cuando te vea te la tiraré a la cabeza.
¿Verdad que es el mejor plan que has oído en tu vida?
Ah, típico de Dexter, dices. ¿No se le olvida algo? ¡El dinero! Los billetes de avión no crecen en los árboles. ¿Y la seguridad social, la ética laboral, etcétera, etcétera? Pues no te preocupes, que pago yo. Sí, pago yo. Te mandaré el dinero del boleto por giro telegráfico —siempre he querido hacer un giro telegráfico—, y a partir de tu llegada te lo pagaré todo; podrá sonarte ostentoso, pero no lo es, porque aquí está todo BARATÍSIMO. Podemos vivir meses, Em, los dos, bajando hasta Kerala, o yendo hasta Tailandia. Podríamos ir a una fiesta de la luna llena. Imagínate: pasar la noche en vela, pero no porque te preocupe el futuro, sino por DIVERSIÓN. (¿Te acuerdas de la noche en vela que pasamos después de licenciarnos, Em? En fin, sigamos.)
Por trescientas libras de dinero ajeno puedes cambiar tu vida, y sin necesidad de preocuparte, porque la verdad es que yo tengo un dinero que no me he ganado, mientras que tú trabajas mucho y no tienes dinero, o sea, que es socialismo en acción, ¿no? Y si te emperras, ya me lo devolverás cuando te hayas hecho famosa con tus obras de teatro, o cuando te empiece a llegar el dinero de la poesía, o lo que sea. Además, sólo son tres meses. Yo en otoño tengo que haber vuelto. Ya sabes que mi madre ha tenido problemas de salud. Según ella, la operación ha ido bien. Puede que sea verdad, o que sólo lo diga para no preocuparme. En todo caso, acabaré teniendo que volver. (A propósito, mi madre tiene una teoría sobre tú y yo, que te contaré si vienes al Taj Mahal; si no vienes, no.)
Aquí delante, en la pared, hay una cosa enorme, una especie de mantis religiosa, que me mira como diciendo que me calle, o sea, que me callo. Ya no llueve. Estoy a punto de irme a un bar y tomarme unas copas con unas nuevas amistades que he hecho, tres alumnas de medicina de Ámsterdam, que es todo lo que tienes que saber; pero de camino buscaré un buzón, y te mandaré esto antes de arrepentirme. No porque me parezca mala idea que vengas —al contrario, es una idea buenísima; tienes que venir—, sino porque creo que he dicho demasiado. Perdona si te he hecho enfadar. Lo principal es que pienso mucho en ti. Así de sencillo. Dex y Em, Em y Dex. Seré un sentimental, pero no hay nadie en el mundo a quien tenga más ganas de ver con disentería.
Taj Mahal, 1 de agosto, doce del mediodía.
¡Te encontraré!
Besos
D.
… luego se desperezó, se rascó el cuero cabelludo, se acabó la cerveza, tomó la carta, cuadró las hojas y se puso el fajo delante con solemnidad. Se sacudió la mano, entumecida; once páginas escritas a gran velocidad, lo más largo que había escrito desde los exámenes finales. Al levantar los brazos sobre la cabeza, satisfecho, pensó: esto no es una carta, es un regalo.
Volvió a meter los pies en las sandalias. Después se levantó, tambaleándose, y se armó de valor para la regadera común. Estaba muy moreno, su gran proyecto de los últimos dos años, con un color profundamente incrustado en la piel, como la creosota de las vallas de madera. Un barbero callejero le había rapado casi al cero la cabeza. También había perdido algo de peso, pero en su fuero interno le gustaba el nuevo look: de una enjutez heroica, como recién rescatado de la selva. Para redondear su nueva imagen se había hecho un prudente tatuaje en el tobillo, un yin y yang poco comprometedor del que probablemente se arrepentiría en Londres, pero no pasaba nada; en Londres llevaría calcetines.
Más sobrio, a causa del regaderazo frío, regresó a la diminuta habitación y hurgó en las profundidades de su mochila en busca de algo que ponerse para las estudiantes de medicina. Olfateó cada prenda hasta haber formado una montaña húmeda y maloliente sobre la gastada alfombra de rafia. Se decidió por lo menos hediondo, una camisa de manga corta americana de estilo vintage. Después se puso unos jeans, cortados por los tobillos, sin ropa interior, para sentirse más audaz y temerario. Un aventurero, un pionero.
Entonces vio la carta. Seis hojas azules a doble cara, con letra pequeña. Se quedó mirándola como si se la hubiera dejado un intruso, y con su nueva sobriedad llegó la primera punzada de duda. La tomó con cuidado, miró una página al azar y apartó inmediatamente la mirada, frunciendo mucho los labios. Tantas mayúsculas, signos de exclamación y chistes malos… La llamaba «sexy», y usaba una palabra inexistente: «discursión». Si a algo sonaba, era a alumno de bachillerato lector de poesía, no a pionero, a aventurero con la cabeza rapada, un tatuaje y sin calzoncillos debajo de los vaqueros. «Te encontraré, pienso mucho en ti, Dex y Em, Em y Dex…» ¿A quién se le ocurría? Lo que una hora antes parecía urgente y conmovedor ahora parecía sensiblero, torpe y a veces francamente engañoso; ni había una mantis religiosa en la pared, ni había escrito escuchando la recopilación en casete —el reproductor lo había perdido en Goa. Estaba claro que la carta lo cambiaría todo. ¿No estaban bien las cosas como estaban? ¿Tantas ganas tenía de que Emma viniera a la India, a reírse del tatuaje y hacer comentarios mordaces? ¿Y el aeropuerto? ¿Tendría que darle un beso? ¿Dormirían en la misma cama? ¿Realmente tenía tantas ganas de verla?
Sí, llegó a la conclusión de que sí, porque a pesar de la palmaria estupidez de lo que había escrito, contenía un cariño sincero, algo más que cariño. Decididamente, lo echaría esa noche al buzón. Si ella montaba un drama, siempre podía decirle que estaba borracho. Al menos en eso no mentía.
Sin más titubeos, metió la carta en un sobre de correo aéreo y lo guardó en su edición de Howards End, tras la dedicatoria escrita a mano por Emma. Luego se fue al bar, para reunirse con sus nuevas amigas holandesas.
Poco después de las nueve de esa noche, Dexter salió del bar con Renee van Houten, una estudiante de Farmacia de Rotterdam con henna descolorida en las manos, un bote de temazepam en el bolsillo y un tatuaje mal hecho del Pájaro Loco en la base de la espalda. Al dar tumbos por la puerta, Dexter vio que el pájaro lo miraba libidinosamente.
Con las ganas de irse, Dexter y su nueva amiga chocaron sin querer con Heidi Schindler, veintitrés años, de Colonia, estudiante de Química. Heidi le dijo una palabrota a Dexter, pero en alemán, y lo bastante bajo como para no ser oída. Después de abrirse paso entre el gentío del bar, se bajó de los hombros su inmensa mochila y echó un vistazo, en busca de algún sitio donde dejarse caer. Las facciones de Heidi eran rojas y redondas, como una serie de círculos superpuestos, efecto exagerado por sus lentes redondos, que con el calor y la humedad del bar se habían empañado. Irritable, hinchada de Diocalm, enfadada con los amigos que siempre la dejaban sola, se derrumbó de espaldas en un decrépito sofá de ratán y contempló en toda su magnitud su triste situación. Se quitó los lentes empañados, los limpió con el borde de la camiseta, y al acomodarse en el sofá notó algo duro en la cadera. Dijo otra palabrota en voz baja.
Entre los cojines de espuma medio rotos había una edición de Howards End con una carta metida entre las primeras páginas. Aunque estuviera dirigida a otra persona, el borde rojo y blanco del sobre de correo aéreo la llenó enseguida de emoción. Sacó la carta, la leyó hasta el final, y después la releyó.
El inglés de Heidi no era especialmente bueno. Había palabras que desconocía —por ejemplo, «discursión»—, pero entendió bastante para darse cuenta de que era una carta de cierta importancia, de las que le gustaría recibir algún día. Sin ser del todo una carta de amor, no estaba lejos. Se imaginó a la tal «Em» leyéndola y releyéndola, exasperada, pero también un poco complacida. Se imaginó su reacción: dejar su horrible departamento y su asco de trabajo, y cambiar de vida. Heidi se imaginó a Emma Morley, no muy distinta a ella, esperando en el Taj Mahal, mientras se le acercaba un rubio guapo. El beso imaginado la empezó a animar. Decidió que Emma Morley debía recibir la carta a toda costa.
Sin embargo, no había dirección en el sobre, ni remitente del tal «Dexter». Buscó pistas en la carta, como por ejemplo el nombre del restaurante donde trabajaba Emma, pero no contenía nada de provecho. Resolvió preguntar en la recepción del hostal de la acera de enfrente. Más, a fin de cuentas, no podía hacer.
Ahora Heidi Schindler es Heidi Klauss. A sus cuarenta y un años, vive en los alrededores de Frankfurt con su marido y sus cuatro hijos, y es razonablemente feliz; más, en todo caso, de lo que esperaba ser a los veintitrés. La edición de bolsillo de Howards End sigue en el librero del cuarto de invitados, olvidada y sin leer, con la carta pulcramente metida detrás de la portada, junto a una dedicatoria en letra pequeña y cuidada que reza así:
Para mi querido Dexter. Una gran novela para tu gran viaje. Que viajes bien, y vuelvas sano y salvo, sin tatuajes. Sé bueno, o todo lo bueno que puedas. Te echaré de menos, qué caray.
Con todo el cariño de tu buena amiga Emma Morley, Clapton, Londres, abril de 1990.