Capítulo 2
Vuelta a la vida
SÁBADO 15 DE JULIO DE 1989
Wolverhampton y Roma
Vestuario de chicas
Instituto Secundario Stoke Park
Wolverhampton
15 de julio de 1989
Ciao, Bello!
¿Cómo estás? ¿Qué tal Roma? Mucho hablar de la Ciudad Eterna, pero yo llevo dos días en Wolverhampton, y se me ha hecho bastante eterno. (Aunque puedo revelarte que aquí el Pizza Hut es de primera, de primera.)
Desde la última vez que nos vimos decidí aceptar el trabajo que te comenté, el de la cooperativa teatral Sledgehammer, y llevamos cuatro meses preparando, ensayando y de gira con Cargamento cruel, una superproducción subvencionada por el Arts Council sobre la trata de esclavos, explicada con historias, canciones populares y unas dosis bastante impactantes de pantomima. Te adjunto un folleto mal fotocopiado, para que veas que la cosa es de nivel.
Cargamento cruel es una obra TE —o sea, Teatro Educativo— dirigida a chicos de entre once y trece años, que parte de una idea tan provocadora como que el esclavismo era malo. Yo hago de Lydia, el… mmm… pues sí, el papel PROTAGONISTA, la hija mimada y creída del pérfido sir Obadiah Kruell —¿te das cuenta por el nombre de que no es buena persona?—, y en el momento culminante de la función caigo en cuenta que todo lo bonito que tengo, todos mis vestidos —señalar vestidos— y joyas —ídem—, están comprados con la sangre del prójimo (¡bua, bua!), y que me siento sucia (mirar manos fijamente, como si VIERAS LA SANGRE), sucia hasta la MÉÉÉDULA. Es un material con mucha fuerza, aunque ayer por la noche lo estropearon unos niños tirándome Maltesers a la cabeza.
No, ahora en serio, tampoco está tan mal, en su contexto, y no sé por qué me pongo cínica; será un mecanismo de defensa. La verdad es que los niños que la ven reaccionan muy bien —los que no tiran nada—, y luego hacemos unos talleres muy interesantes en los colegios. Es alucinante lo poco que saben estos niños de su patrimonio cultural, y de dónde vienen, incluidos los caribeños. También he disfrutado al escribirlo. Me ha dado muchas ideas para otras obras, y otras cosas. O sea, que considero que vale la pena, aunque a ti te parezca una pérdida de tiempo. Yo creo que sí que podemos cambiar las cosas, Dexter, de verdad. Vaya, que en la Alemania de los años treinta había mucho teatro radical, y mira tú si no fue decisivo. Vamos a eliminar los prejuicios raciales de los West Midlands, aunque sea niño por niño.
En el reparto somos cuatro. Kwame es el Esclavo Noble, y aunque yo haga de ama y él de criado la verdad es que nos llevamos bien —aunque el otro día le pedí que me trajera una bolsa de papas fritas en un bar y me miró como si lo OPRIMIERA, o algo así. Pero bueno, es simpático, y se toma el trabajo en serio, aunque es verdad que en los ensayos lloró mucho, y me pareció que se pasaba. Es un poco llorón, no sé si me entiendes. En la obra se supone que hay una gran tensión sexual entre los dos, pero en este caso la vida tampoco imita al arte.
Luego está Sid, que hace de Obadiah, mi malvado padre. Ya sé que tú, de niño, lo único que hacías era jugar al criquet en unos prados de manzanilla alucinantes, y que nunca hiciste nada tan desclasado como ver la tele, pero Sid se hizo bastante famoso en una serie policiaca que se llamaba City Beat, y se nota que le da asco verse reducido a ESTO. Se niega rotundamente a hacer pantomima, como si fuera indigno de él salir con un objeto que no está realmente allí, y empieza una de cada dos frases diciendo «cuando salía por la tele», que es su manera de decir «cuando era feliz». Sid mea en los lavabos, y lleva unos pantalones de poliéster tremebundos, porque en vez de lavarlos LES PASA UN TRAPO. Se alimenta de empanadas de las gasolineras. Kwame y yo sospechamos que en realidad es racista, aunque lo disimule, pero aparte de eso es un encanto, el hombre, un verdadero encanto.
Después tenemos a Candy. Ah, Candy… A ti te gustaría. Es digna de su nombre. Hace de Criada Descarada, de una Dueña de Plantación y de sir William Wilberforce; es muy guapa y muy espiritual, y aunque no me guste la palabra, una puta redomada. Se pasa el día preguntándome los años que tengo de verdad, y diciéndome que se me ve cansada, o que si me pusiera lentes de contacto podría estar bastante guapa, cosas que a mí me ENCANTAN, por supuesto. Insiste mucho en dejar claro que ella todo esto sólo lo hace para obtener la tarjeta del sindicato de actores y matar el tiempo en espera de que la descubra algún productor de Hollywood, supongo que de paso por Dudley un jueves lluvioso por la tarde, buscando nuevos talentos en el TE; porque, claro, el teatro es una porquería… Al fundar STC (Sledgehammer Theatre Co—operative) nos interesaba mucho que fuera un colectivo teatral progresista, sin toda esa mierda de soy el mejor, salgo en la tele, mira qué guapo soy; sólo queríamos hacer teatro político, teatro del bueno, emocionante, original. Igual a ti te parece una tontería, pero era nuestra intención. El problema de los colectivos democráticos igualitarios es que tienes que escuchar a inútiles como Sid y Candy. Si Candy supiera actuar, no me molestaría, pero tiene un acento de Newcastle increíble, como si le hubiera dado una embolia o algo así, y encima tiene la manía de entrar en calor haciendo yoga en lencería. ¿Qué, te llamó la atención, eh? Es la primera vez que veo hacer el Saludo al Sol con liguero y corsé. ¿Verdad que no es normal? El pobre Sid casi no puede masticar su rebanada de res al curry. No acierta a metérsela en la boca. Cuando llega el momento de que Candy se vista, y salga al escenario, suele silbarle alguno de los niños, o algo por el estilo, y luego, en el minibús, ella siempre se hace la indignada, la feminista. «Odio que me juzguen por mi aspecto, toda la vida me han encasillado por mi cara de muñeca y mi cuerpo joven y terso», dice ajustándose el liguero, como si fuera una gran cuestión POLÍTICA, y tuviéramos que hacer teatro de calle para concienciar sobre la dura situación de las mujeres que tienen la desgracia de ser bustonas. ¿Desvarío? ¿Ya te enamoraste de ella? Puede que te la presente cuando vuelvas. Te imagino mirándola de esa manera tuya, con la mandíbula tensa, jugando con los labios y preguntándole por su carreeeeeera. Igual ni te la presento…
Emma Morley puso el papel boca abajo al ver entrar a Gary Nutkin, flaco y nervioso. Era la hora de la arenga previa a la función por parte del director y cofundador de la cooperativa Sledgehammer. El camerino unisex, de camerino no tenía nada; sólo era el vestuario de chicas de un instituto suburbano, que incluso los fines de semana tenía ese olor de colegio del que se acordaba Emma: hormonas, jabón líquido rosa y toallas enmohecidas.
Gary Nutkin carraspeó en la puerta: pálido, con la cara irritada por la afeitada, y la camisa negra abrochada hasta el último botón; un hombre cuya gran referencia de estilo era George Orwell.
—¡Un gran lleno! ¡Casi la mitad, que visto lo visto no está nada mal! —No aclaró qué era lo visto, tal vez porque le distraía Candy con sus giros pélvicos en body de topos—. Vamos, que nos salga una función de poca madre. ¡Que se caigan de espaldas!
—Ya me gustaría tumbarlos de espaldas —gruñó Sid, mirando a Candy a la vez que recogía migas de empanadilla—. Con un bate de criquet lleno de clavos. Desgraciados…
—Haz el favor de ser más positivo, Sid —imploró Candy, en una espiración larga y controlada.
Gary continuó.
—Acuérdense de que tiene que salirles fresco, sin nada que los distraiga. Que tenga vida. Reciten el texto como si fuera la primera vez, y lo más importante de todo: no dejen que los intimide el público, ni que los provoque de ninguna manera. La interacción está muy bien, pero las represalias no. No dejen que los enfaden. No les den ese gusto. ¡Un cuarto de hora, por favor!
Sid inició su calentamiento de todas las noches, un conjuro en voz baja de odio—este—trabajo—odio—este—trabajo. Detrás de él estaba Kwame, compungido, con el pecho desnudo, los pantalones rotos, las manos en las axilas y la cabeza hacia atrás, meditando, o quizá intentando no llorar. A la izquierda de Emma, Candy entonaba canciones de Los miserables con voz inexpresiva de soprano ligera, mientras se tocaba los dedos en martillo, herencia de dieciocho años de ballet. Emma se giró hacia su reflejo en el espejo agrietado, se ahuecó las mangas abullonadas de su vestido de corte imperio, se quitó los lentes y suspiró a lo Jane Austen.
El último año había sido una sucesión de giros erróneos, malas elecciones y proyectos a medias: estaban el grupo femenino donde había sido bajista, de nombre variable (Throat, Slaughterhouse Six y Bad Biscuit), e indecisión no limitada al nombre, sino extensiva a la orientación musical; la sesión en un club alternativo a la que no había ido nadie, la primera novela abandonada, la segunda novela abandonada, y varios trabajos de verano míseros, vendiendo ropa de cachemira y tartán a los turistas. En su momento más bajo incluso había hecho un cursillo de circo, hasta que constató que no servía para eso. La solución no era el trapecio.
El tan cacareado Segundo Verano del Amor había sido de melancolía, y pérdida de empuje. Hasta su amada Edimburgo había empezado a aburrirla y deprimirla. Vivir en la ciudad de su universidad era como quedarse en una fiesta después de que se fuera todo el mundo. Por eso en octubre se había ido del departamento de Rankeillor Street y se había instalado otra vez en casa de sus padres, para un invierno largo, tenso y lluvioso de recriminaciones, portazos y tardes de tele en una casa que ahora le parecía de una pequeñez insoportable. «¡Pero si eres doble cum laude! ¿Qué le ha pasado a tu doble cum laude?», le preguntaba su madre a diario, como si la licenciatura de Emma fuera un superpoder que se obstinaba en no usar. De noche venía su hermana pequeña, Marianne, enfermera felizmente casada, con un bebé recién nacido, sólo para regodearse en la humillación de la niña de los ojos de mamá y papá.
Suerte que de vez en cuando estaba Dexter Mayhew. Los últimos días de calor del verano de su licenciatura los había pasado en Oxfordshire, en casa de la familia de Dexter; una casa muy bonita, que a ella le parecía una mansión. Espaciosa, de los años veinte, con alfombras descoloridas, grandes lienzos abstractos y cubitos de hielo en las bebidas. En el jardín, grande y con olor a plantas aromáticas, habían pasado un día largo y lánguido, entre la alberca y la cancha de tenis (la primera que veía que no estuviera construida por algún ayuntamiento). Bebiendo gin—tonics en sillones de mimbre, y mirando el paisaje, se había acordado de El gran Gatsby. Por supuesto, lo había estropeado: poniéndose nerviosa y bebiendo demasiado durante la cena, y gritándole al padre de Dexter —un hombre moderado, sencillo y de lo más sensato— sobre Nicaragua mientras Dexter la miraba con cara de afectuosa decepción, como a un cachorro que ha ensuciado la alfombra. Le parecía mentira haberse sentado a la mesa de los Mayhew, haber comido su comida y haber tratado a su padre de fascista. De noche, en el cuarto de invitados, aturdida y llena de remordimientos, esperaba unos golpes en la puerta que evidentemente nunca llegarían; esperanzas románticas sacrificadas en aras de los sandinistas, que difícilmente se lo agradecerían.
Habían vuelto a verse en Londres, en abril, durante la fiesta de su común amigo Callum, que cumplía veintitrés años, y todo el día siguiente lo habían pasado juntos en los jardines de Kensington, bebiendo vino de la botella y conversando. Emma, evidentemente, estaba perdonada, aunque en contrapartida se habían instalado en la exasperante familiaridad de la amistad; exasperante al menos para ella: tumbados en la hierba fresca de la primavera, con las manos a punto de tocarse, mientras él le hablaba de Lola, una chica española increíble a quien había conocido esquiando en los Pirineos.
Y luego, Dexter otra vez a viajar, a ampliar todavía más sus miras. China había resultado demasiado ajena e ideológica para su gusto. En vez de eso se había embarcado en un año de visitas relajadas a lo que las guías llamaban «ciudades de juerga». En suma, que ahora eran amigos por correspondencia, y Emma componía cartas largas e intensas, rebosantes de chistes y de subrayados, de ironías forzadas y añoranza mal disimulada; manifestaciones de amor en dos mil palabras por correo aéreo. Tanto las cartas como las recopilaciones de música en casete eran en realidad vehículos para emociones no expresadas. Estaba claro que invertía demasiado tiempo y energía en ellas. A cambio, Dexter le mandaba postales con franqueo insuficiente: «Ámsterdam es una LOCURA», «Barcelona DEMENCIAL», «Dublín, JUERGA a tope. Mañana de RESACA». Como escritor de viajes no era Bruce Chatwin. A pesar de todo, Emma guardaba las postales en el bolsillo de su abrigo y daba largos y melancólicos paseos por Ilkley Moor, buscando algún significado oculto en «¡¡¡¡VENECIA TOTALMENTE INUNDADA!!!!».
—Oye, ¿quién es este Dexter? —le preguntaba su madre, espiando el dorso de las postales—. ¿Tu novio, o qué? —Y, con mirada de preocupación—: ¿Se te ha ocurrido buscar trabajo en la compañía de gas?
Emma se puso a trabajar en el pub del pueblo, sirviendo cervezas. Pasó el tiempo, y notó que se le empezaba a ablandar el cerebro, como cuando olvidas algo al fondo del refrigerador.
Después la había llamado Gary Nutkin, el trotskista flaco que en el 86 la había dirigido en una versión desnuda e intransigente de Terror y miseria del Tercer Reich, de Brecht, antes de besarla durante tres horas desnudas e intransigentes en la fiesta de la última noche. Poco después la había llevado a un programa doble de Peter Greenaway, y había esperado cuatro horas para levantar la mano y depositarla distraídamente en su pecho izquierdo, como quien ajusta un potenciómetro. Por la noche habían hecho brechtianamente el amor en una cama individual roñosa, bajo un cartel de La batalla de Argel, y Gary se había esmerado de principio a fin en no tratarla como un objeto. Luego nada, ni palabra, hasta la llamada nocturna de mayo, y las palabras vacilantes en voz baja:
—¿Te gustaría entrar en mi cooperativa de teatro?
Emma no tenía aspiraciones de actriz, ni le apasionaba especialmente el teatro salvo como vehículo de transmisión de palabras e ideas. Sledgehammer tenía que ser un nuevo tipo de cooperativa teatral progresista, en la que se compartirían intenciones y celo, con un manifiesto por escrito, y el compromiso de cambiar vidas jóvenes por la vía del arte. Puede que también tenga su parte romántica, se había dicho Emma, o como mínimo sexual. Así que a hacer la mochila, a despedirse de sus escépticos mamá y papá y a subirse al minibús como si se embarcase en una noble causa, una especie de Guerra Civil española en teatro, subvencionada por el Arts Council.
Ahora, tres meses después, ¿qué quedaba del calor, la camaradería y el sentimiento de valor social, de mezcla de ideales elevados con diversión? En principio eran una cooperativa. Era lo que ponía en un lado de la camioneta. Lo había escrito ella misma con plantillas.
—Odio—este—trabajo—odio—este—trabajo —decía Sid.
Emma se tapó las orejas con las manos, y se hizo unas cuantas preguntas fundamentales.
¿Por qué estoy aquí?
¿De verdad aporto algo?
¿No se podría vestir un poco?
¿A qué huele?
Ahora mismo ¿dónde quiero estar?
Quería estar en Roma, con Dexter Mayhew. En la cama.
—Shaf—tes—bury Avenue.
—No, Shafts—bu—ry. Tres sílabas.
—Lychester Square.
—Leicester Square, dos sílabas.
—¿Por qué no es Ly—chester?
—Ni idea.
—Pero si eres mi profesor… Deberías saberlo…
—Lo siento —dijo Dexter, encogiéndose de hombros.
—Pues me parece un idioma tonto —dijo Tove Angstrom, antes de darle un puñetazo en el hombro.
—Un idioma tonto. Totalmente de acuerdo. Ahora bien, no hace falta que me des puñetazos.
—Me disculpo —dijo Tove, besándolo en el hombro, y luego en el cuello y la boca.
Dexter volvió a darse cuenta de lo gratificante que podía ser la enseñanza.
Estaban tumbados entre un montón de cojines, sobre el suelo de terracota de la diminuta habitación de Dexter, tras descartar la cama individual por no ajustarse a sus necesidades. En el folleto de la Percy Shelley International School of English se describían las viviendas de los profesores como «cómodas en ciertos aspectos, con muchos atenuantes», lo cual constituía un resumen perfecto. Su habitación en el Centro Storico era sosa e institucional, pero al menos tenía balcón, una repisa de algo más de un palmo de ancho que daba a una plaza pintoresca, la cual, muy a la romana, también servía de estacionamiento. Cada mañana le despertaba el ruido de los oficinistas chocando briosamente los unos contra los otros al dar marcha atrás.
Ahora, en plena tarde húmeda de julio, sólo se oían ruedas de maletas de turistas traqueteando por los adoquines. Abiertas las ventanas, se besaban perezosamente, con el pelo de ella en la cara de él, recio, oscuro, con olor a algún champú danés: pino artificial, y humo de cigarrillo. Tove tendió el brazo por encima del pecho de Dexter para agarrar la cajetilla del suelo, encender dos cigarrillos y pasarle uno. Dexter se incorporó en los cojines, dejando colgar el cigarrillo del labio como Belmondo, o alguien de una película de Fellini. Él nunca había visto nada de Belmondo ni de Fellini, pero sí había visto las postales: con estilo, en blanco y negro. No le gustaba considerarse creído, pero estaba claro que a veces le habría gustado tener cerca a alguien que le hiciera una foto.
Después de otro beso, se hizo la vaga pregunta de si la situación tenía alguna dimensión moral o ética. Naturalmente que el momento de preocuparse por los pros y contras de acostarse con una alumna habría sido después de la fiesta del colegio, mientras Tove, precariamente al borde de la cama de él, se bajaba el cierre de las botas que le llegaban hasta las rodillas. Incluso entonces, en plena confusión de vino tinto y deseo, se le había ocurrido preguntarse qué diría Emma Morley. Mientras Tove le metía la lengua en la oreja, él presentaba su defensa: tiene diecinueve años, es adulta, y además, yo no soy profesor de verdad. Por otro lado, Emma estaba muy lejos, cambiando el mundo desde un minibús, en la carretera de circunvalación de alguna ciudad de provincias. Y en definitiva, ¿qué tenía que ver Emma? Las botas de Tove ya estaban tiradas en un rincón del cuarto, en un hostal en el que estaba rigurosamente prohibido que pasaran la noche las visitas.
Movió el cuerpo a un trozo más fresco de la terracota, y miró por la ventana para intentar evaluar el tiempo a partir del pequeño recuadro de intenso cielo azul. El ritmo de la respiración de Tove estaba cambiando con la llegada del sueño. Pero él tenía una cita importante. Dejó caer los últimos cinco centímetros de cigarrillo en una copa de vino, y estiró el brazo en busca del reloj, puesto sobre Si esto es un hombre de Primo Levi, sin leer.
—Tove, tengo que irme.
Ella protestó con un gruñido.
—Quedé de ver a mis padres. Tengo que irme ahora mismo.
—¿Puedo ir?
Él se rio.
—Me parece que no, Tove. Además, el lunes tienes examen de gramática. Vete a repasar.
—Examíname tú. Examíname ahora.
—Bien. Verbos. Presente del indicativo.
Tove le rodeó con una pierna, y la usó como palanca para situarse encima.
—Yo beso, tú besas, él besa, ella besa…
Dexter se incorporó sobre los codos.
—En serio, Tove…
—Diez minutos más —le susurró ella al oído.
Dexter se dejó caer al suelo, pensando: ¿por qué no? A fin de cuentas estoy en Roma, y hace buen día. Soy un hombre de veinticuatro años, sin problemas económicos y sano. Estoy haciendo algo que no debería hacer, y tengo mucha, mucha suerte.
Probablemente el atractivo de una vida dedicada a las sensaciones, los placeres y el yo se desgastará algún día, pero aún faltaba mucho.
¿Qué tal Roma? ¿Qué tal La Dolce Vita? (Búscalo.) Ahora mismo te imagino sentado en un café, bebiéndote uno de esos cappuccini de los que tanto se oye hablar, y silbándole a todo. Probablemente te hayas puesto lentes de sol para leer esto. Pues quítatelos, que te ves ridículo. ¿Recibiste los libros que te envié? Primo Levi es un escritor italiano muy bueno. Es para recordarte que en la vida no todo son helados y alpargatas. La vida no puede ser siempre como el principio de Betty Blue. ¿Qué tal las clases? Prométeme que no te acuestas con alumnas, por favor. Sería tan… decepcionante…
Tengo que irme. Se avecina el final de la página, y oigo en la otra sala el fascinante rumor de nuestro público al tirarse sillas los unos a los otros. MENOS MAL que dentro de dos semanas acabo este trabajo. Gary Nutkin, nuestro director, quiere que después prepare un espectáculo sobre el apartheid para colegios de educación infantil. ¡Y encima con MARIONETAS! ¡Carajo! Seis meses yendo y viniendo por la M6 con una marioneta de Desmond Tutu en las rodillas. Igual paso. Además, he escrito una obra para dos actrices sobre Virginia Woolf y Emily Dickinson, que se llama Dos vidas (o eso, o Lesbianas deprimidas). Puede que la monte en algún pub—teatro. Cuando le expliqué a Candy quién era Virginia Woolf, dijo que tenía muchísimas ganas de hacer el papel, pero sólo si se puede quedar desnuda de cintura para arriba. Pues nada, ya tengo el casting resuelto: yo haré de Emily Dickinson y me dejaré la blusa puesta. Ya te reservaré boletos.
De momento tengo que elegir entre empadronarme en Leeds o en Londres. Decisiones, decisiones… Yo intentaba no irme a vivir a Londres (es tan PREVISIBLE irse a vivir a Londres), pero a Tilly Killick, mi ex compañera de piso —¿te acuerdas? Lentes rojas grandes, siempre a la contra, patillas—, le sobra un cuarto en Clapton. Lo llama «el trastero», cosa que no presagia nada bueno. ¿Qué tal es Clapton? ¿Tú volverás pronto a Londres? ¡Eh! ¿Y si compartiéramos departamento?
¿Compartir departamento? Emma vaciló, sacudió la cabeza y gimió antes de escribir: «¡¡¡¡Es broma!!!!». Otro gemido. «Es broma» era justo lo que se escribía al decir algo en serio. Ya no estaba a tiempo de borrarlo. ¿Cómo despedirse? «Atentamente» era demasiado formal, «tout mon amour», demasiado afectado, «con amor», demasiado cursi, y ya volvía a estar Gary Nutkin en la puerta.
—¡Bueno, todos a escena!
Les detuvo tristemente la puerta, como si les esperara un pelotón de fusilamiento. Emma escribió deprisa, antes de poder arrepentirse:
Te echo tanto de menos, Dex…
Un solo beso profundamente grabado en el papel azul claro para correo aéreo.
En la Piazza della Rotonda, la madre de Dexter descansaba en la terraza de un bar, con una novela apenas sujeta entre las manos, los ojos cerrados y la cabeza ladeada y hacia atrás, como un pájaro aprovechando los últimos rayos de sol. En vez de llegar directamente, Dexter se reservó un momento para sentarse entre los turistas de los escalones del Panteón y ver acercarse al mesero, que sobresaltó a su madre al recoger el cenicero. Se rieron. Al verla mover teatralmente la boca y los brazos, Dexter supo que estaba hablando en su horrendo italiano, entre palmaditas coquetas al brazo del mesero, que pese a no tener ni idea de qué le habían dicho —saltaba a la vista—, sonrió y le siguió el coqueteo. Luego se fue, lanzando una mirada por encima del hombro a la inglesa guapa que le había tocado el brazo, y a quien no se le entendía nada.
La escena hizo sonreír a Dexter. La vieja idea freudiana —conocida entre susurros en el internado— de que los niños tenían que enamorarse de sus madres y odiar a sus padres le parecía posible. Nunca había conocido a nadie que no se enamorase de Alison Mayhew. Y lo mejor era que Dexter también quería mucho a su padre; en eso, como en tantas cosas, lo mimaba la suerte.
Cenando, o en el jardín grande y frondoso de la casa de Oxfordshire, o de vacaciones en Francia, mientras ella dormía al sol, Dexter solía sorprender miradas de muda admiración en los ojos de sabueso de su padre. Stephen Mayhew, quince años mayor que ella, alto, de cara alargada e introvertido, no parecía dar crédito a su suerte. En las fiestas que a menudo organizaba ella, si Dexter se estaba lo bastante quieto para que no le mandaran a la cama, veía formarse un obediente y devoto círculo de hombres a su alrededor; hombres inteligentes y capaces, médicos, abogados, gente que hablaba por la radio, reducidos a adolescentes soñadores. La veía bailar con los primeros discos de Roxy Music y un vaso de coctel en la mano, ebria y autosuficiente, ante las miradas de las otras esposas, que en comparación parecían rechonchas y poco inteligentes. También sus amigos del colegio, hasta los vacilones y complicados, se convertían en caricaturas en torno a Alison Mayhew, con quien flirteaban en un toma y daca, haciéndola participar en guerras de agua y felicitándola por ser tan mala cocinera: esos huevos revueltos hechos desganadamente, esa pimienta negra como ceniza de cigarrillo…
Había estudiado moda en Londres, pero ahora que vivía en el campo tenía una tienda de antigüedades, y sus alfombras caras y sus candelabros gozaban de gran éxito entre el Oxford de postín. Pese a mantener el aura de haber sido alguien en los años sesenta —Dexter había visto fotos, y recortes desvaídos de suplementos a color—, no se le veía triste ni arrepentida de haber renunciado a ello en aras de una respetable, segura y cómoda vida familiar. Era como si hubiese intuido el mejor momento para irse de la fiesta, algo típico de ella, por cierto. Dexter albergaba la sospecha de que de vez en cuando tenía aventurillas con los médicos, los abogados y los que hablaban por la radio, pero aun así le costaba enfadarse con ella. Además, la gente siempre decía lo mismo: que él lo había heredado. Nadie concretaba qué, pero era como si todos lo supieran; la belleza, por supuesto, y la energía y la salud, pero también cierto aplomo displicente, el derecho a estar en el centro de todo, en el equipo ganador.
Incluso en aquel momento, con su vestido veraniego de un azul descolorido, hurgando en busca de cerillos en su enorme bolsa, parecía el eje de toda la actividad de la Piazza: ojos cafés, perspicaces, en una cara en forma de corazón, bajo un despeinado caro de peluquería, con el vestido desabrochado un botón más de la cuenta y un desaliño irreprochable. Viendo acercarse a Dexter, se le abrió toda la cara en una gran sonrisa.
—Tres cuartos de hora tarde, joven. ¿Dónde estabas?
—Aquí, viéndote de charlar con los meseros.
—No se lo digas a tu padre. —Al levantarse para darle un abrazo, su cadera chocó contra la mesa—. Pero ¿de dónde vienes?
—No, nada, de preparar las clases.
Dexter tenía el pelo mojado, del baño compartido con Tove Angstrom. Cuando su madre se lo apartó de la frente, y le puso cariñosamente una mano en la mejilla, él se dio cuenta de que ya estaba algo bebida.
—Muy despeinado. ¿Quién te ha despeinado? ¿Qué travesuras has estado haciendo?
—Ya te lo dije, preparar las clases.
Ella hizo un mohín de escepticismo.
—¿Y ayer por la noche? Te estuvimos esperando en el restaurante.
—Perdona, es que me retrasé. La disco del colegio.
—Una disco. Qué 1977. ¿Cómo era?
—Doscientas escandinavas borrachas bailando el vogue.
—El vogue. Me alegra reconocer que no me suena de nada. ¿Y era divertido?
—Infernal.
Le dio una palmadita en la rodilla.
—¡Oh, pobrecito!
—¿Dónde está papá?
—Tuvo que irse al hotel, para la siestecita de siempre. Con este calor, y las sandalias, que le rozaban… Ya conoces a tu padre. Es tan galés…
—¿Y qué hicieron?
—Nada, dar un paseo por el Foro. A mí me ha parecido bonito, pero Stephen se ha aburrido como una ostra. Todo tirado por el suelo, lleno de columnas… Sospecho que él preferiría que pasaran una aplanadora y pusieran un buen invernadero, o algo así.
—Deberían ir a ver el Palatino. Está sobre la colina…
—Dexter, sé dónde está el Palatino; estuve en Roma antes de que nacieras.
—¿Ah, sí? ¿Quién era el emperador entonces?
—Ja. Oye, ayúdame con el vino; no dejes que me acabe yo sola la botella.
Poco le faltaba. Aun así, Dexter echó los dos o tres últimos centímetros en un vaso de agua y le agarró los cigarrillos. Alison chasqueó la lengua.
—¿Sabes qué? Que a veces me parece que hemos ido demasiado lejos con lo de ser padres liberales.
—Totalmente de acuerdo. Me echaron a perder. Pásame los cerillos.
—No es muy inteligente, la verdad. Te debes de creer que pareces un actor de cine, pero qué quieres que te diga; te ves mal.
—Pues ¿por qué fumas tú entonces?
—Porque a mí me queda sensacional. —Se puso un cigarrillo entre los labios, que Dexter le encendió con su cerillo—. Además, voy a dejarlo. Es el último. Bueno, rápido, aprovechando que no está tu padre… —Se acercó un poco más, conspiradora—. Cuéntame tu vida amorosa.
—¡No!
—¡Vamos, Dex! Ya sabes que no tengo más remedio que vivir a través de mis hijos, y tu hermana es tan virginal…
—¿Está usted borracha, señora?
—Nunca entenderé que haya tenido dos hijos…
—Estás borracha.
—Te recuerdo que no bebo. —Una noche, cuando Dexter tenía doce años, su madre se lo había llevado a la cocina, y en voz baja, ceremoniosamente, le había enseñado a preparar un dry martini, como si fuera un rito solemne—. Vamos, suéltalo; y no te escondas ni un detalle jugoso.
—No tengo nada que decir.
—¿Nadie en Roma? ¿Ninguna católica modosa?
—No.
—Alumnas tampoco, espero.
—Pues claro que no.
—¿Y en casa? ¿De quién son esas cartas tan largas y manchadas de lágrimas que te reenviamos constantemente?
—No te importa.
—¡No me hagas volver a abrirlas con vapor! ¡Cuéntamelo!
—No hay nada que contar.
Se apoyó en el respaldo.
—Pues me decepcionas. ¿Y aquella chica tan bonita que vino unos días a casa?
—¿Qué chica?
—Una guapa, muy seria, del norte, que se emborrachó y empezó a pegarle gritos a tu padre sobre los sandinistas.
—¿Ésa? Emma Morley.
—Emma Morley. Me cayó bien. A tu padre también, aunque lo tratase de fascista burgués. —Dexter se estremeció al acordarse—. A mí me da igual. Al menos tenía un poco de chispa, y de pasión; no como las tontas macizas que solemos encontrarnos en la mesa, al desayunar. «Sí, señora Mayhew; no, señora Mayhew.» Piensa que por las noches te oigo ir de puntillas al cuarto de invitados…
—Estás borracha de verdad, ¿no?
—Bueno, y Emma ¿qué?
—Sólo es una amiga.
—¿Ah, sí? Pues no estoy yo tan segura. De hecho, me parece que le gustas.
—Les gusto a todas. Es mi desgracia.
Mentalmente le había sonado bien, con un toque insolente y de no tomarse en serio, pero al quedar los dos en silencio, volvió a tener la sensación de hacer el tonto, como en las fiestas en las que su madre le dejaba sentarse junto a los mayores, y él le fallaba con su presunción. Ella le sonrió con indulgencia, apretando su mano encima de la mesa.
—Sé buen chico, ¿de acuerdo?
—Ya lo soy. Yo siempre soy buen chico.
—Pero tampoco demasiado; vaya, que no te tomes lo de ser buen chico como una religión.
—Tranquila.
Dexter empezó a mirar la Piazza, incómodo.
Su madre le tocó el brazo.
—Bueno, ¿quieres otra botella de vino o volvemos al hotel, a ver cómo anda tu padre de los juanetes?
Callejearon hacia el norte, hacia la Piazza del Popolo, en paralelo a la Via del Corso. Dexter, que adaptaba el recorrido sobre la marcha para hacerlo lo más pintoresco posible, se empezó a encontrar mejor, disfrutando de la satisfacción de conocer bien una ciudad. Su madre se le colgó del brazo, algo bebida.
—¿Y qué, cuánto tiempo piensas quedarte?
—No lo sé. Puede que hasta octubre.
—Pero luego volverás a casa y sentarás cabeza, ¿no?
—Sí, claro.
—No quiero decir que vivas con nosotros. Eso nunca te lo haría. Pero ya sabes que te ayudaríamos con la fianza del departamento.
—No hay prisa, ¿no?
—Bueno, Dexter, ya ha pasado todo un año… ¿Cuántas vacaciones necesitas? Porque en la universidad tampoco es que te deslomases…
—¡Si no estoy de vacaciones, estoy trabajando!
—¿Y el periodismo? ¿No habías dicho algo de que querías ser periodista?
Lo había comentado de pasada, pero sólo para despistar, como coartada. Al acercarse a los veinte años, había tenido la impresión de que se restringían gradualmente las posibilidades. Ahora ya había varios trabajos con buena pinta —cardiocirujano, arquitecto— que le estarían vedados permanentemente, el periodismo parecía ir por el mismo camino. No escribía especialmente bien, sabía poco de política, hablaba un francés malo, de restaurante, carecía de formación y de currículum, y sus únicas cartas eran un pasaporte y una imagen muy clara de sí mismo fumando en el trópico bajo un ventilador, con una Nikon hecha polvo y una botella de whisky al pie de la cama.
Lo que de verdad quería ser era fotógrafo, claro. A los dieciséis años había hecho un proyecto, «Texturas», lleno de primeros planos en blanco y negro de cortezas y conchas, que por lo visto había dejado «alucinado» a su profesor de arte. Desde entonces no había hecho nada que le satisficiera en la misma medida que «Texturas», con sus imágenes muy contrastadas de la escarcha en las ventanas y la grava en el camino de la casa. Ser periodista entrañaba tener que lidiar con algo tan difícil como las palabras y las ideas. En cambio, se veía capacitado para dar la talla como fotógrafo, aunque sólo fuera por lo que consideraba un sentido muy marcado de cuándo estaban las cosas en su sitio. En ese momento su principal criterio para elegir profesión era que sonase bien en un bar, gritada en la oreja de una chica, y no podía negarse que «soy fotógrafo profesional» era una frase estupenda, casi a la altura de «soy corresponsal de guerra» o «pues mira, hago documentales».
—El periodismo es una posibilidad.
—O una empresa. ¿No iban a poner tú y Callum una empresa?
—Nos lo estamos planteando.
—Suena un poco vago lo de «empresa», en general.
—Te digo que nos lo estamos planteando.
Lo cierto era que Callum, su ex compañero de piso, ya había montado la empresa sin él: algo de reciclaje de computadoras que Dexter no había tenido fuerzas para entender. A los veinticinco serían millonarios, decía y repetía Callum, pero ¿cómo habría sonado en un bar? «Pues mira, reciclo computadoras.» No, lo más seguro era la fotografía profesional. Resolvió decirlo en voz alta, como prueba.
—La verdad es que me estoy planteando la fotografía.
—¿La fotografía?
Su madre soltó una risa exasperante.
—¡Eh, que soy buen fotógrafo!
—… cuando te acuerdas de quitar el dedo del objetivo.
—¿No deberías darme ánimos?
—¿Fotógrafo de qué tipo? ¿De desnudos? —Una risa ronca—. ¿O piensas seguir con lo de «Textura»? —Tuvieron que pararse un buen rato en la calle, mientras ella se reía, agarrada del brazo de su hijo para no caerse—. ¡Todas esas fotos de gravilla! —Cuando se le pasó, se irguió y se puso seria—. Perdona, Dexter, perdona…
—Pues resulta que ahora lo hago mucho mejor.
—Ya lo sé. Lo siento. Perdóname. —Siguieron caminando—. Si es lo que quieres, Dexter, lo tienes que hacer. —Le apretó el brazo con el codo, pero Dexter estaba resentido—. Siempre te hemos dicho que puedes ser lo que quieras, a condición de que te esfuerces.
—Sólo era una idea —dijo él, malhumorado—. Me limito a sopesar opciones.
—Eso espero, porque el oficio de profesor no tiene nada malo, pero ¿verdad que no es tu auténtica vocación? Enseñar canciones de los Beatles a nórdicas apáticas…
—Hay que trabajar mucho, mamá. Además, así tengo un colchón.
—Ya… Pues mira, a veces me pregunto si no tendrás demasiado colchón.
Lo dijo mirando el suelo, en cuyas losas pareció que rebotase el comentario. Caminaron un poco antes de que Dexter contestara.
—¿Qué quería decir eso?
—No, nada; sólo lo he dicho… —Ella suspiró, y le apoyó la cabeza en el hombro—. Sólo lo he dicho porque en algún momento te tendrás que plantear la vida en serio. Eres joven, tienes salud, y feo supongo que no eres, con luz tenue… Parece que caes bien, y eres inteligente, o lo bastante inteligente; puede que no en el sentido intelectual, pero entiendes las cosas. También has tenido suerte, Dexter, muchísima suerte, y te han protegido de muchas cosas: la responsabilidad, el dinero… Pero ahora eres adulto, y es posible que algún día no sea todo tan… —Miró a su alrededor, en alusión a la callecita pintoresca por donde la había llevado Dexter—. Tan sereno. No estaría de más que te sorprendiera preparado. Te iría bien tener más bagaje.
Dexter frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir? ¿Una profesión?
—En parte.
—Pareces papá.
—¡Vaya por Dios! ¿En qué sentido?
—Un trabajo como está mandado, un colchón, una razón para levantarse cada día…
—No sólo eso; no sólo un trabajo. Una dirección. Un objetivo. Un poco de impulso y de ambición. Yo, a tu edad, quería cambiar el mundo.
Dexter hizo un ruido despectivo con la nariz.
—De ahí la tienda de antigüedades.
Su madre le clavó el codo en las costillas.
—Cada cosa tiene su momento. Y conmigo no te hagas el listo. —Le tomó el brazo. Reemprendieron lentamente su camino—. Sólo quiero estar orgullosa de ti. Bueno, orgullosa ya lo estoy, de ti y de tu hermana, pero bueno… Ya me entiendes. Estoy un poco borracha. Cambiemos de tema. Quería hablarte de otra cosa.
—¿Qué otra cosa?
—Huy, demasiado tarde.
Ya tenían el hotel a la vista: tres estrellas, elegante pero sin ostentación. Al otro lado del cristal tintado, en una butaca del vestíbulo, Dexter reconoció a su padre en pleno examen de la planta de un pie, encogiendo una de sus piernas largas y delgadas, y arrugando en la otra mano el calcetín.
—¡Madre mía! ¡Se está tocando los callos en la recepción del hotel! Un poco de Swansea en Via del Corso. Encantador, realmente encantador. —Alison descolgó su brazo del de su hijo y le tomó la mano—. Mañana comemos juntos, ¿de acuerdo? Mientras tu padre se dedica a tocarse los callos en una habitación oscura, salimos tú y yo solos. En alguna plaza bonita, con mantel blanco. Algo caro. Invito yo. Puedes traerme fotos de piedras interesantes.
—Bueno —dijo él de mal humor. Su madre sonreía, pero también fruncía el ceño, y le apretaba un poco la mano. Dexter se inquietó de golpe—. ¿Por qué?
—Porque quiero hablar con este hijo tan guapo que tengo, y creo que ahora mismo estoy demasiado borracha.
—¿Qué pasa? ¡Dímelo ahora mismo!
—Nada, nada.
—¡No se irán a divorciar!
Se rio en voz baja.
—No digas tonterías. Pues claro que no. —Su padre los había visto desde la recepción, y se estaba levantando para tirar de la puerta donde decía «empujar»—. ¿Cómo voy a separarme de un hombre que se mete la camisa por dentro de los calzoncillos?
—Pues entonces dime qué pasa.
—Nada malo, cariño, nada malo. —Con una sonrisa de consuelo, y una mano en el corto pelo de la nuca de Dexter, le hizo agacharse hasta que sus frentes se tocaron—. Tú no te preocupes por nada. Mañana. Ya hablaremos mañana como Dios manda.