Jefes de estación
Con la discreta pero forzosa expulsión de la plana mayor de la CIA en Madrid, como consecuencia de la Operación Gino, queda en evidencia una de las facetas ocultas de la presencia norteamericana en España: las acciones encubiertas. En los medios de comunicación se llega a hablar de que la Agencia tiene destinados en nuestro país a mil quinientos agentes[214] con distintos vínculos «profesionales», cuya actividad abarca desde la dedicación total a la colaboración ocasional. Hasta su «regreso» a Estados Unidos, en 1984, Richard Kinsman ha sido el último jefe de operaciones que ha tenido en suelo español la CIA.
Kinsman llega a España, junto a su mujer, en julio de 1982, un año y medio antes de ser reexportado a su país. Para él, Madrid es el final de un largo peregrinar, la cima de su carrera, antes de culminar brillantemente una intensa trayectoria profesional. Tras este destino le espera un cómodo despacho en Washington o, mejor aún, en la sede central de Langley. Con cuarenta y ocho años, de complexión fuerte, más de 1,80 metros de estatura y una cara grande y redonda, N. Richard Kinsman es, durante ese tiempo, primer secretario de la embajada de Estados Unidos en Madrid. Puede pasar perfectamente por uno de tantos diplomáticos extranjeros acreditados en España. Sin embargo, se dedica a ejercer de director de orquesta de una amplia red de espionaje. Este atildado funcionario resulta ser el personaje bautizado como «Mr. K» por los servicios de inteligencia españoles: el máximo jefe de la Agencia Central de Inteligencia en nuestro país.
En Madrid, Kinsman reemplaza a Ronald E. Estes, demasiado quemado ya, tras años de intensa actividad. En el curriculum del jefe de estación saliente destaca su estrecho seguimiento del golpe de Estado del 23-F. Antes de venir aquí, Kinsman ha estado destinado en Kingston (Jamaica) donde ocupó el puesto recién dejado por Dean J. Almy, dos años más joven que él y un buen conocedor de la historia de España. Almy operó en Madrid durante cuatro años.
Kinsman tiene sobradas referencias de lo que va a encontrar en Madrid, un goloso destino. Los cauces de relación con las instituciones están bien engrasados. Le espera un trabajo que, por fin, supondrá el capítulo final de su servicio en el exterior. Durante su estancia en la capital española, no se deja ver mucho. Aparece en una de las corridas de toros de la feria de San Isidro de 1983, en Las Ventas. Y a su lado tiene, como buen anfitrión, a Rafael Vera, director general de la Seguridad del Estado. Al parecer, además de los habituales contactos orgánicos, Kinsman habla con Vera de los planes de educación de los policías españoles.
Después de su expulsión, a finales de 1984, fuentes oficiales de la embajada de Estados Unidos desmienten a Interviú[215] las «ocupaciones» relacionadas con la CIA que se le atribuyen a Kinsman. Robert David Plotkin, primer secretario y agregado de prensa de la embajada, señala al periodista Enrique Barrueco: «Kinsman existe». Al menos se tiene un punto de partida común.
Hay, efectivamente, una persona con ese nombre, se trata de un diplomático de la sección política que recientemente ha abandonado España dentro de la rotación normal del personal diplomático. No tiene nada que ver con las actividades que se le achacan. Durante su permanencia en España ha mantenido los contactos normales de su cargo. Actualmente está en Washington y su trabajo nunca ha estado relacionado, ni lo está, con actividad alguna al margen de su cargo diplomático.
Sin embargo, para fuentes relacionadas con los servicios de información españoles, la adscripción de Kinsman a la CIA está fuera de toda duda. Antes de que aterrizara en Madrid, Philip Agee y su equipo de Cover Action ya habían avisado de quién era el nuevo primer secretario que llegaba a la embajada de la calle de Serrano. Entre los supuestos mil quinientos hombres vinculados a la CIA que hay en nuestro país en ese momento, según los cálculos de funcionarios españoles de los servicios de inteligencia, se encuadran colaboradores habituales y ocasionales, además de los elementos incrustados en las instituciones oficiales o privadas. Todos ellos forman un escuadrón en la sombra que la Agencia utiliza para tener un constante diagnóstico de cómo funcionan los puntos neurálgicos del país.
Dentro de este complejo entramado de espías y colaboradores, destacan veteranos agentes como John R. Thomas, que actúa con la cobertura diplomática de «tercer secretario y vicecónsul». Un elemento que ha mantenido estrechos contactos con los hombres del comisario Eduardo Blanco, director general de Seguridad durante los últimos años del franquismo. Thomas ha sido un eslabón fundamental de una red de tráfico de armas que ha tenido como destinataria a la extrema derecha durante los años 1976 y 1977. Un período en el que la actividad de los grupos ultras en la calle ocasiona numerosos muertos. En esa época, el tráfico de armas Bélgica-Madrid tiene uno de sus asientos en un local del paseo de Extremadura controlado por Thomas.
Sin la cómoda tapadera de la embajada, operan oficiales de la CIA como Joseph Said Cybulski, Norman L. Spinney, Martin I. Jonson o Charles M. Murphy. Y el experto en sabotajes Donald L. Kear, estrechamente vinculado a algunos miembros de la Agencia que trabajaron en la preparación del golpe de Estado de 1973 que derribó al presidente constitucional chileno Salvador Allende.
Otro elemento de la tela de araña que tiene su centro en la embajada es un periodista que firma en algunos medios de comunicación editados en Barcelona como Miguel Airol. Las letras de este seudónimo se corresponden con las de su apellido, pero colocadas al revés. Su verdadero nombre es Víctor Hugo Miguel Bruni Loria, nacido en Buenos Aires en 1930. También colaboró profesionalmente con Radio Nacional de España desde Roma. Allí trabajó en una empresa que formaba parte del entramado que forjó gran parte del terrorismo ultraderechista italiano de los años sesenta vinculado a la red «Gladio»: la agencia de prensa Oltremare, financiada por el SID (Servicio de Información de la Defensa). Este organismo italiano de contraespionaje apoyó, a través de algunos militares posteriormente involucrados en el golpe del príncipe Valerio Borghese, en 1970, una estrategia de desórdenes y atentados con el fin de provocar un giro derechista en el Gobierno italiano. También aparece citado en la prensa de Italia, como uno de los puntales de la CIA allí durante dieciocho años, entre 1955 y 1973, Evelio Verdera, que posteriormente llega a ser catedrático de derecho mercantil de la Universidad Complutense de Madrid y director general de Patrimonio Artístico, Archivos y Museos, durante seis meses, cuando el Ministerio de Cultura lo ocupa Pío Cabanillas, en 1978-1979. Además, ocupa el cargo de director honorario del Real Colegio de España en Bolonia.
Más difíciles de descubrir son los agentes de cobertura total, que resultan prácticamente invulnerables. Uno de ellos, cuya presencia pasa inadvertida inicialmente para los propios servicios de inteligencia españoles, es el representante en España del Continental Illinois National Bank and Trust Company of Chicago, Eric Jurgensen. Esta entidad no tiene sede propia en España durante los años setenta, utiliza parte de una planta que el Banco Atlántico le cede en la oficina que tiene esta entidad en el número 48 de la Gran Vía.
Jurgensen, mediador en la introducción de compañías como la Ford y la General Motors en nuestro país, cumple un eficaz papel como espía: se mueve en un ambiente empresarial de alto nivel que le hace difícilmente detectable. Incluso entabla contacto con algunos sindicalistas en la clandestinidad, para elaborar informes sobre la situación y las perspectivas del movimiento obrero. Cuando Jurgensen abandona España, el núcleo de su equipo continúa casi intacto. Las empresas multinacionales son un refugio cómodo para los espías norteamericanos.
El 28 de enero de 1985 son detenidos en los alrededores del complejo del palacio de La Moncloa los «diplomáticos» norteamericanos Denis McMahan y John F. Massey, cuando fotografían las antenas de comunicación de la sede presidencial, desde una distancia aproximada de 400 metros, justo desde el pie del museo de la Reconstrucción y Restauraciones Artísticas. Los guardias civiles adscritos al servicio de seguridad de La Moncloa empiezan a sospechar de los curiosos, por lo que rodean el lugar y sorprenden a los dos fotógrafos en plena tarea.
McMahan y Massey alegan entonces que son primos y que están tomando imágenes turísticas, al tiempo que hablan en inglés entre ellos. «Te dije que no deberíamos acercarnos por aquí», le comenta uno al otro, esperando que se le entienda y se note su afectada ingenuidad. «Si por toda esta zona hay lugares muy bonitos para fotografiar», continúa. No se sabe en qué manual de adiestramiento de la CIA se enseña este tipo de salidas para resolver situaciones comprometidas.
Los guardias civiles les conducen a las dependencias del complejo de La Moncloa destinadas a la vigilancia, después de confiscarles el material que llevan: una cámara fotográfica, un teleobjetivo y rollos de película tri-X-20 en blanco y negro.
Julio Feo, secretario del presidente de Gobierno de Felipe González, da su versión de este incidente en su libro de memorias:[216]
Sonó el teléfono, era Fernando Puell, segundo jefe de seguridad:
—Julio, hemos detenido a dos americanos que estaban haciendo fotos de Moncloa. Dicen que son de la embajada. Los tenemos en el cuerpo de guardia.
—Bueno, dime cómo se llaman y llamaré al embajador Enders para comprobarlo.
Enders me dijo que no le sonaban los nombres y que estaba seguro de que no eran de la embajada… Uno llevaba un carnet de la embajada USA en Madrid, el otro llevaba un carnet de personal de la base de Torrejón…
Se revela el carrete en el laboratorio anejo al despacho del propio Felipe González, siguiendo instrucciones de Julio Feo, y el resultado de las fotografías «turísticas» son varias vistas de las torres de comunicaciones de La Moncloa realizadas desde el mismo ángulo. «Llamé a Manglano y envió a recoger el material fotográfico», continúa Julio Feo.
Cuando vieron el carrete, dijeron que era especial, de muy alta sensibilidad. El asunto ya quedó en manos de Exteriores, que, parece ser, pidió nuevas explicaciones, y del CESID, que hizo lo propio con sus colegas americanos. Al día siguiente, el jefe de estación de la CIA, que era nuevo y se llamaba «Ron», me llamó para asegurarme que él no tenía nada que ver con aquella estupidez. Los dos fotógrafos fueron expulsados.
En realidad, los hombres de la CIA sólo tenían que haber esperado unas semanas, en lugar de arriesgarse a ser descubiertos, y preguntarle a su presidente cómo era La Moncloa. Ronald Reagan visitará Madrid poco después y almorzará con Felipe González en La Bodeguilla.
Una vez informado el Ministerio de Asuntos Exteriores, la expulsión de los dos espías es un hecho automático. El propio presidente González se ve obligado a manifestar, el 16 de febrero, que los dos agentes norteamericanos han abandonado nuestro país «por desempeñar actividades que no se ajustaban a su estatus diplomático». Por primera vez, en España se reconoce, oficialmente, la existencia del juego sucio de la CIA organizado desde la sede diplomática norteamericana de la calle de Serrano.
Durante la etapa anterior al referéndum de la OTAN se intensifica enormemente la actividad de los hombres de la CIA. Para sus jefes es fundamental el envite que se está jugando. En 1985 el agente que dirige la estación de operaciones en Madrid es Leonard D. Therry, de cuarenta y siete años, que oculta su trabajo clandestino bajo la cobertura diplomática de «primer secretario» de la embajada de Estados Unidos. Él es la auténtica cabeza del espionaje norteamericano en España en ese momento.
Está considerado como un duro, uno de los hombres de la CIA más escorados hacia la derecha y favorables al intervencionismo de Estados Unidos en otros países, defendiendo «el interés nacional definido en términos de poder». Leonard D. Therry es, según el registro del Ministerio de Asuntos Exteriores, uno de los 68 diplomáticos de la embajada de Estados Unidos en Madrid. Sin embargo, como jefe de la estación de operaciones, dirige lo que se ha denominado «el brazo clandestino de los Estados Unidos». A su pesar, quedará en la pequeña historia de la CIA en España como el responsable de una operación que, por primera vez, ocasiona la expulsión «pública» de uno de sus oficiales de operaciones, el segundo secretario Dennis E. McMahan, experto espía que ha actuado anteriormente en Moscú, y la del miembro de la Agencia Nacional de Seguridad John F. Massey, adscrito a la base aérea de Torrejón de Ardoz.
El episodio forma parte de un operativo diseñado para captar las comunicaciones entre las máximas autoridades del Estado, el Gobierno y los centros de decisión españoles. Pero la torpe actuación de los hombres de Therry no sólo provoca, en palabras del ministro de Asuntos Exteriores, Fernando Morán, «la sanción precisa de salida del territorio» de los dos agentes descubiertos, sino que origina en el seno de la embajada norteamericana una gran tensión entre los diplomáticos de carrera adscritos al Departamento de Estado y los espías del jefe de estación de la CIA.
Esta crisis interna entre los representantes de Estados Unidos en España forma parte de la vieja disputa en la que los diplomáticos profesionales acusan a los hombres de la CIA de tirar por tierra el auténtico trabajo de negociación que ellos realizan y enturbiar la relación entre los países «amigos» de Estados Unidos y la metrópoli. El almirante Stansfield Turner, director de la CIA durante la presidencia de Jimmy Carter, llegó a acusar a la «línea dura» de la Agencia «de hacer más daño a la propia “compañía” que en cualquier otra etapa de la historia». Esta tensión, sin embargo, no representa para Therry y la mayor parte de su equipo más que un pequeño problema asumido desde hace mucho tiempo.
Tradicionalmente, han convivido dos líneas dentro de la CIA: la de «información», que pretende dedicar todos los esfuerzos de la Agencia a hacer acopio de datos e informes para el Gobierno de Estados Unidos, y la de «operaciones», decididamente proclive a la intervención directa en la política de todos los países de su ámbito de actuación, e incluso a provocar el derrocamiento de gobiernos considerados hostiles y la liquidación de regímenes políticos, llegado el caso. Los ejemplos son numerosos.
Durante el mandato de Reagan, el director de la CIA, William Casey, promueve, de forma sistemática, a todos los oficiales de la Agencia conocidos por ser partidarios de la «intervención». Es el caso de Leonard D. Therry. Nacido el 27 de junio de 1937, llega a Madrid en agosto de 1984, para sustituir a N. Richard Kinsman en la dirección de la estación de la CIA en Madrid. Su actividad como espía le ha llevado antes a Quito (Ecuador), donde permanece destinado desde 1969 hasta 1971, con la cobertura de «funcionario económico comercial» de la embajada. Después trabaja en Montevideo (Uruguay) y Tegucigalpa (Honduras). Y en 1978, ya como jefe de estación de operaciones, con la cobertura de «agregado» en la embajada norteamericana, llega a Madrid acompañado de su mujer, Bárbara, y se alojan en la habitación 512 del hotel Castellana.
Aterrizó en Uruguay cuando acababa de ser secuestrado y asesinado por los «tupamaros» su colega de la CIA Dan Mitrione. Therry participó de forma directa en el desarrollo de la operación de exterminio contra los integrantes de este movimiento guerrillero. Colaboró estrechamente con las fuerzas policiales y militares de un país que se ganó el sobrenombre de «cámara de tortura de América Latina», varios años antes de los golpes de Estado de Chile, en 1973, y Argentina, en 1976.
Los hombres de la CIA que intervinieron en aquellos acontecimientos son contemplados dentro de la propia organización como las «fuerzas de choque» de la casa. Una característica común en muchos de los agentes de la CIA que son destinados a España es que antes de venir, se han curtido en países latinoamericanos marcados por el signo de las dictaduras militares.
Como suele ser habitual en esa época, la estación de la CIA en Madrid cuenta con una media de quince agentes que operan de modo permanente con cobertura diplomática. Bajo la dirección de Therry se agrupan algunos de los que trabajaron con el anterior jefe, N. Richard Kinsman (expulsado a finales de 1984, como consecuencia de la Operación Gino), y los que se incorporaron a Madrid cuando él ya estaba destinado aquí. Al primer grupo pertenecen Dennis David Lamb, de cuarenta y ocho años; Hermán Wesley Odom, de cuarenta y siete; Richard Para y Norman M. Descoteaux, de cuarenta y nueve; John W. Mertz y Edward John Bash Jr., y Paul Graham Nyhus. De todos ellos, el último es quien tiene mayor responsabilidad. Ostenta la jefatura adjunta de la CIA en España. Él controla materialmente la labor de cada uno de los demás. Todos los agentes tienen una larga experiencia en operaciones encubiertas. Sobre todo, cómo no, en países latinoamericanos. Descoteaux, por ejemplo, nacido el 15 de junio de 1936, ha estado destinado en Guayaquil, Buenos Aires y Kingston. Por su parte, Wesley Odom, nacido el 27 de febrero de 1944, ha pasado por Perú, Uruguay, Bolivia y Chile antes de llegar a España.
Cada uno de ellos está sometido a una fuerte presión por parte de su jefe inmediato. Deben constituir una red de agentes que les permita acumular información y, en su momento, influir en los sectores que sean de su interés. Cada operación que llevan a cabo se hace a través de un intermediario. Durante la etapa anterior al referéndum de la OTAN, los agentes de la CIA en Madrid tienen una misión primordial: el estudio minucioso de todo grupo que pueda suponer un riesgo para los intereses norteamericanos en España. Quieren, a toda costa, que España permanezca en la estructura de la OTAN. Ya en ese momento, la CIA también considera de vital importancia realizar un detallado análisis de las organizaciones islámicas en España.[217] Además, a la ya vieja actitud de controlar cualquier elemento que pueda modificar la postura de España ante la OTAN, se une un nuevo factor: el proyecto Eureka, la iniciativa francesa para el desarrollo tecnológico europeo que el Gobierno de François Mitterrand ha lanzado como propuesta alternativa a la «Guerra de las Galaxias» patrocinada por Estados Unidos.[218]
Hasta ese momento, la llamada Iniciativa de Defensa Estratégica desarrollada por los norteamericanos era el único proyecto de ese tipo en el que los intereses de las multinacionales de la electrónica tenían puestas sus apetencias en Europa. La actitud respondona de los franceses, ante la que España se mantiene entre dos aguas, supone una causa de preocupación para los planes económicos estadounidenses. Este asunto, junto al permanente sondeo y la vigilancia de los perfiles políticos y privados de los responsables de la política y la economía españolas, son los objetivos de las operaciones rutinarias a las que dedican sus esfuerzos los espías norteamericanos. Fuentes de la inteligencia española señalan que, en los últimos meses, coincidiendo con la expulsión de los dos «fotógrafos» de La Moncloa y, posteriormente, con la preocupación por aumentar la seguridad de las instalaciones norteamericanas, los agentes de la CIA se repliegan aparentemente, reduciendo incluso sus contactos, antes mucho más frecuentes, abiertos y periódicos, con miembros de los servicios de inteligencia españoles.
Aunque la visita de Ronald Reagan, a principios de 1985, supone una relativa normalización en las relaciones entre los hombres de la CIA y sus colegas españoles, en los días inmediatamente posteriores al viaje del presidente norteamericano esa tendencia al repliegue de los agentes norteamericanos se vuelve a poner de manifiesto. Es la hora de los espías con cobertura profunda. Ni el propio jefe de estación conoce la identidad de cada uno de ellos, sólo parte de las informaciones que esos agentes han enviado a sus contactos y les llegan analizadas y ampliadas desde el cuartel general de Langley o desde la República Federal de Alemania, adonde previamente han sido remitidos.
Esa restricción de la actividad pública de los hombres de la CIA es la antesala de una reorganización interna de la estación en Madrid que tendrá lugar tras las incorporaciones de nuevos funcionarios-espías durante el verano de 1985. El referéndum de la OTAN se acerca.
Las fuerzas de la CIA en España están centralizadas en la séptima planta de la embajada de Estados Unidos en Madrid. Allí se encuentra la sede de la denominada estación de operaciones, que está formada por un número variable de hombres y mujeres de la Agencia que oscila entre quince y veinte personas. Estos mantienen contacto con la base del consulado norteamericano en Barcelona y las bases encubiertas en las instalaciones militares estadounidenses en nuestro país.
Los agentes que actúan desde la embajada con cobertura diplomática constituyen el núcleo de élite encargado de coordinar y organizar los trabajos habituales de la Agencia en España. Los agentes norteamericanos de la CIA intentan no participar directamente en la mayoría de estas operaciones. Su técnica de actuación se basa, generalmente, en la utilización de intermediarios. Como punto de partida, no se consideran ni agentes ni espías: son funcionarios de carrera que desempeñan el papel de oficiales de operaciones. Intentan que los «agentes» sean los individuos contratados por la CIA en cada país.[219]
En 1985, fuentes de la inteligencia española continúan estimando que la CIA puede disponer en España de alrededor de mil quinientos agentes y colaboradores. Un antiguo oficial de los servicios de inteligencia españoles señala: «A pesar de lo que pueda parecer, los agentes “activos” son los menos numerosos. La auténtica cantera que la CIA cuida y mima, con atenciones que van desde pequeños obsequios, como regalos de empresa, a sumas periódicas ya establecidas, son los “durmientes”, que desempeñan su actividad diaria sin mayor preocupación. Sólo ante una necesidad concreta responden, según el cauce que tengan establecido. Y lo hacen con el mayor tacto posible, diciendo a cada persona lo que espera oír, poniendo de manifiesto los puntos que benefician a ambas partes, borrando continuamente cualquier suspicacia que pueda hacer al agente encontrarse incómodo en el cumplimiento de su tarea». La estación de Madrid controla toda una red cualificada, bien situada en sectores periodísticos, profesionales, políticos o militares. Vernon Walters, según él mismo proclama públicamente, tuvo, durante más de veinte años, «excelentes contactos en el Ejército español».
Un elemento fundamental son los «agentes con cobertura profunda». Se instalan en su punto de interés y no mantienen contacto alguno con la estación de la CIA. Para preservar su seguridad, la Agencia envía, a la hora de mantener contactos con ellos, a funcionarios que trabajan en otros países, con billetes de ida y vuelta, y mantienen los intercambios o la recogida de información con la mayor discreción. Ni siquiera en la estación local se conoce la identidad de todos ellos. Son los más difíciles de descubrir. Dentro de este enorme complejo orgánico, los oficiales de operaciones son la élite cualificada. La mayor parte de ellos pertenece a la Dirección de Operaciones, una de las cuatro direcciones generales de la CIA, donde están centralizados los servicios clandestinos de acción y las operaciones encubiertas en todo el mundo. El jefe de operaciones en Madrid, como es el caso de Leonard D. Therry, está orgánicamente conectado con la rama de España de la organización, que pertenece a la División de Europa Occidental, integrada a su vez en la Jefatura de Divisiones de Área y conectada con la Jefatura de Acción Encubierta, todo ello englobado en la Dirección de Operaciones.
Las chapuzas de los norteamericanos en sus intentos de controlar al Gobierno continúan incluso después del referéndum de la OTAN. Esa obsesión de los responsables de la CIA por acumular incesantemente todo tipo de información y la absoluta impunidad que sienten les hace, a veces, actuar de forma disparatada, como principiantes. Algunos descalabros de los superagentes tienen cada vez más repercusión pública. A principios de 1988, el descubrimiento de un microemisor en el teléfono del director de Asuntos Consulares, Rafael Pastor Ridruejo, levanta una gran polémica sobre quién es el autor de las escuchas.
En un principio las acusaciones tienen como objetivo a los servicios secretos españoles, el CESID. Pero miembros del Cuerpo Superior de Policía adscritos a este servicio descubren al verdadero autor del pinchazo: Kenneth Moskow, nada menos que el tercer secretario de la embajada de Estados Unidos en Madrid y destacado oficial de la CIA. La operación, coordinada desde la séptima planta de la embajada, se ha realizado con la colaboración de tres inspectores de policía, dos capitanes y un comandante, todos ellos españoles, «que seguían las instrucciones del señor Kenneth Moskow, oficial de la CIA destinado en la Estación de Madrid y con cobertura diplomática», según se señala en un informe confidencial de los servicios de inteligencia españoles. Francisco Fernández Ordóñez, entonces ministro de Asuntos Exteriores, comunica personalmente la expulsión de Moskow al nuevo embajador norteamericano, Reginald Bartholomew, en el transcurso de una cena en el palacio de Santa Cruz, a mediados de abril. Una semana después, el espía norteamericano abandona España con destino a Nueva York.
El oficial de operaciones de la CIA Kenneth Moskow, nacido en Boston en 1960, es un viejo conocido de los miembros de los servicios de inteligencia españoles. Se refieren a él con el apelativo de «El Niño», debido a su rostro barbilampiño. Moskow llega a Madrid en 1984 y comienza a desarrollar sus acciones clandestinas en España bajo las órdenes del texano Richard Para. Desde el principio, lleva un ritmo de vida insólitamente alto: suele vivir en las suites de los grandes hoteles madrileños, cambiando con frecuencia de residencia. Sin embargo, oficialmente se aloja en un chalet de la plaza de Aunós, en la colonia de El Viso, alquilado a nombre de la supuesta puertorriqueña Margarita Isabel Caballer Caballer. En realidad, un nombre pantalla de los muchos que se utilizan en las operaciones encubiertas.
Moskow tiene un papel fundamental en el seguimiento de la campaña anti OTAN para la CIA. Según un informe del Ministerio del Interior, el agente norteamericano dirige operaciones técnicas de controles telefónicos a embajadas extranjeras en España y a partidos políticos de izquierda (PCE, MC, PCPE, LCR…). Además, sigue de cerca las actividades de la Comisión anti OTAN y los actos que se celebraban en el Ateneo de Madrid y en el Club Internacional de Prensa. Su vida social es muy activa, le gusta ejercer de superagente, según los más repetidos tópicos cinematográficos, y resulta muy fácil encontrarle en recepciones oficiales, a las que acude frecuentemente conduciendo un «discreto» Ford Mustang rojo. El mismo informe del Ministerio del Interior señala que en su red de agentes están incluidos «miembros del exilio cubano, directores de hoteles, empresas de detectives privados, propietarios de restaurantes y socios del INCI que trabajan en medios de comunicación y en instituciones públicas».[220] Y además, varios inspectores y comisarios del Cuerpo Superior de Policía y algunos oficiales del Ejército. Su red se extiende a Barcelona, Marbella, Torremolinos, Málaga y Tarifa, lugares a los que viaja frecuentemente para coordinar las actividades de sus colaboradores. También, según el informe, «Moskow tiene estrechas relaciones con conocidos traficantes de armas que viven en la Costa del Sol y con otros personajes con antecedentes delictivos».
La expulsión de Kenneth Moskow es el resultado de las cada vez más tensas relaciones que mantienen los hombres de la estación de la CIA en Madrid con un minoritario sector de los servicios de inteligencia españoles. Sin embargo, la colonización continúa existiendo. En 1988, el máximo responsable del CESID, Emilio Alonso Manglano, durante una comparecencia en el Congreso de los Diputados, preguntado sobre las relaciones del espionaje español con la embajada norteamericana y la CIA, declara, evasivamente: «Se colabora buscando zonas de interés común». Y agrega que, sólo en 1987, «se han intercambiado diez mil documentos con otros países». La inmensa mayoría de ellos con Estados Unidos.[221]
Uno de los agentes norteamericanos que provoca más rifirrafes con sus colegas españoles, por su actitud prepotente y chulesca, es Richard Para, responsable de las operaciones encubiertas de la CIA en España a mediados de los ochenta y jefe directo del después expulsado Moskow. Oriundo de Texas y de origen hispano, durante su destino en España opera bajo la cobertura de «tercer secretario» de la embajada y dedica su atención preferente a los asuntos militares. Su actitud pública se contradice con las normas de actuación más elementales que debe guardar un agente con su posición. Un oficial de los servicios de información españoles le califica como «el clásico vaquero zafio, maleducado y prepotente». Los miembros de la Brigada de Relaciones Informativas de la Policía española llegaron a elaborar una queja contra él que se le presentó, por conducto diplomático, al anterior embajador, Thomas Enders.
El silencio oficial sobre la expulsión del espía norteamericano Kenneth Moskow contribuye a que los comandos operativos de la CIA en España sigan actuando con total impunidad. Esta red, compuesta por diplomáticos, empleados españoles de la embajada y agentes privados, está dirigida por «oficiales» de la Agencia. Sus «topos» han logrado infiltrarse en empresas comerciales e instituciones públicas, desde donde realizan la vigilancia, el seguimiento y el control de numerosas conversaciones. Todas estas actuaciones de espionaje se siguen coordinando desde la estación de la CIA en Madrid.
No obstante, la expulsión de Moskow genera tensiones. A primeras horas de la tarde del 7 de junio de 1988 llega al aeropuerto de Barajas el secretario de Estado norteamericano George Schultz. Y el embajador estadounidense en Madrid, Reginald Bartholomew, exige que se cachee a los periodistas. «En presencia de nuestros agentes de seguridad, porque no nos fiamos de ellos», llega a decir, refiriéndose a los policías encargados de la seguridad del aeropuerto. Esta actitud de Bartholomew provoca un fuerte enfrentamiento entre algunos de los responsables del Ministerio del Interior español y los miembros del servicio de seguridad norteamericano.
Un mes antes de la visita del secretario de Estado, la embajada norteamericana en Madrid recibía nuevos equipos ultrasofisticados de control y vigilancia, que habían entrado irregularmente por el aeropuerto de la base de Torrejón, y también a través de valijas diplomáticas recibidas en el aeropuerto de Barajas. Para estas tareas, la legación diplomática norteamericana dispone de los denominados «pases de valijeros», que autorizan la entrada por la rampa hasta el pie del avión recién aterrizado y permiten retirar toda la correspondencia oficial. Pero los «valijeros» estadounidenses recogen, además, mercancías e incluso pasajeros, que no pasan, como es obligatorio, los preceptivos controles aduaneros. Uno de los coordinadores de este trabajo es el norteamericano Alfonso Pérez —conocido como «Al Pires»—, quien trabaja en la estación de la CIA y cuenta con muchas complicidades en el aeropuerto.
Sin embargo, el comportamiento de Bartholomew en Barajas no se debe a un excesivo celo por la seguridad de Schultz, según señalan integrantes de la Brigada de Relaciones Informativas del Ministerio del Interior. Estos agentes explican que el embajador norteamericano en España no perdona la expulsión del oficial de la CIA Kenneth Moskow. Pero, sobre todo, porque la expulsión de este espía viene a confirmar oficialmente las actuaciones ilegales de la Agencia Central de Inteligencia desde la estación de Madrid, y cuyo descubrimiento hace suponer que toda la estructura de sus operativos en España empieza a resentirse y hay que renovarla.
Las operaciones de información realizadas bajo la dirección de Kenneth Moskow para la estación de la CIA en Madrid están coordinadas desde la segunda planta de la embajada, donde se encuentra, en ese momento, la GSO (General Services Office), que estaba dirigida por el agente norteamericano expulsado. Cuando Moskow viene destinado a Madrid, su primer jefe, antes que Richard Para, es el oficial Alfred G. MacGuinnes, hasta que éste regresa al cuartel general de la CIA en Langley. Moskow incorpora a su red un nutrido grupo de colaboradores españoles. Durante los cuatro años que actúa en Madrid este oficial de la CIA, los programas operativos diseñados por el RSO (Regional Security Officer) tienen como ejecutor a un agente español, José Miguel Urresti Rodríguez.
Según el contrato de Urresti con la embajada norteamericana en Madrid, el tiempo de duración de su trabajo es indefinido y su labor está relacionada con las tareas de seguridad en la base de Torrejón de Ardoz. Sin embargo, la tarjeta de acreditación de Urresti, emitida por la embajada norteamericana y suscrita por el RSO, William M. Chamber, precisa que Jose Miguel Urresti Rodríguez «está autorizado para efectuar investigaciones oficiales de esta embajada para la protección del embajador y de otras personalidades que decida esta Oficina, y agradecerá toda la cooperación que se le pueda facilitar para el cometido de su misión». Fuentes de la Oficina de Información Diplomática española, por el contrario, afirman que «ningún agente norteamericano o de cualquier otro país está autorizado a realizar investigaciones fuera de los límites de su embajada. Esas supuestas actividades son totalmente ilegales».
El agente de seguridad Urresti Rodríguez se da a conocer a principios de 1987, cuando aplica ilegalmente el «detector de mentiras» a más de una docena de empleados españoles que trabajan en la delegación diplomática norteamericana de la calle de Serrano. Los pases y permisos utilizados por los oficiales de la CIA y sus agentes españoles en el aeropuerto de Barajas son gestionados por el propio Urresti Rodríguez y por el también agente José Piquera Rovira, a partir de la solicitud de la estación de la CIA en Madrid y de la sección correspondiente del AFE (Air Forces Element). Ambos servicios están situados en la séptima planta del edificio de la embajada. Sin embargo, estos permisos se tramitan a través de GSO.
Uno de los hombres clave de estos servicios norteamericanos en la sede madrileña del Ministerio de Asuntos Exteriores es el funcionario del Cuerpo Superior de Policía Felipe Bragado de las Heras. En el escalafón policial, Bragado de las Heras figura con el número 9 800 del registro de personal, pero en el Fichero de Altos Cargos aparece como director de Chancillería, en el Servicio de Protocolo, Chancillería y Órdenes del Ministerio de Asuntos Exteriores.
Bragado de las Heras despacha varias veces a la semana con el agente de seguridad Urresti Rodríguez en la oficina que éste ocupa en la embajada. El policía Bragado tiene informado puntualmente al RSO de todo lo que capta en su destino de canciller en el Servicio de Protocolo. Bragado de las Heras gestiona también los pases y permisos protocolarios que entrega al «valijero» Manuel Bastida Centenera en la embajada norteamericana. Bastida los distribuye siguiendo las directrices del GSO canalizadas por el agente Urresti.
Una de las tareas ilegales realizadas por Bastida Centenera y por Urresti Rodríguez consiste en recoger pasaportes de visitantes que entran a España por la base de Torrejón de Ardoz y entregarlos en la chancillería de Asuntos Exteriores. Allí tramitan los visados que van a necesitar para desarrollar en nuestro país las actividades encubiertas que tienen programadas. Para conseguir la tramitación de esos documentos irregulares, la embajada norteamericana cuenta con la buena disposición de un alto funcionario policial destinado en la comisaría de pasaportes, que, más adelante, será trasladado al Servicio de Extranjería.
Las partidas de material ultramoderno que entran por Torrejón y Barajas son mayores cuando se tiene prevista la llegada a España de altos responsables de la Administración norteamericana. Llegan a nombre del embajador, pero fuera de la valija diplomática, y suele tratarse de sofisticado material de escuchas, transmisiones, recepción e interferencia. Toda esta tecnología es retirada por el «valijero» Manuel Bastida Centenera con la catalogación de «equipajes y material de trabajo». Las partidas vienen identificadas con las siglas «WHCA», que corresponden al departamento White House Comunication Agency; o con las siglas «AFE», «PPM» o «T & CU», que corresponden al Air Force Element, Political Military y Transmisions and Comunication Unit, respectivamente; y también, aunque con menos asiduidad, con las siglas «DCSG», pertenecientes a Defense Coordination Specialist Group. Todos estos envíos son retirados, sin ningún tipo de impedimento, por el «valijero» Bastida Centenera, con los pases concedidos en la chancillería de Asuntos Exteriores.
Felipe Bragado de las Heras accede a la dirección de cancillería recomendado por Thomas Enders, anterior embajador norteamericano en España, que es sustituido por Reginald Bartholomew. Bragado despacha con Richard Para, primero, y después con el expulsado Kenneth Moskow. En estas reuniones se planifican las escuchas ilegales de las conversaciones telefónicas de parlamentarios españoles, embajadas, partidos políticos y organizaciones sindicales, asociaciones privadas e instituciones públicas, al mismo tiempo que se diseñan los servicios paralelos de escolta, seguimientos e informaciones puntuales. Todas estas tareas de tipo operativo cuentan con la colaboración de algunos miembros de Grupo 4, empresa privada de seguridad contratada por la delegación diplomática norteamericana en España.
Una vez acordadas y diseñadas esas operaciones, se designan los comandos que las van a ejecutar y se pone en marcha el programa, siempre bajo la dirección ejecutiva de Urresti Rodríguez y con la supervisión del responsable estadounidense del GSO. Todas estas actividades ilegales y encubiertas tienen como gran director a Samuel H. Giman, nuevo chief of station (COS) de la estación de la CIA en Madrid, quien oficia, desde mediados de junio de 1985, bajo la cobertura de «primer secretario» de la embajada.
El hombre clave de los norteamericanos en la Compañía Telefónica es el encargado de negocios José del Toro Tintore, que dispone de una oficina en la sede diplomática de la calle de Serrano, desde donde realiza sus trabajos paralelos diseñados para los operativos del Security Officer. Del Toro actúa bajo la dirección inmediata de Urresti Rodríguez y «trabaja» por las mañanas en la central de Ríos Rosas de la Compañía Telefónica. En la embajada también está empleado su hijo, y entre ambos coordinan los capítulos técnicos del control telefónico, enlaces y «puentes» en paneles, que les ordenan los servicios secretos norteamericanos. Otro de los agentes españoles de la CIA es José Piquera Rovira, que también ocupa una oficina en el segundo piso de la embajada. Él se encarga del alquiler de «bases operativas» de actuación, es decir, pisos camuflados desde donde realizan y coordinan las actividades ilegales: controles, información, vigilancia o cualquier otra actuación programada.
A principios de los años ochenta se empieza a poner freno, desde algunos departamentos del CESID, a las intromisiones de la CIA en la actividad de los servicios de información españoles. Entonces, los hombres de la Agencia en Madrid buscan otros colaboradores, y la Guardia Civil se echa en sus brazos. Los norteamericanos tienen una baza infalible para conseguir su apoyo: prometen prestar su tecnología para emplearla en la lucha antiterrorista. «Desde ese momento, la Guardia Civil respira y actúa de acuerdo con la CIA», afirma el coronel Juan Alberto Perote. «Además, se lo ponen claro, para que no tengan dudas: ahí no hay conflicto de intereses, todos contra el terrorismo». A partir de ese momento, los norteamericanos dejan de prestar apoyo tecnológico a los agentes de la AOME y se lo proporcionan sólo a los hombres de verde. Sobre todo, micrófonos de última generación, para hacer escuchas, y sistemas avanzados de control de fronteras. Los seguimientos por satélite llegarán más tarde.
Comienza a producirse el intercambio y la inteligencia norteamericana se nutre a grifo abierto del Servicio de Información de la Guardia Civil y de la Policía. La CIA compensa tan inestimable ayuda, en 1986, con su imprescindible participación en la Operación Sokoa, uno de los golpes más duros propinados a ETA en el sur de Francia. Ese plan, diseñado por el entonces jefe del Mando Unificado de Lucha Contraterrorista, Francisco Álvarez, no se puede ejecutar sin la colaboración de los norteamericanos, que ya poseen sistemas de seguimiento y búsqueda bastante más avanzados que la radio baliza, pero sin llegar aún a la perfección tecnológica que proporcionarán los satélites para ese tipo de trabajos. Los norteamericanos controlarán el itinerario de dos misiles tierra-aire que viajan, con sensores ocultos, desde El Salvador hasta el arsenal de la organización armada vasca en Hendaya, después de que Francisco Paesa los haya puesto, oportunamente, en el mercado.
Paesa es amigo del traficante internacional de armas francés, Georges Starckmann, un viejo agente retirado del SDECE (Servicio de Documentación Exterior y Contraespionaje francés). Gracias a esa relación, Paesa siempre disfrutará de una cobertura en Francia por parte de los servicios de información del país vecino. «La hoja de servicios de Starckmann en el espionaje internacional infunde respeto y temor: participó en el operativo para asesinar al líder de la oposición marroquí Ben Barka y ofreció armas a los oponentes del líder argelino Ben Bella. En 1983, el sobrino del líder iraní Jomeini se dirigió a él para que le consiguiera helicópteros Cobra», escribe Manuel Cerdán.[222]
Paesa hace de engranaje en la maquinaria de Starckmann, que mantiene unas relaciones excelentes con el Mossad israelí y la CIA norteamericana.
Paesa se pone en contacto con su amigo Starckmann y consigue que una sociedad anónima de éste formalice el pedido de cien pistolas Sig Sauer P-226, a la firma Winamex Handelsgesellchaft, con sede en Viena. Esta pistola, cuyo cargador puede almacenar quince balas del calibre 9 milímetros Parabellum, es una de las más buscadas en el mercado internacional por las organizaciones terroristas. La entrega de la mitad[223] de esas pistolas a ETA se produce en marzo de 1986. Un capitán de la Guardia Civil cruza la frontera por Portbou (Gerona) con el cargamento y contacta en el lugar convenido con el intermediario de la organización. Apostados en los alrededores, expertos antiterroristas de la policía francesa ofrecen cobertura al operativo. Tras recoger el cargamento, los miembros etarras se dirigen hasta Toulouse y, en un aparcamiento del centro de la ciudad, cambian de coche y se dan a la fuga con las pistolas, sin que los policías franceses se percaten de la maniobra. Los cerebros de la operación pierden el rastro de las cincuenta pistolas Sig Sauer, que pasan a formar parte del arsenal de ETA. El objetivo de la misión era precisamente llegar hasta el zulo donde la organización vasca guarda las armas.
Tras el fracaso de esta operación, se pone en marcha otro plan: la venta de misiles tierra-aire a ETA. El director general de Seguridad mantiene una excelente relación con la antena de la CIA en la embajada norteamericana de Madrid, que puede proporcionarle los misiles. Sancristóbal es amigo personal del agente de Langley David Donaldson.[224]
Finalmente, Sancristóbal y su equipo deciden pedir prestados a los norteamericanos dos misiles SAM-7, de los que sus fuerzas intervienen a las milicias en Beirut, para ofrecérselos a ETA.
Los norteamericanos transportan en uno de sus aviones los misiles desde Oriente Próximo hasta el aeropuerto madrileño de Torrejón. Una vez allí, técnicos de la CIA colocan unos microchips en el interior del armamento, para que, vía satélite, indiquen en todo momento su posición. Los chivatos se instalan en un lugar que no pueda ser detectado por los compradores de ETA. Disponen de unas baterías con temporizador para que se activen días después de la entrega. De esa forma se evita que los dispositivos electrónicos sean detectados si los etarras, en el momento de la compra, disponen de aparatos de localización de señales. Los agentes norteamericanos también inutilizan las cargas explosivas de los proyectiles.
De ese modo, los responsables de la operación descubren que los misiles van a parar a los sótanos de la cooperativa Sokoa, situada junto al río Bidasoa, cerca de Hendaya y de la frontera española.
La Operación Sokoa, realizada con el imprescindible apoyo de la CIA norteamericana, se salda con la desarticulación del aparato financiero de ETA, que sufre uno de los mayores golpes policiales de su historia.
Durante el mandato de Adolfo Suárez, se celebra una reunión en el palacio de La Moncloa a la que asisten el propio presidente de Gobierno, el general Bourgón, entonces director del CESID, el vicepresidente para Asuntos de la Defensa, teniente general Manuel Gutiérrez Mellado, y un relevante miembro de los servicios de inteligencia españoles, el comandante José Luis Cortina. El futuro golpista ha entregado a sus superiores un informe del Mossad, el servicio secreto de Israel, sobre cómo combatir eficazmente a los etarras.[225] En el informe se apunta, entre otras cosas, que la forma más eficaz de combatir a los terroristas es «atacarles en su propia madriguera». Es decir, extender la lucha al sur de Francia, con acciones concretas de secuestros y asesinatos de miembros de la organización vasca. También señala que las operaciones de ese tipo no deben salirse del entorno de los servicios secretos. Se evalúa, además, y se descarta expresamente, la utilización de mercenarios para ese tipo de operaciones. Los agentes israelíes, expertos en estas lides, consideran que las acciones las deben llevar a cabo exclusivamente comandos operativos del servicio.
Al parecer, a Bourgón no le gusta la idea y comenta: «Estas cosas se sabe cómo empiezan, pero no cómo terminan».[226] Al finalizar esa reunión, Suárez decide no dar luz verde a la creación de grupos operativos para actuar contra ETA en el sur de Francia. No obstante, bajo su presidencia, la acción combinada de policías, guardias civiles y mercenarios, enmascarados con las siglas del Batallón Vasco Español (BVE) provocan numerosos muertos, en Euskadi y Francia durante los últimos años setenta y, sobre todo, en 1980. Más adelante, con González, los GAL continúan con ese tipo de acciones e incluso heredan a unos cuantos matones y policías de la época del BVE. Dentro de toda esa trama de «guerra sucia» auspiciada desde el Ministerio del Interior de José Barrionuevo y Rafael Vera, lo más cercano al plan propuesto años atrás por el Mossad será el GAL verde.[227]
«El Mossad es posiblemente el servicio de información más eficaz que existe», opina el coronel Arturo Vinuesa.[228] «Cuando los servicios españoles quisieron echar a andar, fueron los judíos los primeros que dieron cursillos de inteligencia aquí, en el comienzo de los sesenta. Ya se sabe cómo es eso: el material lo prestaban ellos y ni qué decir tiene que estaba controlado. Los célebres “canarios”, micrófonos que se ponían en los teléfonos y en las lámparas. Se hacía una incursión a una casa, se dejaban instalados ahí, en los puntos estratégicos y a esperar. A lo largo de los días el canario iba largando».
De la misma opinión es otro antiguo agente de los servicios de inteligencia españoles: «Hay judíos en todo el mundo y el MOSSAD tiene muy fácil encontrar colaboradores en cualquier sitio. Lo mismo ocurre con los servicios del Vaticano, que también son muy eficaces. En definitiva, pertenecen al mismo tronco judeocristiano. Los miembros de los servicios de Israel no tienen nada que ver con la religión, son absolutamente pragmáticos. Y los rabinos que dirigen el país los considerarán muy impíos, pero los tienen para que les resuelvan los problemas».
Según Pilar Urbano,[229] los contactos entre los servicios españoles y los israelíes comienzan en la Costa Adriática, en 1964. Allí tiene lugar un encuentro «turístico» entre el coronel Luis Martos Lalane, jefe de la Tercera Sección del Alto Estado Mayor —Contrainteligencia— y uno de los máximos responsables del Mossad en ese momento, el general Zvir Zamir. «En paralelo, Nahum Admoni, representante del Mossad en París, habló varias veces con su homólogo del Alto Estado Mayor español en la capital francesa, el coronel Ignacio Aguirre de Cárcer, planteándole la conveniencia —incluso la necesidad— de establecer relaciones amistosas de ayuda mutua entre los servicios de inteligencia de Israel y España», escribe la periodista.
Y comienzan los contactos. El coronel Martos envía a Israel a dos oficiales recién destinados al «Alto»: el comandante Espinazo, de la Guardia Civil, y el capitán Marquina, del Ejército de Tierra, legionario y paracaidista. Por su parte, el Mossad destina en Madrid a Moisés Bensisuán. Muy en precario, pero con la cobertura del AEM garantizada. La primera base operativa del Mossad en España —en rigurosa clandestinidad— es un modesto chalet en la colonia Mirasierra, en la zona norte de Madrid.
Posteriormente, el delegado del Mossad, como el de la CIA, convierte el Servicio de Contrainteligencia español en una delegación suya. Los primeros veintidós agentes de la AOME los adiestra aquí en España el Mossad. «Además de suministrarnos micrófonos, igual que la CIA, los israelíes formaban a nuestros agentes e interrogaban a algunos de nuestros objetivos con su famoso polígrafo», explica el coronel Perote.[230] «Todos recordarán un programa de televisión que se llamaba La Máquina de la Verdad, dirigido por Julián Lago, y a un tal “señor Cohen”, que era quien manejaba el aparato. Pues a ese hombre, quince años antes, le tuve que pasear por la judería de Toledo un día, para agradecerle los favores que nos hacía».[231]
Uno de los políticos españoles mejor relacionados con los israelíes, desde siempre, es el donostiarra Enrique Múgica Herzog, de ascendencia judío-polaca por parte de madre. Un antiguo compañero suyo del Colegio de los Maristas de San Sebastián, algo más joven que el dirigente del PSOE, recuerda que, a principios de los setenta, Múgica les ofrecía a él y a otros jóvenes viajar, con todos los gastos pagados, a visitar un kibutz, «para ver cómo es el socialismo en Israel». «Manejaba mucho dinero, que le llegaba de Tel Aviv. Y también de Alemania, de los países nórdicos… El de Italia, lo recibía en sacos», recuerda este viejo conocido del actual Defensor del Pueblo. «Yo le preguntaba si no tenía miedo de que le desplazaran de su privilegiado puesto. Y él me contestaba: “Mientras tenga la llave de la caja yo, no hay problema”».
Nacido en 1932, Enrique Múgica se afilia al clandestino PCE con veintiún años, y en 1956 es detenido por su participación en el Congreso Universitario. En prisión, coincide con Francisco Bustelo, miembro de la ASU (Agrupación Socialista Universitaria). «De todos los que estuvimos allí, el único que hizo carrera política fue Enrique Múgica», recuerda Bustelo.[232] «Entonces era sólo un militante comunista más y le habían detenido en San Sebastián, con lo que tardó en incorporarse a nuestro gremio de Carabanchel. Sus correligionarios nos contaron que le habían destrozado a golpes en los interrogatorios, y recuerdo la angustia con la que le esperábamos llegar tumefacto y quebrantado. Llegó, sí, pero tan sonriente, rubicundo e impecable como siempre, y aquélla fue la primera vez que me consideré engañado».
Pronto abandona la militancia comunista y, en 1963, se afilia al PSOE. Cuatro años después es elegido, por primera vez, miembro de la Comisión Ejecutiva del partido, en el Congreso de Toulouse.
Después, en Suresnes, participa en el golpe de Estado que permite a Felipe González, con el apoyo de los norteamericanos y los alemanes, arrebatar la Secretaría General de la organización a Rodolfo Llopis. Múgica consigue el cargo de secretario de Coordinación. Además, desde entonces es el encargado de asuntos militares del partido.
Alcanza su acta de diputado por primera vez en las elecciones generales de 1977 y es nombrado presidente de la Comisión de Defensa del Congreso. Ocupa ese cargo el 15 de junio de 1978, cuando el teniente general Tomás Liniers Pidal, máximo responsable del Ejército de Tierra, realiza unas escandalosas declaraciones en Argentina, durante un viaje oficial en el que condecora al dictador local, Jorge Videla. «Bien tranquila puede estar Argentina de la legitimidad de su empresa», manifiesta Liniers. «Argentina y España sufren hoy los ataques más aviesos del materialismo ateo y cuando, ante esta situación, debemos emplear la fuerza, nos han criticado por el empleo de la violencia, sin darse cuenta de que la legitimidad del empleo de la fuerza sólo la historia puede juzgarla».[233] Enrique Múgica califica estas declaraciones simplemente de «poco afortunadas». No hay críticas públicas, ni petición de sanciones ni interpelación parlamentaria.
En mayo de 1979, el Gobierno de Adolfo Suárez nombra jefe del Estado Mayor del Ejército al general Gabeiras, saltándose a algunos compañeros del escalafón, lo que ocasiona malestar entre los militares más derechistas del Ejército. Según relata Fernando Reinlein, Múgica, como portavoz de Defensa del Partido Socialista, les explica su visión del asunto, a Pedro J. Ramírez y a él, en el Salón de los Pasos Perdidos del Congreso de los Diputados. «Nos comentó el “error” cometido por Gutiérrez Mellado con el nombramiento de Gabeiras. Y nos expuso su propia visión de la jugada: “Yo hubiese nombrado a Milans y luego lo hubiese enamorado para la democracia”».[234]
En esa época, Múgica comienza a cultivar la amistad del secretario de la embajada norteamericana en Madrid, Ray Cadwell, con quien se le ve frecuentemente. Y para que todo cuadre mejor, participa en la famosa comida de Lérida, auspiciada por el alcalde socialista de la ciudad, Antoni Ciurana, en la que el general Armada les comunica a su compañero de partido Joan Raventós y a él sus planes golpistas. Dentro del Gobierno que tenía previsto formar Armada el 23-F, a Múgica le correspondía la cartera de Sanidad.
El fracaso de la «opción Armada» le deja sin Ministerio de momento, y precisamente a consecuencia de la comida de Lérida, su partido le mantiene en barbecho una temporada y no accede al Gobierno en 1982. Más tarde, en 1988, será ministro de Justicia. Y en 2000, con José María Aznar en la presidencia del Gobierno, Múgica se convierte en Defensor del Pueblo.