El lado oscuro de la «colza»
«Es un bichito tan pequeño que, si se cae desde esta mesa, se rompe las patas.»[178]
El día 1 de mayo de 1981 hace su aparición oficial una enfermedad, calificada de «nueva y desconocida», que se inicia en la periferia de Madrid y se extiende luego en dirección norte y noroeste. Posteriormente también se registran casos aislados de la misma patología en el sur y el este de la península. La enfermedad es bautizada inicialmente como «neumonía atípica», más tarde recibe el nombre de «síndrome tóxico» y, por fin, queda para la historia, de momento, como «síndrome del aceite de colza». Esta variedad de aceite es la que va a cargar con el sambenito del envenenamiento masivo.
Pero veinticinco años después del origen de aquella epidemia, que ha provocado alrededor de mil doscientos muertos y más de treinta mil enfermos, sigue habiendo polémicas sobre cuál fue la causa del desastre. Eso sí, ha quedado claro que no fue el aceite de colza el que lo provocó. La Oficina para Europa de la Organización Mundial de la Salud emitió un informe en el que reconocía no haber podido reproducir la enfermedad en el laboratorio a partir de las muestras del aceite supuestamente tóxico. Pero desde el principio, la tesis de la «colza» no se sostenía. Los datos más fiables apuntaban en una dirección muy distinta.
El propio general Andrés Cassinello, en ese momento máximo responsable de los servicios de información de la Guardia Civil y persona de confianza de La Moncloa, prohíbe expresamente realizar pesquisas sobre el asunto.[179] Pero los hombres del CESID sí se ponen manos a la obra, y durante cerca de un año un equipo al mando de dos oficiales desmenuza el caso. Su resultado, contenido en un informe de siete folios elevado al director general del centro, el general Emilio Alonso Manglano, es preocupante: las tesis del aceite no tienen ningún fundamento. Al contrario, existen datos que apuntan hacia un ensayo de guerra química como detonante de la epidemia. Pero este informe nunca llega a ver la luz pública, ni siquiera en el juicio. La cuestión es: ¿por qué ese empeño en culpabilizar al aceite de colza?, ¿qué impide indagar en otras direcciones y cierra las puertas a investigaciones que apuntan hacia resultados mucho más convincentes? Una vez más, la razón de Estado.
Durante el año 1981 se producen en España cuatro acontecimientos de primera magnitud. El 29 de enero, Adolfo Suárez, presidente del Gobierno, presenta su dimisión. Justifica enigmáticamente esta decisión, ante las cámaras de TVE, afirmando que actúa de esa forma para evitar que, una vez más, «la democracia en España sea un breve capítulo de su historia». Un mes más tarde, el 23 de febrero, tiene lugar la intentona golpista encabezada por Milans del Bosch y Tejero con el visto bueno de la embajada norteamericana. Después, el 1 de mayo, se registra el primer fallecimiento provocado por el síndrome tóxico. Y en cuarto lugar, durante el mes de agosto siguiente, el Consejo de Ministros, presidido por Leopoldo Calvo Sotelo, que ha sucedido a Suárez al frente del Gobierno, acuerda el ingreso de España en la OTAN. Todos estos acontecimientos están relacionados entre sí.
La enfermedad «nueva y desconocida», calificada inicialmente como «neumonía atípica», toma carta de naturaleza en mayo, pero sus síntomas característicos ya han aparecido anteriormente con mayor amplitud, por lo que la Organización Mundial de la Salud no tiene más remedio que reconocer la «posibilidad» de que se hayan dado algunos casos previos[180] en el mes de abril. Más adelante, las investigaciones de los doctores Francisco Javier Martínez Ruiz y María Jesús Clavera permitirán demostrar que en enero[181] y febrero se han producido algunos ingresos hospitalarios, con cuadros clínicos similares a los del «síndrome», de personas provenientes de la zona de Torrejón de Ardoz. Pero las autoridades sanitarias hacen todo lo posible para evitar que se puedan vincular el brote de principios de año con el de mayo.
Se descubre, además, que en la base militar de utilización conjunta de Torrejón se ha desatado una onda epidémica dentro de la zona norteamericana. Testigos presenciales afirman que han llegado aviones hospitales para evacuar a los enfermos a Estados Unidos y a la base alemana de Wiesbaden. Durante los meses siguientes hay un gran movimiento de personal, de modo que la dotación de la base queda renovada prácticamente por completo. Además, también hay militares españoles destinados en la base de Torrejón que han sido hospitalizados. Pero cuando el Tribunal que juzga a los aceiteros pide sus historiales clínicos, el Ejército se niega a entregarlos, a pesar de que se constata la existencia de unas «encuestas» en Torrejón de Ardoz, la Clínica Sears y el Hospital del Aire. El diario El País[182] publica que han sido ingresados, por «neumonía atípica», 105 enfermos en el Hospital del Aire, otros 7 en el Hospital Militar del Generalísimo y 19 en el Hospital Militar Gómez Ulla.
La sospecha de que la base[183] es el origen de la epidemia llega a convocar ante sus puertas varias manifestaciones convocadas por los vecinos de los alrededores, y el alcalde de Torrejón de Ardoz presenta su dimisión.[184] La Unión Soviética también apunta a la instalación militar norteamericana como epicentro de un accidente con armamento biológico. La agencia oficial de noticias TASS afirma que «el foco está en Torrejón»,[185] después de sostener que «las bases del Pentágono, en numerosos casos, constituyen focos de enfermedades endémicas». Además, la agencia soviética señala que «la prensa y la opinión pública tienen el deber de exigir que Estados Unidos demuestre si ha destruido sus reservas de armas bacteriológicas, de acuerdo con la convención internacional que firmó en 1972».
La errática campaña gubernamental de intoxicación informativa, que culmina con la atribución de todas las responsabilidades al aceite de colza, arranca con una explicación delirante. El origen de la enfermedad se le atribuye a un Mycoplasma pneumoniae,[186] a una bacteria —el «bichito»— que viaja por el aire y se transmite por vía respiratoria. Las autoridades hablan también, falsamente, de un «micro-plasma que se ha conseguido fotografiar en un laboratorio público». Sin embargo, en ese momento ya resulta científicamente insostenible la tesis de la transmisión de la enfermedad por vía aérea, teniendo en cuenta que el contagio se ha producido en grupos casi familiares, no en lugares masificados, y que se ha extendido por distintas áreas geográficas distantes entre sí. Además, los grupos humanos afectados no tenían ninguna relación entre sí.[187]
Parece evidente que se trata de crear una coartada para ocultar las causas reales de la epidemia. Empieza a generalizarse la impresión de que se está ocultando información deliberadamente, y el ministro de Sanidad, Jesús Sancho Rof, se ve obligado a efectuar el oportuno «desmentido oficial».[188] Muy pronto, la explicación gubernamental de «la bacteria» y su «transmisión por vía respiratoria» no se puede seguir manteniendo. El día 10 de mayo, él doctor Antonio Muro presencia la autopsia de una de las víctimas y aprecia una «hiperplasia en las placas de Pleyer» en el intestino delgado, que revela la reacción del organismo ante un tóxico, y llega a la conclusión de que la epidemia está causada por un elemento ingerido por vía digestiva.
Sin embargo, a pesar de la evidencia, las autoridades sanitarias aún rechazan esta explicación, «por ridícula», y mantienen la tesis del contagio por vía respiratoria.[189] Hay que ocultar a toda costa el origen de la enfermedad. Pero una vez establecido de forma incontrovertible que el aparato digestivo es la única vía posible de extensión de la patología, comienza la frenética búsqueda de un nuevo chivo expiatorio que cargue con las culpas. Se descubre la existencia en el mercado español de aceites comestibles de colza importados como excedentes de la producción comunitaria, con destino a la producción de acero, que han sido desviados para el consumo humano, y por ahí empieza a encaminarse la construcción de una nueva coartada. Acabarán criminalizados meros estafadores que estaban beneficiándose ilegalmente de unas tasas arancelarias bajas. A partir de ese momento, se insiste en que la anilina utilizada para desnaturalizar el aceite importado es la causante de la epidemia. Pero, en realidad, ni se han utilizado anilinas, ni el aceite está desnaturalizado. Además, los síntomas de una intoxicación por anilinas son conocidos desde hace mucho tiempo y ninguno de ellos coincide con los que padecen los enfermos. Y dada la escasa concentración de anilina que se encuentra en los aceites al analizarlos, esta sustancia no puede ser la causante de la enfermedad.
El doctor Javier Martínez Ruiz, vocal de la Comisión de Investigación Epidemiológica, comienza a mantener una posición crítica con respecto a las tesis oficiales, lo mismo que la doctora María Jesús Clavera. Después de tabular por provincias y por días el registro de «nuevos casos», relacionándolos con los períodos de distribución y retirada del aceite del mercado, llegan a la conclusión de que la epidemia está desvinculada de la ingesta de aceite de colza. «Nosotros, en principio creíamos lo que se decía en todos los medios de comunicación», señala Martínez. «Pero a medida que, lentamente, íbamos avanzando en la investigación, todo, absolutamente todo, era contradictorio con la tesis oficial. Ahora, podemos dar fe de que, con toda seguridad, no ha podido ser el aceite». Como respuesta a sus aportaciones científicas, se disuelve la Comisión, para evitar la presencia de ambos científicos en ella.
Sorprendentemente, la investigación epidemiológica se ha centralizado, desde el 11 de mayo, en el CDC (Center for Disease Control) de Atlanta,[190] y está a cargo de tres funcionarios de la Administración norteamericana, los doctores Rigau, Heath y Kilbourne. Ellos son los responsables directos de los sesgos introducidos sistemáticamente en los estudios epidemiológicos que se desarrollan, en las encuestas y en los «casos y controles». Como dice Rafael Pérez Escolar, que ha estudiado muy a fondo el caso del «síndrome tóxico»: «Es como si la autopsia del cadáver se le encomendara al asesino». Son notorias las vinculaciones del CDC con el Pentágono. Y es también conocida la implicación del centro en programas de desarrollo de armamento bacteriológico.
Los síntomas, comunes a todos los enfermos, hacen presumir la necesaria homogeneidad de la causa que ha provocado la patología. Sin embargo, los análisis de los aceites hallados en las casas de los enfermos ponen de manifiesto su absoluta heterogeneidad. Su composición es distinta (oliva, girasol, pepita de uva, colza…) y proceden de partidas comerciales también distintas, lo que impide atribuir la enfermedad a un solo aceite.
«A mí me encargaron la defensa de los aceiteros catalanes procesados, y lo primero que mis clientes me dijeron es que el mismo aceite al que acusaban de provocar la enfermedad lo habían vendido también en Cataluña, y por allí no había ni un solo caso de síndrome tóxico», señala el abogado Jesús Castrillo. «Entonces me traje a Madrid unas muestras y pedí la práctica de una prueba con cobayas, para que se determinase el tipo de lesiones que producía en estos animales. El resultado final fue que no se reproducían exactamente los síntomas de la enfermedad, pero sí se producían ciertas lesiones. Pedí ver el protocolo de la experimentación desarrollada y me encontré que las dosis que les habían dado a las cobayas, extrapoladas para un ser humano, era una cantidad enorme, algo así como cisternas y cisternas… ¿Cómo puede hacer eso el Instituto Nacional de Toxicología, dependiente del Ministerio de Justicia? El experimento lo dirigió el doctor Tena. Después se repitió, con dosis proporcionadas al peso de los animales y no hubo ninguna consecuencia. Aquello me hizo pensar por primera vez que detrás había instrucciones políticas».
Todo indica que no se desconoce el origen de la enfermedad, sino que se trata de ocultar por todos los medios. Si el aceite es el causante de la epidemia, parece inevitable que los demás parientes de las víctimas sufran también los efectos de la toxicidad. Sin embargo, la mitad de todos los enfermos del síndrome tóxico son un caso único en su grupo familiar. Algo insólito, porque el paciente, al resultar afectado y dada la agresividad aguda del tóxico, es trasladado de inmediato al hospital, alejándolo así del factor que presuntamente le ha atacado. Mientras tanto, sus familiares continúan consumiendo el aceite, sin que nadie más resulte afectado, al menos otros cuarenta días. Hasta que el 10 de junio se dice públicamente que esa es la causa de la enfermedad. Y el grupo familiar es, genéticamente, el más homogéneo. La versión oficial no tiene ningún sentido.
Paralelamente, el doctor Antonio Muro, como director del Hospital del Rey, continúa sus investigaciones por otros cauces. Con mayor rigor científico y notable éxito, consigue coger el pulso a la enfermedad de tal manera que es capaz de predecir dónde van a aparecer nuevos enfermos.[191] Pero en sus predicciones no hay nada mágico, ha descubierto que el síndrome está relacionado con la venta de hortalizas en un mercadillo ambulante que se instala en distintos pueblos del entorno de Madrid. Los lunes en un sitio, los martes en otro… Si la latencia de la enfermedad es de veinticuatro horas, porque el tóxico actúa de forma muy aguda, basta saber dónde estaba el mercadillo para determinar en qué zona pueden aparecer nuevos pacientes. Muro llega a la conclusión de que la enfermedad la provoca la ingesta previa de ensalada, así que el elemento tóxico tiene que estar en los componentes de ese plato: lechuga, cebolla, tomate… Va siguiendo distintas tesis de investigación y descarta el aceite. Se analizan los distintos aceites que consumían los pacientes y no tienen nada extraño en común. Además, ni siquiera el aceite de colza es el más presente en las casas de los enfermos.
La certeza de sus conclusiones también le cuesta el puesto al doctor Muro. Sería lógico que la sanidad pública española, angustiada por la presión de tantos enfermos, le hubiera tenido en consideración; sin embargo, se prescinde de él de forma caciquil. A alguien le asusta que sea capaz de descubrir lo que hay detrás del síndrome tóxico. El día 15 de junio es destituido, sin ninguna explicación, de su cargo como director del Hospital del Rey y relegado a un sótano del Centro de Alimentación Animal de Majadahonda, en el que carece incluso de teléfono. Desde allí prosigue su avance en la investigación,[192] utilizando el método tradicional de las encuestas epidemiológicas. Habla con los familiares de cada enfermo y les pregunta de dónde venían las hortalizas que se ponían en las ensaladas. Cuando dos amas de casa señalan la misma tienda, acude a ella y pregunta al propietario quién le suministra los productos. Si varias tiendas señalan a un mismo mayorista, acude a él para saber de dónde recibe sus productos. Así sucesivamente, hasta que reconstruye los conductos de venta mayorista conectados con los enfermos del síndrome tóxico.
Y es curioso, todos esos mayoristas, sin excepción, están relacionados con un suministro de tomates procedentes de Almería. Hay que tener en cuenta que el primer enfermo aparece el 1 de mayo, cuando es primavera en la península. Por tanto, tiene que ser tomate temprano, y en 1981, sólo puede tener origen en Canarias, Almería, Granada o Valencia. Bastaría que los tomates consumidos por los enfermos procedieran unos de Canarias, otros de Valencia…, para que la tesis del tomate se abandonara, pero hay un fenómeno de convergencia hacia Almería y, más concretamente, hacia Roquetas de Mar. En esta localidad costera hay varias alhóndigas donde se subastan tomates, pero la pista seguida por el doctor Muro lleva a una exclusivamente: Agrupamar.
Jesús Castrillo señala:
A través de los papeles de depósito de entrega para la venta, se podría haber determinado perfectamente qué agricultor, qué plantación, era responsable de la distribución de los tomates tóxicos. Nos facilitaron algunos de esos papeles a través del juzgado pero, a continuación, ¡qué casualidad! Agrupamar se liquidó. Con lo cual llegamos sólo hasta los nombres de los seis agricultores que trabajaban con esa sociedad. Uno de ellos es quien comercializó los tomates tóxicos. Pero ahí se termina todo, el juzgado no mostró ningún interés por continuar la investigación.
Cuando el PSOE llega al Gobierno, tras su victoria electoral en octubre de 1982, hereda el problema y continúa actuando dentro de la línea marcada por sus antecesores. «¿Qué más da que estuviese UCD o el PSOE en el Gobierno?», opina Jesús Castrillo. «Estamos apuntando que el origen de la enfermedad puede afectar a los intereses políticos de la potencia que está al frente del imperio, que se juega el ingreso de España en la OTAN».
En la sentencia del juicio contra los aceiteros se reconoce que no ha podido acreditarse la existencia de una «relación de causalidad», lo que realmente se apunta es una «relación de probabilidad», algo jurídicamente muy endeble. Lo cierto es que jamás se llega a demostrar que el aceite de colza es el causante de la enfermedad. «El tipo de lesión que sufren los enfermos hace sospechar, con toda probabilidad, en un organofosforado. Atacaba los pulmones y la piel. Después va a pareciendo una neuropatía retardada. Casi era cantado el asunto, pero había que evitar que la investigación se acercase a la realidad», añade Castrillo.
Las quejas y las protestas de la mayoría de los afectados se anegan en miles de millones de pesetas invertidos como indemnizaciones. Para cobrar ese dinero público es imprescindible ser enfermo «de la colza». A quienes manifiestan que nunca han comprado ese tipo de aceite, se les «convence» de que habrán contraído la enfermedad comiendo una magdalena, un churro o un aperitivo en un bar. Se emplea un argumento insoslayable: usted tiene que padecer «neumonía atípica», y como consecuencia del consumo de aceite de colza. Si no cumple este requisito, no tiene derecho a indemnización. Las ayudas son sólo para los enfermos del «síndrome tóxico». Y al frente de ese gran carrusel de millones se pone, como presidenta del Plan Nacional del Síndrome Tóxico, nada menos que a Carmen Salanueva. Esta funcionaría será juzgada y encarcelada años después por sus estafas al erario público cuando ejerce de directora del Boletín Oficial del Estado. Y eso es calderilla, comparado con el dinero que se movió a cuenta del «síndrome tóxico».
Pero también hay muchos enfermos que nunca han consumido aceite de colza y que se siguen negando a aceptar que la enfermedad que padecen tiene ese origen, aunque con esa actitud se juegan su inclusión como «enfermo reconocido» y las sustanciales ayudas e indemnizaciones vinculadas a esa condición de víctima del «síndrome del aceite tóxico». Así llega a calificarse la patología durante la investigación oficial, para imposibilitar la apertura de otra vía más racional en busca de la etiología de la enfermedad. El Plan Nacional llega a invertir más de 300 millones de pesetas en intentar demostrar que el aceite es el causante de la epidemia. Y no lo consigue.
Es significativa la actitud de la doctora Susana Sanz, directora de la Comisión de Investigación Epidemiológica, al regresar a España tras entrevistarse con el doctor Eath en el CDC de Atlanta. Vuelve muy alterada y renuncia a sus iniciales propósitos de investigación, proponiendo a los vocales de la comisión, entre ellos los doctores Martínez y Clavera, «hacer todos las maletas y marcharnos». Sugiere utilizar como disculpa la ausencia del ordenador que han solicitado. Y más tarde, al contemplar la actitud receptiva del doctor Martínez ante la investigación desarrollada por el doctor Muro, le dice: «¿No te das cuenta, Javier, que hay un pacto general entre todos los partidos políticos para dejar el tema del síndrome tóxico tal y como está? Tú no sabes lo que hay detrás de todo esto, yo tengo información que tú no tienes».
Rafael Pérez Escolar, que dedica un documentado y contundente capítulo de sus memorias[193] al «síndrome tóxico», relata una ilustrativa anécdota:
Pedro Sabando, consejero de Sanidad cuando Joaquín Leguina presidía la Comunidad de Madrid, mantenía una estrecha amistad con el doctor Muro y, cuando éste se encontraba a punto de fallecer, el consejero socialista le hizo una visita. El moribundo, obsesionado por el «síndrome tóxico» y sus trágicas consecuencias, le reprochó la actitud fraudulenta del Gobierno al atribuir la epidemia al aceite de colza. Y el socialista le dijo con sinceridad: «Déjalo, Antonio, no le des más vueltas, este asunto es la CIA y el KGB juntos».
Dos años después de la aparición de la epidemia, el doctor Fernando Montoro, subdirector general de Establecimientos y Asistencia Farmacéutica, en una carta que dirige a Ciriaco de Vicente, a quien el PSOE ha encomendado el seguimiento de la epidemia, manifiesta que «en las reuniones de la Comisión Científica de los viernes en el Ministerio de Sanidad puede afirmarse que, a nivel científico, hoy se duda de que el aceite sea la causa del síndrome». Y apunta al empleo de un nematicida en tomates como posible causa de la enfermedad, con lo que se hace eco de los resultados obtenidos por el doctor Muro en su investigación.[194] Más tarde, reconoce personalmente que ha sufrido presiones para dejar de indagar sobre «el auténtico origen del síndrome tóxico». «Un alto cargo del Ministerio me dijo que ese era un asunto que estaba muy por encima de nosotros», afirma Montoro.[195]
«La certeza de que los compuestos organofosforados son también agentes agresivos de “guerra química”[196] y la más que sospechosa actitud desarrollada por todos los grupos políticos, amparando la postura oficial y desentendiéndose del problema que afecta a tan importante número de víctimas, implica la intervención de un poder tan grande e irresistible como para ser capaz de imponer y sostener un unánime pacto de silencio en todos», afirma Jesús Castrillo. «En definitiva, sólo la implicación de los intereses de una superpotencia justificaría el despliegue de medios políticos efectuados para ocultar las causas reales de tan grave enfermedad».
Todo parece indicar que el síndrome tóxico se desarrolla en dos ondas epidémicas diferenciadas. La primera de ellas se produce a principios o mediados de enero de 1981. Coincide con una enfermedad no determinada que se desarrolla en pleno invierno en la zona norteamericana de la base de Torrejón y que afecta también a algunos militares españoles. Es probable que esta primera onda epidémica sea consecuencia de algún escape provocado accidentalmente con armamento bacteriológico, cuya presencia en la base es contraria a la legalidad internacional y contraviene el tratado bilateral que permitió su creación. Un serio inconveniente en tiempos del «OTAN, de entrada, no».
Jesús Castrillo concluye:
Con la segunda onda, mediante tomates tóxicos tratados con productos organofosforados, se trataba de inducir una epidemia más amplia, más extendida, cuyos signos y síntomas no sólo abarcasen los de la primera, sino que los agravasen, de forma que al derramarse la enfermedad no sólo en Torrejón de Ardoz, sino por una gran parte del territorio nacional, Torrejón fuese sólo un árbol más, y sin importancia cualitativa, en la atormentada geografía de la enfermedad. Toda la mentira generada en torno a la investigación era precisamente para ocultar el origen de esa segunda onda epidémica generada intencionadamente, envenenando unas partidas de tomates en Roquetas de Mar.
La razón de Estado y el pacto de silencio entre los grandes partidos impidió que se aclarara quién estaba en realidad detrás de aquel envenenamiento masivo, que pudo ser provocado por la mano negra de los servicios de inteligencia norteamericanos. Veinticinco años después, sigue vigente la llamada de atención que hizo el Working Group de la Organización Mundial de la Salud: «Mientras siga sin descubrirse la causa precisa que la provocó, no puede tenerse la seguridad de que este tipo de enfermedad no vuelva a repetirse».