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Colonizados por la CIA

Creo, desde luego, que hay interferencia de ese organismo en la política interna de los países europeos; pero es difícil concretar sus actividades, sobre todo, si salen, como se dice, de la embajada americana en Madrid. Esta actuación hecha en beneficio de Estados Unidos no consigue su propósito. Opino que todas las actividades que en el mundo occidental se han llevado a cabo contra nosotros han sido llevadas a cabo por organismos que recibían fondos de la CIA, pero más que nada con el propósito de implantar en España un sistema político al estilo americano el día que yo falte.[49]

El número de espías norteamericanos que actúan en España, ya bastante elevado en tiempos de la antigua OSS, se incrementa de forma notable tras la creación de la CIA, en 1947. Y muy especialmente tras la firma de los acuerdos bilaterales entre Franco y Eisenhower. Los miembros de la Agencia se mueven por el territorio español con absoluta libertad. El régimen considera normales sus actividades. Más adelante, durante las Administraciones de Kennedy y Johnson, Estados Unidos comenzará a jugar claramente con dos barajas: apoyo abierto al Caudillo y oculto a la oposición moderada. Franco es consciente de esa situación, pero se siente seguro y prefiere aparentar que ignora las actividades de los agentes de la CIA, para no tener el más mínimo roce con sus protectores del otro lado del Atlántico.

Los militares norteamericanos empiezan a captar adeptos en las filas del Ejército español, cada vez más colonizado, y los hombres de la CIA financian, sin ningún recato, a los propios servicios de información de Franco, para tenerlos completamente bajo sus órdenes. Los espías norteamericanos se apropian de un organismo clave, Contrainteligencia, cuya sede está en la madrileña calle de Menéndez Pelayo, y aprovechan la novedosa tecnología que poseen para imponer su presencia en todas las operaciones que llevan a cabo sus subordinados colegas españoles. Pero esta prepotente actitud de los enviados del Imperio irá generando un malestar creciente entre algunos miembros de los servicios de inteligencia españoles, que, más adelante, acabarán neutralizando y destapando varias operaciones encubiertas de la CIA.

La presencia de Franco al frente del Estado español les supone a los norteamericanos una sólida garantía de cara a sus propios intereses estratégicos en Europa. El dictador lo sabe y le está profundamente agradecido a su padrino Eisenhower. Ambos tienen el mismo enemigo: el comunismo ateo. Es muy consciente de que, en plena Guerra Fría y con semejante respaldo, ya no le va a mover nadie de El Pardo. Los norteamericanos saben cómo entenderse con él y tienen la gran habilidad de mandarle siempre interlocutores militares: el almirante Sherman, el almirante Connelly, más tarde el general Walters… Sólo quieren utilizar España como base de sus tropas y de sus servicios de información. Y el Caudillo es condescendiente con ellos. Personalmente, se considera pagado con creces por sus socios. Son los tiempos de la leche en polvo y el queso amarillo.

En mayo de 1967, Franco le dice a su primo Salgado-Araujo:[50]

Los americanos operan por medios indirectos, pero, en realidad, lo que persiguen constantemente es la seguridad de su gran nación, atacando a derechas e izquierdas, según lo consideren más oportuno para dicho fin. Aunque, en nuestro caso, se equivocan, porque favoreciendo el desorden y la subversión, sólo favorecen a Rusia. El gobierno está bien informado de esas actividades que sigue de cerca. La CIA, según mis informes, dice ser una agencia para la seguridad del gobierno de los Estados Unidos y creo que actúa de acuerdo con él y la Administración norteamericana.

El régimen franquista no es una democracia, ni siquiera lo puede aparentar, y esto le excluye de la Alianza Atlántica. Pero, por encima de cualquier formalismo político o diplomático, la «amenaza comunista» y los imperativos de la Guerra Fría convierten a España en un sólido aliado de Estados Unidos. Si Franco define su feudo como «la reserva espiritual de Occidente», el Pentágono considera este país como su imprescindible reserva estratégica. Washington ha roto el hielo con la visita del presidente Dwight Eisenhower a Madrid en 1959, y los norteamericanos usan a su antojo las bases de Torrejón, Rota, Morón y Zaragoza. El diseño bélico planificado por el Departamento de Defensa, ante la eventualidad de una invasión «roja» en Europa, convierte a los Pirineos en su última y más sólida barrera. El Estado Mayor norteamericano ve en la península Ibérica el mejor cobijo para un masivo repliegue táctico de la OTAN y también como una eficaz cabeza de puente para iniciar el contraataque. «La Guerra Fría no era una guerra real pero lo parecía», afirma Juan Alberto Perote, hoy coronel de Infantería en la reserva.

En marzo de 1968, el joven teniente Perote se lanza en paracaídas sobre suelo alemán, durante una de sus primeras maniobras en las COES (Comandos de Operaciones Especiales), donde estará siete años ejerciendo de instructor y oficial. «Aquel supuesto táctico partía de la hipótesis de que las tropas del Pacto de Varsovia habían invadido media Europa y, con ella, toda la República Federal de Alemania. Nuestra patrulla, compuesta por once hombres, se consideraba infiltrada en la retaguardia enemiga y, desde esa perspectiva, cualquier fuerza de policía, militar o civil, era enemiga. Pero ¿qué demonios hacía en territorio de la OTAN un teniente del Ejército de Franco? ¿Qué hacía yo integrado en una operación comando de los boinas verdes norteamericanos?».[51]

Recuerda que cada año aparecía por Jaca un centenar de green berets norteamericanos para participar en una nueva Operación Sarrio. Ése era el nombre asignado a las maniobras que realizaban, de forma conjunta, tropas de élite españolas y norteamericanas. «Para los yanquis, los Pirineos eran la antesala de una guerra real en la que acabarían cayendo como mosquitos», relata Perote. «Porque desde allí, ellos partían para Vietnam, donde sus teams operativos, unos comandos de no más de catorce hombres, al mando de un teniente o un capitán, eran infiltrados en helicóptero tras las líneas del Viet Cong».

Asegura que, en aquellos tiempos, siempre creyó que las Operaciones Sarrio eran sólo un intercambio de experiencias profesionales entre guerrilleros de dos ejércitos amigos, aunque su operación comando en Alemania le dejó más que pensativo. «Un observador norteamericano nos acompañó en todo momento como árbitro. Entonces no lo sabíamos, pero su cometido primordial era elaborar un amplio informe personal sobre cada uno de los componentes de la misión. Años después supe que mi ficha había sido remitida a los archivos de la CIA y a los de la NSA, el espionaje militar norteamericano para asuntos internacionales. Sin ni siquiera imaginarlo, habían tomado nota de mí como elemento potencial para “la causa”, que no era otra que el “problema comunista” en Europa».

El Ejército español se convierte en una plácida piscina donde los agentes de los servicios de información norteamericanos pescan a su antojo piezas perfectamente seleccionadas. «A los oficiales españoles nos hicieron creer que éramos los centinelas de Occidente. Siendo nuestro Ejército lo que era», señala Arturo Vinuesa, coronel de Estado Mayor en la reserva:[52] «Los cursos en Estados Unidos servían para pulsar la opinión personal y la orientación política de los alumnos. Te nombraban un tutor militar, que era un mando; además, otro tutor que era un alumno norteamericano, un compañero tuyo que te ayudaba y con quien normalmente tomabas confianza, y, por fin, un tutor civil, que solía ser una mujer. Los tres te hacían siempre las mismas preguntas, sobre el ejército español y nuestra situación política. A finales de los setenta estaban especialmente interesados en saber qué ocurriría si Felipe González llegaba al Gobierno: ¿renunciará al marxismo?, ¿permitirá que España entre en la OTAN? A través del criterio de cien o doscientos oficiales, conseguían un espectro más o menos fiable de cuál era el estado del ejército y una visión orientativa de algunos aspectos de la situación política y social. La mayoría de los militares españoles eran muy proamericanos. En primer lugar, por cuestiones profesionales y tecnológicas».

Algunas de las técnicas de captación empleadas por los militares de Estados Unidos son elementales pero muy eficaces. Por ejemplo, el caso del campechano general norteamericano que se acerca a un comandante o un capitán español pronosticándole una larga y fructífera carrera profesional. Y a continuación, le pide que siga manteniendo contactos con él. En otras ocasiones, se va más lejos: «Cuando se cae en la primera tentación y se coge dinero, ya te tienen trincado», prosigue Vinuesa. «Eligen a los que son “vulnerables” por ambición profesional, por el sexo o por asuntos económicos. Había gente que tenía trampas para cazar elefantes. Aquí no se nos pagaba bien a los militares. Buscaban al que se había comprado una casa y estaba ahogado con la hipoteca… Ellos controlaban todo eso. Como, además, no te sentías traidor…».

Se suele empezar por las «colaboraciones» más llevaderas, pero luego vienen las cloacas. «Como filmar las relaciones homosexuales de la hija de un personaje político», señala Vinuesa. «Con lo que suponía una cosa como esa en los años sesenta o setenta. O un pagaré sin cumplir, las propias relaciones homosexuales del personaje… Muchas veces provocadas por un cebo. Esas son prácticas normales en los servicios secretos. Mecanismos para doblegar la voluntad de alguien a quien se quiere manejar».

Por otra parte, las bases de «utilización conjunta» se convierten en reductos donde los norteamericanos hacen lo que quieren sin que nadie les fiscalice. «Yo visité la base de Morón con motivo de un curso de cooperación aeroterrestre», relata el general Fernández Monzón.[53] «Y un día que salí a pasear por el interior de las instalaciones, con un compañero, vi cuatro gigantescos B-52, cercados con vallas de restricted area. Le dijimos al jefe de la base, un coronel español, que nos gustaría mucho observar los aparatos de cerca, y él nos contestó: “Toma, y a mí, pero no permiten que nadie se acerque”. Aquí, los norteamericanos han hecho siempre lo que han querido; sólo se ha sabido lo de la bomba de Palomares».

En 1970, cuando se produce la entrega a España del oleoducto Rota-Zaragoza, que hasta entonces había estado controlado por los estadounidenses, Fernández Monzón tiene el rango de capitán. Está previsto que, a partir de ese momento, la conducción se utilice no sólo para cubrir las necesidades de las Fuerzas Armadas, sino también, a través de Campsa, para usos civiles. «Se pretendía definir el oleoducto como “instalación petrolera civil”», recuerda el hoy general en la reserva.

«Pero ellos insistieron en que figurara en los acuerdos, expresamente, como una instalación militar española. Al final, hubo que registrarla así, aceptar lo que querían los norteamericanos, porque, de ese modo, al no ser civil, su ejército siempre tiene derecho a utilizarla. Además, impusieron unas condiciones onerosas en el funcionamiento del oleoducto. Por ejemplo, en caso de emergencia, hay que detener inmediatamente todo el bombeo de productos españoles, gasolina y cualquier crudo, y tienen prioridad el queroseno y los productos de sus fuerzas armadas».

En 1953, tras la firma de los acuerdos de cooperación, empiezan a viajar a Estados Unidos, para realizar los correspondientes cursos de formación, los oficiales del Ejército del Aire que van a pilotar aviones T-33 y F-86. Una ocasión inmejorable para que los instructores hagan proselitismo. «Los cursos duraban un año y, durante ese tiempo, los instructores intentaban captar a quienes más les interesaban», explica el capitán José Ignacio Domínguez, antiguo miembro de la UMD (Unión Militar Demócrata).[54]

«Cada vez que se traían nuevos aviones había cursos de ese tipo. Para el F-104 y, sobre todo, para el F-5. Lo tenían todo controlado. Por ejemplo, el profesor de inglés de la Academia del Aire era un capitán de las Fuerzas Aéreas norteamericanas que siempre nos estaba sondeando. Decían que las bases eran conjuntas, pero en realidad eran sólo suyas. Recuerdo que, cuando estuve destinado en Morón, de teniente, un día iba a salir de la base y no me dejaron los norteamericanos. El capitán del cuartel, un español, no pintaba nada allí, era un cero a la izquierda».

LA CONTRAINTELIGENCIA DEL TÍO SAM

Durante los años sesenta, la influencia de la CIA en los servicios de información del Ejército español es absoluta. Hasta tal punto que el pluriempleo a dos bandas de nuestros oficiales está considerado como algo normal: la mitad de la jornada se trabaja para casa y las horas extras de la tarde se dedican a los encargos de los socios. Los salarios de los militares son relativamente modestos y a nadie le parece mal que los miembros de los servicios de información sumen así un sobresueldo.[55]

Durante la segunda mitad de los sesenta, Manuel Fernández Monzón está destinado en Contrainteligencia. El número clave de este servicio es 042 y su sede ocupa el número 49 de la calle de Menéndez Pelayo, bajo el paraguas de una supuesta «Comisión de estudios». Esta sección pertenece al departamento de información clandestina, el 04, que engloba espionaje y contraespionaje. La sección destinada a espionaje, el 041, está ubicada en la calle de Vitrubio. El edificio ocupado por Contrainteligencia junto al Retiro es tan discreto que llama la atención. «No había ni una antena de televisión en el tejado, ni en la azotea, y todos los coches que paraban en la puerta eran de color negro, cuando entonces en Madrid sólo iban pintados de negro los taxis, pero con una línea roja», recuerda Fernández Monzón. «Allí trabajábamos hasta las tres de la tarde. El horario normal del Ejército entonces. La tarea extra de las tardes nos la pagaba la CIA. Tampoco hacíamos mucho, pero a ellos les interesaba tenernos como colaboradores. Cada mes aparecía el señor Lee con el dinero en un maletín y nos pagaba abiertamente. Ya en aquella época estaban conectados todos los servicios de inteligencia de Europa Occidental, mucho antes de que existiera la Unión Europea. Eso no es nuevo de ahora. Teníamos contacto con el servicio alemán, inglés, francés…».

Precisamente la colaboración con los servicios norteamericanos y británicos le lleva a Fernández Monzón hasta la URSS. En 1966 entra en el servicio de Contrainteligencia y le destinan al Estado Mayor. Posteriormente es seleccionado para recibir adiestramiento especial en el castillo de Wildenrath, en Escocia, con el fin de participar en una red que saca a disidentes y a sus familiares de la URSS. Bajo las órdenes del coronel McKenan, llega a participar en cinco operaciones. Gracias al origen germano de una de sus abuelas, su educación ha sido bilingüe y habla perfectamente alemán. Durante la quinta incursión en suelo soviético, haciéndose pasar por ciudadano de la RDA, en compañía de dos agentes germanooccidentales, es detenido nada más llegar al puerto de Leningrado. «Estuvimos dos años allí, hasta que nos pusieron en libertad, gracias a las gestiones de la Cruz Roja», recuerda. «Un barco italiano nos llevó hasta Genova y allí nos soltaron. Aquí ya me habían hecho hasta un funeral y misas gregorianas. Incluso habían salido esquelas en los periódicos. Al año de desaparecer, como no tenían noticias mías, me dieron por muerto».

Durante años, el área de Contrainteligencia del Ejército español continúa siendo un reducto controlado y financiado por la CIA. El coronel Perote forma parte de ese servicio durante la segunda mitad de los setenta. Aún recuerda su sorpresa al descubrir que aquello estaba completamente tutelado por los norteamericanos.

«Oficialmente dependíamos del CESID, pero en realidad, nuestros patrones eran los jefes de Estación de la CIA. Ellos eran los que pagaban la sede de Menéndez Pelayo y también nuestras gratificaciones, en calidad de fondos reservados. Ese dinero no salía de los presupuestos. Yo cobraba un plus de los norteamericanos y, al principio, ni siquiera sabía que me lo daban ellos. Nos entregaban un sobre a fin de mes. Eso estaba institucionalizado en el servicio, se veía como algo normal. Y el que paga manda. Semejante dependencia fue siempre escandalosa, y la colonización de nuestros servicios no se quedaba sólo ahí. Así que cuando llegué al CESID, como responsable de la AOME, me empeñé en quitárnosla de encima».

Ronald Edward Estes, jefe de estación de la CIA en Madrid a finales de los setenta y durante los primeros ochenta, visita todas las semanas el inmueble de Menéndez Pelayo ocupado por la sección de Contrainteligencia del Alto Estado Mayor del Ejército español, un departamento exclusivamente militar. «Los delegados de la CIA, y también los del Mossad israelí, entraban por allí cuando querían, como si estuvieran en su casa», señala Perote.

«Con lo que supone eso, que los delegados de dos servicios de información extranjeros se muevan así en la sede de Contrainteligencia, que está precisamente para controlar sus actividades aquí. Éramos un apéndice de ellos. Después, cuando llegué al CESID, conseguí que el delegado de la CIA viniera a nuestra sede con unos horarios marcados. Era un intercambio, ya no hacían lo que querían ni aparecían cuando les daba la gana».

Las actividades de Contrainteligencia están dirigidas, fundamentalmente, contra el Pacto de Varsovia, considerado el principal enemigo del régimen y del patrón norteamericano. Pero Cuba, por ejemplo, no entra en los planes de los servicios de información españoles en ese momento. Es otro mundo. Sin embargo, se acaba convirtiendo en un objetivo prioritario para Contrainteligencia, porque les interesa a los agentes de la CIA que actúan en Madrid. «En un determinado momento, nos planteamos el control del consulado cubano en Barcelona», explica Perote. «Ellos nos habían incitado a hacer esas escuchas. Estábamos a su servicio. ¿Y qué nos importaba China a finales de los setenta? ¿Qué problemas teníamos con sus diplomáticos? Pues hicimos la Operación Naranja para controlarlos. Los norteamericanos nos trasladaban sus problemas, trabajábamos hacia sus objetivos: seguimientos, controles, escuchas… Sin saber por qué ni para qué».

En algunas ocasiones, los hombres de los servicios de información españoles reciben ofertas mucho más explícitas de la CIA para ponerse a su total servicio. Con Manuel Fernández Monzón llegan a hacer un intento de reclutamiento que no prospera. «Después de que se publicara por primera vez en la prensa una lista con los nombres de algunos miembros de la CIA en Madrid, cuando querían verte, te citaban fuera de España», relata.

«A mí me citan en Burdeos, en un hotel, y cuando subo a la habitación convenida, me encuentro con cinco tíos de la CIA con el polígrafo preparado. Es lo que utilizan para hacer la prueba a la gente que quieren contratar, así intentan asegurarse de que no les mienten. Me propusieron ir a Latinoamérica, pero les dije que no. Era el año 1984. Y ahí quedó la cosa. Un mes después, me llaman del banco diciéndome que se ha recibido una transferencia a mi favor de un millón de pesetas, que era un dinero en aquella época. Pregunté quién la había hecho y me dijeron que estaba enviada a nombre de Michael Jordan, la estrella mundial del baloncesto, que entonces estaba empezando a ser famoso. Después, ya no volví a tener noticias de ellos».

Para intentar suavizar la evidencia de la colonización que sufren los agentes españoles, desde Estados Unidos se realiza una permanente labor de adoctrinamiento a los responsables de los servicios, para «convencerles» de cuáles son los enemigos comunes. Además, se ofertan constantemente cursos especializados en Fort Bragg, Houston, West Point… Cuando se crea la unidad española de helicópteros, a mediados de los sesenta, también todos los pilotos de los nuevos aparatos tienen que ir a Estados Unidos para formarse.

En ese momento se está dando un cambio generacional en las Fuerzas Armadas españolas y los jóvenes oficiales ambicionan sentirse buenos profesionales, bien formados, al nivel de los de otros ejércitos. Y están encantados con las ofertas que llegan de Estados Unidos, piensan que su futuro profesional puede mejorar sensiblemente. Los instructores norteamericanos se encargan de fomentar ese sentimiento. A los altos mandos españoles que han hecho la guerra ya no les importa ninguna reconversión, sólo perpetuarse en el poder, pero el hecho es que se está empezando a entrar en la era moderna de los ejércitos y los jóvenes oficiales se quieren cualificar. Es muy fácil ponerles un cebo. «Estábamos locos por poder salir al extranjero», confiesa el coronel Perote. «Entonces el que viajaba fuera de España era una rara avis. Que hay un curso de carros de combate en Estados Unidos, pues todo el mundo quería ir. Salir y conocer otras cosas. Cuando yo fui a Alemania, veinte años después del final de la guerra, aún había ruinas por todas partes y aquello me sorprendió mucho».

Otro de los elementos clave que los norteamericanos utilizan para tener controlados a los servicios españoles es su apabullante supremacía tecnológica. Los primeros micrófonos que se empiezan a instalar aquí para realizar escuchas llegan de manos de la CIA y el Mossad. Como el «canario» es de ellos, uno de sus hombres tiene que formar parte, «necesariamente», del equipo que va a instalarlo. De ese modo saben dónde está y a quién se lo ha colocado. «Cuando me incorporé a la AOME, el panorama era desolador. Los micrófonos nos los prestaban los norteamericanos, y eso acarreaba nuestro total control operativo e informativo», explica el coronel Perote. «Con la excusa de que la CIA abre una ficha por cada “canario” que posee y en ella especifica su historial de uso, cada vez que nos dejaban uno, llegaba un agente norteamericano, desde el cuartel general de la Agencia en la República Federal de Alemania, para participar en su colocación. De ahí a saber lo que grabábamos sólo había un paso».

Pero la colonización del CESID no sólo es tecnológica, sino también formativa. Los cursos de preparación técnica los siguen dando especialistas norteamericanos. Y continúa habiendo una gran dependencia económica. «Por ser de la familia, pero no hermanos, les llamábamos “primos” en nuestro argot», bromea Perote. «Pero siempre pensé que los únicos primos éramos nosotros». Como jefe de la AOME, inicia en 1981 una paulatina fase de descolonización de su departamento que culmina, definitivamente, en 1984. «Antes de romper, y no precisamente de un modo idílico, tuvimos que desarrollar nuestra propia tecnología. En nuestros talleres de la calle de Cardenal Herrera Oria, de Madrid, se montó el primer “canario” hecho en casa. Ya estábamos en condiciones de pararles los pies a los yanquis».

A principios de los ochenta hay un número muy importante de agentes de la CIA en España. El jefe de estación, Ronald Edward Estes, está en contacto permanente con el embajador Terence Todman, hombre de filiación política republicana y muy allegado al presidente Ronald Reagan. El nombre de Todman aparecerá en la trastienda del golpe de Estado del 23-F. Durante sus años al frente de la embajada de la calle de Serrano se dedica, con todo descaro, a la intriga y la injerencia en asuntos internos de España. Con su sucesor, Thomas Enders, el panorama no variará. Los norteamericanos continúan considerando los servicios de información españoles como un apéndice de los suyos. «La relación de dependencia del CESID, la agencia de inteligencia estratégica de un Estado que se supone soberano, con relación a la CIA estadounidense, era casi tan vergonzosa como indescifrable», asegura el coronel Arturo Vinuesa. «Los contactos entre algunos miembros del CESID y de la CIA en España eran, en algunos casos, tan frecuentes y fluidos que habría sido interesante investigar hasta qué punto eran mantenidos en exclusivo provecho de los intereses nacionales». Prosigue: «Los agentes de la CIA, además de otras coberturas oficiales, disfrutaban de la tutela nominal de la multinacional norteamericana Interpublic S. A., cuya cabecera estaba ubicada en Ginebra y desde la que, de forma discreta, intervenía la CIA, desde Langley, en la distribución y asignación de directrices a sus miembros… El entreguismo a los servicios yanquis era total y vergonzoso. Y nuestras relaciones con ellos siguieron en gran medida por ese camino. Varios años después, hacia 1990, cuando tratamos de informatizar nuestro servicio, nos quisieron imponer su sistema BICES. Eso suponía estar en sus manos, completamente controlados. Algún insensato me decía: “Le podemos poner nuestro propio módem”. ¡Qué tontería!, cuando ellos estaban a años luz de nosotros en tecnología. Yo estuve temporalmente al mando de la División de Inteligencia y advertí que si cedíamos a la OTAN la conexión a nuestro sistema, por ahí se nos iba a ir toda la información».

OPERACIÓN GINO

El malestar creciente de un sector de los servicios de información españoles por la descarada forma de actuar de los agentes de la CIA en España se concreta en la llamada Operación Mister, un tímido intentó de controlar los pasos de los norteamericanos. Este operativo se mantiene más o menos latente a partir de 1973, tras el atentado contra Carrero, y da su primer fruto conocido en 1981. Con ocasión del golpe militar del 23-F trasciende por primera vez la existencia de la Operación Mister. Más o menos a la misma hora que Tejero irrumpe en el Congreso de los Diputados, varios agentes del CESID se encuentran de servicio siguiendo al número dos de la CIA en Madrid, Vicent M. Shields. Les ha llegado el soplo de que este ciudadano, desde su domicilio particular —un piso de alquiler situado en el edificio que hace chaflán entre la calle de Carlos III y la plaza de Oriente, frente al Palacio Real—, puede obtener fotografías o detectar conversaciones del rey Juan Carlos en la presentación de credenciales de los nuevos embajadores, o en alguna sesión de la Junta de Defensa Nacional. Al entrar en la casa se descubre que tiene una columna rilk to rilk de magnetófonos grandes y un gran catalejo. Un instrumental que no parece demasiado sofisticado para cumplir semejante misión, con la plaza de Oriente por medio y teniendo en cuenta el ruido del tráfico en esa zona. Pero no cabe duda de que algo hay detrás de todo ese tinglado. Como es habitual, el agente norteamericano se niega a dar ningún tipo de explicaciones y Narciso Carreras —director interino del CESID— temeroso de irritar o molestar al amigo yanqui, prefiere parar la investigación, negar la existencia de la Operación Mister y dejar a sus hombres desarbolados.[56]

Un par de años después, con la llegada del PSOE al Gobierno, tras las elecciones de octubre de 1982, la Estación de Operaciones de la Agencia inicia una acción destinada a conocer mejor los mecanismos de decisión del nuevo poder español. Ciertas reticencias observadas por los norteamericanos en la Presidencia de Gobierno, a la hora de solicitar o conseguir información por los métodos acostumbrados hasta ese momento, aconsejan esa nueva estrategia. Y se realizan aproximaciones a «zonas y objetivos que no son de su incumbencia», según fuentes de los servicios de información españoles. En repetidas ocasiones, las autoridades norteamericanas en España son advertidas de que los agentes de la CIA no deben continuar con esas actividades, pero los avisos no dan ningún resultado. Las operaciones irregulares prosiguen. Los agentes norteamericanos que actúan bajo cobertura diplomática no se resignan a obtener las informaciones que precisan solicitándoselas directamente a las autoridades españolas.

La prepotencia de los norteamericanos y el hábito de trabajar en España sin ningún tipo de cortapisas genera una inercia en las actividades de los hombres de la estación de la CIA en Madrid que va a tener consecuencias imprevistas para ellos. En algunos ámbitos de los servicios de información españoles se considera «intolerable» esta situación, que desemboca, en agosto de 1984, en la expulsión de la plana mayor de la CIA, tras un serio incidente. El Gobierno español comunica oficialmente a la Administración norteamericana la adopción de esta medida y la salida de España de los funcionarios se realiza bajo el acuerdo de mantenerla en el más riguroso secreto. La embajada califica estos movimientos de personal como «traslados normales».

Todo se desencadena unos meses antes, en febrero de 1984, cuando un grupo de la policía judicial de la comisaría madrileña de Chamartín detiene, con las manos en la masa, a un norteamericano que se hace llamar Gino Rossi. El agente de la CIA es sorprendido cuando opera con un maletín de escuchas telefónicas en la habitación 805 del hotel Eurobuilding de la capital. Trasladado a la comisaría en calidad de detenido, se niega a prestar declaración ante la policía española, a la que dice no reconocer autoridad alguna sobre él. Y remite cualquier pregunta al único interlocutor que reconoce como válido: Richard Kinsman, en esas fechas primer secretario de la embajada norteamericana y, en realidad, jefe de la estación de la CIA en Madrid desde julio de 1982.

El jefe superior de Policía de Madrid, Antonio Garrido, ordena que no se le tome declaración a Rossi ni se instruya ninguna diligencia. Y el agente de la CIA es entregado a la embajada norteamericana, para que sea custodiado allí, sin que llegue a trascender quién era el ocupante de una segunda habitación del mismo hotel en la que son hallados otros dos maletines con sofisticados equipos de escucha. Una vez más, un hombre de Kinsman participaba en una operación encubierta. El historial profesional de este jefe de estación ofrece un retrato robot de los métodos de descarada injerencia del espionaje de Estados Unidos en asuntos de los países satélites de la superpotencia norteamericana.

El discreto primer secretario de la embajada de la calle de Serrano es, en realidad, un funcionario de la CIA de primer orden, con casi veinticinco años de trabajo sucio en Sudamérica y el Caribe, en donde ya ha puesto en juego toda la gama de recursos que después intenta aplicar también durante su destino en España. Tras pasar por Colombia y Venezuela, aparece como jefe de estación en Perú, en agosto de 1977, y en Jamaica, en octubre de 1979. En este país participa en una dura maniobra de acoso contra el Gobierno del socialdemócrata Michael Manley, elegido primer ministro del país en 1972, como candidato del Partido Nacional del Pueblo. Por primera vez desde su independencia, durante el mandato de Manley, Jamaica dejaba de favorecer ciegamente los intereses norteamericanos, intentando poner coto a la avidez de las multinacionales en relación con el azúcar y la bauxita. La proximidad entre Cuba y Jamaica alerta a Washington y Kinsman se pone manos a la obra. En medio de las acciones de comandos de extrema derecha y de un primer intento de golpe de Estado fallido, Kinsman sufre un supuesto atentado en el que los gobernantes jamaicanos no creen. En un intento de provocar un serio incidente diplomático, su chalet es tiroteado de madrugada. Casualmente, esa noche no están ni él ni su familia en casa. La vieja treta que los norteamericanos ya utilizaron en Cuba, en 1898, con el hundimiento del Maine.

Al llegar a Madrid, el 10 de julio de 1982, Kinsman comienza a trabajar con John L. La Mazza, primer secretario y agregado laboral de la embajada. Intentan crear una fuerza sindical amarilla con la que contrarrestar la expansión de UGT y CC. OO. La Mazza saldrá de España unos días antes que su jefe, en julio de 1984. En el mismo período deja Madrid también el ex primer secretario Harry E. Cole. Otro destacado elemento de la CIA en Madrid bajo las órdenes de Kinsman es su segundo, Terry R. Ward, un oficial de cincuenta y cinco años con altas responsabilidades en las acciones operativas. Su capacidad de maniobra es tal que llega a ser considerado en algunos momentos como el auténtico jefe de la CIA en España. Como resultado de la Operación Gino, se ven obligados a abandonar España forzosamente veinte funcionarios, entre secretarios, consejeros y agregados militares.[57] A Kinsman le sustituirá al frente de la estación de la CIA Dean J. Almy, un oficial de operaciones que conoce muy bien Madrid, después de haber trabajado en la capital durante la primera mitad de los años setenta.

El origen de la Operación Gino, que culmina con las expulsiones de los hombres de la estación de la CIA en Madrid, está en la Agrupación Operativa de Medios Especiales del CESID, dirigida por Juan Alberto Perote. Después de haber pasado por los departamentos de Inteligencia Exterior y Contrainteligencia, Perote se hace cargo de la AOME en 1981. Llega a este organismo para sustituir al comandante José Luis Cortina, encarcelado por su implicación en el golpe de Estado del 23-F. Muchos de los hombres del servicio también han estado relacionados con la trama involucionista y Perote decide renovar el equipo y formar uno nuevo con hombres de su total confianza.

Uno de los agentes que reclama es Jesús R., con quien ha trabajado en una etapa anterior y a quien considera «muy buen elemento». Durante los primeros años de la Transición, Jesús R. ha estado destinado en la Presidencia de Gobierno, formando parte del equipo de seguridad de Adolfo Suárez. En esa época, el político abulense mantiene una excelente relación con los norteamericanos y goza de toda su confianza. Los contactos con la embajada son fluidos y constantes. En ese contexto Jesús R. también coincide frecuentemente con sus colegas de la estación de la CIA, en numerosos actos a los que acude acompañando al presidente de Gobierno. Sus visitas a la embajada son habituales. Cuando Suárez dimite, su equipo de seguridad se disuelve y Jesús R., en expectativa de destino, acude a la llamada del jefe de la AOME (Agrupación Operativa de Medios Especiales).

Una vez integrado en su nuevo centro de trabajo, el agente del CESID recibe la visita de uno de los funcionarios de la embajada con quien ha tenido bastante relación, Gino Rossi, que le ofrece colaborar con la CIA. Inmediatamente, Jesús R. informa a su jefe del asunto. «Me dice que los yanquis le han tirado los tejos y yo le contesto que se deje querer, a ver adónde vamos», recuerda Perote. Y la historia comienza a rodar. «Desde un punto de vista profesional, era muy interesante ver cómo manipulaban a mi hombre. Le daban datos sobre ETA, ya sabes, el clásico cambalache. Que si había venido un experto en explosivos, que si había bajado un camión con dinamita. Tenían una información sorprendentemente buena sobre lo que pasaba en el Norte. Así intentaban sujetar a Jesús para que colaborase con ellos». La operación que ha puesto en marcha la CIA tiene como objetivo colocar micrófonos al vicepresidente de Gobierno, Alfonso Guerra, para tener controladas sus conversaciones y su vida privada.

El intercambio va subiendo de nivel y Perote considera que la madeja puede llegar a enredarse mucho, así que decide informar a su superior, el general Emilio Alonso Manglano, director general del CESID. «En realidad, una operación como esa le correspondía a Contrainteligencia y, lógicamente, yo se lo tenía que haber comentado al jefe de ese servicio, pero si lo ponía en conocimiento de ellos, se habría acabado la operación. Los norteamericanos tenían destinados allí a sus más viejos y fieles amigos, eran los que mandaban. Yo me podía cubrir un poco diciendo que el topo era mío, pero el asunto era complicado. Cuando le informo a Manglano, me dice: “No comentes esto con nadie”. Fíjate si sabía cómo estaba la cosa».

El general Alonso Manglano da su visto bueno a la Operación Gino. Al estar la CIA enfrente, hay que actuar con mucho cuidado, sólo con agentes de la AOME de absoluta confianza. Cuando se llega a un determinado punto, Perote decide tirar de la manta y pone al propio Manglano y al Gobierno contra las cuerdas, obligándoles a tomar una difícil decisión. «En otra época no se me habría ocurrido denunciar el asunto, pero lo que pretendían era muy grave», explica el antiguo jefe de la AOME. En ese momento, el jefe de Contrainteligencia es un coronel de Aviación, Francisco Ferrer, conocido con el nombre clave de Paco «Mesa». Cuando se descubre el pastel, Manglano y él llaman a Perote a capítulo, para intentar resolver el problema. «Les enseño las pruebas que tenía y, ante la evidencia, me hacen ver que conviene tapar el asunto, pero yo no trago. Yo ya me había convertido en el principal enemigo».

Entonces, el jefe de Contrainteligencia, en su propia casa, ofrece una cena a los jefes de la CIA en Madrid para darles explicaciones de lo que está sucediendo y buscar alguna fórmula para salir del lío. «Les dice: “Hay un cabrón al que no controlo y es el que está liando todo”», relata Perote. «Aquello fue el mayor disparate del mundo. Que el jefe de Contrainteligencia invite a cenar a su casa a la CIA es la leche».

Por fin, Manglano se ve obligado a remitir una carta de reproche a su homólogo en Washington, WilliamJ. Casey, diciéndole que tiene que retirar a toda la delegación de la CIA que actúa en Madrid éste le contesta con las pertinentes excusas. El asunto se lleva con mucha discreción y la prensa se hace escaso eco de él. Aparece una pequeña nota en los periódicos, sin informar exactamente de lo que ha sucedido. Esas escuetas referencias informativas, que no ponen el dedo en la llaga, le vienen incluso bien a Manglano, casado con una ciudadana norteamericana, para quitarse un poco de encima el sambenito de pro yanqui, sin enturbiar las relaciones privilegiadas que mantiene con Washington. A pesar de este incidente, la CIA no deja de enviarle una limusina con escoltas cada vez que se presenta en Estados Unidos de vacaciones.

Veintidós años después, el coronel Perote reflexiona sobre aquellos acontecimientos:

Yo en esa época era muy ingenuo políticamente, no tenía demasiados criterios de ese tipo, pero por una cuestión profesional, objetiva, me parecía mal que un servicio extranjero le pusiera un «canario» al vicepresidente del Gobierno español. Querían colocárselo en casa de su novia, y a mí me parecía una putada. No porque le tuviera la menor simpatía a Guerra. Y desde luego, él no me lo agradecerá nunca. Todo se hizo completamente al margen de la estructura orgánica. De espaldas a Contrainteligencia. Cuando un departamento entero tan importante como ése estaba en manos de los norteamericanos, no teníamos ninguna otra posibilidad.