8

Los ruidos del estómago de Aidan rompieron el silencio que los envolvía como una cómoda manta.

—Ahora te toca a ti tener hambre —se burló ella con el pecho presionado contra el de él y un brazo y una pierna echados sobre su cuerpo.

—¿Has comido antes, como me prometiste? —preguntó Aidan.

—Sí, claro. Me comí un bocadillo.

—Eso no es suficiente. Los dos tenemos que comer.

Lyssa levantó la cabeza para mirarlo.

—Yo no como a estas horas de la noche.

—Sí lo haces cuando estoy contigo —replicó él con un arrogante tono de mando que le salía de forma innata.

Ella se preguntó si alguna vez alguien le habría dicho que no a Aidan y lo dudó. Se levantó de la cama y fue a por su bata, que estaba colgada de una percha detrás de la puerta. Se encogió de hombros mientras se daba la vuelta y se detuvo de pronto sorprendida al ver a Aidan salir de la cama. A pesar de la reciente serie de orgasmos, encogió los dedos de los pies y su boca seca se le hizo agua.

Nunca en su vida había visto tal perfección masculina. Podría pasar horas mirándolo de tanto que le gustaba verlo.

Lyssa sonrió como una tonta. No podía evitarlo.

—¿No has traído ninguna maleta?

—¿Para qué?

—Ropa, cepillo de dientes, máquina de afeitar…

Negó con la cabeza.

—Todo ha sido un poco… locura.

—Sí. Las compañías aéreas le pierden el equipaje a mi hermana cada dos por tres. Por eso yo llevo sólo equipaje de mano. —Se encogió de hombros—. Supongo que hay cosas peores que tener a un hombre atractivo dando vueltas desnudo por la casa.

—¿Por qué no te quedas desnuda tú también? —sugirió él guiñando un ojo.

—Ay, no. No me mires así.

—¿Así cómo? —ronroneó él dando un paso adelante.

—Como si yo fuera la cena y tú estuvieses hambriento.

—Estoy muerto de hambre —susurró Aidan acercándose amenazante hacia ella y recorriendo con la punta del dedo la línea de su clavícula.

—Eres peligroso —susurró ella mirándole el cuello.

Su caricia le abrasaba por la parte de la piel por donde la tocaba.

—No contigo.

—¿Ah, no? —Colocó las manos sobre su cadera—. ¿Es ahora cuando me dices para qué has venido?

—Casi —Aidan la besó en la punta de la nariz—. Primero la comida.

Lyssa soltó un suspiro.

—De acuerdo. Primero la comida. —Pensó en él caminando por su casa desnudo y sintió un escalofrío. Dios, iba a volverse loca—. Quizá tenga algo que te puedas poner.

—Si insistes…

Lyssa entrecerró los ojos y dio un paso atrás riéndose, dejándole sitio para que fuera al vestidor. Ella sintió cómo la observaba, con una mirada fija y provocadora.

Hurgó en su cajón de abajo para buscar el pantalón de chándal que había dejado allí su último novio. No tenía mucho valor sentimental y le estaba demasiado grande, pero le servía para cuando holgazaneaba en casa y era por eso por lo que lo guardaba.

Se irguió y se dio la vuelta, concediéndose un momento para estudiar al hombre que estaba esperando a los pies de su cama. En su habitación, con sus paredes azul oscuras y su edredón azul claro, el color que eligió para facilitarle el sueño, Aidan parecía encontrarse como en casa y, al mismo tiempo, con un aspecto muy, muy atractivo.

—Aquí tienes.

Lyssa tragó saliva con la mirada fija mientras él se subía el pantalón gris por encima del delicioso paquete que tenía entre las piernas.

—Me estás provocando para que renuncie a la comida y sólo te coma a ti —dijo con su acento mientras la miraba con una sonrisa traviesa.

Lyssa arrugó la nariz.

—Perdona. ¿Por qué no vas bajando a la cocina? Tengo que ir al baño.

—Vale. Veré qué puedo encontrar. —Colocó sobre el rostro de ella una mano grande y se quedó mirándola con una ternura desgarradora antes de marcharse escaleras abajo.

Cuando ella entró en el baño, fijó la mirada directamente en el charco de ropa empapada que había en el suelo de la ducha y la mente se le inundó de recuerdos de lo que habían hecho allí. ¿Cuánto tiempo llevaba esperando que un hombre como él entrara en su vida?

Cerró los ojos con fuerza al sentir un destello de intensa culpa. Sí que tenía a alguien, a Chad. Un hombre que se había mostrado más que paciente y comprensivo mientras ella mantenía un enorme abismo entre los dos. Lyssa se estremeció y extendió la mano para agarrarse al borde del lavabo. Dios, ¿cómo podía haberse olvidado de Chad?

Enroscó las manos alrededor de la fría porcelana, se miró en el espejo y puso una mueca de dolor. Los labios hinchados por los besos, el pelo revuelto por el sexo y un aspecto en general de aturdimiento le decían lo que no había querido admitir. Siempre había sentido una desconexión con Chad. Era un tipo estupendo y lo pasaban bien juntos. Se sentía cómoda con él y disfrutaba de su compañía, pero tras un mes de citas informales aún no se habían acostado. ¿Estaba de verdad tratando de convencerse a sí misma de tener sexo con él cuando lo único que Aidan había tenido que hacer había sido entrar por la puerta para que ella se mostrara dispuesta a lanzarse? Y no sólo con lujuria, sino con profunda ternura y deseo.

Debería haber hecho las cosas de otro modo, pero al final, no es que Aidan se hubiese metido a presión entre ella y Chad. Aquel espacio había estado siempre allí.

Cuando Lyssa salió del cuarto de baño, el olor de comida cocinándose llegaba hasta la planta de arriba. Bajó descalza por las escaleras de madera y encontró a Aidan en la cocina calentando una lata de pasta precocinada que, a continuación, vertió en dos cuencos y sirvió con pan, que había sacado directamente de la bolsa.

Se sentaron en la mesa del comedor con unos cuencos de plástico y unas cucharas de metal demasiado grandes y él le dedicó una dulce sonrisa antes de empezar a comer.

—¿Sabes? —preguntó él con la boca llena—. Esto está mejor de lo que creía.

—¿Sí? ¿Llevas mucho tiempo sin tomar comida enlatada?

—De donde yo vengo el sabor no es el mismo.

—¿Ah, sí? —Colocó los codos sobre la mesa—. ¿Y dónde es?

—¿Te queda alguna pastilla para dormir? —preguntó sin hacerle caso.

—¿Quién ha dicho que yo tome pastillas para dormir?

Aidan soltó un resoplido.

—Ve acostumbrándote al hecho de que yo sepa muchas cosas de ti. No quiero asustarte y prometo que te lo explicaré todo este fin de semana, cuando tengamos realmente tiempo para hablar de ello. Las dos de la mañana es demasiado tarde cuando tienes que trabajar dentro de unas horas.

—También es demasiado tarde para tomarse una pastilla para dormir. Hacen que al día siguiente no esté operativa. Por eso dejé de tomarlas.

—Come —ordenó Aidan señalando al cuenco de ella—. Después, la pastilla. Sin rechistar.

Ella le sacó la lengua.

—Yo también tengo una —dijo con voz cansina—. Y si eres una chica buena te enseñaré muchas cosas que puedo hacer con ella.

Estremecida, Lyssa cogió su cuchara y comió más deprisa de lo que lo había hecho en mucho tiempo. Él se rio de ella y aquel sonido divertido y cálido estaba teñido de algo que Lyssa no supo identificar. En parte alegría, en parte libertad y en parte algo más. Estaba bromeando, siguiéndole el juego, disfrutando del momento, porque al día siguiente, o bien se despertaría del sueño más extraño que podía recordar, o sería demasiado real y tendría que considerar seriamente algunas cuestiones.

—Confía en mí —le pidió él en voz baja mientras colocaba una mano sobre la que ella había apoyado en la mesa—. Estás pensando demasiado. Confía en tu instinto.

La miró directamente a los ojos, sin esconderle nada. Las mismas circunstancias los llevaban a la intimidad. Ella con su bata de seda. Él vestido solamente con un pantalón de chándal de cintura baja. Tomaban una comida informal. Habían hecho el amor con una pasión descontrolada. Se habían abrazado el uno al otro tiernamente después. Como si se tratara de una pareja consolidada.

«Prométeme que no le vas a abrir la puerta a nadie».

—¿Lyssa? ¿Me has oído?

—¿Eh? —respondió parpadeando.

El dedo pulgar de Aidan le acariciaba los nudillos.

—Prométeme que me consultarás cualquier duda o preocupación. No te dejes llevar por la imaginación. Sé que esto es raro, pero tienes que creer que lo único que quiero es que estés a salvo.

—Nadie quiere hacerme daño.

Él soltó un suspiro y levantó su mano para besarla.

—Volvamos a la cama. Los dos necesitamos descansar para mañana.

«Mantengo a los malos alejados».

—Eres un soldado —suspiró sorprendida de lo segura que estaba de ello. La conexión que sentía con él era tenue, pero suficiente para poder continuar. Por ahora.

—Estoy cansado —replicó poniéndose de pie y tirando de ella con él—. ¿Dónde tienes esas pastillas?

—¿Por qué tengo que tomármelas?

—Recuerda. Tienes que caer dormida profunda y rápidamente. Sin dar vueltas en la cama. Quiero que tu mente esté lejos de las Pesadillas. —Hizo una pausa—. Y de todas las cosas feas.

Con un pasajero destello del terror de su anterior sueño, Lyssa asintió, fue al armario de la cocina donde guardaba las medicinas e hizo lo que él le había pedido. Aidan le agarró de la mano mientras ella apagaba las luces, y dejó los platos de la cena en el fregadero cuando él le dijo que se ocuparía de ellos por la mañana.

Subieron las escaleras uno al lado del otro. Él acortó sus largos pasos para igualarlos a los de ella. Apartó las sábanas lisas y blancas y se metió dentro, con la espalda apoyada contra el cabecero acolchado de su cama moderna. Ella se acurrucó entre sus brazos abiertos, colocándose a su lado como si estuviese hecho a medida para ella.

«Estás muy duro, casi lo suficiente como para ser incómodo».

—Aidan.

—¿Ajá? —enterró la nariz en el cabello de ella e inhaló profundamente.

«¿Eres un ángel?».

Con los ojos cerrados, Lyssa frunció el ceño, confundida por los retazos de recuerdos que aparecían al azar. Demasiado desordenados como para tener sentido.

—¿Te molesta que no recuerde los momentos que hemos pasado juntos?

Lyssa sintió la presión de sus labios contra su propia cabeza.

—Ojalá los recordaras —admitió él, abrazándola con más fuerza—. Pero crearemos nuevos recuerdos.

Lyssa hundió la cara en su pecho y sintió el intenso y antinatural deseo de dormir que le producía la potente pastilla.

Justo antes de perder la conciencia, recordó lo que había olvidado y sintió un breve destello de pánico. Le había prometido ese fin de semana a Chad.

Después, no sintió absolutamente nada.

***

Resurgir de las profundidades de un sueño inducido por los medicamentos era siempre desagradable, pero ese día no fue tan malo como solía ser. Al menos, eso es lo que Lyssa se dijo cuando los persistentes ronroneos de Golosina la despertaron. Con los ojos cerrados, se acurrucó aún más en el calor de la manta y se dio cuenta de que estaba abrazada a algo de felpilla, lo cual sólo podía significar una cosa… había vuelto a dormir en el sofá. El único lugar donde tenía una manta de ese tejido.

Despertarse en el sofá significaba… que todo había sido un sueño.

«Aidan».

Soltó un suspiro que fue tanto de alivio como de tristeza. Por fin recordaba un sueño de una forma vívida y al detalle, lo cual era estupendo, pero también lo era Aidan. Al menos, parecía serlo. Y no era real.

Golosina continuó con su impaciente masajeo en la pierna. Captó la indirecta y abrió los ojos. El techo estaba iluminado por el sol de media mañana. Volvió a suspirar y sus fosas nasales se llenaron del olor a café recién hecho. Lyssa giró la cabeza, buscó a su madre y, entonces, se quedó petrificada, conteniendo la respiración.

A sólo unos metros de ella una visión que la llenó de asombro. En medio de su sala de estar, estaba Aidan de pie, con las piernas abiertas y su poderosa espalda resplandecía con un sutil brillo de sudor mientras arqueaba el cuerpo sinuosamente, siguiendo una serie de movimientos que se parecían al taichí. Con una gran diferencia: Aidan sostenía una enorme espada parecida a Excalibur. Había apartado la mesita de centro a un lado para dejar espacio para sus estocadas y para blandir su centelleante hoja.

Lo observó boquiabierta, sorprendida por la belleza de sus músculos al tensarse y la sencilla fuerza con la que sostenía aquella espada de aspecto tremendamente pesado. Se la pasó con facilidad a la otra mano, trabajando ese lado, mostrando el mismo dominio con ese brazo que con el dominante. Se movía en silencio, sin emitir ningún sonido. Ni siquiera el rápido balanceo de la espada rompía el tranquilo silencio de la mañana.

Mientras lo admiraba con más excitación que nunca, Lyssa se preguntó por qué la visión de un desconocido con una endiablada espada no la asustaba. En lugar de ello, se fue poniendo caliente. Realmente caliente.

Aidan se giró en ese momento, sus ojos azules se clavaron en los de ella y la intensa concentración de sus rasgos se derritió, convirtiéndose en una traviesa y devastadora sonrisa. Aidan le guiñó un ojo, lo que incendió cada neurona de ella, y continuó con sus ejercicios.

—Buenos días, tía buena —murmuró con una voz en absoluto jadeante.

—Hola —respondió ella con un susurro, cautivada por la belleza del cuerpo de su hábil guerrero y la sensación de felicidad que le provocaba su cariño. Era auténticamente masculino y estaba cargado de sexualidad, y su descarada sensualidad le recordó que ella era una mujer, con necesidades que había reprimido durante mucho tiempo por el agotamiento. Los pezones se le pusieron puntiagudos y duros, anhelantes. La piel se le encendió y sintió calor, lo cual le recordó la fiebre de él—. ¿Cómo te encuentras esta mañana?

Aidan arqueó una ceja.

—Muy bien. Y si sigues mirándome así, te demostraré lo bien que me siento.

Un temblor le recorrió el cuerpo.

—Promesas, promesas —se burló con voz ronca.

—No me provoques más. Después de pasar la noche contigo envolviendo mi cuerpo, estoy más que dispuesto a hacer que llegues tarde al trabajo.

Envolviendo su cuerpo. Maldita sea, por eso no le gustaba tomar pastillas. Deseó poder recordarlo.

—¿Cómo es que he terminado en el sofá?

—Yo te traje. Quería ser lo primero que vieras cuando te despertaras. Tenemos que hablar.

Se incorporó en el sofá, se pasó la mano por el pelo revuelto y arrugó la nariz. No tenía un aspecto muy tentador por la mañana. Tenía una pinta de mierda. Con un rápido vistazo al reloj, vio que eran las nueve de la mañana.

—Tengo que ducharme. Entro a trabajar en una hora.

—Ve a prepararte —contestó él mirando hacia atrás mientras volvía a darle la espalda—. Tendré el café listo para cuando bajes.

Ella se levantó y se estiró.

—Gracias. Hay leche con sabor a vainilla en el frigorífico.

—Lo sé. Y quieres también dos sobres de edulcorante.

—Eh… sí… —contestó, sorprendida por lo mucho que él recordaba de ella y, a continuación, subió las escaleras.

Le producía una sensación un poco extraña la cómoda vida hogareña que estaban compartiendo, sobre todo cuando aquel hombre con el que se comportaba de una forma tan familiar estaba medio desnudo y blandiendo una espada en su sala de estar. Pero sólo le parecía ligeramente extraño. En general, le parecía bien, la tranquilizaba, le infundía brío al caminar y buen ánimo.

Se tomó su tiempo en la ducha, aun sabiendo que iba a llegar tarde. Stacey no lo admitiría, pero había estado programando la primera cita un poco más tarde de lo que le decía, dándole tiempo a Lyssa a organizarse por las mañanas. Ese día, Lyssa se aprovechó de ello. Se afeitó las piernas con especial cuidado y, después, se aplicó su aceite corporal favorito de aroma a manzana silvestre sobre la piel mojada. Mientras la ducha fuerte hacía desaparecer lo que le quedaba de aturdimiento, Lyssa empezó a pensar en Aidan.

Aidan, el hombre misterioso que actuaba como si llevaran toda la vida saliendo y que casi no le había contado nada de sí mismo.

Tenía razón. Debían hablar, porque ella necesitaba respuestas.

Una vez secada y vestida, y con la boca que se le hacía agua al pensar en el café caliente recién hecho, Lyssa se encontró que su sala de estar había recuperado el orden de sus muebles y que Aidan estaba apoyado como un dios del sexo sobre la barra, riéndose mientras hablaba por teléfono.

Ella se quedó inmóvil al escuchar aquel sonido, tan profundo como despreocupado e infinitamente provocador. Era el tipo de risa estruendosa que hacía que una mujer pensara en juegos apasionados en la cama, dando vueltas y riéndose en medio de unas sábanas cálidas y revueltas, perdida la noción del tiempo.

Con la boca ladeada a un lado mientras la miraba, bajando los ojos para recorrer todo su cuerpo, haciendo que la sangre de Lyssa se calentara.

—Aquí la tienes, Cathy —murmuró mientras se incorporaba—. Toda de una pieza y con un aspecto fabuloso.

Lyssa abrió los ojos de par en par. Había creído que estaría hablando con algún amigo. Quizá diciéndole a alguien que había llegado sin problemas. Jamás habría adivinado que se trataba de su madre.

Se acercó y él tapó el auricular con la mano.

—Lo siento —susurró—. No iba a responder, pero luego amenazó con llamar a la policía si no contestabas.

Lyssa negó con la cabeza y cogió el teléfono, tratando de ignorar la excitación cuando sus dedos se tocaron. Se dio la vuelta para darle la espalda y ocultar su reacción.

—Hola, mamá.

—¿Qué demonios está pasando?

—Nada. —Dio un respingo cuando unas manos fuertes la agarraron por la cintura. Después, unos labios calientes se apretaron contra el lateral de su cuello. Ella se echó hacia atrás, absorbiendo su atención.

—Estoy sudado —susurró dando un paso atrás. Pero no apartó las manos de ella—. Tenemos que hablar en serio, Lyssa.

Ella asintió.

—No me digas que nada —la reprendió su madre con inconfundible impaciencia—. ¿Quién es Aidan?

Lyssa se quedó pensándolo un momento y, después, sintiéndose traviesa, echó la cadera hacia atrás y la restregó contra la polla de Aidan. Él siseó y la soltó.

—Una ducha fría —murmuró dirigiéndose a las escaleras—. Luego pagarás por esto.

—Es un viejo amigo —contestó Lyssa al teléfono riéndose.

—¿De dónde? Parece irlandés.

—Encantador, ¿verdad? Siempre me han gustado los hombres con acento.

—¿Cómo es que nunca le he conocido? —preguntó Cathy con tono acusatorio.

—Es una relación a distancia. Además, ya soy mayorcita como para tener amigos que no hayas tenido que aprobar antes.

—Quiero conocerle.

—De eso estoy segura. —Lyssa miró el reloj—. ¡Mierda! Son las diez. Debería estar en la clínica. Tengo que irme.

—¡Lyssa Ann Bates! No puedes…

Lyssa dejó el auricular en su base, se dio la vuelta demasiado rápido y el bolso se le cayó al suelo. Lo recogió y estaba a punto de ponerlo en la barra cuando un destello de luz de colores atrajo su atención. Fue entonces cuando vio el libro con incrustaciones de piedras preciosas que había bajo la barra. Por un momento, Lyssa no pudo más que quedarse mirándolo, asombrada. Después, agarró el bolso con más fuerza con una mano mientras alargaba la otra hacia el libro con indecisión. Lo cogió y vio que había otro más debajo, aunque el segundo no tenía esos adornos y sólo llevaba una cubierta aparentemente de piel gastada.

No le gustaban especialmente las joyas, ni siquiera tenía muchas, pero supo, sencillamente lo supo, que estaba contemplando algo de valor incalculable. Suponiendo la antigüedad de aquel papel extraño que casi daba la sensación de ser tejido y viendo el texto en un idioma extranjero, Lyssa no pudo evitar preguntarse qué estaban haciendo esos libros fuera de un museo. Examinó cada página del libro con las incrustaciones, pasó los dedos por cada ilustración y no entendió nada. Pero el valor de ambos libros se había fijado firmemente en su mente, lo cual le hacía plantearse una inquietante pregunta: ¿qué estaba Aidan haciendo con ellos?

De repente, lo raro de su aparición en su puerta, febril y sin equipaje, vistiendo ropa que le estaba demasiado grande y contándole demasiado poco, la asaltó con tal fuerza que ahogó un grito y tuvo que apoyarse sobre la barra.

¿Quién narices era ese hombre que blandía una espada y que estaba en su ducha y qué coño quería de ella?