Aidan se levantó de la áspera alfombra donde estaba tumbado gimiendo de dolor. Le dolía enormemente cada parte del cuerpo, incluso las raíces del pelo. Al levantar la cabeza, recorrió la habitación con la mirada, y vio las paredes de color amarillo claro y a las dos personas que estaban sentadas a pocos metros. Estaban inmóviles, atrapados en un momento del tiempo.
Había un hombre corpulento con un tobillo apoyado en la otra rodilla y un cuaderno en el regazo y otro tumbado en un diván con los ojos cerrados, y cuyo torrente de consciencia había sido el vehículo que había utilizado Aidan para llegar hasta allí.
Haciendo muecas de dolor con cada movimiento, Aidan no recordaba haberse sentido nunca en su vida tan mal. Tambaleándose, extendió una mano y se agarró al filo de una mesa que había al lado, respirando profundamente mientras la habitación daba vueltas con intensidad.
Sonó un lento y suave chasquido en la habitación. Aidan miró el reloj de la pared y se dio cuenta de que había pasado un segundo desde que había llegado. El tiempo empezaba a restaurarse, lo cual significaba que no le quedaba mucho. Sabía que un hombre con una espada no iba a ser muy bien recibido allí.
Dejando de lado su malestar físico, se acercó al armario que tenía al lado y que se diferenciaba por tener una puerta más pequeña que las otras dos que lo flanqueaban. En su interior encontró varias prendas cubiertas por bolsas de limpieza en seco.
Echó un rápido vistazo hacia atrás y confirmó que el hipnotizador era más o menos de su misma estatura, pero aunque el hombre —con una estimación grosso modo— tenía un peso similar, su cuerpo era más gordo. Aun así, aquella ropa de talla grande parecía que podía quedarle bien, así que Aidan cogió una camisa azul clara, unos pantalones azul marino y un cinturón y, a continuación, salió rápidamente de la habitación.
En la zona de la recepción, una joven estaba detenida en pleno proceso de meter cartas en sobres. Aidan miró por encima de su hombro, vio la dirección del remite —San Diego, California— y sonrió. Sheron lo había hecho realmente bien considerando el poco tiempo que el Anciano había tenido.
Metió la mano por detrás del escritorio, cogió el bolso de piel de color Burdeos que había allí y hurgó en su interior, de donde sacó después cien dólares en varios billetes de distinto valor y un juego de llaves de coche. Escribió un sencillo «Gracias» en un papel, lo metió en la cartera y volvió a colocar el bolso donde lo había encontrado.
En la puerta de la consulta, en el anodino recibidor que conducía a los ascensores, Aidan encontró un baño, donde se cambió de ropa. Los pantalones excesivamente grandes necesitaban unos cambios en la cintura para que se ajustaran a su esbelta cadera, pero tardó sólo un momento en arreglarlo y enseguida se puso en movimiento. Se lo llevó todo con él, negándose a adentrarse en un mundo extraño sin sus avíos para la batalla. El posterior y largo trayecto escaleras abajo en su estado tan debilitado casi acabó con él. Se tuvo que detener a menudo, agarrándose a la barandilla y jadeando, mientras obligaba a su poco colaborador cuerpo a que funcionara como era debido.
Tic-tac. El tiempo seguía pasando para él a pesar de lo que los relojes decían y tenía que encontrar a Lyssa antes del anochecer.
Cuando Aidan llegó al vestíbulo, el tiempo avanzaba a toda velocidad. Los ascensores volvieron a ponerse en marcha y los humanos pasaban laboriosamente y a toda prisa por el portal que llevaba a la calle. Se preguntó si alguien lo pararía para preguntarle por la funda de espada que llevaba en el costado, pero aparte de las descaradas miradas de admiración de las mujeres, nadie prestó atención a su espada. Agarrando con fuerza el arma, Aidan anheló el consuelo que la sensación de la empuñadura normalmente le provocaba. Aunque no tenía miedo, sí se sentía muy solo.
«Lyssa».
Le asaltó una gran cantidad de olores, algunos agradables, otros no. En los sueños, la plétora de aportación sensorial siempre era tenue o se pasaba por alto. No ocurría lo mismo en la realidad. Los sonidos de este mundo eran muchos, una cacofonía de voces y engranajes que aumentaron su sensación de náusea. Salió tambaleante por la puerta de cristal de la calle con una necesidad desesperada de tomar el aire.
A base de ir probando con el mando a distancia del llavero, Aidan localizó el coche, un modelo antiguo de color blanco del Toyota Corolla, cuyo interior olía a algo rancio y quemado. Cuando se dio cuenta de que aquel espantoso olor procedía del cenicero, lo tiró entero por la ventanilla. En algunos sueños había compartido cigarrillos poscoito, pero nunca había sentido el verdadero olor de aquel hábito.
En general, su primera impresión de aquel mundo nuevo no fue positiva, lo cual sólo le hizo desear con mayor ansia estar con Lyssa.
Un plano roto, infinidad de calles de un único sentido y conductores que no sabían quedarse en su carril hicieron que llegar a la autopista fuera más que frustrante, pero Aidan estaba decidido e hizo uso de todos los recuerdos que los Soñadores le habían aportado a lo largo de los años para buscar el camino.
Hacia la mujer de sus sueños.
***
—Suena maravilloso, Chad —murmuró Lyssa al teléfono mientras hacía garabatos distraídamente en su cuaderno con forma de perrito—. De verdad. Pero no me apetece esta noche. Estoy agotada. —Miró el reloj de pared de la cocina y se dio cuenta de la hora que era. Las seis.
—Vale, olvidémonos de la película. Yo preparo la comida.
Con un suspiro, Lyssa movió los hombros y dejó el lápiz para rascarse la parte posterior del cuello.
—Lo de cenar parece estupendo, de verdad, pero ha sido un día muy largo y…
El timbre de la puerta la interrumpió.
—Trabajas demasiado, cariño —la reprendió Chad con suavidad—. Tienes que aprender a decir «Vuelva usted mañana. Tengo un hombre que quiere estar conmigo».
Lyssa sonrió. Chad era muy paciente con ella, nunca la presionaba para que diera más de lo que estaba dispuesta. Hubo un par de ocasiones en las que ella había estado a punto de invitarlo a pasar la noche, pero no podía evitar la sensación de que algo se había… apagado.
¿Es que ahora había desarrollado un miedo a la intimidad? ¿La seguridad de que no iba a llegar a vieja la había vuelto recelosa y distante?
—Está el cartero en la puerta. —Lyssa se bajó del taburete que estaba junto a la barra de la cocina y estiró todos los músculos. Iba a dejar que Chad se acercara a ella. No importaban las consecuencias—. Mañana es viernes. ¿Quieres que lo dejemos para el sábado?
El suspiro de frustración de Chad atravesó la línea que los conectaba.
—Sí. El sábado. ¿Seguro?
—Seguro. Te lo prometo. Nos vemos entonces. —Dejó el auricular en la base y cruzó la pequeña sala de estar en dirección a la puerta de la calle. Golosina le salió al paso con un suave ronroneo a modo de advertencia—. Quita, gato malo —le riñó Lyssa, sabiendo que Golosina no le haría caso y que le bufaría con su habitual fervor de cascarrabias.
El timbre volvió a sonar y ella corrió los últimos dos pasos.
—Ya voy. —Lyssa giró el picaporte y abrió la puerta—. ¿Necesita que firme o al… go…?
Tartamudeó hasta quedarse en silencio cuando levantó la vista y vio unos ojos con un resplandor profundamente intenso de color zafiro. Más de un metro ochenta de pura, absoluta y preciosa masculinidad se levantaba en el escalón de su porche.
Ahogó un grito.
Era tan alto, tan ancho de hombros, tan abrumador, que invadía cada centímetro de la puerta. El olor de su piel, algo exótico, especiado y delicioso, le alcanzó a la misma vez que la curva extremadamente provocativa de sus sensuales labios.
El gruñido de Golosina se detuvo de pronto.
—¡Hostias! —Su mano se agarró al pomo con enorme fuerza. Tuvo que obligarse a sí misma a recuperar la respiración. Inhalar y exhalar.
Los ojos de él se deslizaron a lo largo de su cuerpo como una caricia sensual y palpable. A Lyssa le temblaron las rodillas. Dio un traspié y él entro en su espacio personal, agarrándola del codo para sostenerla.
—Lyssa.
Ella parpadeó, mientras la conmoción de aquella voz grave con suave acento le recorría la piel, abrasándola. Había oído antes aquella voz, la había escuchado pronunciar su nombre y la sensación abrasadora de su tacto era casi dolorosa por su intensidad.
El hombre de la puerta era muy excitante. Increíblemente excitante. Pelo oscuro con sienes de vetas plateadas, cejas aladas por encima de unos ojos que la devoraban, una mandíbula apretada y unos labios magistralmente perfilados. Una camisa azul clara desabrochada en el cuello dejaba ver una ligera mata de pelo sobre un pecho bronceado y una piedra parecida a un ópalo colgando de una cadena plateada. Las mangas levantadas dejaban al descubierto unos brazos fuertes que la atraían aún más hacia aquella hipnotizante mirada cargada de erotismo.
«Yo ya lo he besado antes».
No. Negó con la cabeza. No lo había hecho. Era imposible que pudiese haber olvidado a un hombre con ese aspecto. Tenía un atractivo como de otro mundo, un hombre que era demasiado fuerte, demasiado bien esculpido, demasiado peligrosamente masculino como para ser realmente hermoso. Pero lo tenía increíblemente cerca.
Lyssa tragó saliva y separó los labios para hablar. En lugar de ello, él inclinó la cabeza y la besó en la boca. A ella le fallaron las piernas, lo que hizo que se hundiera unos centímetros antes de que él la atrajera con más fuerza y le levantara los pies de las baldosas de la entrada.
Un profundo y ansioso gemido salió del pecho del hombre, vibrando suavemente sobre sus pechos y haciendo que los pezones se le hincharan. Mareada y confusa, levantó las manos para apartarlo, pero el olor de su piel la embriagaba. «Le conozco». Deslizó sus dedos entre el pelo sedoso de la nuca de Aidan.
La experta inclinación de sus labios sobre los de ella hizo que sintiera un escalofrío. Aidan emitió un sonido relajante y le pasó la mano a lo largo de la espalda suavizando su beso. El tranquilo deslizamiento de su lengua, los profundos lametones, el ligero deseo de sus caderas haciendo acariciar su erección contra su cuerpo… Lyssa gimió dentro de su boca.
—Aidan.
Su nombre salió de la nada, inundado de deseo y acalorados reclamos.
—Aquí estoy, tía buena. —Como si la conociera. Como si hubiera ido hasta allí por ella. Y aquel apelativo cariñoso… Sentía como si lo hubiese oído antes. En su voz.
Mientras su pecho se elevaba y se hundía jadeante, Lyssa cerró los ojos y apoyó la mejilla sobre el hombro de él… Le echaba su aliento sobre el cuello expuesto, haciendo que Aidan sintiera un escalofrío y la abrazara con más fuerza.
—Yo… no te recuerdo —susurró ella, segura en el fondo de que se habrían conocido, aunque no íntimamente, en algún momento de su vida.
Él acarició su mejilla contra la cabeza de ella.
—¿No? —murmuró.
—No. —La última vez que se había sentido así de desorientada fue cuando se ventiló una botella de ron con su mejor amiga.
—Entonces, me presentaré. —Su voz sonó como una caricia áspera—. Tú eres Lyssa Bates. Yo soy Aidan Cross.
—Tú eres Aidan. Yo… estoy loca.
La risa entre dientes de él fue en aumento e hizo que los dedos de los pies de Lyssa se enroscaran. A continuación, Aidan entró en la casa como si tuviera todo el derecho a hacerlo y cerró la puerta con el pie.
Sintiéndose extrañamente segura entre sus brazos, Lyssa se echó hacia atrás para mirarle, lo cual fue un error. La mirada que él le brindó fue lujuriosamente sensual, cálida y divertida. De cariño y agradecimiento, una mirada de amante. Él apretó su puño entre el cabello de ella y tiró de su cabeza hacia atrás para lamerle y mordisquearle el cuello, dominándola con el calor absolutamente erótico que exudaba.
Lyssa no se sintió tan sorprendida como debía por la forma de actuar de él. Aquel gesto fue profundamente reconfortante y el tacto de sus labios contra la piel de ella tan natural como el respirar. Él se mostraba arrogantemente seguro, confiado de su derecho a tocarla como deseara.
—He perdido la cabeza —dijo ella con un suspiro de derrota—. Por fin.
—¿Qué? —preguntó él mordisqueándole el lóbulo de la oreja.
—O puede que me haya quedado dormida y que éste sea mi sueño. Sería completamente normal hacérselo con un desconocido en un sueño.
Aidan se detuvo.
—Absolutamente normal hacérselo con este desconocido.
—He estado leyendo demasiadas novelas de amor con machos alfa —murmuró. Entonces, las tripas le sonaron. Con fuerza. Al principio, creyó que había sido Golosina, pero no. Se estaba restregando contra las piernas de Aidan Cross y ronroneaba como un gatito. Aquel maldito gato era todo un gruñón.
Los dos se habían vuelto locos, lo cual era curiosamente consolador.
—¿Otra vez te has pasado todo el día sin comer? —le regañó Aidan.
—Vaya, los hombres de los sueños no dan sermones. —Al separarse de él, Lyssa se agarró a sus fuertes antebrazos para no perder el equilibrio—. Ya he tenido bastantes por parte de mi madre.
—Necesitas que te regañen para que comas con regularidad. Vas a necesitar fuerzas. —Él dio un paso hacia atrás y, a continuación, vaciló—. ¡Eh!
—¿Estás bien? —Ella sujetó su considerable peso con enorme dificultad.
—Es la fatiga del viaje. Supongo.
Ella lanzó un fuerte suspiro. Se suponía que las fantasías no sufrían fatiga por los viajes, así que, o bien aquello era real y se acababa de enrollar con un desconocido, o aquél era el sueño más raro que había tenido nunca. Por supuesto, hacía poco que había empezado a recordar vagos momentos de los sueños, por lo que podía ser que todos los demás que no podía recordar hubieran sido también un poco disparatados. Qué deprimente.
Empujándolo hacia el sofá, se resignó a lo extraordinario de aquella situación.
—¿De dónde eres? —preguntó.
Aidan sonrió y ella sintió cómo el corazón le daba un pequeño brinco.
—De San Diego.
—De acuerdo. Has venido en avión desde San Diego.
—No. He venido en coche desde San Diego. —Aidan se sentó, hundiéndose en los cojines del sofá con un suspiro de agradecimiento—. Es un viaje de menos de una hora, ¿sabes? Cuando no hay tantos coches en la carretera.
—El tráfico. Sí, lo sé. Entonces, ¿cómo es que estás tan cansado?
—Por el viaje hasta San Diego.
—Vale. —Lyssa dio un paso atrás y se cruzó de brazos—. ¿De dónde venías antes de llegar a San Diego? ¿De Irlanda? Reconozco que se me da muy mal identificar los acentos. Y el tuyo es especialmente bonito.
Sorprendida ante un repentino déjà vu provocado por sus propias palabras, Lyssa lo miró fijamente, inmóvil, mientras la sonrisa de Aidan aumentaba y lo volvía aún más hermoso. «¿Por qué siento como si lo conociera tan bien, como si esta conversación ya la hubiésemos tenido?», pensó.
Era surrealista estar encima de un desconocido que acababa de besarla hasta hacer que perdiera el sentido. Pero por mucho que se dijera a sí misma lo contrario, no había forma de convencerse de que había hecho algo malo.
—Te pones muy guapa cuando gruñes.
—¿Sí? Pues tú te pones muy guapo cuando sonríes como un idiota. Y no soy una gruñona. Ahora dime, ¿de dónde vienes?
—De tus sueños.
—Vale. Ahora sé que estoy dormida. Los tíos buenos de la vida real no dicen cursilerías como ésa. —Pero no le había sonado a cursi. Le había parecido dulce, algo apasionado, como si de verdad estuviera feliz por verla.
Aidan la agarró de la mano y la atrajo hasta su regazo. Lyssa consideró expresar alguna protesta simbólica, pero luego pensó: «A la mierda». Él era guapo y agradable y ella, una loca.
—¿Estuvimos saliendo en la guardería o algo así? —preguntó mientras estudiaba sus facciones con atención.
—Algo así —respondió de forma evasiva—. Como veterinaria, has recibido formación para buscar síntomas específicos y, después, basándote en ellos, llegar a un diagnóstico.
Lyssa arqueó las cejas y miró al hombre de sus sueños.
—Algo parecido.
—Pero a veces, simplemente tienes que seguir tu instinto, ¿verdad? Como ahora. No me recuerdas, pero aun así estás bastante segura de mí.
—No. Lo único de lo que estoy segura es de que estoy loca de atar.
Aidan cerró los ojos y negó con la cabeza. Liberada del cepo de aquella intensa mirada, Lyssa pudo observar el resto de sus facciones con más atención. Aquel hombre tenía las mejillas encendidas y los labios rojos. Le acarició la frente con la parte interior de la muñeca y notó que tenía fiebre.
—Estás ardiendo.
—No es contagioso —la tranquilizó, abriendo los ojos y apretando los brazos cuando ella trató de ponerse de pie—. Creo que simplemente me estoy adaptando.
—¿A qué? Deja que me levante. —Se revolvió para soltarse—. Deberías acostarte. Podremos averiguar de qué nos conocemos en otro momento.
—La verdad es que me vendría bien una cama. No he dormido en dos días.
Lyssa miró la cara vuelta hacia arriba de Aidan con ojos sorprendidos.
—Un vuelo largo, ¿eh? ¿Necesitas que te ayude a buscar un hotel?
—Lo único que necesito es estar contigo. —Volvió a hundirse en el sofá y soltó un gruñido—. Me duele todo el cuerpo.
—Mierda. —¿Qué demonios se suponía que tenía que hacer con él?—. Ahora es cuando me toca llamar a la policía, ¿no? «¿Sí? ¿Es el 091? El tío más atractivo que he visto en mi vida, y también el que mejor besa y mejor huele, me acaba de abordar y se ha desmayado en mi…».
Observó boquiabierta cómo Golosina se acurrucaba en el regazo de Aidan y se acomodaba en él, restregando su cabeza gris y negra contra el abdomen del hombre de sus sueños. Aidan levantó la mano y acarició al gato tras las orejas, pese a encontrarse tan mal. Aquel gesto tierno hizo que Lyssa se ablandara.
—No, por favor —susurró él echando la cabeza hacia atrás—. Me conoces. Tú… yo… tú y yo… —Bostezó y a ella le pareció encantador—. Lo siento. No quiero quedarme dormido. Jamás en mi vida me he sentido tan chungo. Y tu sofá es muy cómodo.
—Sí, bueno… No hay de qué —contestó ella sin convicción—. Pero deberías tomarte algo para esa fiebre. —Antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, Lyssa entró en la cocina y cogió un bote de Tylenol. Las manos le temblaron al abrirlo.
«Aidan».
Conocía aquel nombre. Seguro que eso quería decir que lo conocía a él. ¿Por qué narices no podía recordarlo?
El timbre del teléfono hizo que diera un brinco y se le cayera el bote al suelo. Por suerte, el tapón a prueba de niños resistió. Se inclinó por encima del fregadero y cogió el auricular mientras miraba a un lado para ver que su invitado se había quedado rápidamente dormido en el sofá. Al verlo, tan grande e imponente, ahora tumbado y relajado, soltó un suspiro. Pese a llevar ropa que le quedaba mal, Aidan Cross hizo que la boca se le hiciera agua.
—Aquí la doctora Bates —dijo en voz baja al llevarse el teléfono a la oreja.
—Hola, doctora. —Aquella voz alegre de Stacey fue como una cuerda salvavidas lanzada a una mujer que se estaba ahogando—. Sólo llamo para recordarte que mañana abrimos más tarde por lo del cumpleaños de Justin en el colegio.
—De acuerdo. Gracias. Lo había olvidado. Otra vez. —Lyssa rodeó la barra de la cocina y se sentó en su taburete habitual para poder empaparse del buen aspecto de Aidan mientras éste dormía—. ¿Stacey?
—¿Sí?
—Por aquí está pasando algo raro.
—¿Sexo desenfrenado?
—¿Desde cuándo el sexo desenfrenado es algo raro? —preguntó con un bufido.
—Es verdad.
—A lo que llamo raro es a cuando suena el timbre de la puerta y aparece el hombre más atractivo que has visto en tu vida, te besa hasta dejarte inconsciente y, después, acampa en tu sofá.
—¡Dios mío! —exclamó Stacey obligando a Lyssa a alejarse el teléfono del oído—. ¿Por fin ha conseguido Chad que le dejes pasar la noche? ¡Bien por ti! ¡O bien por Chad!
—Eh… no. No se trata de Chad —susurró frenética mientras colocaba la mano sobre su boca y el auricular.
El inquietante silencio que hubo al otro lado hizo que Lyssa se estremeciera.
—Vaya… —Stacey soltó una pequeña y sorprendente carcajada—. No te estoy juzgando, pero que sepas que me muero de la curiosidad. ¿Quién es el cachas del sofá?
—Pues… ya ves… Ésa es la cuestión. Que no estoy segura.
—¿Que no estás segura? ¿Un tipo desconocido y guapo ha llegado a tu puerta, te ha besado y ahora está sentado en tu sofá? Pues sí que es raro, sí. Estoy celosa. A mí no me pasan cosas así. ¿Dónde está el cachas que me corresponde?
Con un suspiro, Lyssa miró su cuaderno y se quedó helada, estupefacta al ver la cara sonriente de Aidan devolviéndole la mirada. «Dios mío…».
—Dejando de lado las bromas, doctora —susurró Stacey con tono de complicidad, como si Aidan pudiese oírla—. ¿Quieres que llame a la policía? ¿O me estás tomando el pelo?
Lyssa siguió el contorno dibujado de aquellos labios descaradamente sensuales que había conseguido capturar tan bien. Un terapeuta infantil la había animado a asistir a clases de dibujo aduciendo que la capacidad de reflejar sus pensamientos en el papel podría ayudarla a recordar sus sueños y compartirlos con su madre. No había funcionado para aquel fin, pero el acto de dibujar la tranquilizaba y a menudo recurría a aquel hábito.
—¿Lyssa? ¿Va todo bien?
—Creo que sí —contestó distraídamente mientras el corazón se le aceleraba y hacía que se sintiera más aturdida de lo que ya estaba—. O sea, el sentido común me dice que no, pero…
—¿Pero qué? ¡Me estás poniendo de los nervios!
Bajándose del taburete otra vez, Lyssa enderezó la espalda.
—Todo lo demás indica que sí.
—Muy bien, escúchame. Hazle una foto a ese hombre y, después, esconde la cámara en el coche. Coloca una nota en la bolsa con su nombre… ¡Ah! ¿Puedes cogerle la cartera?
—¡Stacey! —exclamó Lyssa riéndose—. Creo que no pasa nada. A Golosina le encanta. —Se quedó mirando el sofá, donde Golosina dormía en el regazo de Aidan como un ángel…
«¿Eres un ángel?
No, cariño. No soy un ángel».
—Ni hablar de eso —se mofó Stacey—. A Golosina no le gusta nadie, ni siquiera Justin. Y todo el mundo adora a mi hijo.
—Es un niño estupendo. —De repente, la sonrisa de Lyssa se volvió auténtica. Algo en su interior conocía al hombre que estaba en su sala de estar y le gustaba. Mucho—. Voy a colgar, Stacey. ¿Nos vemos a las diez?
—Más te vale. Si no apareces en el trabajo, iré con la Guardia Nacional. A propósito, ¿cómo se llama ese tío?
—Aidan Cross.
—¡Me gusta! Suena comestible.
—Lo es. —Lyssa dio la vuelta a la barra y se agachó para coger el Tylenol—. Mañana te cuento.
—Estoy deseando escucharlo todo, doctora.
—Sí, sí. Adiós. —Lyssa pulsó el botón para colgar, dejó el auricular en la encimera de granito y se sirvió un vaso de agua fría que salía de la puerta del frigorífico. Después, fue a la sala de estar y se arrodilló en el suelo junto al sofá.
Se inclinó hacia delante y acarició a Aidan, incapaz de contenerse. Le pasó una mano por el corto mechón de pelo que le colgaba por encima de la frente y él parpadeó mientras abría los ojos.
Una dulce sonrisa se dibujó en sus labios.
—Me alegra estar aquí contigo.
—Qué encanto. —Tragó saliva para deshacer el nudo de su garganta. Si no fuera por la extrema inteligencia que veía en aquellos ojos de color zafiro oscuro, pensaría que podría tratarse de algún chiflado. Los tíos buenos nunca solían ser tan dulces—. Apuesto a que le dices lo mismo a todas las mujeres con las que te encuentras.
—Nunca en mi vida se lo he dicho a nadie, tía buena.
—Déjalo ya. Haces que me ponga sensiblera.
La sensación de déjà vu volvió a asaltarla de nuevo.
—Prométeme… —Aidan extendió una mano para coger la de ella—. Prométeme que comerás algo mientras me echo la siesta. Y que no te quedas dormida.
Lo miró sorprendida.
—¿No?
Él negó con la cabeza con los ojos fijos en el rostro de ella.
—No. Permanece despierta hasta que yo me levante.
—Vale. —Colocó la palma de la mano en la mejilla de él y notó su elevada temperatura justo antes de que él se pusiera a tiritar con fuerza—. Pero tú tienes que prometerme que te vas a tomar esto.
Vació sobre su mano dos pastillas del bote y le obligó a tragárselas, a pesar de la mueca de desagrado de Aidan. Después, lo acomodó en el sofá y lo cubrió con su manta. Golosina se fue a su lugar habitual en el brazo del sofá, moviendo rápidamente la cola con fastidio.
—Come —le ordenó Aidan—. Y no duermas.
—Entendido.
Lyssa vio cómo caía en un discontinuo duermevela y, después, estudió sus rasgos durante un largo rato. A continuación, se preparó un bocadillo y se sentó en la mesa del comedor con su libro sobre sueños y reencarnación.
***
Calor.
A medida que volvía en sí, aquello fue lo primero que registró la mente de Aidan. Una brisa abrasadora se movía a su alrededor, ampollándole la piel, secándole las fosas nasales y agrietándole los labios. El aire era nauseabundo, inundado del hedor a muerte y desesperación.
Abrió los ojos y se encontró delante de la Puerta de Entrada, atado a un poste con los brazos atrás. Las Pesadillas iban saliendo en cantidades incontables y sin control. Alrededor de él, cientos de voces gritaban y le echaban la culpa de actos que él no podía recordar. Estaba solo, a excepción de la figura delgada y de cabello dorado que alargaba la mano hacia la puerta.
—¡No!
Aidan se despertó con una sacudida, asustando a Golosina, que maulló sobresaltado. El corazón le latía a gran velocidad y tardó un momento en darse cuenta de dónde estaba. Se pasó las dos manos por el pelo, haciendo una mueca al notar las raíces mojadas y la piel peguntosa.
Pesadillas.
Las muy cabronas. Ya no estaba a salvo de ellas. Se habían introducido en lo más profundo de su mente, habían encontrado sus temores y los estaban alimentando. Se sintió al mismo tiempo agotado e inquieto.
Como nunca se había encontrado desarmado ante el enemigo, se vio vulnerable. Desdichado. Le dio una arcada.
Aidan buscó el único y verdadero consuelo que había conocido nunca. Giró la cabeza hacia el suave zumbido monótono de la televisión y vio a Lyssa a su lado, sentada en el suelo. Estaba oscuro, las persianas estaban bajadas y la única iluminación procedía de la luz parpadeante de la televisión y el acuario que había en el comedor. Extendió una mano hacia ella y la pasó por los mechones dorados que tanto le gustaban. Ella se movió, deslizándose despacio hacia el suelo…
… un peso muerto.
El pánico del que hacía poco rato había salido volvió a estallar y le recorrió la sangre hasta que el corazón estuvo a punto de estallarle. Dio un salto desde el sofá para alcanzar el cuerpo de ella cayéndose justo antes de que se golpeara contra el suelo.
—¡Lyssa! —La sacudió con violencia—. Maldita sea. ¡Te he dicho que te quedaras despierta!
Sus pestañas se agitaron, pero su subconsciente estaba ya conectado al Crepúsculo mortal.
El grito que salió de él fue tan desesperado como inhumano. Su pesadilla no había terminado.
No había hecho más que empezar.