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Lyssa Bates miró el reloj con forma de gato que había en la pared, con su cola marcando el tictac y sus bigotes marcando las horas. Por fin iban a dar las cinco. Casi la hora de empezar el fin de semana y ya estaba impaciente.

Agotada, se pasó las manos por su largo cabello y bostezó. Era como si nunca consiguiera recargar suficientemente las pilas por mucho que descansara. Los días de descanso pasaban entre una nebulosa de sábanas apartadas a puntapiés y montones de café. Su vida social se había reducido mucho mientras que el tiempo que pasaba en la cama era cada vez más largo. Ninguno de los medicamentos que le recetaban para el insomnio le servían. No era que no pudiera dormir. De hecho, parecía que no podía dejar de hacerlo.

Simplemente no descansaba nada.

Poniéndose de pie, elevó los brazos por encima de la cabeza y se estiró. Todos los tendones de su cuerpo se quejaron. Las llamas de las velas aromáticas parpadeaban encima de los archiveros de metal, tapando el olor a medicinas de su consulta con el olor a galletas. Pero aquel delicioso aroma no le daba hambre, tal y como se suponía que debía hacer. Estaba perdiendo peso y se iba volviendo más débil. Su médico estaba dispuesto a enviarla a una clínica del sueño para controlar sus pautas de la fase REM y ella estaba a punto de aceptarlo. Él le había dicho que su falta de recuerdos de los sueños era una manifestación mental de alguna dolencia física, pero que aún no la había identificado. Lyssa estaba agradecida de que no le hubiese recetado una camisa de fuerza.

—Ése ha sido tu último paciente, así que puedes irte a casa si quieres.

Lyssa se giró y miró con una sonrisa a Stacey, su recepcionista, que estaba de pie en la puerta de la consulta.

—Tienes un aspecto de mierda, doctora. ¿Estás enferma?

—Ojalá lo supiese —murmuró Lyssa—. Llevo ya por lo menos un mes sintiéndome en baja forma.

De hecho, había sido una enfermiza toda su vida, lo cual era uno de los motivos por los que había decidido hacer la carrera de Veterinaria. Ahora dedicaba tanto tiempo como le permitían sus energías a su alegre consulta con suelos de mármol de color crema y cierta decoración victoriana. Detrás de Stacey, el estrecho pasillo revestido de madera conducía a la sala de espera decorada con periquitos que gorjeaban en jaulas antiguas. Era acogedora y cálida, un lugar donde a Lyssa le gustaba pasar el rato. Cuando no estaba tan condenadamente cansada.

Stacey se apoyó en el quicio de la puerta y arrugó la nariz. Vestida con una bata con dibujos de animales, tenía un aspecto bonito y alegre que se correspondía con su personalidad.

—Dios, yo odio estar enferma. Espero que te mejores pronto. Tu primer paciente del lunes es un laboratorio que necesita nuevas vacunas. Les daré otra cita si quieres. Concédete una hora para decidir si te ves con ganas de venir o no.

—Te quiero —dijo Lyssa con una sonrisa agradecida.

—Bah, sólo necesitas a alguien que te cuide. Como un novio. Hay que ver el modo en que te miran los tíos solteros cuando entran aquí… —Stacey soltó un silbido—. La mitad de las veces creo que se compran los perros sólo por venir a verte.

—¿No acabas de decir que tengo un aspecto de mierda?

—Es una forma de hablar. Tú tendrías mejor aspecto en tu lecho de muerte que la mayoría de las mujeres en su mejor día. Estos tíos no recuerdan la revisión médica de sus animales porque se pongan notas de aviso, créeme.

Lyssa puso los ojos en blanco.

—Te acabo de dar un aumento. ¿Qué quieres ahora?

—Que te vayas a casa. Yo cerraré con Mike.

—No pienso discutir por eso. —Estaba hecha polvo y aunque la consulta seguía invadida por la reconfortante cacofonía de ladridos de perros, el zumbido de las herramientas de acicalamiento de Mike y los pájaros parlanchines, iba disminuyendo poco a poco a medida que se acercaba la noche—. Deja que guarde estos historiales y…

—Ni hablar. Si dejo que empieces a hacer mi trabajo, ¿para qué vas a necesitarme? —Stacey se acercó, cogió los archivos del escritorio de color caoba y se dirigió hacia el pasillo—. Te veo el lunes, doctora.

Negando con la cabeza con una sonrisa, Lyssa recogió su bolso y las llaves antes de salir por la puerta de atrás de su consulta hacia el aparcamiento del personal. Su BMW descapotable negro esperaba en el aparcamiento casi vacío. Hacía un día precioso, soleado y caluroso, y bajó la capota antes de irse para casa. Durante los veinte minutos de camino, engulló los restos fríos de la taza de café del posavasos y encendió la radio, tratando de permanecer despierta lo suficiente como para evitar matarse o matar a otra persona por la carretera.

Su elegante coche serpenteaba con facilidad entre el escaso tráfico de su ciudad del sur de California. Comprado de forma impulsiva cuando por fin aceptó el hecho de que estaba destinada a morir joven, el descapotable había sido una adquisición de la que nunca se había arrepentido.

En los últimos cuatro años había realizado un montón de cambios igual de drásticos, como mudarse al Valle de Temecula y dejar atrás una exitosa consulta veterinaria en San Diego. Creía que su fatiga crónica se debía a su estresante agenda laboral y a un coste de vida exorbitante. Y durante los primeros años después de la mudanza, se había sentido mucho mejor. Sin embargo, últimamente parecía estar peor que nunca.

Tras un montón de pruebas, habían descartado una gran variedad de enfermedades como el lupus o la esclerosis múltiple. Diagnósticos erróneos como la fibromialgia y la apnea del sueño le habían hecho tomar medicamentos inútiles y llevar mascarillas dolorosas que no le dejaban dormir nada. El más reciente diagnóstico de narcolepsia era deprimente y no le proporcionaba ninguna cura para el agotamiento que estaba arruinándole la vida. Su capacidad para trabajar largas horas como a ella le gustaba había disminuido hacía años y, poco a poco, estaba perdiendo la cabeza.

La puerta de hierro forjado de su urbanización se abrió y entró, pasando por la zona de la piscina de la comunidad de la que aún no había hecho uso, antes de pulsar el mando a distancia que abría la puerta de la cochera que estaba a la vuelta de la esquina.

Se detuvo de forma abrupta en el interior con absoluta precisión, pulsó de nuevo el mando y entró en su cocina con encimera de granito antes de que la puerta del garaje se hubiese bajado del todo. Lyssa lanzó el bolso sobre la barra de la cocina, se quitó la camisa de seda de color marfil y los pantalones azules y, a continuación, se hundió en su mullido sofá.

Se quedó dormida antes de apoyar la cabeza en el cojín.

***

Aidan se quedó mirando la puerta que le separaba de su última misión y frunció el ceño. La psique que había dentro debía de estar muy jodida para haber construido una barrera así. Metálica y ancha, solitaria en un mar de oscuridad. Levantó la vista y no pudo ver dónde terminaba aquella condenada cosa. Era el elemento disuasorio más fuerte con el que se había encontrado nunca. No le extrañaba que los otros seis Guardianes hubiesen fracasado.

Maldijo mientras se pasaba las manos por el pelo, que ahora se estaba encaneciendo por las sienes. Los Guardianes no envejecían. Eran inmortales, a menos que una Pesadilla les succionara la vida. Pero algunas de las locuras que había visto a lo largo de los años lo habían deteriorado visiblemente. Cansado y desanimado, agarró la empuñadura de su espada y dio un golpe fuerte contra la puerta. Aquélla iba a ser una noche larga.

—¿Quién es? —se oyó preguntar a una voz cantarina en el interior.

Se detuvo en mitad del balanceo de la espada despertándose su interés.

—¿Hola? —gritó ella.

Su mente no reaccionaba con rapidez por lo inesperado de la conversación y dijo lo primero que le vino a la mente.

—¿Quién deseas que sea?

—Vete —gruñó ella—. Estoy harta de tanto chiflado.

Aidan parpadeó mirando a la puerta.

—¿Perdón?

—No me extraña que no pueda dormir con tanto tío golpeando mi puerta con sus acertijos. Si no me dices tu nombre, ya puedes marcharte.

—¿Qué nombre prefieres?

—El tuyo, el de verdad, listillo.

Arqueó las cejas y se sintió de repente como si fuese él quien sufriese un trastorno mental y no al revés.

—Adiós, quienquiera que seas. Ha sido una conversación agradable. —Su voz se volvió más distante y él supo que la estaba perdiendo.

—Aidan —gritó.

—Ah. —Hubo una pausa elocuente—. Me gusta ese nombre.

—Eso es bueno, supongo. —Frunció el ceño, sin saber bien qué hacer a continuación—. ¿Puedo entrar?

La puerta se abrió con una lentitud exasperante, con un chirrido de bisagras y suaves resoplidos del óxido que salía de las grietas. Se quedó un momento mirando fijamente, sorprendido por lo fácil que había sido entrar cuando le habían advertido que aquella tarea era una misión casi imposible. A continuación, se quedó fascinado por el interior. Dentro no había más que oscuridad, lo mismo que en el exterior. Nunca había visto nada así.

—¿Por qué no enciendes las luces? —preguntó entrando con cautela en el «sueño» de ella.

—¿Sabes? Llevo años intentando hacerlo —contestó secamente.

Su voz flotó en la oscuridad como una cálida brisa de primavera. Buscó en los recuerdos de ella y no encontró nada fuera de lo común. Lyssa Bates era una mujer normal con una vida normal. No había nada en su pasado ni en su presente que pudiera explicar aquel vacío.

La puerta permanecía abierta detrás de él. Podía marcharse. Enviar a un Preceptor. Mostrarse agradecido por la misión más fácil que había tenido en muchísimo tiempo. Pero en lugar de eso, se quedó, intrigado por el primer destello de auténtico interés por una Soñadora que había sentido en muchos siglos.

—Bueno… —dijo pasándose la mano por el mentón—. Trata de pensar en algún lugar al que te gustaría ir y llévanos a él.

—Cierra la puerta, por favor. —Y la oyó alejarse.

Aidan consideró si era prudente encerrarse allí dentro con ella.

—¿Podemos dejarla abierta?

—No. Entrarán si no la cierras.

—¿Quiénes van a entrar?

—Las Sombras.

Aidan se quedó en silencio, asimilando el hecho de que ella reconociera a las Pesadillas como entes individuales.

—Yo puedo matarlas por ti —se ofreció él.

—Debes saber que detesto la violencia.

—Sí, ya lo sabía. Ésa es una de las razones por las que te hiciste veterinaria.

—Ahora recuerdo por qué os pongo de patitas en la calle —gruñó ella con un bufido—. Sois muy entrometidos.

—Me has dejado entrar bastante rápido —dijo él, dándose la vuelta para cerrar la puerta.

—Me gusta tu voz. ¿Tienes acento irlandés? ¿De dónde eres?

—¿De dónde quieres que sea?

—Me da igual. —Sus pasos se alejaron aún más—. Vete. No voy a seguir hablando contigo.

Aidan soltó una suave carcajada y admiró su vivacidad. No estaba intimidada, a pesar de lo deprimente que debía de ser estar a solas en la oscuridad.

—¿Sabes cuál es tu problema, Lyssa Bates?

—¿Que tú y tus amigos no dejáis de fastidiarme?

—No sabes soñar. Con la infinidad de posibilidades que hay en tu mente, todos los sitios a los que puedes ir, las cosas que puedes hacer, las personas con las que puedes estar, y no te permites disfrutar ninguna de ellas.

—¿Crees que me gusta estar aquí sentada y a oscuras? Me encantaría estar en una playa del Caribe ahora mismo, retozando en la arena con un tío bueno.

La puerta se cerró con un estruendo tremendo y él soltó un suspiro. No tenía ni idea de qué hacer ahora. Las labores de Preceptor, Sanador y todas esas cosas sentimentaloides… no se le daban bien.

—¿Cómo sería ese tío bueno? —preguntó. Del sexo podía encargarse. Y sinceramente, por primera vez en mucho tiempo, lo estaba deseando de verdad. Había algo en su irreverente forma de hablar…

—Pues no lo sé —contestó ella, asentando su voz en una zona—. Alto, de piel oscura y guapo. ¿No es eso lo que todas las mujeres quieren?

—No siempre. —Se acercó hacia ella, buscando entre los recuerdos de Lyssa ejemplos pasados de lo que ella consideraba un tío bueno.

—Hablas como si lo supieses de verdad.

Él se encogió de hombros y, a continuación, recordó que ella no podía verle.

—Tengo algo de experiencia. Sigue hablando para que pueda encontrarte.

—¿Por qué no podemos hablar así?

—Porque preferiría no levantar la voz —respondió alterando su curso hacia la izquierda.

—Es una voz muy sabrosa.

—Gracias —dijo él enarcando las cejas.

El de sabrosa no era un calificativo que hubiese escuchado nunca refiriéndose a su voz. Aquel cumplido hizo que la polla le diera una sacudida y aquella maldita cosa estaba tan hastiada que casi nunca lo hacía sin una manipulación física. Y desde luego, nunca le había pasado sin un estímulo visual.

—A mí también me gusta tu voz. Imagino que eres guapa.

Rastreando su mente vio que era realmente atractiva, pero que estaba cansada, que tenía los ojos oscuros y enrojecidos y que estaba delgada.

—Pues entonces, nos tendremos que asegurar de mantener las luces apagadas. —La voz de ella sonaba triste. En condiciones normales, él se retiraría rápidamente ante tal emoción. Deseo y rabia era lo único que podía permitirse experimentar. No podía preocuparse mucho por el destino de nadie. Ni siquiera por el suyo.

—Algunos de nosotros podrían ayudarte —dijo él en voz baja.

—¿Quién? ¿El que vino anoche imitando la voz de mi exnovio, el que me engañaba?

—Mala elección, pero con la puerta en medio tengo que felicitarle por haber conseguido detectar tantas cosas.

Ella se rio y aquel sonido gutural fue muy distinto al que él esperaba oír. Era una risa vibrante, llena de vida, un reflejo de lo que aquella mujer había sido antes de lo que fuera que ocurrió y que le jodió la vida.

—La otra noche pusieron la voz de mi madre.

Aidan se agachó junto a ella.

—Para consolarte. Estuvo bien, si consideramos lo unida que estás a ella.

—No quiero consuelo, Aidan —protestó con un bostezo.

Una embriagadora fragancia de flores inundó las fosas nasales de él y, esperando conseguir más aún, se sentó con las piernas cruzadas.

—¿Qué es lo que quieres, Lyssa?

—Dormir. —Su dulce voz parecía muy cansada—. Dios, sólo quiero dormir y descansar. Mi madre habla demasiado como para que eso pueda ocurrir. Y tu gente no deja de llamar a la condenada puerta. La principal razón por la que te he dejado pasar es para haceros callar.

—Ven aquí —murmuró él extendiendo los brazos en la oscuridad en busca de su cálido y suave cuerpo.

Mientras ella se acurrucaba sobre el pecho de él, Aidan creó un muro detrás de su espalda y se apoyó en él, extendió sus largas piernas delante de los dos y la estrechó con fuerza.

—Es agradable —susurró ella, y su aliento soplaba caliente al acariciar el pecho de Aidan entre la abertura de su túnica. Pesaba poco, pero tenía buenos pechos, un descubrimiento que a él le encantó tanto como le sorprendió—. Ha sido también por tu voz.

—¿Eh?

—Por lo que te he dejado entrar.

—Ah. —Él le acarició todo lo largo de la espalda, tranquilizándola, susurrándole cosas que para él no tenían sentido pero que sonaban bien.

—Tu cuerpo es muy duro, casi lo suficiente como para ser incómodo —se quejó Lyssa mientras envolvía sus brazos alrededor de su cintura—. ¿A qué narices te dedicas?

Él enterró su nariz en el cabello de ella y aspiró su olor. Aquel aroma era fresco y dulce. Inocente. Mientras que aquella mujer se había pasado la vida curando a pequeñas criaturas, él llevaba una eternidad luchando y matando.

—A mantener a los malos alejados.

—Parece duro.

No respondió. El deseo de encontrar consuelo con ella era casi abrumador, pero al contrario de lo que sentía con otras mujeres, no quería sumergirse en su cuerpo. Sólo deseaba abrazarla, encontrar consuelo en su cariño. La forma con que ella se ganaba la vida era curando y, durante sólo un instante fugaz, él quería que lo curaran.

Sofocó el deseo de forma implacable.

—Tengo mucho sueño, Aidan.

—Pues descansa —susurró él—. Yo me aseguraré de que no te molesten.

—¿Eres un ángel?

Sus labios se curvaron y la abrazó con más fuerza.

—No, cariño. No lo soy.

La respuesta de ella fue un suave ronquido.

***

No fue tan suave el masaje en la pierna que la despertó. Lyssa se estiró, sorprendida por verse en el sofá y, después, aún más sorprendida al darse cuenta de que se sentía de maravilla. El sol de la última hora de la tarde iluminaba su sala de estar a través de la puerta corredera de cristales, y Golosina, su gato atigrado, refunfuñó como hacía siempre que ella dormía demasiado y no le prestaba atención.

Sentándose, se frotó los ojos y se rio al sentir que su estómago protestaba con un gruñido. Estaba muerta de hambre, realmente hambrienta por primera vez en varias semanas.

—Supongo que debí haber intentado antes pasar la noche en el sofá —le dijo a Golosina, rascándole detrás de las orejas antes de ponerse de pie. El sonido del teléfono le hizo dar un brinco. Se abalanzó sobre la barra de la cocina para cogerlo.

—Aquí la doctora Bates —saludó con voz entrecortada.

—Buenas tardes, doctora —contestó su madre riéndose—. ¿Otra vez estás pasando todo el día durmiendo?

—Supongo que sí. —Lyssa miró el reloj. Era casi la una—. Pero esta vez ha debido de funcionar. Hacía meses que no me sentía tan bien.

—¿Lo suficiente como para salir a comer?

Las tripas le sonaron aceptando la idea.

—Por supuesto. ¿Cuánto tardas en llegar?

—Estoy a la vuelta de la esquina.

—Guay. —Extendió la mano y espolvoreó comida para peces por su acuario de agua salada. Unos hambrientos peces payaso subieron a la superficie haciéndola sonreír—. Entra con tus llaves. Voy a lavarme.

Lyssa lanzó el auricular sobre el sofá antes de subir las escaleras, se duchó y se vistió rápidamente con un cómodo chándal de velvetón de color chocolate. Se pasó un cepillo por el pelo mojado y, a continuación, se lo recogió, dándose cuenta de que seguía teniendo aspecto de cansada pese a sentirse estupendamente.

Sin embargo, su madre tenía un aspecto más que fabuloso, vestida con unos pantalones pitillo de seda roja y una chaqueta estrecha del mismo color. Con el cabello rubio de melena corta y los labios pintados, Cathryn Bates no había dejado que dos divorcios aguaran su deseo de tener un físico estupendo y atraer a los hombres.

Mientras su madre hablaba de esto y aquello, Lyssa salió rápidamente por la puerta de la cocina para coger el descapotable.

—Vamos, mamá. Háblame en el coche. Estoy hambrienta.

—Eso lo dices siempre y luego comes como un pajarito —murmuró Cathy.

Lyssa no hizo caso del comentario y miró hacia atrás mientras salía del garaje con el coche.

—¿Adónde?

—¿Al Soup Plantation? —Su madre la examinó con la mirada—. No, necesitas un poco de carne para esos huesos. ¿A Vincent’s?

—Pasta. ¡Ñam, ñam!

Lamiéndose los labios, giró el volante y salió a toda velocidad de la urbanización. Con el techo bajado y el buen descanso de la noche, estaba dispuesta a comerse el mundo. Era agradable tener energía y estar contenta. Casi se había olvidado de lo maravilloso que era.

El restaurante italiano Vincent’s estaba lleno, como siempre, pero no tuvieron problemas para hacerse con una mesa. Los manteles de cuadros rojos y blancos y las sillas de madera daban al interior un aire informal y campestre. Había velas de luz suave en cada mesa y Lyssa asaltó con ganas el pan de romero recién hecho.

—¡Vaya! ¡Mírate! —exclamó su madre con aprobación mientras hacía una señal para pedir vino sosteniendo su copa en alto—. Me pregunto si tu hermana estará comiendo bien también. Su tocólogo dice que el bebé va a ser otro niño. Está pensando nombres.

—Sí, ya me lo ha dicho. —Mientras mojaba otro trozo de pan en el aceite de oliva, Lyssa hizo un gesto de desdén y cogió el menú. Una alegre melodía italiana trataba de hacerse escuchar por encima del escándalo de los comensales, pero aquella atmósfera concurrida era justo lo que necesitaba para volver a sentirse parte de la civilización—. Le he dicho que a lo más que llego es a nombres de mascotas. No le extrañó.

—Le he sugerido que saque el libro sobre bebés que le regalé. Que empiece por la A y vaya bajando. Adam, Alden…

—¡Aidan! —exclamó Lyssa mientras daba un bocado. Algo tierno le recorrió el interior y le hizo lanzar un suspiro—. No sé por qué, pero me encanta ese nombre.

***

Era una hermosa noche en el Crepúsculo. El cielo era una manta de ébano cubierta de estrellas y, en la distancia, el estruendo de las cataratas competía con las risas y las apagadas melodías musicales. Los Guardianes que habían estado trabajando durante la noche anterior se relajaban tras las tensiones del día. Para Aidan, sin embargo, su tarea no había hecho más que comenzar.

Pasó bajo el enorme arco del Templo de los Ancianos y se detuvo en la cho–zuya. Hundió el cazo en la fuente, se enjuagó la boca y se lavó las manos antes de seguir caminando.

Refunfuñando entre dientes, atravesó el patio central y entró en el haiden, donde los Ancianos le estaban esperando. Estaban sentados delante de él formando un semicírculo de varias filas enfrente de la entrada de columnas que acababa de atravesar. Varias plantas por encima de él se elevaban tantos bancos que hacía tiempo que los Guardianes habían perdido la cuenta de cuántos Ancianos los ocupaban.

—Capitán Cross —lo saludó uno de ellos. Aidan no estaba seguro de cuál había sido. Como siempre, pensó en el Maestro Sheron, pues sabía que su profesor estaba entre todos ellos, absorto en lo que Aidan consideraba que era una conciencia colectiva. Aquello le entristeció.

Inclinó la cabeza mostrando respeto.

—Ancianos.

—Cuéntanos más cosas de tu Soñadora, Lyssa Bates.

Le costó, pero mantuvo el rostro impasible mientras se erguía. Sólo el sonido de aquel nombre dicho en voz alta le produjo un escalofrío placentero por todo el cuerpo. A pesar de la oscuridad del sueño, había disfrutado del tiempo que había pasado con ella. Se había sentido seguro tras la enorme puerta, consolado con la confianza que ella mostró, sorprendido y contento de que hubiese acudido a él por ser él mismo, no un fantasma que ella hubiese inventado para su propio consuelo. Y había sentido empatía por él, lo había visto como un hombre, no como un autómata que no ansiaba más que una lucha feroz y un buen polvo.

—Os he contado todo lo que sé.

—Debe haber más. Han pasado siete ciclos de sueño desde que conseguiste entrar y ella ha rechazado a todos los demás Guardianes que han llegado después.

Él se encogió de hombros.

—Dejadla en paz. Está sana y salva. Cuando esté lista nos dejará entrar. No nos necesita de manera inmediata.

—Quizá seamos nosotros los que la necesitemos.

Con una pose rígida, Aidan recorrió la vista por aquel mar de rostros mientras el ritmo de su corazón aumentaba. Ellos le devolvían la mirada, vestidos de gris oscuro, con sus capuchas levantadas tapándoles la parte superior del rostro de tal forma que todos parecían iguales. Un solo ente.

—¿Para qué?

—Ha preguntado por ti.

Contuvo la respiración. Ella le recordaba. El calor le recorrió el cuerpo.

—¿Y qué? —preguntó con desprecio para ocultar su reacción.

—¿Cómo puede ser que recuerde tu verdadero nombre?

—Se lo dije cuando me lo preguntó.

—¿Por qué adivina cualquier apariencia con la que nos presentamos ante ella?

—Es veterinaria. Es inteligente.

—¿Es ella la Llave?

Aidan frunció el ceño.

—No. Si la conocierais, sabríais lo ridículo que es siquiera pensar eso. Nunca le abre la Puerta a las Pesadillas. Les tiene el mismo miedo que nosotros. Además, tiene menos control sobre sus sueños de lo que he visto nunca. No puede encender las luces, así que se queda sentada totalmente a oscuras.

—Debemos enviar a más Guardianes para que interactúen con ella y para que demuestren que tienes razón, pero no nos deja entrar. Si no podemos hacerlo, tendremos que suponer lo peor y destruirla.

Aidan empezó a pasearse y se agarró las manos por detrás, tratando de buscar el modo de exponer un motivo en contra de la infundada paranoia de los Ancianos.

—¿Qué puedo hacer para convenceros?

—Volver con ella e instarla a que nos abra la puerta.

Aunque deseaba ir, también lo temía. Ya en la última semana había sido incapaz de dejar de pensar en ella. ¿Estaba bien?

Ella pensaba en él…

Un suave escalofrío le recorrió el cuerpo. Había estado en la mente de ella, había visto quién era en todos los niveles. La conocía tan bien como ella misma. Le había gustado lo que había visto y estaba ansioso por pasar más tiempo en su compañía.

Los contradictorios deseos de estar con ella y evitarla le asaltaban con la misma fuerza. Como una manta de postres dispuesta ante un hombre hambriento. Aunque sabía que sentir cariño por Lyssa le satisfaría, no era bueno para él y sólo terminaría sintiendo más hambre. La agitación que sentía lo demostraba.

—Si no vas tú, Cross, no tendremos otra opción.

El peso de aquella amenaza permaneció en el aire. La petición de volver a visitar a una Soñadora no era nada nuevo, pero sí poco habitual y nunca antes se le había pedido a un Guerrero de la Elite. Se mostró decidido. Podría arreglárselas para mantenerse distante, como siempre había hecho.

—Desde luego que iré.

—Te encargarás de ella hasta que le abra la puerta a otros Guardianes.

No pudo ocultar su sorpresa.

—Pero me necesitan en otros lugares.

—Sí, y echaremos de menos tu liderazgo —admitió la voz—. Sin embargo, esta mujer demuestra ser única en su capacidad de bloquear la entrada a las Pesadillas y a los Guardianes con esa puerta. Tenemos que saber por qué lo hace. Quizá se trate de una cualidad que podamos copiar con otros Soñadores. Imagínate las ventajas si pudieran defenderse por sí solos.

—Eso no es todo. —Dejó de caminar y los miró—. Si vuestro objetivo fuese bienintencionado, enviaríais a un Sanador o a un Preceptor para persuadirla.

En lugar de ello, enviaban a un hombre conocido por su actitud distante y su capacidad para matar con precisión.

Hubo un silencio.

—Si ella es la Llave, tú eres el mejor cualificado para eliminarla.

La sangre se le heló en las venas. Pensar que esa estúpida leyenda iba a conducir a la muerte de una mujer dulce y pura como Lyssa Bates hacía que el estómago se le pusiera del revés. A medida que pasaban los días, Aidan odiaba su vocación cada vez más. Matar a quienes estaban destrozados por la locura o un mal intrínseco como las Pesadillas se estaba convirtiendo en una tarea bastante dura. Si ahora tenían que matar también a inocentes, no sabía si podría soportarlo.

—Te quedaste con ella, Cross. Podrías haberte retirado y dejar que fuera otro quien la consolara. Sólo puedes culparte a ti mismo de esta misión.

Mantuvo las manos abiertas ante ellos.

—¿Qué nos ha pasado para que nosotros, los Guardianes de los inocentes, tengamos ahora que matar simplemente porque hay algo que no comprendemos?

—Debemos encontrar a la Llave y destruirla —entonaron los Ancianos al unísono.

—¡Olvidaos de la condenada Llave! —gritó, y su voz resonó en aquel espacio abovedado haciendo que los Ancianos dieran un brinco todos a la vez—. Vosotros, que sois tan sabios, no podéis ver la luz aunque la tengáis delante de la cara. ¡No hay ninguna Llave! Es una fantasía. Un mito. Un delirio.

Los apuntó con un dedo acusador.

—Queréis vivir basándoos en una falsa esperanza en lugar de enfrentaros a la realidad. Queréis creer que existe algo milagroso ahí afuera que os absuelva de la culpa que sentís por haber traído hasta aquí a las Pesadillas. Pero no contamos con nada más que con nuestra disposición para luchar y estamos malgastando energías mientras buscamos lo que no existe. ¡La guerra no terminará nunca! Jamás. No podemos más que continuar salvando a quienes podamos. ¿En qué nos vamos a convertir si matamos a los buenos junto con los malos por una mentira?

»A menos que haya algo que no me hayáis contado —dijo bajando la voz con tono inquietante—. Alguna prueba.

El silencio que siguió a su arrebato fue ensordecedor, pero no se retractó. Todo lo que había dicho era obvio.

—No nos habías hablado de tu crisis de fe, capitán Cross —dijo alguien, por fin, con una réplica demasiado calmada—. Pero las cosas suceden cuando tienen que suceder y esta misión es aún más adecuada para ti ahora que sabemos cómo te sientes.

El hecho de encerrarse le pareció también a él una idea cada vez mejor.

—De acuerdo. Me iré con ella ahora y seguiré haciéndolo hasta que me ordenéis lo contrario.

Esperaba que todos entraran en razón y se dieran cuenta de lo fanáticas que habían llegado a ser sus creencias. Mientras tanto, defendería a Lyssa tanto de ella misma como de la Orden que había jurado protegerla.

Aidan dio media vuelta sobre sus talones y salió con un furioso remolino de sus túnicas negras.

Y nadie vio al único Anciano que no sonrió.

***

—¿Qué te ha pasado? Tenías muy buen aspecto el fin de semana.

Lyssa se dio la vuelta y apretó la cara contra los cojines del respaldo de su sofá.

—Aquella noche de descanso fue sólo una casualidad.

Su madre se sentó en el suelo y le acarició el pelo.

—Has tenido problemas para dormir toda la vida. Primero eran dolores fuertes, luego las pesadillas, después, las fiebres.

Estremeciéndose al recordar los baños en agua helada, Lyssa se arremetió la manta de felpa de color verde salvia. Golosina bufó a su madre desde su habitual lugar de descanso en el brazo del sofá.

—Este animal está poseído —murmuró la madre—. No le gusta nadie.

—No me pienso librar de él. Es el único que me soporta cuando estoy así.

Cathy lanzó un suspiro.

—Ojalá supiera qué hacer, cariño.

—Sí, yo también. Estoy muy cansada de estar cansada.

—Tienes que hacerte más análisis.

—No, por Dios —se quejó Lyssa—. Estoy harta de ser un alfiletero humano, mamá. No quiero más.

—¡No puedes seguir viviendo así!

—¿Es esto vivir? —murmuró Lyssa—. Si lo es, preferiría estar muerta.

—Lyssa Ann Bates, si vuelves a decir eso otra vez, yo… yo… —Su madre se puso de pie con un gruñido, al parecer incapaz de pensar en una amenaza peor que la muerte—. Voy a la tienda a comprar los ingredientes para una sopa de pollo con fideos casera. Y te la vas a comer entera, jovencita. Hasta la última gota.

Lyssa gimió y apretó los ojos con fuerza.

—Vete, mamá. Déjame dormir.

—Voy a volver. No pienso rendirme. Y tú tampoco.

Oyó después cómo su madre cogía las llaves y cerraba a continuación la puerta de la calle, dejándola en un maravilloso silencio. Suspiró cansada y se dejó atrapar por el sueño…

Y se despertó de pronto por unos golpes en la puerta.

—¿Qué quieres? —gritó exasperada y revolviéndose en la absoluta oscuridad—. ¡Vete!

—¿Lyssa?

Se quedó quieta mientras aquel ligero acento irlandés se propagaba suavemente por el vasto espacio, a pesar de haber una puerta entre ellos. El corazón le dio un brinco.

—¿Aidan?

—¿Puedo pasar?

Incorporándose, Lyssa arrugó la nariz y envolvió con los brazos sus rodillas dobladas.

—¿Dónde has estado?

—Trabajando. —Hubo un largo silencio—. He estado preocupado por ti —dijo después con voz suave.

—Qué encantador —refunfuñó, ocultando el placer que le producía escuchar sus palabras. Valiéndose de su mente, abrió la puerta con un suspiro y deseó por milésima vez poder ver al hombre que acompañaba a aquella voz. Le escuchó entrar, deleitándose con el caminar confiado y seguro que tantas cosas revelaba de él y que la hacía sentir tan a salvo.

—Ya puedes cerrar la puerta —dijo él. Y así hizo ella.

Sus pasos fueron yendo más despacio y Lyssa pudo notar que la estaba buscando.

—Sigue estando oscuro aquí dentro.

—Lo has notado tú solo, ¿no?

A medida que sus pasos se acercaban, una cálida y profunda risa ahogada inundó el aire.

—Ya lo solucionaremos.

—Espero que vengas con tiempo —dijo ella con sequedad—. Llevo años tratando de solucionarlo.

—Tengo todo el tiempo que necesites.

Lyssa trató de no hacer caso de la pequeña excitación que le recorrió el cuerpo y terminó riéndose de ella misma. Se había encaprichado de una voz.

Y de un cuerpo duro. Y unos brazos fuertes. Y una ternura paciente. Dios, qué sola estaba. Echaba de menos disfrutar de una vida social y de un novio.

—¿Vas a hablarme para que pueda encontrarte?

Ella tenía la garganta tensa por el remordimiento y el rencor, así que tragó saliva antes de hablar.

—Estoy perdiendo la cabeza, Aidan. Me estoy volviendo sensiblera. La menor tontería me hace llorar.

Él se acercó sin que sus pasos vacilaran ni flaquearan a pesar de no poder ver.

—Yo admiro a la gente que se permite tener sentimientos.

—¿Qué quiere decir eso?

—Exactamente lo que acabo de decir.

—No puedes admirar a una mujer que se queda sentada en la oscuridad —repuso—, porque es demasiado estúpida como para saber encender la luz.

Aidan se agachó a su lado.

—Yo sí puedo. Y la admiro.

—¿Cómo has podido encontrarme así? —Se estremeció al sentir su cercanía y el tono íntimo de su voz. Incluso sin verle, ella sabía que tenía una mirada atractiva y sensual.

—Por tu olor.

Un momento después, él colocó la cara entre el pelo de ella y aspiró profundamente. Lyssa se quedó inmóvil y se le puso la carne de gallina. Sintió un pequeño revoloteo en el estómago.

Él volvió a echarse hacia atrás con ella apoyada contra su pecho.

—Abres y cierras la puerta tú sola.

Lyssa se quedó pensándolo con el ceño fruncido.

—Así que puedes controlar lo que te rodea si así lo deseas —comentó Aidan con un tono extraño en su voz.

Lyssa se sorprendió. «Vaya. Sí que lo he hecho yo, sin apenas tener que pensarlo».

—Entonces, ¿por qué no puedo pedir una cerveza? ¿O unas vacaciones?

—¿Y un tío bueno? —Había en su voz un delicioso tono de risa.

«Ya tengo al tío bueno», pensó. Se mordió el labio inferior al pensarlo. La voz de Aidan prometía sensualidad. Su cuerpo duro y sus piernas largas y poderosas hacían alarde de su fortaleza. Extendió una mano y le tocó el pelo y descubrió que lo tenía muy corto, espeso y sedoso. Como la oscuridad le impedía ver, unas imágenes lujuriosas invadieron su mente, pensamientos de sus propios dedos entre aquel abundante pelo mientras la boca de él hacía magia entre sus piernas.

Aidan siseó entre dientes y ella se dio cuenta de que al cambiar de postura, sus pechos se apretaban contra el de él. Los pezones se le habían puesto duros como reacción a sus pensamientos y supo que él podía notarlos. Se separaron rápidamente y Lyssa se revolvió para dejar distancia entre ellos.

—Lo siento —murmuró, empezando a caminar en aquella oscuridad que tan bien conocía.

Aidan se quedó en silencio un largo rato.

—Vamos a intentar descubrir cómo controlas la puerta —dijo tras aclararse la garganta.

Ella continuó dando pasos a un lado y a otro incansablemente, segura de que nunca se había sentido más rara en toda su triste vida.

—¿Lyssa? —insistió lanzando un suspiro—. ¿Sabes lo que yo creo?

—¿Qué? —«¿Que soy una pirada sedienta de sexo?», pensó.

—Creo que estás demasiado nerviosa como para centrarte en el sueño.

—¿Te refieres a que estoy desesperada? —Se apartó de la tentación, apoyando sus pies suavemente en el suelo caliente. Por primera vez en mucho tiempo, deseó estar sola, lo cual la hizo sentir malhumorada además de frustrada.

—Puedes soñar perfectamente bien cuando estás concentrada —gritó él.

Ella soltó un resoplido y negó con la cabeza.

—Dilo —farfulló entre dientes—. Necesito acostarme con alguien.

Ahogó un grito cuando unos fuertes brazos la agarraron por la cintura y la sujetaron con fuerza contra un pecho duro como una roca. Contra la curva de sus nalgas sintió la excitación de él, una presencia caliente y grande que le atravesaba el pantalón del chándal hasta llegarle a la piel. El cerebro dejó de funcionarle, incapaz de procesar el hecho de que él también podría desearla.

—Haré algo más que decirlo, tía buena —murmuró en su oído.

A continuación, le dio la vuelta para que se colocara enfrente de él y se lanzó sobre su boca con un ansia pasmosa, antes de bajarla a la arena dorada…