—¡Listo!
Connor se puso de pie, pisó en el peldaño ya arreglado y dio varios saltos. Aquello soportó semejante maltrato a la perfección.
—¡Ñam! —susurró Stacey.
Levantó la vista cuando se abrió la puerta mosquitera y salió ella.
—Hola.
—Hola.
Connor conocía la mirada que ella tenía en los ojos. La había visto en otras mujeres. Sin embargo, era la primera vez que se la veía a Stacey, quien, al humedecerse inconscientemente los labios a la vez, le alteró la sangre.
—Cielo —susurró—. Da la impresión de que quieres comerme vivo.
—¿Has estado sin camisa aquí fuera todo el tiempo? —preguntó ella, con la respiración un poco entrecortada. Se había recogido el pelo en unas adorables coletitas y llevaba dos vasos llenos de un líquido rojizo con hielo. Por alguna razón, aquel peinado tan de niña la hacía de lo más sexy. Stacey no tenía nada de infantil, pero su aspecto le trajo a la memoria un juego de roles al que le encantaría entregarse con ella.
—La última media hora más o menos.
—Siento habérmelo perdido.
Él esbozó una sonrisa.
—Sigo aquí.
Ella parecía estar considerando la oferta. Él le dio un empujoncito llevándose la mano a la creciente erección que tenía bajo los tejanos.
—¡Serás descarado! —exclamó entre dientes, sin poder apartar la mirada.
—Me deseas. Y yo te deseo a ti —respondió él, sencillamente—. Mi cuerpo se prepara para llegar hasta el final. Es inútil fingir otra cosa.
Stacey exhaló y luego sonrió con falsa alegría. Una alegría que no se le reflejó en los ojos, nublados de turbación y anhelo.
—He pensado que a lo mejor te apetecía tomar un zumo de arándanos.
Él sabía cuándo presionar y cuándo retirarse.
—Me encantaría.
La comida sabía mejor aquí; tenía que reconocérselo al plano mortal. La comida china le había parecido fenomenal, al igual que el zumo de naranja que había tomado por la mañana en lugar de café. Podía imaginarse una vida de sobrealimentación y quemar luego toda la energía sobrante en la cama con Stacey.
El paraíso. Un sueño.
—¡Eh! —dijo con sorpresa fingida y exagerada. Se puso una mano en la oreja—. ¿Lo oyes?
Ella se quedó inmóvil en el tercer peldaño con un ceño que le estropeaba el espacio entre las cejas. Entonces abrió los ojos desmesuradamente. Mirando por encima del hombro hacia el porche, gritó:
—¡Has arreglado la puerta! —A Connor aquella sonrisa de alegría le impactó de lleno, porque esta vez iluminó sus preciosos ojos verdes.
Se encogió de hombros como si no se hubiera hinchado de orgullo masculino.
—Estrictamente hablando, era la cosita esa del enganche la que no funcionaba.
Stacey bajó los últimos peldaños y le ofreció un vaso. Le cogió un dedo entre dos de los suyos y lo sujetó.
—Gracias.
—De nada. —Connor se quedó allí parado, obligándose a respirar con un ritmo acompasado.
Ella apartó la mirada. Luego le soltó, se acercó a la barandilla del porche y apoyó los codos en ella. Parecía melancólica y él no sabía qué decir, así que se sentó en el banco mecedora que tenía más cerca y bebió a grandes tragos.
—Con una familia tan dedicada al servicio militar —empezó a decir ella—, ¿por qué te retiraste? ¿Te hirieron?
Connor inspiró bruscamente, dándole vueltas a cómo responder. Al final, se dio cuenta de que no podía sino decirle la verdad.
—Perdí la fe en nuestro gobierno —tuvo que reconocer, pendiente de su reacción—. Cuando ya no creía que defendiera los intereses del pueblo, no tuve más remedio que marcharme.
—¡Oh! —Le miró con comprensión—. Lo siento. Pareces muy decepcionado.
Y parecía que a ella le importaba que lo estuviera, lo cual le afectó como si la temperatura hubiera subido de repente, cubriéndole la piel de sudor. La única persona con la que había compartido confidencias personales era Aidan, pero el consuelo que Connor recibía de él era muy distinto al que Stacey le proporcionaba. Ella hacía que quisiera compartir más cosas, que le diera más de sí mismo, que agrandase el lazo que los unía porque le hacía más fuerte saber que ella estaba ahí.
—Yo quería confiar en ellos. —Se balanceaba ligeramente, disfrutando de la brisa vespertina que olía a hierba recién cortada y a la fragancia de las flores que Stacey había plantado alrededor del porche. No estaba en casa, pero se sentía como si lo estuviera—. Es duro darse cuenta de que deliberadamente uno se engaña a sí mismo porque resulta demasiado doloroso admitir la verdad.
—Connor. —Ella suspiró y se acercó a él. Connor le hizo sitio para que se sentara a su lado—. ¿Y adónde vas a ir ahora? —preguntó, con la mirada fija en el contenido de su vaso.
—No lo sé. En cuanto Aidan se recupere, nos sentaremos a decidir qué vamos a hacer.
—¿Tú también trabajas para McDougal?
—No.
—¿Cuánto tiempo te quedarás aquí?
—No lo sé. No mucho. Un día más, quizá.
—Oh…
Se balancearon juntos en silencio durante un rato y él la miraba desde debajo de sus párpados caídos, fijándose en los movimientos inquietos de sus dedos. Se había puesto una camiseta rosa y un peto corto que apenas le cubría sus ágiles piernas. Estaba entusiasmado con la vista, fascinado con la flexión y el estiramiento de sus muslos mientras empujaba el balancín adelante y atrás.
—Seguro que tienes ganas de marcharte.
Curvó los labios con pesar.
—¿Por qué lo dices?
Stacey señaló lo que les rodeaba con un amplio gesto de la mano.
—Estarás aburrido.
—¿Ah, sí? —Connor le pasó un brazo alrededor de su fina cintura y la atrajo hacia sí—. ¿Qué estarías haciendo si yo no estuviera aquí?
Ella se encogió de hombros.
—Limpiando. Haciendo la colada. A veces me acerco hasta el videoclub y cojo la última peli de acción que haya.
—¿No sales con nadie? —preguntó él con suavidad.
—Apenas tengo tiempo. —Le dirigió una mirada furtiva—. Tampoco hay muchos hombres interesados en madres solteras.
—Eres mucho más que eso. —Deslizó los dedos hacia donde la abertura del peto dejaba ver la camiseta. Le acarició un lateral del pecho y notó que se estremecía toda ella—. También eres una mujer.
—Algo tiene que quedar relegado.
—Seguro —murmuró él—. Pero no puedes ignorarla por completo.
Ella alzó el mentón.
—No todo el mundo tiene facilidad para mantener relaciones sexuales ocasionales.
—Estoy de acuerdo.
Stacey ladeó el torso para evitar su roce, lo cual la puso casi de cara a él.
—¿Tú cómo lo haces?
Connor ensanchó las ventanas de la nariz.
—¿Por qué quieres saberlo?
—A lo mejor me viene bien alguna pista.
—Cielo. —Se la acercó al pecho. El zumo de ella se derramó por el borde del vaso y salpicó el suelo, pero a ninguno de los dos le importó. Ella jadeó, con los labios abiertos a escasos centímetros de la boca de él—. Yo no te enseñaría cómo mantener relaciones sexuales ocasionales por nada del mundo.
Sólo imaginar a otro hombre tocándola le ponía frenético y furibundo. Apretó los dientes y le hundió los dedos en la carne sin descanso.
Malinterpretando el peligroso sentimiento de posesión que invadía a Connor, ella sacó la lengua con un rápido movimiento y se humedeció el labio inferior. Él se puso aún más duro contra su cadera y ella bajó la mirada.
—Pero podría practicar sexo ocasional contigo —coqueteó.
Connor, sorprendido, se quedó mirándola un momento.
—No quiero practicar sexo ocasional contigo.
—¿Ah, no?
Él negó con la cabeza y alargó una mano para poner su vaso encima de la pequeña mesa de hierro forjado que había justo fuera del arco del balancín. Luego posó ambas manos en la espalda de ella y la acarició hasta que la oyó suspirar.
—No estoy deseando marcharme. Voy a lamentar no haber disfrutado de ti como habría debido. Estaré dándome de cabezazos durante mucho tiempo por no haber sabido controlarme cuando lo necesitaba.
—Me gusta que fueras salvaje. —Se puso colorada y bajó la mirada donde tocaba con la mano el pecho de él.
—Te gustaría más con autodominio —susurró, cogiéndole a Stacey el vaso de zumo y dejándolo junto al suyo. La giró de manera que no quedaran frente a frente y pudieran colocarse cómodamente con la espalda de ella apoyada en su pecho. Le rodeó la cintura con los brazos, apoyó la barbilla en su cabeza y empujó para que se balancearan.
—Podría acostumbrarme a esto —dijo, cerrando los ojos y deleitándose con el acalorado peso de su cuerpo dulcemente curvado contra él. Deslizó las manos por debajo del peto y le cubrió la totalidad de sus senos.
Mía.
Pero para que ella siguiera viva, él tendría que marcharse.
—Tengo que ir a ver cómo va la tarta —dijo ella en voz baja, pero hizo poco por soltarse de su abrazo.
Connor frunció el ceño.
—No sé cómo superar esto.
—¿Superar qué? —Entonces ella forcejeó y él la soltó a regañadientes.
—Superar lo de tu caparazón.
—¿Mi qué? —Se levantó y retrocedió.
—Eres como una de esas cosas con escamas que camina muy despacio y se esconde dentro de un caparazón redondo.
—¿Una tortuga?
—Exacto —asintió él con solemnidad—. Eso es. Una tortuga mordedora.
La expresión de indignación de su rostro era cómica, pero él se negó a sonreír. No tenían tiempo para andarse por las ramas.
—Mira. —Las manos en la cintura, el pecho subiendo y bajando con agitación—. No es justo que me pidas que nuestras relaciones sexuales no sean ocasionales cuando estás a punto de marcharte.
—Lo sé.
—Pues para ya de una vez.
—No puedo —respondió él sencillamente—. Te deseo tanto que duele.
Se quedó mirándole durante un momento como si quisiera fulminarle, luego se dirigió hacia la puerta con paso airado y entró en casa hecha una furia. Connor maldijo entre dientes y, enderezándose, se sentó. Aquello era ridículo. Tenía que salir de allí y tranquilizarse. Había mucho que hacer y estaba complicando las cosas empeñándose en una atracción que desafiaba la lógica.
A él no le hacía falta nada que le atara y le retuviera; tenía que irse por necesidad. Ella necesitaba a un hombre que se quedara a su lado, que la apoyara, que cuidara de ella.
Connor se levantó y se dirigió a la puerta. Tenía que llamar a un taxi para que le llevara a la casa de Aidan y luego trabajar hasta que se despertaran. En uno o dos días, estaría muy lejos de aquí. Lo único que tenía que hacer era mantenerse alejado de Stacey durante ese tiempo.
En cuanto entró en la casa, el olor a canela, mantequilla y manzanas le golpeó con tanta fuerza que se paró en seco. Se detuvo nada más cruzar el umbral y examinó el diminuto salón con una amplia mirada.
Las paredes estaban pintadas de un amarillo muy suave, el sofá y el enorme sillón eran a rayas azules y blancas, las mesas de centro y rinconeras tenían arañazos y marcas que hacían que las visitas se sintieran cómodas y relajadas. Era hogareño y acogedor, y distaba mucho de su austero barrancón de soltero en el Crepúsculo. Apenas pasaba tiempo en casa, pues prefería estar en la de Aidan.
Ahora quería pasar tiempo allí. Con Stacey.
Connor apretó la mandíbula y se sentó en el sofá. Levantó el auricular del teléfono, cogió las páginas amarillas del cesto de mimbre blanco que había debajo de la mesa y empezó a hojearlo. Percibió el momento en que Stacey entró en la habitación y levantó la vista hacia ella.
—Saldré de tu…
Se detuvo a mitad de la frase, boquiabierto. Se había quitado las coletitas. Y los zapatos. Stacey tenía los dedos en los broches metálicos de las tiras del peto, y él supo que estaba a punto de quitárselo también.
—¡Demonios, no! —exclamó con tristeza, metiéndose la mano en un bolsillo y arrojándole al pecho una sarta de preservativos—. No irás a rajarte ahora.
Al coger la tira de papel de aluminio, todos los músculos de su cuerpo se tensaron hasta el extremo del dolor. Unido a la visión de cómo le caía el peto al suelo, dejando ver unas piernas torneadas y un diminuto tanga de encaje rojo que se la puso dura inmediatamente… Connor gimió.
¿Autodominio? ¿Pensaba que podría dominarse si volvían a hacer el amor? ¿Se había vuelto loco?
—¿Qué haces, cielo? —preguntó ásperamente.
Ella enarcó una ceja, agarró el dobladillo de la camiseta y se la sacó por la cabeza. Sus preciosas tetas rebotaban con la violencia de sus movimientos. Eran las tetas más bonitas que había visto en su vida. Pálidas y con unos pezones largos y rosados. El deseo de chupárselos le inundó la boca de humedad y tuvo que tragar saliva.
—Me desnudo para poder follar contigo —soltó ella.
Esta vez, el ruido que emitió se vio sofocado por la avidez carnal que le tenía cogido por los huevos, bien agarrado.
Contempló, muerto de lujuria, cómo introducía sus finos dedos por debajo de la cinturilla de sus bragas y se las bajaba, mostrando un triángulo perfectamente recortado de rizos negros. Era incapaz de moverse, se negaba a parpadear, sobrecogido ante aquella mujer. Pequeña, rellenita donde importaba para asegurarse de que no la rompía cuando la montara, con unos brillantes ojos verdes que ardían de pasión. Claro que la mitad de aquella pasión era pura rabia, pero ya se encargaría él de eso, si conseguía que el cerebro le funcionara.
Stacey echó a andar hacia él, espléndida y vibrante. Sabía que estaba metido en un buen lío. Tenía un nudo en el estómago y respiraba de manera errática. Ni siquiera cuando se enfrentaba a una legión de Pesadillas se sentía como en aquel momento. Era como si cada paso que daba hacia él fuera un paso adelante que no pudiera retroceder. Estaba tan excitado como acojonado.
Entonces empezó a subírsele encima, poniéndosele a horcajadas en su regazo, y el aire que tomaba laboriosamente estaba inundado de su aroma. Una mujer exuberante, dispuesta, excitada. Como ninguna de las mujeres a las que había conocido.
El ligero matiz de temor que había sentido se fundió en un sentimiento de estar haciendo lo correcto que no podía negar. No se sentía atrapado por el anhelo de Stacey. Se moría por él, se moría por ella, y sólo cuando la tenía en sus brazos se mitigaba esa ansiedad.
Stacey alargó la mano hasta el botón y la cremallera de los tejanos de él y el tacto de sus dedos rozándole la polla casi le vuelve loco. Él introdujo una mano entre sus piernas, abriéndola con sus dedos, encontrándola resbaladiza y caliente.
—Sí —musitó, tirando con más fuerza del botón de sus tejanos, difícil de desabrochar porque estaba sentado.
—Deja que te coma —dijo ásperamente, desesperado por saborearla con la lengua.
A ella la tensión le endureció el cuerpo y le miraba la boca con los párpados caídos. Él se mordió el labio inferior, luego lo soltó lentamente, notando cómo ella se estremecía bajo sus yemas acariciadoras. Le rodeó el clítoris, le lamió los labios. Ella gimió y los pezones se le endurecieron aún más, justo ante los ojos de él.
Inclinándose hacia delante, abrió la boca y succionó la de ella. Aquello no bastaba, ni por asomo. Con la mano que tenía libre le cubrió el otro seno, apretándoselo y masajeándoselo, notando cómo se le hinchaba y endurecía con el deseo. Ahuecando los carrillos, se introdujo el esponjoso pezón hasta el paladar, acariciándole la parte inferior con la lengua. Friccionó entre sus piernas, gozando con los sonidos que hacía, los gemidos y los jadeos, con la forma en que se retorcía contra él y le clavaba las uñas en la piel desnuda de sus hombros.
Llevó dos dedos hasta la hendidura de entrada a su vulva y se los introdujo. Estaba tan empapaba que la humedad le goteaba por los dedos, y se contrajo con avidez cuando empezó a follarla. Adentro y afuera. Trabajándole el coño con toda la destreza que poseía, haciéndola gritar y suplicar que le metiera la polla.
—Por favor…, fóllame.
A él le encantaba. Nada le parecía suficiente. Ni para su ego, ni para ella. Porque quería que ella fuera feliz. Quería ser el hombre capaz de hacerla feliz.
—Connor… ¡Por favor!…
Siguió succionando, pellizcando con labios y dientes, agitando la lengua rápidamente sobre el pezón endurecido. Ella empezó a menear las caderas, follándole a su vez, subiendo y bajando, cabalgando sobre aquellos dedos que se le hundían en lo más profundo. Tenía el coño tan mojado que podía oírlo, además de sentirlo; eran tan eróticos aquellos sonidos húmedos que temía perder el control y estallar en los pantalones.
Sacó los dedos con un gruñido y le soltó el pecho con un ruidito seco.
—Tengo que comerte el chocho.
Incapaz de esperar a que ella le ayudara, Connor la cogió por la cintura, se retorció y se echó boca arriba a lo largo en el sofá. Ella gritó sorprendida cuando él la alzó y se la colocó encima de la boca; entonces susurró su nombre cuando él levantó la cabeza y la lamió desde el coño hasta el clítoris con una ardiente pasada.
Con el sabor de ella, se le endureció la polla aún más, haciendo que los vaqueros le apretaran dolorosamente. Connor bajó los brazos y se los quitó, silbando de alivio cuando disminuyó la presión y el aire fresco le enfrió lo suficiente como para tranquilizarse una pizca.
—Más abajo —dijo con voz ronca, agarrándole los muslos.
Stacey parpadeó al ver al dios tumbado entre sus piernas obscenamente abiertas, y notó que tenía la cara interna de los muslos suave y resbaladiza de pura lujuria. Nunca había estado tan excitada. Él la rodeaba por todos lados. La devoraba. Era exactamente como ella lo imaginaba.
Cuando estaba en la cocina, sacando del horno la tarta de manzana, había estado imaginando cómo sería si estuvieran juntos. Imaginando cómo sería si aquello fuera el principio y no el final. Por la forma en que él la tocaba y la seducía, suponía que era de esa clase de hombre que la follaría en la mesa de la cocina porque no podría esperar a llegar al dormitorio. Se lo imaginaba llegando por detrás mientras ella se atareaba en el fregadero, bajándole las bragas y metiéndole la polla hasta dentro.
Era primitivo, un hombre endiabladamente sexual. Y así le quería ella. Nunca había conocido a un hombre como él. ¿Y si no volvía a conocer a otro? Sexo a tope. Sexo sin reservas. Sexo sin tabúes. Sólo había hecho el amor de aquella manera una sola vez en su vida. La noche anterior. Con Connor. Y había sido fenomenal. ¿No sería para darse de bofetadas después por no disfrutar más de ello cuando tuvo la oportunidad?
En ese momento, con la burbujeante tarta de manzana en sus manos enguantadas, Stacey había decidido que ya era mayorcita y que podía con ello. En el mundo había cosas peores que tener un rollo de dos noches con un tío que te gustaba y al que le gustabas tú.
—Baja un poco —repitió, tirando de ella, con los labios abiertos y brillantes, oscura y ávida la mirada—. Siéntate en mi cara para que pueda meterte bien la lengua.
Stacey se estremeció de arriba abajo. Él era el tipo de hombre que disfrutaba haciendo gozar oralmente a una mujer. Que disfrutaba volviéndola loca y poseyéndola de esa manera tan personal. Marcándola, haciéndola suya.
—Hoy, quería ser suya.
Agarrándose al respaldo del sofá para mantener el equilibrio, descendió, reprimiendo los sonidos que estuvieron a punto de escapársele cuando notó su cálido aliento en su piel húmeda.
—Sí —susurró él, cogiéndola por las nalgas con sus grandes manos y acercándola. Empezó a lamerla, con largos y lentos lametones, profundizando en todos los pliegues y grietas, respirando con fuerza contra ella. Le excitó el clítoris, batiendo la lengua sobre él con la ligereza de una pluma y la velocidad de un colibrí.
—Ahí, ahí —susurró ella, dejándose llevar por aquel movimiento enloquecedor. Un lametón directo la haría estallar y ella intentó captarlo, meneando las caderas, persiguiendo la lengua. Sabiendo muy bien lo que ella necesitaba, Connor se apartó de aquella pequeña protuberancia, ladeó la cabeza y se hundió en ella.
—¡Oh, Dios! —Temblaba, con los dedos blancos por el esfuerzo de agarrarse al respaldo del sofá.
Connor gimió y la atrajo aún más, sujetándola por las caderas, comiéndole el chochito con avidez, follándola con rápidos y profundos movimientos de la lengua. El aire se llenó de seductores sonidos de ventosa mientras él la absorbía con roncos y hambrientos gruñidos.
El orgasmo resultante fue arrollador, con los ojos apretados, rechinándole los dientes. El silencio de ella pareció excitar aún más el ardor de él. La alzó y se puso de lado, aposentándole el trasero en la mesita de centro antes de erguirse delante de ella. Con los labios pegados a su oreja, la mano izquierda en su cadera, la derecha entre ambos para colocarse él en su abertura, arremetió con fuerza, inmovilizándola en la superficie con su impaciente y enorme polla.
Ella, asustada, gritó de placer, conteniendo la respiración cuando él le agarró el pelo con una mano y le echó la cabeza hacia atrás. La cubrió con su cuerpo enorme y macizo. La dominaba. La poseía totalmente. Hasta su aliento era suyo. Ella no podía respirar sin inhalar la espiración de él.
—Mía —farfulló, y con la mano que tenía en su cadera tiró de ella hacia abajo para que se clavara aún más en él, hasta que no hubo nada que los separase. Se movía con fuerza dentro de ella, como si dijera: «Estoy dentro de ti. Soy parte de ti».
Esa sensación le cogió a ella al final de su orgasmo e hizo que la vagina se le contrajera con fuerza alrededor de él, reavivando las últimas convulsiones de su orgasmo.
Él gruñía mientras ella se ondulaba a lo largo de su polla, con la frente resbaladiza de sudor apretada a la suya.
—Estás hecha para mí.
El acoplamiento era perfecto, si bien un poco ajustado. Antes de conocer a Connor, habría jurado que no podía admitir una polla tan grande. Pero él la ponía tan caliente y tan húmeda… Hizo un movimiento giratorio con las caderas para hacerse una idea de su tamaño.
—¡Oh! —exclamó con voz entrecortada, cuando todo se acopló, a la espera de más.
—Sí —canturreó él, meneando sus magras caderas al mismo tiempo, incansablemente, casi inconscientemente, con sus cargadas pelotas apoyadas en la grieta del trasero de ella—. Qué delicia…, de puta madre.
Ella tenía las manos detrás, con las palmas en la mesa de centro, apuntalándose.
—Fóllame —suplicó, meneando las caderas contra él, sintiéndose toda una mujer apasionada y deseable. Algo que no había sentido desde hacía mucho tiempo.
—Te estoy follando, cielo. —Se levantó ligeramente, proporcionándole una buena vista de sus tersos abdominales brillantes por el sudor y dejándole ver que aún llevaba puestos los vaqueros y las botas. El que aquel hombre no se molestara en desnudarse porque la deseaba tanto que no quería perder el tiempo en hacerlo puso a Stacey aún más cachonda.
Fue entonces cuando ella vio la sarta de preservativos en el sofá. Bajó la vista hacia donde estaban con los ojos muy abiertos. Él se salió, con la polla veteada de venas palpitantes y relucientes debido a la excitación de ella.
—¡Un condón! —pidió con la voz entrecortada, mientras él volvía a entrar despacio, elevando la temperatura de su cuerpo lo suficiente como para hacerla transpirar.
—Voy a salir —gruñó, retirándose y hundiéndose de nuevo más profundamente. Más duro esta vez, pero no más rápido—. ¡Pero qué delicia!
—¡Oh, Dios! —Su coño empezó a tener espasmos en un gozo imposible de dominar. Era estupendo poder contemplar aquella hermosa polla, pero mucho mejor cabalgar sobre ella. La llenaba tanto que podía sentir todos sus matices. El pliegue de la parte inferior del ancho y acampanado capullo la rozó en un punto muy sensible y los dedos de los pies se le pusieron de punta. No quería amortiguar ninguno de esos matices, pero…—: No…, no estoy tomando la píldora.
No vaciló. Lo que habría sido como una ducha fría para la mayoría de los hombres tuvo un efecto muy diferente en Connor. Tiró de ella hacia al borde y le dio dos rápidos golpecitos.
—No puedo dejarte embarazada y estoy limpio.
Ella gimió cuando Connor reanudó el paso, flexionando y estirando los abdominales con un ritmo constante y mesurado. Volvió a inclinarse sobre ella, echándola hacia atrás, alzándose por encima de ella. Stacey le miraba, derritiéndose bajo el calor de su mirada, cautivada por la vista de aquel hermoso cuerpo que se esforzaba encima y dentro del suyo.
—Eres la única —dijo con voz áspera—. Nunca ha sido real con nadie más.
Stacey arqueó la espalda, pues las embestidas estaban empujándola al orgasmo. Soltándole el pelo, Connor puso ambas manos en la mesa junto a los hombros de ella y empezó a darle caña con feroces e incesantes acometidas.
—Eres la única —repitió, con la mirada fija, abierta.
Con las piernas alrededor de sus caderas, ella se corrió con un grito, retorciéndose debajo de él, encogiendo el dedo gordo de los pies por la intensidad del placer. Él sacó su atributo diestramente, rozando una y otra vez el punto más sensible de ella con la cabeza de su polla, susurrando elogios.
Connor la sacó completamente cuando ella suplicó débilmente… «no más»… Entonces se puso de pie, se agarró la polla y empezó a meneársela con el puño hasta que gimió y maldijo y se derramó a borbotes, calientes y lechosos, encima de los agitados pechos de ella.
Aquello fue bajo y grosero. Entonces la cogió en brazos y se tumbó con ella en el sofá, y se convirtió en hermoso y dulce, porque su cuerpo temblaba como lo hacía el de ella y su corazón latía con el mismo ritmo desesperado que el de ella.
Con su acento teñido de emoción, susurró su nombre. Stacey se aferró a él con fuerza y se enamoró perdidamente.