8

Para un hombre que en otro tiempo fue elogiado por su honor, la vida actual de Michael Sheron, repleta de mentiras y traiciones, era un final que ni siquiera él podría haber previsto. Los misteriosos seres a los que llamaban Pesadillas no eran nada comparados con la pesadilla del engaño al que se enfrentaba todos los días.

Mientras su cuerpo recorría por el aire la distancia que mediaba entre el cuartel de la rebelión y el Templo de los Ancianos, Michael contemplaba la belleza del paisaje que se deslizaba debajo de él a toda velocidad. Colinas onduladas y cubiertas de hierba. Valles exuberantes con estruendosos ríos. Imponentes cascadas.

Todo un escenario cuidadosamente montado para evitar el descontento.

Le entristecía haber llegado a desdeñar el paraíso que tanto esfuerzo le había costado mantener, pero la perfección del entorno era tan evanescente como los sueños que abrigaba su pueblo. Tras la fachada se escondían unos cimientos firmemente envueltos en falsedades. Pero sólo los Ancianos y los rebeldes lo sabían. La mayoría de los Guardianes eran dichosos en ese lugar y así seguirían, si se lograba que no se enterasen del levantamiento.

Ese engaño era su tarea más apremiante, y cada vez le resultaba más difícil. El capitán Aidan Cross era un guerrero legendario; su mera presencia bastaba para conseguir que los demás Guardianes se sintieran seguros y a salvo. La desaparición de Cross estaba empezando a provocar que se hicieran especulaciones indebidas, y ahora la pérdida de Bruce agravaría el problema.

Ellos eran los miembros más conspicuos y aclamados de los Guerreros de Elite y amigos íntimos de toda la vida. Los Guardianes no entenderían por qué dos hombres tan extremadamente leales a sus gentes los traicionarían de una manera tan brutal. Su deserción suscitaría preguntas sobre qué los había desilusionado tanto, y la opción de hacer de ellos unos villanos era algo a lo que Michael no quería recurrir. Le parecía que era mejor que ambos hombres siguieran contando con el apoyo de las masas. El culto a los héroes es una emoción poderosa y podría ser una herramienta útil en el futuro. La historia estaba llena de relatos de grandes hazañas llevadas a cabo invocando el recuerdo de una figura muy querida.

Apareció el reluciente templo blanco, Michael disminuyó la velocidad de planeo, se fue colocando en posición vertical y luego descendió suavemente hasta posar los pies. Se detuvo un momento para subirse la capucha que todos los Ancianos usaban para esconder sus rasgos demacrados de miradas ajenas. En el pasado había sido un hombre apuesto. Hacía muchos años. Sin embargo, la pérdida de la belleza física era un pequeño precio que tenía que pagar para conseguir sus objetivos.

Aparentemente preparado, Michael cruzó la enorme puerta torii roja que los Ancianos utilizaban como fuerza motivadora. La advertencia que tenía grabada en la lengua antigua. —Guárdate de la Llave que abre la Cerradura— había proporcionado a los Guardianes una meta y una esperanza, las dos cosas que se requerían para mantener la salud mental. Si lograba impedir que el conocimiento del golpe se difundiera, ese mensaje podría continuar cumpliendo su función.

Mientras cruzaba el patio central descubierto, iba dejando una estela de gotitas a su paso. Aún tenía las vestiduras mojadas tras la confrontación con Bruce y así seguirían de momento. Se le esperaba y la puntualidad era la mejor manera de sustraerse a la curiosidad no deseada.

Consciente de que le observaban por los monitores, Michael avanzaba a un ritmo pausado. Se detuvo ante la cho-zuya. Introdujo en el agua el cazo que había junto a la fuente y se aclaró la boca y se lavó las manos, echando al mismo tiempo un vistazo rápido a su alrededor, a aquel lugar que a la mayoría de los Guardianes les proporcionaba consuelo pero que él sentía como una prisión.

Expulsando el aire de los pulmones, trató de concentrarse, ya que sabía que necesitaría un porte seguro y de arrogante indiferencia para comunicarse con el auditorio que le esperaba. Fue él quien había sugerido reunirse con Bruce, pero los acontecimientos que él había desencadenado durante aquella discusión eran de su propia cosecha. Participaba en una danza complicada, y cualquier error le costaría muy caro.

Michael atravesó el patio y entró en el haiden, donde los demás Ancianos le esperaban. Sus pares. O así se llamaban ellos. La realidad era que pocos de ellos compartían sus objetivos.

El frío interior le envolvió, aquellas paredes circulares que quedaban a la sombra debido a que la luz solo iluminaba el espacio central. Se detuvo dentro de ese haz e inmediatamente la luz se atenuó, y pudo ver a las figuras encapuchadas que se sentaban ante él en filas semicirculares.

—¿Se ha comunicado el capitán Bruce con Cross y la Llave, Anciano Sheron?

—Si no lo ha hecho ya, no tardará en hacerlo.

Los bancos de arriba estallaron en un murmullo de decenas de conversaciones. Michael esperó pacientemente, con las piernas separadas y las manos agarradas por detrás de la espalda. Con un movimiento brusco de la cabeza, se quitó la capucha mojada para convencer mejor a los demás de su sinceridad. Nadie fingía la sinceridad tan bien como él.

—¿Qué sugieres que hagamos ahora que Bruce está fuera del Crepúsculo?

Deberíamos enviar a un Anciano para que lidere el equipo que va a recuperar los artefactos.

La discusión volvió a subir de volumen y una multitud de voces competía para hacerse oír por encima del barullo.

—Sheron.

Él sonrió para sus adentros al oír la voz femenina.

—¿Sí, Anciana Rachel?

—¿A quién enviarías tú de nuestra parte?

—¿A quién preferirías tú?

Rachel se levantó y se echó la capucha hacia atrás, dejando ver un cabello negro azabache y unos penetrantes ojos verdes.

—Yo iré. Yo lideraré.

—Eras tú a quien yo tenía en mente —respondió, arrastrando las palabras.

La Anciana Rachel era una guerrera de singular destreza que tenía un raro don de mando, al estilo de Cross y Bruce. Su aspecto también era un punto a favor. Sólo los Ancianos femeninos retenían el atractivo de la juventud. Ella no llamaría tanto la atención como lo harían los hombres.

—El capitán Cross tendrá dificultades para enfrentarse a una mujer como adversario —dijo—. Necesitaremos esa ventaja.

—¿Y Bruce? —alguien preguntó—. Aún no entiendo de qué manera puede ayudarnos su presencia en el reino mortal.

—Los dos son inamovibles por separado. Juntos, son fluidos. Se apoyan el uno en el otro. Tienen más que perder cuando saben que sus acciones afectan al otro. Juntos se arraigarán con más firmeza en el plano mortal. Se aventurarán a ir más lejos, experimentarán más, correrán mayores riesgos que separados.

—¡Llevará mucho tiempo! —protestó alguien.

Michael suspiró para sus adentros.

—Si esperamos que la Soñadora conciba un hijo de padre Guardián, tendremos que darles tiempo. Están al filo de la navaja y, mientras no se sientan lo bastante seguros respecto a su futuro juntos, no se arriesgarán a un embarazo. De todos modos, el periodo de gestación para una mujer humana no puede cambiarse.

—Pero ella no es como los demás humanos.

—Lo que da lugar a más preguntas —replicó—. No podemos apresurar las cosas. Hemos de tener paciencia y dejar que las piezas del puzle encajen donde deben.

El debate continuó y duró varias horas. Siempre ocurría lo mismo. La comunidad de los Guardianes se resistía al cambio por naturaleza. A menudo Michael pensaba que era una circunstancia afortunada el que fueran inmortales. De lo contrario, no vivirían lo suficiente para llevar a cabo ninguna tarea.

Sin embargo, al final, él logró sus objetivos.

—Anciana Rachel, ¿vas a empezar con los preparativos? —preguntó un Anciano—. La aclimatación al mundo de los humanos no será fácil y trabajar contra el capitán Cross te pondrá a prueba.

Su boca sensual se curvó, pero la sonrisa no se reflejó en sus pétreos ojos verdes.

—Estaré lista.

—Entonces, está decidido —dijo el Anciano, hablando en nombre del colectivo—. Pasaremos al siguiente capítulo.

***

Stacey terminó de guardar sus cosas en la maleta y echó un último vistazo por la habitación de invitados de Lyssa para asegurarse de que no olvidaba nada.

Iba a ser terrible volver a casa y encontrársela vacía, pero no había ninguna razón para quedarse y en realidad tampoco quería. Habría un ambiente demasiado extraño ahora que Lyssa y Aidan sabían que había mantenido relaciones íntimas con Connor. Además, Connor se encontraba allí por asuntos de trabajo. Conociendo la fijación de Aidan con sus antigüedades, lo más seguro era que los dos quisieran empezar cuanto antes. Ella también tenía cosas que hacer, así que…

Stacey se colgó la mochila al hombro por una de las correas y bajó las escaleras.

Le sorprendió encontrar a Connor solo. Estaba sentado a la mesa del comedor, limpiando cuidadosamente la suciedad incrustada de un objeto. Vestía una camiseta negra que se estiraba al máximo en sus anchas espaldas y unos anchos pantalones vaqueros desteñidos.

—Hola —saludó al pasar delante de él cuando se dirigía a recoger su bolso de la encimera del desayuno—. ¿Dónde están Aidan y Lyssa?

—Se han acostado. Al parecer, han conducido durante toda la noche y están hechos polvo.

Stacey se volvió hacia Connor. Éste la miró con aquellos ojos cristalinos que parecían tan sagaces. Como si hubiera visto y hecho más de lo humanamente posible para alguien de su edad. No debía de tener más de treinta y cinco años, calculaba ella, pero sí la resistencia y la energía de un hombre la mitad de joven que él, como sabía ella por propia experiencia.

Sacudió la cabeza.

—Confiaba en que pudieran disfrutar de unas vacaciones. Los dos trabajan demasiado.

—¿Adónde vas? —preguntó él suavemente, clavando los ojos en su mochila Roxy negra y rosa bebé. Ella jamás se habría comprado algo tan caro. Le habría valido con una mochila de cinco dólares de Wal-Mart; pero Lyssa la había visto fijarse en ella en la tienda y se la había regalado. Por esa razón, era uno de sus objetos de «lujo» preferidos.

—A casa. Tengo cosas que hacer.

—¿Como qué?

—Cosas. Tengo que hacer limpieza. Rara vez puedo hacerlo cuando Justin está en casa. Y uno de los peldaños del porche está roto. Mi vecino me dijo que le echaría un vistazo, así que veré si hoy le viene bien.

Connor dejó en la mesa el objeto que tenía en las manos y se separó de la mesa con un movimiento peligrosamente grácil. Porque, pese a lo grande que era, se movía como una pantera. Elegante y sigiloso.

—Puedo arreglarlo yo.

Le miró, parpadeando, con la cabeza ligeramente echada hacia atrás para abarcar su altura.

—¿Por qué?

—¿Por qué tendría que arreglártelo él? —replicó Connor.

Stacey frunció el ceño.

—Porque es un tipo amable.

—Yo soy un tipo amable.

—Tú estás ocupado. —Y macizo. Dios santo, qué seductor era. Seguro que el negro era su color preferido. Se había fijado en ello el día anterior, cuando llegó. Hacía resaltar el tono dorado de su piel y de su cabello a la perfección. El pelo un poco largo, la camiseta, los tejanos y las botas militares negras daban como resultado una embriagadora combinación de chico malo. Imaginárselo en su casa afectó a su equilibrio de una manera muy extraña.

—Tengo que planificar estrategias —respondió—. Eso puedo hacerlo en cualquier parte.

—Arreglar un peldaño roto es aburrido.

—Tu vecino no piensa lo mismo.

—Le gusta mi tarta de manzana.

Connor cruzó los brazos sobre el pecho.

—Me gusta la tarta de manzana.

—Realmente no me parece una buena idea…

—Claro que lo es —insistió él, con un gesto de tozudez en el perfil de la mandíbula que a ella le parecía entrañable—. Se me da de maravilla arreglar porches.

Debería decir que no. En serio. Sabía que él esperaba que un arreglo rápido condujera a alguna gratificación sexual. Lo que a ella le preocupaba era que él pudiera tener razones para esperar dicha gratificación. Se había pasado el tiempo que le había llevado ducharse preguntándose cómo sería hacer el amor con él con el tiempo de su lado. Sin prisas.

Pensamientos peligrosos.

—Creo que ahora deberíamos despedirnos —dijo ella.

—Gallina.

Se quedó boquiabierta.

—¿Perdona?

Connor se puso las manos debajo de las axilas, agitó los brazos arriba y abajo y emitió un cacareo.

—Ay, Dios mío —dijo entre dientes—. Eso es una niñería.

—Como quieras. Tienes miedo de que vaya contigo porque te gusto demasiado.

—Eso no es cierto.

—Mentirosa.

Ella puso los brazos en jarras y preguntó:

—¿Por qué todos los hombres se comportan como unos chiquillos cuando no consiguen lo que quieren?

Él le sacó la lengua.

Stacey se mordió el labio inferior y apartó la mirada rápidamente. Él se rio, soltó una gran risotada de puro gozo. Ella casi se ahoga procurando no hacer lo mismo.

—Vamos. Basta ya de tonterías. —Rodeó la mesa del comedor y le cogió la mochila. La sonrisa con que le obsequió le produjo un cosquilleo en la tripa—. Prometo comportarme.

—Pero soy tan irresistible… —replicó Stacey arrastrando las palabras con ironía.

—Lo sé.

Se quedó embelesada con el tono íntimo de su acento y tardó más tiempo del debido en dejar de contemplarle. Su mirada era cálida y posesiva, ligeramente ávida. Estaba buscándose problemas, con P mayúscula, al permitirle que la acompañara. Al dejarle jugar al hombre de la casa durante la tarde. Al permitirle dejar huella en su casa.

Suspiró.

—¿Y qué pasa si soy yo la que no se comporta?

Connor se hizo a un lado y señaló hacia el vestíbulo.

—No diré que no —advirtió—. Si esperas que represente el papel de caballero, piénsatelo dos veces.

—De acuerdo. —Stacey fue por delante hacia la puerta y él la abrió, deteniéndose un momento a coger la espada—. Pero pienso ponerte a trabajar, verás que bien haces el baile de la gallina, don Grandullón.

—Vamos allá.

Él salió detrás de ella por la blanca puerta de madera que cercaba el patio de piedra de Lyssa. Caminaron juntos hasta la pequeña zona de aparcamiento para invitados y Stacey accionó el mando a distancia que abrió el maletero de su Nissan Sentra. Connor metió dentro la mochila de ella y su espada, luego empezó a silbar mientras se dirigía a la puerta del acompañante.

—Estás demasiado contento con todo esto —masculló.

—Y tú demasiado preocupada. —Se detuvo y la miró por encima del coche—. Ya hemos tenido trato carnal, Stacey. Fantástico, por cierto. —Bajó la voz y su acento se hizo más fuerte—. Ya he estado dentro de ti. Si no puedo estar contento estando contigo después de eso, ¿qué clase de hombre sería?

Stacey tragó saliva y parpadeó. Ya había visto aquella expresión en su rostro antes. De sombría concentración. Seria. La mostraba como mostraba la divertida.

—Me estás jodiendo la cabeza, y no me gusta.

—¿Por decirte la verdad?

—Por ser perfecto —susurró ella, mirando a su alrededor para asegurarse de que no los oía nadie—. Para ya.

Él curvó la boca en una tierna sonrisa.

—Estás chiflada, ¿lo sabías?

—¿Sí? —Abrió de un tirón la puerta del coche y se deslizó detrás del volante—. No tienes por qué estar conmigo.

Él abrió la puerta del copiloto y plegó su enorme cuerpo en el asiento de repente tan pequeño. Hizo una mueca.

—Si vas a quedarte, echa el asiento para atrás —dijo ella.

Connor sacudió la cabeza con cara de exasperación.

—No voy a ir a ningún sitio. Ve haciéndote a la idea.

Alzando los ojos en un gesto de impaciencia, Stacey se inclinó y alargó un brazo entre las piernas de él para accionar la palanca que movía el asiento.

—No creas que vas a hacer que me sienta culpable porque vayas encogido. Empuja hacia atrás.

Él no se movió.

—¡Cristo bendito! —Le dio una palmada en la espinilla—. ¿Por qué eres tan terco? Empuja hacia atrás.

Seguía sin moverse. Ni un músculo.

Al girar la cabeza para quejarse, se encontró, a la altura de sus ojos, con un impresionante bulto en la entrepierna de sus vaqueros. Connor tenía la mano derecha en el muslo, con los dedos blancos de tanto apretar el duro músculo que se escondía bajo la tela vaquera. Anonadada por un momento, Stacey no se movió. Tardó un poco en comprender. Al final se dio cuenta de que tenía los pechos apoyados en el muslo izquierdo de él y de que los movía rítmicamente debido a su agitada respiración. Levantó la mirada, y reparó en el rápido movimiento de subida y bajada del pecho de él antes de fijarse en el rostro de ella.

Tenía una expresión de burla.

—¿Se supone que así voy a estar más cómodo?

Stacey le lanzó una mirada iracunda y se incorporó.

—Lo has hecho a propósito.

Connor soltó un bufido y echó el asiento hacia atrás él solo.

—Vámonos, cariño.

Salieron de la urbanización cerrada de Lyssa y se dirigieron por la carretera que llevaba hacia la parte de la ciudad en la que vivía Stacey. La ciudad antigua, la llamaban, pero en aquellos momentos pasaba por una etapa de reformas. La nueva comisaría y el nuevo ayuntamiento se estaban construyendo en un gran complejo, y estaban apareciendo nuevos comercios en solares antes vacíos. Murrieta era una ciudad nueva con una historia antigua. Entre un bloque y otro, era fácil encontrarse con un Starbucks y una granja. Ella disfrutaba con esa dicotomía: el encanto del campo con todas las comodidades modernas.

—¿Te gusta vivir aquí? —preguntó Connor, fijándose en el paisaje que veía por la ventanilla con ojos curiosos.

—Sí. Es perfecto para mí. —Le miró de reojo—. ¿Hay algo que pueda no gustar?

Él arrugó la nariz.

—Apesta.

—Va-a-le… —Stacey se quedó pensativa un momento—. Estamos en un valle. —Al ver que él arqueaba las cejas, explicó—: La niebla tiende a posarse en los valles.

—Fantástico.

Ella se encogió de hombros.

—Si crees que aquí apesta, no vayas a Norco.

—Eso suena a gasolinera —dijo él.

Stacey se echó a reír.

—¡Yo siempre he pensado lo mismo! En realidad, es una zona ecuestre. Y además hay muchas granjas por allí. La ciudad entera huele a caca de vaca.

—¡Qué bonito! —Los labios se le curvaron en aquella singular sonrisa que hacía que a ella se le acelerase el corazón.

Doblaron en una esquina y entraron en la parte de la Murrieta antigua, donde no había aceras y sí una buena distancia entre una casa y la siguiente. Era muy diferente de la zona en la que vivía Lyssa. Allí podías pedir una taza de azúcar a la vecina simplemente sacando un brazo por la ventana.

Stacey entró por el camino de grava que conducía a su casa y se detuvo ante una pequeña casa de dos dormitorios que ella llamaba su hogar. No era muy espaciosa, tenía unos cien metros cuadrados, pero era divina. Si lo decía ella… Tenía un amplio porche cubierto enmarcado por sinuosos parterres de flores que ella misma había diseñado y plantado. Pintado de un suave verde salvia, el lugar era una monada por fuera y totalmente moderno por dentro. Y era suyo.

Bueno, todo lo que puede serlo una casa hipotecada.

—Aquí está —dijo ella, levantando la barbilla con orgullo.

Connor rodeó el maletero y caminó a su lado.

—Me gusta.

Ella le miró y vio que estaba absorto examinando su morada.

—Es muy pequeña para ti —pensó en voz alta, y enseguida lamentó la impresión que podrían dar sus palabras. Como si le estuviera imaginando viviendo allí.

Él ladeó el cuerpo para mirarla de frente, acercándose tanto que no pudo evitar olerle. No sabía de qué fragancia se trataba. No era ninguna de las colonias que ella conocía. Era él, sospechaba. Sencillamente Connor, un nombre excelente para una colonia, y podría ganar una fortuna con ella.

—Me gustan los lugares apretados —susurró con ojos maliciosos.

No era la primera vez que Stacey se preguntaba cómo sería vivir con un hombre tan seguro de sí mismo. Esa confianza interior le permitía ser un bromista descarado. También le hacía diferente a todos los demás hombres a los que había conocido. Éstos eran pequeños hombres jugando a ser grandes. Siempre se había dejado llevar por las apariencias, por la ilusión de la estabilidad. Hasta que tuvo a Justin. Entonces aprendió a buscar fortaleza dentro de sí misma, porque había alguien más que dependía de ella.

Caminó junto a Connor y se dirigió al maletero para sacar su mochila. Eludiéndole cuando intentó cogerla por ella, Stacey echó a correr hacia el porche y le advirtió:

—Cuidado con el segundo peldaño. Ése es el que está roto.

—Entendido.

Cuando abrió la puerta mosquitera, con su marco de madera, él ya estaba junto a ella, agarrando el borde de aquélla y manteniéndola entreabierta, mientras ella quitaba los dos cerrojos y abría la cerradura de la puerta de la casa.

—¿No es segura esta zona? —preguntó él, retrasando la entrada en la casa porque estaba inspeccionando el jardín delantero y la solitaria calle que había un poco más allá.

—Sí, pero el miedica de mi gato se encarga, con su extrema sensibilidad, de vigilar por la noche.

Él asintió como si hubiera comprendido. Stacey supuso que le preocupaba, pero dudaba que él hubiera tenido nunca miedo de nada. Era demasiado estable, demasiado seguro. Imaginaba que semejante resolución le venía de haber crecido en el seno de una familia dedicada a peligrosas operaciones militares. Todos ellos sabían que podían morir en cualquier momento, así que no temían el peligro de la misma forma que el resto de los mortales.

Entró en la sala detrás de ella y la puerta mosquitera se cerró con un chirrido seguido de un fuerte golpe. Connor frunció el ceño.

—Esa puerta está mal.

—Estrictamente hablando, es la cosita esa del enganche la que no funciona, no la puerta.

—Lo que sea, está jorobado.

—¡Qué va! Sólo necesita un pequeño ajuste. Ponte cómodo. —Stacey se dirigió por el pasillo hacia el lavadero, donde sacó de la mochila la ropa llena de pelo de gato y la metió en la lavadora.

Unos instantes después, Connor dijo en voz alta:

—Tu hijo es muy guapo.

Stacey exhaló y volvió al cuarto de estar. Connor se encontraba en el pasillo, mirando las muchas fotos enmarcadas que había a lo largo de éste. Era un espacio pequeño y él lo acaparaba todo, ya que casi rozaba el techo con la cabeza.

—Gracias. Yo también lo creo. —En ese momento miraba una Polaroid de los dos en el Club Scout Pinewood Derby. Justin era casi tan alto como ella, y con su pelo castaño y ojos oscuros realmente no se parecían en nada.

—Ésa es de hace un par de años —explicó—. Desde entonces ha dejado los scouts. Dice que ésa es una actividad para hacer con un padre.

Connor se acercó y le pasó una mano por la espalda. Era un gesto de ánimo, parecido al beso que le había dado la noche anterior, y realmente era una fuente de consuelo, pero también algo más. Y ella no podía dejar que fuera algo más. No podía permitir que él se convirtiera en una muleta a la que estuviera deseando agarrarse o de la que dependiera, porque él no iba a estar ahí siempre.

Había cometido el mismo error demasiadas veces, buscar fortaleza fuera de sí misma, y se negaba a hacerlo otra vez.

—Voy a ponerme con la tarta —dijo, pasando por delante de él y dirigiéndose a la cocina. Él tardó un poco en ir con ella, y cuando lo hizo vio que se le había puesto una expresión extraña.

—¿Estás bien? —le preguntó, cerrando el grifo que había abierto para lavar las manzanas—. ¿Estás flipando con tanto rollo familiar? ¿Quieres que te lleve a casa?

—La casa de Aidan no es un hogar. —Se apoyó en el marco de la arcada que unía la pequeña zona de comer con la cocina. No había un comedor propiamente dicho, pero tampoco hacía falta porque ella no lo necesitaba.

La miraba atentamente; aquel hombre era una inquietante y abrumadora presencia en su cocina diminuta.

—¿Se supone que he de flipar porque tengas un hijo?

Él cruzó los brazos encima del pecho en un gesto ya familiar, que acentuaba sus deliciosos bíceps. Le tenía constantemente en su pensamiento, por lo que le resultaba imposible no ser consciente de él. Tenía una personalidad imponente en un cuerpo imponente. Era demasiado. Él era demasiado.

—No sé. —Agitó el colador para escurrir toda el agua—. Has vuelto con una cara rara.

—Han sido unos días muy agitados.

—¿Quieres que hablemos de ello?

—Pues sí, la verdad.

—Vale. Dispara. —Buscó un pelador de manzanas en uno de los cajones inferiores.

—No puedo.

Stacey se puso derecha y disimuló un excesivo sentimiento de dolor y decepción con un cáustico:

—Ya, claro.

—No me creerías.

—Tendré que aceptar tu palabra. —Cruzó la mirada con él y la mantuvo—. Dado que no tengo nada en lo que basarme.

Los dos se quedaron callados durante un buen rato. Ella intuía que tenía algún conflicto, que necesitaba contar algo importante, pero no se le ocurría qué podía ser.

Así que aventuró una suposición.

—No vas a vivir en el valle de manera permanente, ¿verdad?

Él frunció el ceño.

—Tengo que viajar mucho.

—Ya. —Suspiró—. No vas a decirme que seré la única cuando estés en la ciudad, pero sí vas a pedirme que no tenga ninguna relación cuando no lo estés, ¿no es así? Por favor, no lo hagas.

—No soy gilipollas, Stacey —dijo con sobria dignidad—. ¿Te importaría subir un poco el listón cuando pienses en mí?

Connor se fijó en que Stacey se movía inquieta, y, en su fuero interno, se dio de bofetadas. Lo estaba echando todo a perder, pero no sabía cómo arreglarlo.

Quería estar con ella.

Era así de sencillo y de complicado.

Ella suspiró de manera audible.

—Lo siento —dijo, levantando las manos—. Es que no sé qué haces aquí. Ni por qué me estás mirando de esa manera. ¿Qué se supone que debo decir o hacer?

«Estoy aquí porque no podía dejar que te fueras a casa sola con tanto bicho raro como hay por ahí. Te miro así porque he visto tu dormitorio y he tocado las mantas que te dan calor. Y me gustaría que me dijeras que me quieres ahí contigo».

Ella se retiró los rizos de la cara con una mano impaciente. Él sabía que ella deseaba promesas y estabilidad. Tal vez no promesas de eternidad, pero él ni siquiera podía garantizarle nada más allá de aquel momento. Esa noche podría estar en un avión sin tener ni idea de cuándo volvería. La mejor forma de protegerla era evitando que el peligro se acercara a ella.

Aidan tenía razón. Connor sabía que no era una buena opción para ella, pero eso no acallaba la voz interior que le insistía en que era él quien había decidido cuidar de ella.

Se puso derecho.

—¿Tienes herramientas?

Trabajar un poco, eso era lo que necesitaba. Algo en lo que ocuparse físicamente mientras le daba vueltas a cómo solucionar su dilema. De otro modo, no tardaría en abalanzarse sobre ella, en seducirla y empujarla a ese revolcón que tanto le apetecía. Cara a cara. Con sus piernas rodeándole las caderas. Con las uñas de ella clavadas en su espalda.

—Sólo las básicas. —Sus ojos verdes decían tanto de ella… Se preguntó si sería consciente de ello—. Están en un cubo metálico amarillo junto a la puerta.

—Me pondré a trabajar.

—Gracias.

Agradecimiento. Se lo oyó en la voz, y su lado más primitivo quería aullar en señal de victoria. Ella necesitaba algo y él podía proporcionárselo.

Mía.

Connor jamás se había sentido ni mínimamente posesivo con respecto a una amante. Pero, claro, nunca se había sentido tan raro como desde que había conocido a Stacey.

Cogió el caldero por el asa, empujó la puerta mosquitera y salió al porche. Había un buen trecho desde la casa hasta la calle. Desde los parterres hasta la valla metálica había una amplia extensión de césped.

Era una casa preciosa. Peculiar y encantadora. Una casa que iba con Stacey y que revelaba otra faceta de ella. Connor quería quedarse a cenar y ver otra película. Quería amar su cuerpo otra vez, como mandaban los cánones. Largo y tendido. Durante toda la noche. Quería despertarse con ella mientras ella meneaba su delicioso trasero contra su polla. Sólo que esta vez los dos estarían desnudos. Podría apoyar una pierna en su cadera y penetrarla por detrás…

La puerta se cerró de golpe a sus espaldas.

—Eso no puede seguir así —bramó, volviéndose a lanzar una mirada furibunda a aquella cosa tan molesta.

Connor dejó las herramientas en el suelo y se puso a trabajar. A la fuerza se quitó de la cabeza todo pensamiento sobre Ancianos y Pesadillas. Sólo contaba con aquel único día para estar con Stacey y aunque él la había acompañado hasta allí porque le asustaba que viajara sola, ahora tenía la intención de pasar esas horas con ella gozando como si no hubiera mañana.

Porque, para ellos, no lo había.