6

La costa en una noche templada era siempre bella, y aquel día no era una excepción, pero Aidan estaba demasiado entregado a su misión como para disfrutar de la plateada luz de la luna llena o la música de la marea oceánica. Con pasos silenciosos, dobló la esquina del motel en su camino a la habitación 108. Había gente por doquier: jóvenes de veintitantos años, en grupos, vestidos para ir de discoteca y con bebidas en las manos, y parejas mayores paseando en dirección de la playa.

No le preocupaba el número de posibles testigos. El «todo vale» parecía ser la regla por allí. Mierda, estaba seguro de que podría pedir ayuda a alguien para entrar en la habitación. Valdría una explicación sencilla como que había perdido la llave en una situación comprometida. Pero el ardid no fue necesario. Aidan forzó con una palanqueta la puerta del despacho de la gobernanta, situado fuera de la vista de los huéspedes, y cogió la llave maestra.

Provisto del instrumento necesario, fue andando tranquilamente, silbando, con las manos en los bolsillos y el pensamiento puesto en Lyssa, que esperaba en el coche con una Glock, completamente cargada, en el regazo. La veía en su imaginación con la espléndida boca bordeada de líneas sombrías, y los oscuros ojos severos y desconfiados. A él le encantaba que fuera compasiva y dulce por naturaleza, pero también dura, lista y dispuesta a hacer lo que fuera necesario para que ambos se mantuvieran vivos.

Aidan había tomado parte en las suficientes fantasías románticas basadas en las novelas para saber que no todas las mujeres se enfrentarían a su situación con tanta sensatez. Algunas llorarían, se lamentarían y esperarían que alguien las salvara.

Aidan se paró delante de la puerta correcta y vio que no salía ninguna luz desde detrás de las cortinas que cubrían el gran ventanal. No había nadie. Por una parte se alegraba y por la otra no. Por lo menos, si la Guardiana hubiera estado dentro, la tendría localizada. Así las cosas, podría encontrarse en cualquier sitio, por ejemplo cerca de Lyssa.

Sacó la llave del bolsillo, la metió en la cerradura y la giró. El mecanismo cedió. Abrió la puerta de par en par de un empujón y pulsó el interruptor de la pared. Se encendió una luz de una lámpara de mesa entre dos camas; una de las ellas tenía todo el contenido de una bolsa de viaje desparramado encima, y la otra estaba impecablemente hecha. Un poco más lejos había un lavabo, un espejo y la puerta del cuarto de baño.

La habitación estaba desierta.

Aidan entró, cerró la puerta y le dio un puntapié a la estructura de la cama. La bota chocó contra una pieza de contrachapado, que sonaba a hueco, una alternativa más barata a las tradicionales camas con armazón metálico. Nadie podría esconderse debajo. Acto seguido, fue al cuarto de baño para cerciorarse de que no le esperaba ninguna emboscada y, finalmente, se dirigió a los objetos de interés que había encima del colchón: un equipo, un surtido de mapas y navajas y un chip sin el correspondiente lector de datos. Aidan lo cogió de todas maneras y lo puso todo en la bolsa. Al meter la mano, tocó algo duro y frío. Se le aceleró el pulso. Rodeó el soporte del objeto con la mano y lo sacó.

La taza. Y dentro, algo cuidadosamente envuelto en una gruesa tela. Retiró la envoltura y encontró un objeto de metal con tierra seca incrustada en él. Lo frotó con los dedos y apareció una delicada filigrana. No tenía ni idea de qué era y no lo sabría hasta que estuviera completamente limpio, pero, para sus entrenados ojos, aquello debía de ser muy importante. Lo envolvió otra vez y se lo guardó en el bolsillo para prestarle atención a la taza.

Era tal como la describían los dibujos del diario de los Ancianos. De un metal parecido a la plata, con la huella de los siglos, abollado y con unos engarces vacíos donde un día hubo piedras preciosas que adornaban el borde. Aún no había averiguado a qué propósito servía, pero era suya. Estaba en sus manos. En su boca se dibujó una genuina sonrisa que reflejaba la pequeña sensación de logro. Ya estaba un paso más cerca de la verdad. Una verdad que él tenía esperanzas de que liberase a Lyssa.

Una rápida búsqueda por los cajones y el armario tuvo poco resultado. Algunas prendas de ropa y más bisutería con clavos, como la que llevaba la Guardiana anteriormente. Pero nada del lector del chip. Mala suerte, pero algo era mejor que nada.

Se pasó la larga correa de la bolsa por el hombro y giró hacia la puerta justo cuando oyó una llave moviéndose dentro de la cerradura. Aidan se quedó paralizado, aunque enseguida cayó en la cuenta de que las luces estaban encendidas y se veían perfectamente desde fuera. Dejó caer la bolsa y se agachó, preparado para lo que viniera.

La puerta se abrió de golpe, en una explosión de ruido y movimiento. Su adversaria le embistió inmediatamente. De ella sólo se veían una borrosa melena roja y unas faldas negras revueltas. Un grito aterradoramente estrepitoso rasgó el aire, sobresaltando a Aidan e impulsándole a la acción. Se abalanzaron el uno sobre el otro y la velocidad en sentidos contrarios provocó un impacto brutal que hizo soltar un gruñido a Aidan y un chillido de algo parecido a la rabia a la mujer. Cayeron al suelo en una maraña de miembros. Ella daba puñetazos y él se los devolvía, negándose a tener en consideración que era del otro sexo. La cuestión era: o ella o él. No había vuelta de hoja.

La mujer le hizo rodar sobre la espalda y levantó el torso apoyándose en una mano, de modo que con la otra pudiera golpearle. Fue entonces cuando Aidan pudo entreverle la cara. Un atisbo, fugaz pero suficiente para dejarle impresionado e inmóvil. Completamente estupefacto, no desvió el golpe y recibió toda la fuerza de su puño en la mandíbula.

El dolor le hizo reaccionar. Con las plantas de los pies pegadas al suelo, sacudió las caderas hacia arriba y lanzó a la mujer al aire, por encima de su cabeza. Entonces se puso boca abajo e intentó dominarle las piernas, que pataleaban sin cesar, mientras él recibía el aluvión de golpes con los dientes apretados. Tomó fuerza con el brazo echándolo hacia atrás y le propinó un tremendo puñetazo en la sien. Un mazazo así habría dejado inconsciente a un hombre grande. La pelirroja sólo le enseñaba los dientes y rugía como un animal salvaje.

—¿Qué demonios? —masculló Aidan, intentando someter a aquella feroz Guardiana.

Se estrellaron juntos contra una cómoda, que salió disparada y dio en la pared. Ella le rasgaba con las uñas la carne de los brazos y le tiraba de la camisa. Aidan no había experimentado nunca algo semejante. La mujer estaba como poseída, era implacable y debía de contar con algún poder que le permitía continuar; cualquier otro ser estaría desfallecido.

Al final, sólo le quedaba una salida.

Completamente decidido, Aidan trató de colocarse en una buena posición y le rodeó la cabeza con sus brazos. Entonces, torciéndosela igual que si desenroscara el tapón de una botella, intentó quebrarle el cuello. Una tarea que no tendría que haberle llevado más de un minuto, pero ella era increíblemente fuerte y rabiosa, como una bestia enloquecida. Un dolor profundo y lacerante le abrasaba una pierna y fue eso lo que a la postre le proporcionó la sobrecarga de adrenalina necesaria para forzarle el cuello lo suficiente. El sonido de la columna vertebral al astillarse reverberó por toda la habitación. La consiguiente ausencia de ruido, rota sólo por su respiración jadeante y dificultosa, era escalofriante.

Aidan se quedó mirando el cuerpo sin vida que tenía en los brazos, todavía luchando mentalmente con aquellos ojos negros del todo, sin pupila ni iris de relieve, y los dientes, irregulares y siniestramente puntiagudos.

Fuese lo que fuese, no era una Guardiana. Eso, segurísimo.

Aidan se puso en pie, pero volvió a caer enseguida sobre una rodilla, maldiciendo. Se miró la pierna y vio un puñal clavado en ella, lo que explicaba el atroz dolor que había sentido antes.

—¡Maldita sea!

Se quitó la daga del muslo, arrancó una tira de la falda negra de algodón que llevaba la pelirroja y se hizo con ella un vendaje provisional. Estaría completamente curado por la mañana, pero, entre tanto, tenía que aguantar.

—¡Mierda! —Lanzó una mirada de enfado a la cosa muerta del suelo—. ¿Cómo coños voy a sacarte de aquí con esta pierna?

Pero no podía dejarla allí. No era humana, así que no podrían acusarle de asesinato. Aidan se esforzó por levantarse de nuevo y se apoyó en el televisor. Toda la habitación daba vueltas en torno a él. Respiraba agitadamente, como si hubiera corrido una puñetera maratón y, ahora que el subidón de adrenalina estaba disminuyendo, empezó a darse cuenta de la cantidad de arañazos y erosiones leves que tenía. La pierna le dolía endemoniadamente.

Cogió la bolsa del suelo, se echó a la espalda el peso muerto de aquella carga no deseada y salió de la habitación. Ya había pasado por varias puertas cuando un grupo de jóvenes vestidos para impresionar doblaron la esquina delante de él y le preguntaron:

—¿Qué pasa, tío?

—Le dije que lo dejara después del quinto trago —les explicó, andando más despacio—, pero no me hizo caso. Todo se jodió después. Sólo espero llegar a nuestra habitación antes de que me eche la papilla en la espalda.

—No molaría estar en tu lugar —le dijo uno de los chicos, compadeciéndole—. Las discotecas empiezan ahora a moverse y a ti ya se te acabó la noche. Y tampoco pillarás un chocho, a menos que te deshagas de ella.

—¡Ojalá pudiera! —dijo, y hablaba en serio.

El resto del grupo se echó a reír y le sugirieron «dejar a la bruja en casa la próxima vez».

—Buena idea —contestó, y siguió andando.

Había un buen paseo desde la habitación hasta donde estaba el Honda Civic verde oscuro que habían alquilado, muchísimo más largo que desde el coche a la habitación.

Lyssa salió de un salto al ver que Aidan se aproximaba. Puso el seguro al arma antes de ponérsela rápidamente a la cintura, en la parte de atrás de los shorts vaqueros. Llevaba la melena rubia recogida en una coleta y se le veía el firme estómago gracias a la camiseta corta que llevaba. Tenía la cara lavada y sin cosméticos, y Aidan estaba seguro de que no había visto nunca en su vida nada tan hermoso. No lamentaba nada de lo que tuviera que hacer para mantenerla a salvo.

—Oh, Dios mío —parpadeaba muy deprisa—, ¿la has secuestrado?

—Algo parecido. —Soltó un gruñido al tropezar en la irregular calle de tierra.

—¿Qué te pasa? ¡Pero si te sangra una pierna!

—Abre la puerta de atrás, tía buena.

—Déjate de bobadas —le protestó, aunque se apresuró a obedecerle—. ¿No se supone que a ti no pueden herirte?

—Sí…, bueno, siempre es mejor herido que muerto como aquí nuestra amiga.

Aidan percibía la oleada de horror y confusión que estaba invadiendo a Lyssa.

—¡Jesús!… ¿está muerta? ¿Y vas a meterla en el coche? —Se quedó paralizada, viéndole colocar a su pasajera a lo largo en los asientos de atrás—. ¿Qué demonios estoy diciendo? —exclamó finalmente con un timbre muy alto, la única señal de lo profundamente afectada que estaba—. Tenemos que llevarla con nosotros, no podemos dejarla aquí, ¿verdad?

—No, no podemos. —Aidan salió de espaldas de los asientos traseros, se enderezó y la miró. Estaba pálida, los ojos parecían demasiado grandes, los labios no tenían color. Por primera vez, Lyssa se enfrentaba a la prueba irrefutable de lo que era él: un guerrero que mataba cuando era necesario—. ¿Estás bien?

Lyssa inspiró con fuerza, se le fueron los ojos al cuerpo que estaba dentro del coche y, finalmente, asintió.

—Sí.

¿Estamos bien? —preguntó Aidan en tono grave.

Ella frunció el ceño, mirándole, pero enseguida cambió su gesto.

—Sí, estamos bien. Sé que lo has hecho por mí. Por nosotros. O tú o ella, ¿no es así?

—Exactamente. —Aidan deseaba tocarla, acariciarle las mejillas y atraerla hacia sí para poder aspirar la fragancia de su piel. Pero se sentía sucio. No quería ponerle las manos encima antes de lavarse.

—Bueno, como ella no era la persona de quien yo estoy enamorada, hiciste la elección correcta.

Aidan soltó una breve risa de alivio; la tensión iba desapareciendo.

—Además, ella tenía la taza, que nos resulta muy conveniente porque no vamos a pasar por La Ensenada.

Una vez recobrada la compostura, Lyssa alzó la barbilla y echó los hombros hacia atrás.

—¿Saco el botiquín?

Habían sido precavidos trayendo material médico de emergencia. Su vida juntos era peligrosa y a ninguno de los dos se le olvidaba.

—Aquí no —contestó él. La curación de sus heridas era muy rápida en comparación con los humanos, pero había descubierto que un punto aquí y allá reducía el tiempo a una o dos horas—. Nos dirigiremos a la frontera y pararemos en algún sitio apartado.

Llevaban en el maletero una pala del ejército, parte de un equipo que él había comprado en la tienda local de excedentes militares. Sabía que Lyssa también pensaba en ella.

—¿Y qué pasa con la escultura de McDougal?

—Le diré que me atracaron y me hirieron y que eso interrumpió nuestro viaje.

Lyssa hizo un gesto de incredulidad.

—¿A ti? ¿Con lo grande que eres?

Aidan se encogió de hombros.

—No puede probar que no es cierto.

—De acuerdo. —Ella le abrió la puerta del asiento delantero—. Démonos prisa.

Aidan no pudo mantener las distancias y la besó en la cara antes de subir al coche con muchísimo cuidado.

—Te quiero —dijo Lyssa.

—Gracias —sus miradas coincidieron—; necesitaba oírlo.

Ella le tiró un beso.

—Lo sé.

Al cabo de unos minutos ya estaban en la carretera que iba hacia el norte.

***

Stacey observaba a Connor mientras se servía más pollo Kung Pao en el plato. Había varias cajas de comida china, vacías en su mayor parte, repartidas por toda la mesa. Dejó los palillos y cogió un wonton con crema de queso.

—Nunca he visto a nadie comer tanto de una sola vez —dijo irónicamente.

Él sonrió de aquella manera un poco infantil que a ella le producía hormigueos en el estómago.

—Tú tampoco comes mal —replicó Connor—. Me gusta.

—A mis caderas no.

—Tus caderas no saben lo que les conviene.

—¡Ja!

Connor la miró con fingido enojo y se llevó a la boca un trozo de pollo manejando los palillos con mucha pericia. A Stacey se le iban los ojos al desnudo estómago de Connor y admiraba la masculina belleza de su «tableta de chocolate». Incluso después de engullir suficiente comida como para alimentarla a ella y a Justin durante una semana, seguía viéndosele macizo y delgado.

Guapísimo.

Ella todavía tenía problemas para asimilar el hecho de que hubiera habido sexo entre ellos, aunque su cuerpo seguía notando los efectos. Estaban sentados en el suelo del salón, con las piernas cruzadas, viendo La momia, una de sus películas favoritas. Su debilidad eran los films de acción con un protagonista guapo y un toque de romanticismo. Connor dijo que a él también le gustaba La momia, pero pasaba más tiempo mirándola a ella que la televisión. Stacey pensaba que el interés de Connor por ella decaería después del sexo, por lo menos un poco. Sin embargo, él parecía más interesado que antes. Tenía que admitir que se sentía intrigada por aquel hombre.

—Bueno, ¿y qué has venido a hacer? —le preguntó, con el codo apoyado en la mesa y la barbilla en la mano.

—Tengo información para él.

—¿Y no podías llamarle por teléfono?

Dijo que no con la cabeza y sonrió.

—Lo hice, pero no se acuerda de nada.

—Muy propio de un hombre.

—Ya ves, cariño.

Le gustaba que la llamase así. Había algo en su acento que le proporcionaba sinceridad a las palabras cariñosas corrientes.

—¿Estuviste en las Fuerzas Especiales, como Aidan?

—Sí. —Se notaba un matiz de melancolía en su respuesta.

—Parece que lo echas de menos.

—Así es. —Alargó la mano, le quitó de su plato un wonton a medio comer y se lo metió en la boca.

—¡Eh! —protestó ella—. Que hay más en la caja, y están enteros.

—Pero no me saben tan buenos.

Stacey entrecerró los ojos. Él le sacó la lengua en broma.

—Entonces, ¿a qué te dedicas ahora que ya no estás en el ejército o lo que fuera?

—A lo mismo que Cross.

Ella había intentado que Aidan le dijera exactamente el cuerpo militar y el país donde había servido, pero no soltaba prenda. Lyssa le dijo que era una cosa encubierta, supersecreta.

—O sea, que si me lo dice —le había preguntado a Lyssa—, ¿tendrá que matarme?

Lyssa se había echado a reír.

—Por supuesto que no.

—Pues en serio te digo que la curiosidad sí que me está matando. No veo por qué no me lo dice. Ésa sería una buena manera de irse.

Naturalmente, Aidan tampoco la sacó de su sufrimiento. Y sabía que Connor haría lo mismo. Había en él un aire similar de cautela, como si temiera las preguntas que con seguridad le harían.

—Mira —le explicó—, en las novelas románticas, cuando se retiran los protagonistas que trabajan en las Fuerzas Especiales, normalmente se hacen expertos en alta tecnología de seguridad. No se dedican a la investigación ni a hacer compras personales para alguien.

Connor se limpió las manos con la servilleta y se reclinó con los brazos hacia atrás. Sólo llevaba puestos unos pantalones de pijama anchos y de rayas, es decir, que el torso estaba desnudo y ella podía mirárselo. Aquel cuerpo era una máquina muy bien puesta a punto, capaz de levantarla en el aire como si fuera una pluma. La impresionante amplitud de sus hombros se ondulaba con tanta musculatura, y los bíceps…

Se le hacía la boca agua. Es que era salvajemente guapo. No había nada moderado en él. Nada refinado. Incluso descansando, como estaba en ese momento, ella percibía una actitud vigilante, una tensión interior que le tenía siempre preparado para saltar.

—Estás mirando —le susurró. Pero él también la miraba a ella con aquellos ojos azules cargados de intensidad depredadora. Stacey sabía que, por poco que le animara, le tendría detrás de ella en un minuto o menos.

La idea la hizo estremecerse.

—Ya —contestó ella, repitiendo lo mismo que se habían dicho no hacía mucho rato.

En la voluptuosa boca de Connor apareció una media sonrisa.

—¿Así que… estás diciéndome que no tengo aptitudes de protagonista romántico porque no instalo sistemas de seguridad?

Pues claro que las tenía. Al menos, por fuera. Y en la cama.

—Yo no he dicho eso. —Hizo un gesto poco convincente encogiéndose de hombros y dirigió la vista a la televisión. Era una tortura dejar de ver aquella piel dorada, pero también era autoprotección.

—Yo sólo decía que no me esperaba de unos tíos como tú y Aidan que se interesaran por andar buscando cosas antiguas para tipos antiguos que tienen mucho dinero. Pensaba que eso os aburriría después de toda la emoción a la que estabais acostumbrados.

—El mercado negro también tiene su peligro. Algunas veces, distintas personas quieren el mismo objeto, y las cosas se ponen feas. Si están muy, muy interesados, puede llegar a haber muertes.

—No parece que sea el empleo ideal.

Connor frunció los labios un momento; luego dijo:

—En mi familia, todos ingresamos en el ejército. Es un hecho conocido.

—¿En serio?

Connor levantó un poco los hombros, lo cual hizo maravillas con sus pectorales.

—En serio.

—Entonces, ¿no ha habido otra cosa que quisieras hacer?

—Ni siquiera contemplaba la posibilidad de hacer otra cosa.

—Eso es triste, Connor.

El sonido de su nombre pronunciado por ella sorprendió a los dos. Stacey diría que a él le había afectado, porque parpadeaba muy deprisa y parecía un poco desconcertado. Por su parte, Stacey era consciente de que el modo en que pensaba en él distaba mucho de ser amistoso. Era obsceno. Ella quería lamer y mordisquear toda aquella piel tan apetitosa. Quería tocarle el pelo color miel que llevaba un poco demasiado largo y se rizaba en la nuca y alrededor de las orejas. Quería pasar los dedos entre él.

—¿Cuál es tu sueño? —preguntó Connor en un tono íntimo que la hizo caer bajo su hechizo aún más. Señaló con la barbilla la mesa donde estaban muertos de risa los libros de texto absurdamente caros de Stacey—. ¿Vas a seguir intentándolo?

Casi llegó a decir «sí» como práctica del pensamiento positivo en que estaba trabajando. En cambio, le reveló algo que ni siquiera le había dicho a Lyssa.

—Quería ser escritora.

Dos cejas gemelas se levantaron en un gesto de visible sorpresa.

—¿Escritora? ¿Qué clase de escritora?

Stacey sintió que se sonrojaba.

—Escritora de novelas románticas.

¿En serio? —Ahora era su turno de parecer impactado, y lo hizo muy bien.

—Pues sí.

—¿Qué pasó?

—La vida, pasó.

—Uy… —Se enderezó y le cogió los dedos, que estaban dando vueltas sin parar a una galleta de la fortuna, para calmarlos. Su tacto era cálido y reconfortante. Tenía unas manos tan largas que las suyas parecían enanas. Era dos veces ella en cuestión de tamaño, pero aun así podía resultar muy dulce—. Es la última cosa que esperaba oír de ti.

—Ya lo sé.

—Como eres tan práctica…

—Ya me gustaría.

—¿Has renunciado a tu sueño?

Ella estaba pendiente de su conexión física, de su piel, mucho más oscura que la suya, de los nudillos y el vello rubio apenas visible que había en ellos.

—Sí. Era una tontería, de todas maneras.

Connor no sabía qué decirle por haber renunciado a algo que obviamente era importante para ella. Él no era Preceptor ni Sanador, ni tampoco de los que pasan mucho tiempo hablando con las mujeres. Por lo menos, no tenía conversaciones que no estuvieran enfocadas a la seducción. Cuando las mujeres le buscaban, no era conversación lo que querían. Lo mejor que se le ocurrió fue acariciarla en el centro de la palma de la mano con su calloso pulgar.

Aquel casto contacto le excitó. Cuando siguió tocando y notó el pulso de la muñeca, el ritmo rápido de su corazón le reveló que la excitaba a ella también. Ninguno de los dos actuaba bajo el efecto de la atracción a pesar de su respiración acelerada. Él estaba contento disfrutando sencillamente del deseo que recorría su sangre.

Sonó el teléfono y rompió la magia del momento.

Ella parpadeó, como si estuviera despertándose, y se puso de pie.

—Aidan llamó antes, mientras tú dormías. Probablemente es él otra vez.

Connor se levantó también y la siguió a la cocina. Stacey miró la identidad de quien llamaba: Best Western Big Bear.

La tensión que dominaba el menudo cuerpo de Stacey era palpable. Ella apretó el botón de «hablar» y levantó el auricular.

—Hola, cielo.

Él le puso las manos sobre los hombros y empezó a darle suaves masajes, luchando contra la rigidez que amenazaba con contraerle lo músculos.

—Pero tienes clase —empezó a decir ella, lo que tuvo como consecuencia una avalancha de argumentos desde el otro lado de la línea—. Sí, ya sé que ha sido mucho tiempo… —Su pecho se distendió y se encogió en un silencioso suspiro—. Bueno. Puedes volver a casa el lunes por la noche.

El entusiasmo provocado por la capitulación de Stacey era audible lejos del auricular.

—Vale —se esforzó por parecer contenta—. Me alegro de que estés pasándolo estupendamente… Yo también te quiero. No pases frío. Ponte la bufanda que te regaló Lyssa por Navidad. —Consiguió reír un poco—. Sí, ¿quién sabía que estás usando la puñetera cosa? Por supuesto… No te preocupes por mí; estoy viendo La momia… Cien veces, como poco, sí. ¿Y qué? Es una buena peli. Hala… Buenas noches. Te quiero.

Colgó, y dejó caer el brazo que sostenía el auricular en un ademán de derrota.

—Eh —le dijo Connor bajito y fue acariciándole la mano hasta llegar al teléfono. Se lo quitó de los nerviosos dedos y lo puso sobre la barra de desayuno—. No pasa nada. Volverá muy pronto.

—De eso se trata precisamente —le dijo volviendo la cara hacia él porque Connor la obligó agarrándola por los hombros—. Que no sé si volverá o si se quedará conmigo cuando lo haga.

Connor miró fijamente aquella cara tan triste, con la punta de la nariz rosada y la boca hacia abajo. Le puso una mano en la mejilla y le pasó un dedo por el pómulo.

—Tiene catorce años —decía, desconsolada—. Quiere un padre, un hombre a quien pueda imitar y de quien pueda aprender. Tommy vive en Hollywood, que es glamuroso y donde ocurre algo a cada momento. A Justin no le gusta vivir aquí en el valle. Dice que es aburrido, y, para los chicos de su edad, creo que lo es. Me trasladé a Murrieta porque era barato entonces (pude comprar una casa y ahorrar en impuestos) y porque es tranquilo. No hay muchas cosas problemáticas por aquí que atraigan a un adolescente.

—¿Ves? Una mujer práctica, lo que yo dije.

Una mujer valiente. Una mujer fuerte. Una mujer a la que él admiraba.

Ella simuló una sonrisa y fue como darle a él un puñetazo en el estómago. Detestaba las falsas apariencias. Él la quería toda, tal como era. Connor Bruce, mejor conocido como «el hombre con quien no te emocionas» quería las emociones de Stacey.

—Si Tommy decide intentar ser un padre a tiempo completo —continuó Stacey, llorosa—, Justin se irá con él. Tommy es tan niño como Justin; se lo pasarán bomba juntos. —Dejó caer la cabeza hacia delante, escondiendo sus facciones en una masa de oscuros rizos—. Tommy probablemente solicitará la pensión alimenticia yo eso le hará la vida más fácil. Y, aunque no lo hiciera, yo les mandaría dinero. Sólo Dios sabe qué comerían, si no. ¿Una comida al día en el plató? ¡Y eso si Tommy tiene suerte y trabaja por una vez!

Stacey sollozaba tenuemente y Connor hizo lo único que podía hacer: la agarró por la barbilla y le levantó la boca para que se acoplara su beso. Era un tierno ofrecimiento de consuelo, sólo labios, no lengua. No tomó nada de ella y le ofreció alivio del único modo que sabía.

—Te adelantas a los acontecimientos, cariño —le dijo, y rozó su nariz contra la de ella.

—Lo siento. —Stacey le besó a él. Pequeños besos. Dulces besos—. Soy un caso perdido hoy. Las hormonas o algo así. Te juro que normalmente no soy así.

—No importa.

Y, sorprendentemente, así era.

Connor retrocedió un poco, se agachó para cogerla por detrás de las rodillas y la levantó en sus brazos. La sacó del comedor y volvieron al salón, donde él se sentó en el sofá, con ella en el regazo. Encajaba perfectamente allí, con su exuberante cuerpo acomodado cálidamente contra la piel desnuda del hombre. Le puso la cabeza bajo su barbilla y la meció.

Recibir y dar. La conexión que había buscado y necesitado desesperadamente, restablecida sin sexo pero fortalecida por su frenético apareamiento anterior. Habiendo quitado de en medio la lujuria animal, dejaban a la luz y al aire libre los otros sentimientos. Comprendidos y compartidos.

—Gracias —musitó Stacey, fatigada, y se acurrucó contra él.

Muy pronto, su respiración, rítmica y superficial, le dijo que estaba conectado con el Crepúsculo. Se encontraba en la casa de Connor, donde él anhelaba ir. Soñando.

Esperaba que fuera con él.