5

«Hola. Ha llamado al domicilio de la doctora Lyssa Bates y Aidan Cross. Sentimos no poder contestarle en este momento. Si se trata de una emergencia…».

Aidan colgó el auricular, maldiciendo entre dientes, y se dejó caer en la cama otra vez.

Lyssa se incorporó sobre un codo y le miró con sus grandes y oscuros ojos.

—¿No contestan?

Él negó con un movimiento de cabeza.

—Tal vez Connor está durmiendo todavía y Stacey ha salido a comer algo —sugirió ella.

—Tal vez. Tendremos que intentarlo más tarde llamando al móvil cuando lleguemos a San Ysidro.

Aidan miró el colgante que le había dado a Lyssa para que la protegiera, que iba oscilando suavemente entre sus rotundos pechos. Cuando se conocieron, ella tenía terribles problemas para dormir, como consecuencia de su inexplicable capacidad para impedir el acceso a sus sueños tanto a los Guardianes como a las Pesadillas. Ahora estaba bellísima, con su piel blanca dorada por el sol, los ojos sin las sombras que los deslucían y su hermosa figura, más llenita, no tan flaca. Pero por maravillosa que fuera la envoltura, era el contenido lo que a él le encantaba: su bondad y compasión, el profundo amor que le profesaba y cuánto le preocupaba su felicidad.

—¿Estás seguro de que era una Guardiana lo que viste antes? —le preguntó por enésima vez, al tiempo que le acariciaba las firmes ondulaciones de su abdomen desnudo.

—Muy seguro. O eso o una Anciana. Lo sabremos con certeza cuando volvamos y busquemos su habitación.

Al ver el gesto de crispación de Lyssa, le puso la mano en la nuca y la besó en la frente.

—Confía en mí —le pidió.

—Claro que confío en ti, lo sabes bien. —Lyssa suspiró y bajó los párpados, con espesas pestañas, para ocultar sus pensamientos—, pero eso no evita que me entre el pánico cuando te pones en peligro. La sola idea de que te hagan daño me aterroriza.

—Te entiendo, tía buena, porque a mí me pasa lo mismo respecto a ti. Por eso tenemos que llegar hasta el final. Si anda en busca de nosotros, tengo que saberlo. —Aidan alzó la mano y cogió un mechón de su pelo entre los dedos—. Es necesario averiguar si va a por ti o a por la taza. O a por las dos. Mierda, quizás está aquí por algo que no sabemos todavía.

Lyssa se incorporó para acomodarse contra el cabecero de la cama y exhaló un suspiro que se fundió con el ruido de las olas que rompían en la playa, debajo de la terraza.

—Ser la Llave es una mierda.

Él trató de aliviarla.

—Lo siento, cielo.

No podía decir otra cosa y ambos lo sabían.

—Merece la pena estar contigo —le dijo con la voz dulce y el tono bajo y vehemente.

Él le cogió una mano y se la llevó a los labios para besarle los nudillos.

—¿Quieres tomar la última cerveza antes de que dejemos el hotel?

Su sonrisa le conmovió, y se sintió tentado de quedarse en la cama más tiempo cuando realmente tenían que estar ya saliendo. Aidan se levantó de la cama antes de que el corazón se impusiera a la razón, cosa que ocurría con frecuencia porque quería muchísimo a Lyssa. Le volvía loco no poder librarse de la sensación de que el tiempo que tenían para estar juntos era limitado, que había un reloj en alguna parte dejando caer la arena de los días. Para un inmortal, eso significaba algo, y lo que significaba no era nada bueno.

—Tú siempre estás ocupándote de mí —dijo Lyssa—, cuidándome, apoyándome. No sé qué haría yo sin ti.

—Nunca lo sabrás, tía buena.

Lyssa miró fijamente a los ojos azules de su amante y renegó de la ansiedad que vibraba muy dentro de ella, del sentimiento de terror y fatalidad que le producía náuseas. Su reacción instintiva cuando se enteraba de que un Guardián andaba cerca era huir, no atraparlo y averiguar qué quería.

Se quedó observando a Aidan, que se dirigió a una mesa que había junto a la puerta corredera de cristal. Usó la navaja para cortar una de las doce limas que había comprado el día anterior, cogió un puñado de rodajas entre las dos manos y las llevó hasta la mesilla de noche.

Lyssa, a quien fascinaba la absoluta belleza del cuerpo de Aidan, se quedó absorta viéndole acercarse en un sugestivo despliegue de músculos bronceados, y las manos extendidas goteando zumo de lima. Casi un metro noventa de pura y seductora masculinidad. El hombre de sus sueños. Literalmente. Un hombre que lo había dejado todo para estar con ella. Un hombre que estaba decidido a salvarla de su propio pueblo, que la quería muerta, sin tener en cuenta su propio riesgo. Le quería tanto que sentía fuego en el pecho y se le hacía difícil respirar.

—¿Alguna vez te has parado a pensar que protegerme, trabajar para McDougal y buscar los artefactos, todo al mismo tiempo, es demasiado para ti solo? —Aidan estaba sentado en el borde de la cama y ella le puso una mano en el hombro. Los músculos del brazo se contrajeron al destapar la botella, cuya boca rellenó con una rodaja de lima. El aroma de su piel, exótico y especiado, le llegó al mismo tiempo que la del cítrico—. Si hay un Guardián aquí, podría haber más.

Él se giró y sus miradas se encontraron. Los ojos de Aidan eran de un intenso azul oscuro, parecido al de un precioso zafiro. Único, como lo era todo en él. Mandíbulas marcadas y cejas sublimes; el pelo, negro azabache, y una complexión para complacer a una mujer. Era fuerte, escultural y peligrosamente atractivo. Y era suyo. Se negaba a perderle.

—Ya lo sé —Aidan le pasó la botella y cogió otra para él.

Los potentes músculos de los brazos se flexionaban con sus movimientos, provocándole a ella sensuales escalofríos. Habían pasado todo el día en la cama, entregándose el uno al otro, pero ella seguía deseándole. Siempre tendría pasión por él y la conexión física que hacía de su amor algo tangible.

—Connor solamente habría venido si se tratara de un asunto de vida o muerte —dijo con tono de cansancio—. A diferencia de mí, él era feliz en el Crepúsculo. Probablemente, a él este plano le resulta horrible.

—Estupendo —murmuró ella—. Suena prometedor.

Aidan había rebatido la antigua profecía de su pueblo según la cual Lyssa era la Llave destinada a destruir su mundo y el humano. Había dejado su hogar en el Crepúsculo por amor a ella. Ningún otro Guardián tendría semejante ímpetu.

—No pierdas las esperanzas todavía. —Él se apoyó también contra el cabecero y estiró sus largas piernas que el pantalón corto caqui que llevaba puestos dejaban al aire. El crepúsculo iba dando rápidamente paso a la noche, pero ninguno de los dos se molestó en encender una lámpara. La puerta del cuarto de baño estaba entreabierta y les bastaba con la luz que salía de allí.

Aidan levantó la botella y bebió a grandes tragos; después, se recostó de nuevo, con la botella en el regazo.

—Quizás haya un modo de seguir la pista a los Guardianes por medio de los sueños ahora que están aquí. A lo mejor Connor trae buenas noticias.

—Me fastidia sentirme tan impotente. —Lyssa jugueteaba nerviosamente con la etiqueta de la botella, pero los ojos se le iban a la espada y la vaina que se encontraban sobre una silla cercana—. No conozco tu idioma, así que no puedo ayudarte a descifrar los diarios que robaste.

—Que tomé prestados indefinidamente —corrigió él, riéndose.

Lyssa resopló.

—No tengo aptitudes para la lucha. Ni siglos de recuerdos, como tú, así que tampoco puedo ayudarte a encontrar los artefactos.

Aidan le calmó los inquietos dedos con una mano helada y húmeda.

—Eso no significa que no estés ayudando. Tu «importantísima tarea» es recargarme a mí las baterías. Por eso te he traído conmigo esta vez.

—Yo quería venir. No me gusta nada que estés fuera de casa durante varios días o semanas. Te echo muchísimo de menos.

Aidan la miró, con una tierna sonrisa.

—Y yo te necesito conmigo. No es sólo una cuestión de tipo práctico. Cada vez que respiras, me das una razón para vivir. Cada vez que sonríes, me das esperanza. Cada vez que me tocas, mis sueños se convierten en realidad. Tú me haces seguir adelante, tía buena.

—Aidan… —le escocían los ojos. Él podía decir las mayores cursiladas del mundo, porque, viniendo de él, no parecían cursiladas. Ponía el cien por cien de su esfuerzo en todo lo que hacía, incluido amarla a ella.

—Yo me moría antes de conocerte.

Lyssa sabía que era verdad. No físicamente, sino desde el punto de vista emocional. Harto de que la guerra contra las Pesadillas estuviera en punto muerto y desalentado por su carencia de vínculos afectivos, Aidan no vivía; simplemente sobrevivía. Él había hecho a Lyssa partícipe de lo solo que había estado, pero no tuvo que decirlo en voz alta. Ella había visto la soledad en sus ojos.

—Te quiero. —Lyssa se inclinó y le besó en los labios.

A pesar de sus diferencias, que eran todo lo grandes que podían ser perteneciendo a dos especies distintas, se parecían mucho. Atormentada por la falta de sueños, ella había estado demasiado agotada por cualquier clase de vida que no fuera su trabajo. El amor de Aidan le dio optimismo para el futuro.

—Más te vale —bromeó, atrayéndola por la nuca y manteniéndola a su lado cuando ella se echó hacia atrás. Le lamió los labios y luego le pellizcó el inferior con los dientes. Lyssa soltó un gemido para provocarle.

—Quisiera complacerte, pero vamos a tener que irnos enseguida.

Lyssa asintió y cerró la mano en torno al colgante. Era extraño que una piedra hecha con cenizas de Pesadilla fundidas con un material cristalino del diezmado mundo de los Guardianes pudiera cambiar su vida. Pero es que irradiaba una energía especial, una combinación de Guardián y Pesadilla que mantenía a raya a ambas facciones y le permitía dormir normalmente.

—Yo he metido mis cosas en la bolsa antes, al salir de la ducha.

—Perfecto. —Le besó la punta de la nariz—. Deberíamos esperar a que esté completamente oscuro para salir del hotel. Después, yo iré a registrar la habitación del motel y, con un poco de suerte, averiguaré qué se trae entre manos nuestra amiga Guardiana. Podemos marcharnos desde allí y dirigirnos a Ensenada, donde recogeremos la reliquia para McDougal y veremos al chamán.

—Entendido. Yo soy la conductora de la huida.

—Pues sí, la que pisa el acelerador. —Aidan dio otro buen trago de cerveza—. Por lo menos esta vez pude garantizarnos dos semanas de búsqueda. No voy a irme de México sin la taza.

Aquel mismo mes, con anterioridad, Aidan estaba a solo unas horas de una subasta de una oscura muñeca de ensueño, cuando su jefe, Sean McDougal, le hizo volver a California para que le diera su opinión sobre la posible compra de una espada. Le sentó fatal, pero no le quedaba otra alternativa.

McDougal era un excéntrico, y extraordinariamente rico, coleccionista de antigüedades; el conocimiento de primera mano que Aidan tenía de la historia y su comprensión de todos los idiomas de la Tierra le hacían perfecto para dirigir el equipo de adquisiciones de McDougal. Ese puesto de trabajo le proporcionaba los medios para viajar por el mundo a voluntad con todos los gastos pagados, la única manera posible de que Aidan buscase los artefactos mencionados en los diarios de los Ancianos. Seguir en aquel empleo era una necesidad.

—No comprendo por qué los Ancianos han esperado hasta ahora para enviar Guardianes que busquen los artefactos —dijo Lyssa, pensando en voz alta—. ¿Por qué no antes de que vinieras tú?

—Porque antes de que apareciera la Llave, que eres tú, los artefactos estaban más seguros aquí. El Crepúsculo es pequeño. Allí, con el paso de los siglos, los habrían encontrado. Aquí estaban muy lejos del alcance de los curiosos.

Con un suspiro, Lyssa echó hacia atrás las sábanas y se levantó. El silbido de admiración de Aidan cuando se puso de pie la hizo sonreír. Cogió un vestido de tirantes y se lo puso por la cabeza; luego, salió a la terraza, con la cerveza en la mano, para disfrutar de los últimos momentos del crepúsculo costero. Un momento después, estaba aprisionada por los brazos de Aidan que, agarrado a la barandilla con una mano y sosteniendo la botella con la otra, le acarició un hombro con los labios. Para ella, el abrazo de aquel cuerpo mucho más grande que el suyo fue un consuelo muy bien recibido.

Los olores de una barbacoa se extendían por el aire desde algún lugar de abajo. Cerca de ellos, en la mesita de plástico que estaba en un rincón de la terraza, un frasco de aceite bronceador despedía un tenue aroma de coco. Para Lyssa, las vistas y los olores que los inundaban era lo que podía esperarse de una concurrida ciudad turística del sur de California. Sin embargo, la preocupaban por Aidan, porque sabía que la vida durante siglos en una burbuja (estrictamente hablando, un conducto entre dos planos de existencia, como él le había explicado) había hecho que tal profusión de estímulos sensoriales le resultase demasiado intensa y perturbadora.

—¿Lo echas de menos? —le preguntó suavemente—. ¿El Crepúsculo?

Y sintió en su piel la curva de la sonrisa de Aidan.

—No del modo que tú podrías pensar.

Lyssa se volvió para mirarle de frente y encontró alegría en el malicioso destello de sus ojos azules.

—¡Ah!

—Echo de menos el absoluto silencio algunas veces y la familiaridad de mi casa, pero sólo porque quiero llevarte allí. Quiero estar contigo en algún sitio privado, en algún sitio seguro. Donde el tiempo no sea una preocupación y pueda acabar con cualquier ruido. No quiero oír nada excepto a ti… los sonidos que emites cuando estoy dentro de ti.

—Eso sería estupendo. —Lyssa respiró hondo y le rodeó la delgada cintura con sus brazos, envolviéndole también con su amor.

—Ése es mi sueño —dijo él, apoyando la barbilla en la cabeza de ella—. Por suerte para nosotros, sabemos que los sueños se hacen realidad.

***

Stacey se movió primero. Connor reprimió el impulso de abrazarla y mantenerla cerca. Ella meneó su estupendo culo contra el pubis de él, y la polla reaccionó admirablemente, sobre todo teniendo en cuenta que él distaba mucho de encontrarse en su mejor momento. Desplazarse de un plano de existencia a otro sin duda alguna desgastaba mucho.

—¡Dios santo! ¿Pero cómo puedes tener una erección después de lo de antes?

Connor escondió una risita en la fragante masa de brillantes rizos negros y la estrechó. Tal como había esperado, ella era dulce y cálida, un refugio y una delicia que valoraba mucho en un mundo que se había ido a la mierda. Nunca había sido de los que se esconden ante los problemas; sin embargo, ahora se sentía tentado de esconderse con Stacey. Sólo refugiarse en un dormitorio por ahí y fingir que las semanas anteriores no habían existido.

—Estás restregando ese cuerpo tuyo tan sexy contra el mío. Me alarmaría no estar empalmado.

—Estás loco. Yo estoy molida.

—¿De veras? —Connor deslizó una mano entre las piernas extendidas de Stacey. Arqueó las caderas hacia arriba y empujó la polla bien dentro de ella a la vez que le cubría un pecho con la mano libre. Con dedos reverentes, le acarició el clítoris en círculos, teniendo cuidado de moverlos delicadamente después de las impetuosas fricciones anteriores—. Yo haré todo el trabajo, no te preocupes.

—Yo… yo no… No puedo…

—Seguro que puedes, cariño. —Connor empezó a lamerle la oreja por fuera y luego por dentro. Ella se estremecía y se mojaba alrededor de la polla. Era maravilloso. Él subía las caderas en moderadas embestidas, y la masajeaba con su gran capullo dentro del coño, deliciosamente prieto, dándole placer con su cuerpo y toda su habilidad, mientras notaba que tanto el frío que le daban las Pesadillas como la nostalgia se derretían con el calor de su respuesta.

Stacey comenzó a gemir y a retorcerse, estirándose entre sus brazos, pronunciando jadeantes súplicas.

—… sí… oh, Dios mío… más dentro…

Connor jugueteaba con sus pezones. Ella le oprimía con los músculos internos en toda la longitud de su atributo, haciéndole resoplar.

—Eso es —dijo él en tono de elogio, completamente entusiasmado con la réplica de Stacey. Ella estaba concentrada en él y viceversa, lo cual era perfecto. Ella era perfecta.

Stacey se dejó caer sobre él con un gritito que casi hace explotar a Connor. Él apretó las mandíbulas y se contuvo, halagándola con besos y murmullos de agradecimiento.

—Jesús —exclamó Stacey, con la mejilla sobre la de él—, tres orgasmos en una hora. ¿Es que quieres matarme?

—¿Tienes alguna queja? Puedo intentarlo con más ahínco.

Ella le pegó en la mano cuando él le pellizcó un pezón y se echó a reír.

—Me gusta tu risa —dijo Stacey, un poco turbada.

—A mí me gustas tú.

—No me conoces.

—Hmm… Sé que quieres a tu hijo y que eres una buena amiga de Lyssa. Sé que eres fuerte y estás criando sola al niño, sin ninguna ayuda, algo que te duele y con razón. Eres desinhibida y te sientes a gusto con tu cuerpo. Tienes un sentido del humor muy irónico y no te fías de los hombres que quieren de ti algo más que sexo.

—A veces eso es muy práctico. —Soltó una risita y con el sonido, un poco infantil, unido al exuberante cuerpo de mujer se empalmó aún más—. Oye, deberías ir a que te vean eso.

—Yo sólo he tenido un orgasmo y tú tres —le recordó— y quiero de ti algo más que sexo.

Stacey se puso rígida.

—No tengo amigos aquí, Stacey. Aparte de Aidan.

—Escucha… —Se despegó de él y se incorporó.

Suspirando para sus adentros, Connor se levantó también y se quitó de un tirón el molesto preservativo. Tales precauciones no eran necesarias en el Crepúsculo, donde no existían las enfermedades, y la reproducción tenía que ser planificada, pero no podía decírselo a Stacey. No le creería.

—Los amigos con derecho a roce son una buena solución para mucha gente, pero no para mí.

Fue un momento al baño de invitados para tirar el condón.

—Vale…

Levantó la tapa del inodoro y se puso a orinar con la puerta abierta, esperando que ella terminase de expresar sus objeciones.

Stacey se apoyó contra la jamba y le observó con recelo. Orinar a la vista de otros era vulgar, pero también indiscutiblemente íntimo, que era lo que él buscaba. Intimidad. Conexión. Las tendría como fuera. Parecía que aquello la fascinaba tanto como para olvidarse de que estaba desnuda de cintura para abajo, un espectáculo que él agradecía inmensamente.

—No sabría decir si eres mal educado y arrogante, cosa que detesto, o si sencillamente eres abierto y seguro de ti mismo, cosa que me gusta.

—Te gusto yo.

Ella dio un bufido y se cruzó de brazos.

—No te conozco tan bien como tú crees que me conoces a mí. Lo único que dice algo en tu favor es que eres el mejor amigo de Aidan, que en general es un buen tipo.

Connor simuló un mohín sacando hacia fuera el labio inferior.

—¿Los tres orgasmos no ayudan?

Las comisuras de la boca de Stacey se contrajeron, y Connor decidió de pronto hacerla reír a carcajadas. Era demasiado seria y a él no se le quitaba de la cabeza que el caparazón exterior protegía un fondo vulnerable. Un fondo que muy poca gente tenía el privilegio de ver.

—No deberíamos haber hecho esto —dijo ella.

Él tiró de la cadena y se acercó al lavabo para lavarse las manos, desde donde observó la imagen de Stacey reflejada en el espejo. Sus miradas coincidieron.

—¿Por qué no?

—Porque nuestros mejores amigos van a casarse. Tú y yo nos encontraremos ocasionalmente y esto —hizo un gesto con la mano entre los dos— siempre va a estar ahí, que sepamos cosas sexuales el uno del otro, que yo te haya visto echar una meadita…

Connor tiró de la toalla y se secó las manos. Luego, se apoyó en el lavabo.

—¿Tú no sigues siendo amiga de la gente con la que acuestas?

Stacey se mordió el labio inferior. Connor no era un hombre besucón normalmente, pero el deseo de sentir aquella boca junto a la suya era innegable y él lo había satisfecho. Tenía unos labios carnosos y afelpados, y él quería sentirlos en todas partes. Por todo su cuerpo.

Con esos pensamientos, la polla, que estaba ya a media asta desde las contracciones del último orgasmo de Stacey, se puso firme.

—Bueno —señaló con un dedo acusador la oscilante erección—, esa cosa es una lunática sexual.

Connor se echó a reír, pero se quedó en silencio cuando ella se rio también. El sonido de su risa no era el que él esperaba. En lugar de un trino de chiquilla, sonó grave y gutural, casi áspero, como algo que se usa pocas veces. Sus ojos verdes estaban chispeantes, y las mejillas, coloradas.

—¡Qué guapa! —dijo él.

Stacey miró a otro lado y luego se dio la vuelta para ir al comedor y recoger la ropa que había dejado allí. La sujetó contra el pecho en un gesto claramente defensivo, y Connor volvió a apoyarse en la jamba.

—No has respondido mi pregunta —insistió, mirándola atentamente.

Stacey se encogió de hombros.

—Tengo mal gusto con los hombres.

Él no dijo nada; se quedó reflexionando.

—Voy a ducharme.

Echó a andar y pasó por delante de él.

Connor la agarró del brazo, y la hizo detenerse.

Su mirada se posó primero en el lugar donde él la había agarrado; después levantó los ojos para mirarle a los suyos.

—¿Te gusta la comida china?

Stacey parpadeó y le dedicó una leve sonrisa al darse cuenta del gesto de paz.

—Cerdo Moo shu y wontons con crema de queso.

—Entendido.

Hubo una ligera vacilación. Después asintió moviendo la cabeza y se fue hasta las escaleras.

Connor sabía lo que pasaría después. Ella bajaría duchada y vestida, una señal externa de su decisión de hacer borrón y cuenta nueva. Quería volver a empezar y fingir que sólo se habían conocido pero nunca follado. Sabía todo eso porque así se comportaba él en similares situaciones en el Crepúsculo. Los entrenamientos por la mañana temprano habían servido de excusa durante siglos para no quedarse a pasar la noche. Habría querido que Stacey le diera más tiempo para ser amantes, pero respetaba su voluntad e incluso pensaba que quizás tuviese razón. Mejor terminar aquello como un rápido y espontáneo polvo que arriesgarse a una situación desagradable.

Por naturaleza, los Elite evitaban relaciones emocionales. Muy pocos Guerreros se emparejaban, y los que lo hacían raramente duraban. Se requería desapego para tener éxito y, para aquellos Guardianes que eran tan desafortunados como para enamorarse de un Elite resultaba un romance desigual y lleno de soledad. Los Elite eran incapaces de dar el mismo amor que recibían. Además, en el caso de Connor, se le había educado para estar siempre concentrado en la misión correspondiente.

«Los Bruce viven y mueren junto a la espada». Connor solía repetir en voz alta la cantinela familiar. No había otra posibilidad.

Por eso, él era especialmente adecuado para proteger a los Soñadores sensuales. Se trataba de una relación simbiótica. Podía asumir una fantasía y conectar con otro individuo, realizando su sueño a la vez que satisfacía su propia necesidad de afecto. Unas horas siendo el amor de la vida de alguien eran suficientes para aliviar la frialdad de una casa y una cama que no era compartida con nadie.

Soltando el aliento, Connor se enderezó y fue a la cocina donde encontró el cajón donde Lyssa y Aidan guardaban las cartas de las comidas a domicilio. Comían con tanta frecuencia en el restaurante chino Peony que tenían una cuenta allí, circunstancia que Connor conocía porque había ido con Aidan en el estado de sueño.

Cuando un Guardián conectaba con una estela, todos los recuerdos del Soñador se convertían en un libro abierto. Todo lo que Aidan tenía almacenado en su cerebro ahora estaba también en el de Connor. La adaptación había resultado muy dura, con la avalancha de recuerdos, tanto de Aidan como de los miles de Soñadores a los que Aidan había protegido. Connor había aprendido a orientarse hacia los mejores momentos para preservar su cordura.

Por supuesto, los mejores momentos de la vida de Aidan eran los que pasaba con Lyssa, los cuales habían obligado a Connor a experimentar el estar profundamente enamorado de una mujer. Durante siglos él había sido el receptor de afectos arrolladores en las fantasías. Al compartir los sueños de Aidan, descubrió lo que era devolver ese amor.

Sacó la carta que buscaba y cerró el cajón. Algo cálido y suave se frotó contra sus tobillos; miró hacia abajo y vio a Golosina dando vueltas alrededor de sus pies descalzos. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que seguía desnudo. Se encontraba muy cómodo de esa manera cuando estaba solo en casa; sin embargo, estaba seguro de que a Stacey la pondría nerviosa, así que dejó la carta sobre la encimera de granito y decidió ponerse algo de Aidan.

Llegó al final de las escaleras justo cuando se abrió la puerta del baño de invitados de la planta de arriba, Stacey apareció envuelta en una nube de fragante vapor. Llevaba el pelo envuelto en un turbante blanco y el curvilíneo cuerpo tapado con una toalla a juego. Ella alzó la cabeza y le vio, todo él. Se fijó en el gato revolcándose descaradamente en torno a los pies; luego, subió los ojos hasta los suyos, pasando por todas las partes que se excitaban y endurecían con aquel repaso.

Por su parte, Connor disfrutó de las vistas con igual placer. La piel satinada de Stacey estaba rosada tanto por la ducha como por los efectos terapéuticos del desahogo sexual. Los ojos verdes, con espesas pestañas, parecían jade, los carnosos labios estaban más rojos y los pechos acentuados por la toalla anudada entre ellos.

De repente, su resolución de mantenerse al margen y dejarle el espacio que ella quería se vio superada por el más apremiante deseo de sentirla arquearse debajo de él. No tenía a nadie en aquel plano con quien hablar. Nadie con quien compartir los detalles del día infernal que había pasado, ningún Soñador en quien perderse, ningún Elite con quien organizar estrategias. No tenía ni idea de si volvería a su mundo otra vez. Pero, durante un poco de tiempo, Stacey le había permitido olvidarse de todo. Le había dado razones para sonreír y algo más en lo que centrarse: ella.

Y así estaba en ese momento, centrado en ella.

Señaló con un gesto el dormitorio principal, al otro lado del pasillo.

—Voy a buscar algo que ponerme.

Stacey movió la cabeza de arriba abajo.

—Bajaré dentro de un minuto.

—De acuerdo —dijo ella débilmente, un poco parada por los extraños sentimientos que estaba experimentando.

Stacey se dirigió a la puerta del dormitorio que estaba ocupando. Connor no se movió, fascinado por el discreto y natural vaivén de su perfecto culo. Stacey giró el pomo y dio unos pasos dentro de la habitación.

—Estás mirando —le dijo, viéndole de refilón antes de cerrar la puerta.

—Ya —contestó él, y siguió mirando hasta mucho después de oír el clic del pestillo.