4

Jadeante y atacado por violentos escalofríos, Connor salió del gélido lago y se arrastró hasta el arenoso borde. Al ponerse de pie, tenía el uniforme de Elite completamente pegado al cuerpo. Estaba tan concentrado en librarse de la tensión que le producía la hipotermia que no se dio cuenta de que no estaba solo hasta que alguien le atacó, empujándole hacia atrás.

Cuando un cuerpo más pequeño y enjuto que el suyo chocó contra él, el grito de indignación se reflejó en la superficie del agua y liberó su creciente tensión. Connor se retorcía y forcejeaba con su agresor hasta que ambos cayeron otra vez al lago en una explosión de agua y golpes.

El escozor del impacto inesperado combinado con el susto al ser atacado de verdad, realmente cabreó a Connor. Agarró a su atacante por el cuello de su ropa y tiró de él hasta la orilla.

—¡Espera! —Vestido de gris, aquel hombre sólo podía ser un Anciano.

Desgraciadamente para él, Connor no se sentía muy amable con los Ancianos precisamente, y más bien tenía ganas de darle patadas en el culo a alguno a base de bien. Se echó la mano al hombro y sacó la espada de la vaina.

—Si tenías ganas de morir, Anciano —bramó—, deberías haberlo dicho claramente.

—Cross te necesita.

Connor se puso tenso al oír aquella voz conocida. Por supuesto, no podía ser cualquier Anciano. No en un día fatal como aquél. Tenía que ser el Anciano Sheron, su instructor en la academia de la Elite.

—Lo que necesita Cross son respuestas, Sheron. Todos nosotros necesitamos respuestas.

El Anciano se retiró la capucha que le tapaba la cara y Connor pudo ver bien al hombre que le había ayudado a convertirse en el guerrero que era. El aspecto de Sheron había cambiado tan drásticamente que resultaba casi imposible reconocer en él al vigoroso Maestro que había sido. El pelo castaño oscuro estaba ya completamente blanco; la piel bronceada de antes tenía ahora una palidez enfermiza; y las pupilas eran tan grandes y oscuras que se tragaban el blanco de los ojos. A ese respecto, se parecía mucho a la cosa aquella que había sido encerrada en el Templo.

Connor sintió una repugnancia que pronto se vio reemplazada por la ira. Aidan siempre había mirado a Sheron como a un padre. Abandonado por sus progenitores al entrar en la academia de la Elite, Aidan necesitaba una figura parental y recurrió a Sheron para que desempeñara ese papel. Irritaba muchísimo a Aidan pensar que su amigo había depositado su confianza en quien no la merecía.

Por su parte, Connor provenía de una larga serie de Guerreros de Elite. Tanto hombres como mujeres, los Bruce ingresaban todos en la academia. Vive y muere junto a la espada era el credo familiar, razón por la cual Connor tenía poca paciencia con las mentiras y las falsedades. El tiempo era precioso, incluso para alguien casi inmortal.

Los padres de Aidan, en cambio, pertenecían a una rama distinta de Guardianes, uno era un Sanador, la otra una Preceptora. Ellos no comprendían el camino que había elegido su hijo y las incesantes preguntas con que atosigaban a Aidan habían terminado por ahuyentarle. Los Cross no se explicaban por qué su único hijo tenía que trabajar contra las Pesadillas, no reparando el daño que causaban después. Puesto que ellos eran los únicos familiares de Aidan, este se quedó solamente con dos vínculos afectivos: Connor y Sheron.

Y Sheron se había revelado indigno de su estima y su devoción.

—Hay otros a quienes han enviado al plano mortal en busca de Cross —dijo Sheron sombríamente, apretando con las dos manos la empuñadura de la espada—. Ancianos poderosos. Va a necesitar ayuda.

—No estamos tan fuera de juego como tú piensas —se burló Connor, rodeando a su adversario con pasos lentos y firmes—. Y ya que tienes el día informativo, ¿por qué no me explicas qué era aquella cosa del Templo?

Sheron se quedó inmóvil, con la espada baja.

—Yo se lo advertí. Les dije que el sistema no se había puesto a prueba y no había garantías de éxito. Era muy arriesgado, pero ellos estaban decididos.

—¿De qué hablas? —Connor miró al Anciano escrutadoramente y con creciente cautela. Él había visto antes esa artimaña, en la que uno de los combatientes finge perder interés en la lucha sólo para atacar contando con el factor sorpresa.

Sheron hizo una pausa a medio camino.

—La caverna fue nuestra primera táctica para controlar el flujo entre el plano mortal y el Crepúsculo, pero sabíamos que depender tanto de un lugar nos hacía demasiado vulnerables. Alteramos una habitación del Templo de los Ancianos en un esfuerzo por atraer las estelas de los Médiums. Funcionó hasta cierto punto. Pero el Templo no está a salvo de las Pesadillas.

—¿No? —Aquello le produjo a Connor un profundo desasosiego. Siempre había sentido paz al mirar el edificio blanco reluciente del Templo. No estaba contaminado por el enemigo y sí cargado de historia, la historia de su pueblo, en la Sala del Conocimiento. Aunque él personalmente no había hecho nunca uso de la información contenida allí, le tranquilizaba pensar en todo aquello.

—No. —Sheron se echó hacia atrás el mechón de pelo blanquísimo que le caía por la frente—. Las Pesadillas cada vez están más desesperadas. Las más viejas han aprendido a asediar a su presa en vez de atacar frenéticas. Todas las sombras son sospechosas y sólo la caverna es segura, aunque no sabemos bien por qué. Creo que tiene algo que ver con el agua.

—Quizás es que está demasiado fría —sugirió Connor, a quien la suave brisa hacía tiritar. Agitando la mano, calentó el aire de su alrededor y formó así una bolsa aislante. Fuera de aquel espacio inmediato, la velocidad del aire aumentaba rápidamente y unas nubes agitadas oscurecían el cielo.

—No sabemos, Bruce. Intenté disuadir a los demás, pero ellos pensaban que merecía la pena arriesgarse.

—¿Y cuál es el riesgo exactamente?

Sheron frunció los labios.

—Que las Pesadillas…

Resonó un trueno y la oscuridad lo envolvió todo en su voraz manto. El Anciano gritó y las nubes comenzaron a tomar forma, plasmándose en la tan conocida figura de las Pesadillas.

Miles de ellas…

Connor se despertó aterrorizado.

Se incorporó en la cama como movido por un resorte y alarmado por el entorno. Le llevó un buen rato a su cerebro reconocer el sitio donde estaba. El corazón le latía aceleradamente. Tenía la piel cubierta de sudor.

El plano mortal. Estaba en el infierno.

Su respiración se hizo fatigosa cuando sacó las piernas por un lado de la cama y se tapó la cara con las manos.

Pesadillas, las muy cabronas.

Por si fueran poco los olores de aquel mundo, también tenía que vérselas con las Pesadillas.

Asqueado, Connor se puso de pie de un fuerte impulso y se desvistió, dejando la ropa amontonada en el suelo. Abrió la puerta de la habitación de invitados que había elegido después de ver que los otros dos dormitorios estaban ocupados. Uno era la suite principal, la otra olía como el bombonazo que le había abierto la puerta de la casa.

En su boca se dibujó una sonrisa. Al menos había algo, alguien, que le gustaba en aquel lugar.

Stacey era redondita, turgente, perfección curvilínea con caderas rotundas, culo bien torneado y tetas grandes. Era la clase de mujer a la que un hombre podría agarrarse y cabalgar hasta la extenuación.

Su polla se dilató con aquellos pensamientos y gimió suavemente. La sangre empezaba a bullir a causa de la combinación de una abstinencia demasiado larga, un día demasiado chungo y una mujer demasiado guapa. Quería agarrar un puñado de rizos apretados y oscuros de aquella cabellera ensortijada y apoderarse de la roja y carnosa boca. Incluso con los ojos llorosos y la nariz colorada, su cara en forma de corazón le había resultado atractiva en el sentido más básico. Quería verla ruborizada, brillante de sudor y con la torturante necesidad del orgasmo grabada en ella. Si no se hubiera sentido como si se estuviera muriendo, la habría alegrado de verdad.

Bueno, mejor tarde que nunca. Él también necesitaba que le animasen. Se sentía escindido, enfadado, desilusionado y perdido. Lo que más le afectaba era lo último. Él apreciaba los cimientos sólidos. Aidan era el aventurero. A Connor le gustaba su vida bien definida. Y no le gustaba la sensación de caída libre, pero sabía cómo encontrar un lugar de paz en medio de un mundo frenético.

Ese lugar estaba dentro de Stacey.

Y ella se encontraba abajo, esperándole, aunque aún no lo supiera.

Connor entró en el baño de invitados y se dio una ducha fría. Le sentó de maravilla lavarse después del día que había tenido hasta el momento y, cuando salió al pasillo unos minutos después, se sintió más contenido. Menos inquieto y con más dominio de sí mismo.

Pensó en vestirse antes de bajar a comer algo, pero luego cambió de idea. No le apetecía ponerse el uniforme sucio y, en su opinión, estaba presentable con la toalla alrededor de las caderas. Además, la escasez de ropa tal vez molestase a Stacey, lo cual podría ser el impulso necesario para llevársela a la cama. La pasión de cualquier clase se puede convertir en pasión sexual con la habilidad adecuada. Y Stacey ya le deseaba (aquellos pezones alargados y duros se lo habían demostrado), aunque ella no deseara desearle.

Connor había satisfecho suficientes fantasías humanas como para saber que algunas veces las mujeres negaban sus apetencias por razones que no tenían nada que ver con el sexo propiamente dicho. No importaba que un hombre tuviera un buen empleo, le gustaran los niños, fuera fiel, cocinara aceptablemente, supiera arreglar el coche o se pusiera traje para ir a trabajar… Las razones para decir «no» al sexo eran muchísimo más numerosas que las razones para decir «sí».

Los Guardianes no tenían problemas de ésos. El sexo era consuelo, deseo y una indispensable satisfacción de necesidades. Favorecía la salud y levantaba los ánimos. Era tan necesario como respirar y, aunque algunos Guardianes se emparejaban para siempre, la mayoría no descartaba ninguna posibilidad.

Él necesitaba consuelo y olvido y, si le daba a Stacey más razones para decir «sí» que para decir «no», podría conseguirla. Y él la deseaba. Mucho.

Cuando Connor bajó el último peldaño de las escaleras y pisó el mármol del vestíbulo, echó un vistazo a la ventana decorativa que había sobre la puerta corredera de cristal que daba paso al patio. La tonalidad rojiza del sol le indicó que era por la tarde y el decodificador encima del televisor le confirmó que eran las seis un poco pasadas.

—¡No estoy tratando de culpabilizarte! —Stacey protestaba con vehemencia.

¿Quién demonios había venido?

Estaba a punto de volver a su cuarto a por los pantalones, cuando ella dijo:

—No puedo evitar que te parezca que estoy triste. Te echo de menos. ¿Qué clase de madre sería si no te echara de menos? ¡Eso no significa que intente hacerte sentir mal por haber ido!

Stacey hablaba por teléfono. Notó que la tensión de los hombros desaparecía. Después de todo estaban solos. Justo lo que él necesitaba. No creía que en aquel momento pudiera manejar una interacción mayor. Tenía los nervios demasiado tensos.

Connor atravesó el cuarto de estar y se detuvo en el umbral del comedor. Stacey estaba de espaldas a él, con los músculos rígidos, frotándose la parte trasera del cuello con la mano.

¡Caray!, sí que tenía un buen culo. Grande, había dicho ella. Tenía que admitir que no era pequeño, pero sí firme y redondo y tenía donde agarrar. Él quería tocar aquellas nalgas duras mientras le giraba las caderas hasta el ángulo perfecto para meter la polla hasta la raíz. Follar con fuerza y profundamente… Lo necesitaba igual que respirar, deseaba un vínculo tangible con otra persona. Un estremecimiento de excitación le recorrió todo el cuerpo. Entonces, la voz de Stacey se oyó más exaltada, y él frunció el ceño.

—Comprendo que no le has visto durante varios años. Como si yo pudiera olvidarlo… No, no era una indirecta… Por Dios, es la pura verdad… ¡no me ha enviado ni un céntimo para mantenerte! No me lo estoy inventando… ¿Superarlo? Él está esquiando, y yo, sin blanca, ¿y tengo que superarlo? ¡Justin! ¡Justin! Cariño… —Stacey suspiró profundamente y dejó de un golpe el teléfono en la base—. ¡Mierda!

Connor la observó mientras ella se pasaba ambas manos por los rebeldes rizos. Entonces se dio cuenta de que unos mudos sollozos le sacudían los hombros. De repente, la necesidad de follar y olvidar se convirtió en otra cosa. En la necesidad de compartir tristezas, de solidarizarse.

—¡Eh! —se dirigió a ella con suavidad, comprendiendo la frustración y el dolor que él había percibido en sus palabras.

Stacey dio un grito y saltó en el aire por lo menos treinta centímetros.

—¡Joder! —chilló, y se volvió a mirarle furiosa con una mano en el pecho, a la altura del corazón. De las pestañas negras y espesas caían lágrimas que le manchaban las blancas mejillas—. ¡Me has dado un susto de muerte!

—Lo siento.

A Stacey se le fueron los ojos a las caderas de Connor y al empinamiento que separaba los dos extremos de la toalla y dejaba ver un muslo hasta la cintura.

—¡Uy, Dios mío!

La lujuria de él, la pena de ella y las Pesadillas de un rato antes hacían imposible fingir encanto.

—Tienes el culo más bonito que he visto en mi vida —se explicó Connor.

—¿Que es bonito mi…? —Stacey parpadeó, pero no miró a otro lado—. Andas paseándote por la casa medio desnudo y empalmado, y lo único que se te ocurre decir es «tienes un bonito culo»?

—Si lo prefieres, me desnudo del todo.

—¡Claro que no! —Se cruzó de brazos, lo que sólo sirvió para marcar más sus pechos sin sostén. El deseo, acumulado durante varias semanas, se expandió por toda la piel de Connor, dejando un tenue velo de sudor—. La casa no viene con esta clase de derechos.

—Me importa poco con qué viene la casa —dijo Connor sinceramente. Ella era una mujer tierna, cálida, emotiva. Lo que él necesitaba—. Yo quiero saber con qué te vienes tú. ¿Caricias suaves? ¿Algo más fuerte? ¿Te gusta que te hagan el amor en plan aquí-te-pillo-aquí-te-mato? ¿O despacito y con preliminares? ¿Qué te hace gritar, cielo?

—¡Santo Dios! Tú no te andas por las ramas ni nada.

Connor observó que a Stacey se le dilataban las pupilas, una invitación subconsciente. Se acercó más a ella. Cuidadosamente. Ningún movimiento rápido, porque se podría decir que estaba en la coyuntura de la reacción de lucha o huida y no quería que saliera corriendo. Aunque dudaba que él se lo permitiera.

—No tengo paciencia para mentiras en este momento —murmuró—. Te deseo. Una noche contigo será algo fantástico después de lo que he pasado últimamente. No me gusta este sitio. Tengo nostalgia de mi casa y estoy enfermo.

—Lo… lo siento. —Stacey tragó saliva, ojos grandes en cara graciosa, y se humedeció con la lengua los labios de color cereza—. Siento decepcionarte, pero esta noche no puedo. Me duele la cabeza.

Él se aproximó.

Ella retrocedió y chocó con un taburete. Jadeaba, igual que Connor. Tenía ensanchadas las aletas de la nariz, que detectaban peligro. Dentro de él, agazapada, estaba su necesidad de mantenerla cerca, de convencerla para que se quedara y dijera «sí». De impedirle que negara que era suya, como le susurraba una primitiva voz interior. Mía, insistía. Es mía.

Algo dentro de ella la hizo comprender.

—Los dos estamos teniendo un mal día —consiguió decir, con la voz más áspera de lo que le habría gustado—, ¿por qué hemos de tener una mala noche también?

—El sexo no va a arreglar mis problemas.

Al apoyarse con las manos en el borde del taburete, Stacey alzó la barbilla y esa postura proyectó los pechos hacia delante lascivamente, desafiantes, de modo que la necesidad que él sentía se convirtió en un ansia impetuosa. Un sonido ronco llenó el espacio que quedaba entre ellos, y Stacey jadeó suavemente. Sus pezones estaban erguidos y empujaban hacia fuera el ligero tejido de algodón de la camiseta.

La polla de Connor se agrandó más todavía, una reacción que no podía esconder teniendo en cuenta lo ligero de ropa que iba. La deseaba. Ya. Quería olvidar que no estaba en su mundo, que tal vez no volviese nunca. Quería olvidar que le habían engañado. Quería abrazarse a una mujer afectuosa y dispuesta y ayudarla a ella también a olvidar sus penas. Era a lo que se dedicaba, lo que sabía hacer, en lo que destacaba. Lo que le daba solidez. Y esta vez sería de verdad. No un sueño ni una fantasía.

Percibía la angustia que vibraba en ella, el matiz de desesperación, la urgencia de gritar su frustración, su ira y su dolor y de conectar con alguien que no tuviese absolutamente nada que ver con nada. Alguien inocente, sin cargas ni expectativas, un placer libre de culpa. Sólo necesitaba un empujoncito.

Tiró de la toalla y la dejó caer al suelo.

—¡Santo Dios! —dijo ella entre dientes—. Eres increíble.

Con una tierna sonrisa, tomó deliberadamente el comentario en un sentido que no era el que Stacey había querido darle.

—Y eso que todavía no he empezado.

***

Su acento, grave y profundo, envolvió la columna vertebral de Stacey y luego se deslizó en una oleada de calor.

Furiosa consigo misma por estar excitada, se quedó mirando a aquel hombre alto, rubio, increíblemente guapo, y desnudo que venía hacia ella dando zancadas. No era capaz de desviar los ojos de sus músculos perfectamente esculpidos prensados en una piel tostada; ni del pelo de color miel que le caía por la pronunciada frente; ni de los ojos, de un azul de mar caribeño, que recorrían su cuerpo de la cabeza a los pies con una mirada ardiente y lujuriosa pero dulce también.

Su boca, escandalosamente sensual, estaba flanqueada por unas arrugas de tensión y estrés que a ella le daban ganas de quitarle todos los problemas a besos. Se tratase de lo que se tratase.

Como si eso fuera posible. Connor Bruce parecía una isla en sí mismo. Había algo intrínsecamente peligroso en él, algo salvaje e indomable. Parecía… sombrío de alguna manera, atormentado. Un estado de ánimo que ella comprendía porque en esos momentos se sentía del mismo modo. Desatada. Tensa. Quería ir hasta Big Bear y decirles a Justin y a Tommy que una puñetera excursión a la nieve no convertía a Tommy en el Padre del Siglo.

Frustrada por su incapacidad para «superarlo», Stacey, imprudentemente, se dedicó a comerse con los ojos la voluptuosa polla de Connor. Al fin y al cabo, él andaba por allí exhibiéndola…

—Toda tuya —le susurró, atacándola con un arrollador cóctel de decisión y unos abdominales bien trabajados de lo más tentadores. Levantó la mirada y vio desafío en las profundidades de sus ojos azules. Él sabía que ella no podría sino mirar y codiciar lo que él le ofrecía sin rodeos—. Y tú eres toda mía.

Ay, Señor, ¡pero cuánto le gustaría a ella tomárselo a risa! Teniendo en cuenta el tiempo que hacía que se habían conocido, esa afirmación tendría que haber resultado sumamente graciosa. Pero Connor era un macho demasiado primitivo para retirarse cuando se había puesto posesivo. Y ella, al parecer, era también lo suficientemente primitiva para que le gustase que la arrastrase del pelo hasta su cueva.

Algo le pasaba a aquel hombre siendo tan perfecto. Casi dos metros de pura y potente masculinidad. Era grande, grosero y malo. Muy malo. Irresistiblemente malo. E incorregible. Ella habría podido resistirse si eso fuera todo, pero, a la vez, parecía vulnerable de un modo difícil de precisar. A ella la atraía de todos modos. Muchísimo. Se daba cuenta de que quería calmarle, abrazarle, hacerle sonreír.

Una vez más se le fueron los ojos, irremediablemente, a la polla, larga y gruesa, que iba abriendo camino. También era perfecta. No encontraba en su cuerpo ni una puñetera cosa que no estuviera bien, aunque lo intentaba. ¡Vaya si lo intentaba! Era salvajemente hermoso y sexy a rabiar, pero ella no iba a ceder. De ninguna manera. Se le caía la baba por él, sí, pero no quería repetir los errores del pasado. Si ni siquiera conocía a aquel tío, ¡por amor de Dios!

—¿Trabaja para ti este Conan el Bárbaro? —le preguntó levantando las cejas y disimulando con todas sus fuerzas—. Porque seguro que para mí no es.

Los labios de Connor se curvaron en una sonrisa juvenil. Stacey se quedó atónita ante su propia reacción. Era un gesto tan encantador que te obligaba a sonreír a ti también.

—Prueba a ver. —Su paso, largo y ligero la hizo estremecerse. Se agarró al asiento que tenía detrás con tanta fuerza que se rompió una uña y soltó una gritito de disgusto. Fue muy revelador, aquel sonido leve y entrecortado. Ella se dio cuenta del efecto porque la mirada de Connor se hizo más oscura y ardiente, y la polla se dilató un poco más. Stacey se quedó con la boca seca ante semejante espectáculo.

Señor, ten misericordia. A lo largo y ancho estaba surcada de venas palpitantes que forzaron a Stacey a reprimir un gemido de deseo. Las estrellas del porno pagarían por aquella polla. Bueno, las mujeres pagaban por pollas como la suya pero hechas de plástico y con un botón para regular la velocidad.

—¿Estás desafiándome par-de-melones? —preguntó en un susurro, fascinada por la absoluta elegancia depredadora de sus movimientos. Se preguntaba cómo se movería cuando follaba y sólo de pensarlo notó la humedad entre las piernas.

Estaba sola, cansada, frustrada por las malas cartas con que había tenido que jugar en la vida, y lo bastante cabreada como para liberarse durante una o dos horas de su papel de madre poco valorada. ¿Superarlo? Pues claro que sí. ¿Qué mejor manera de superarlo que poniéndose debajo de un hombre como Connor Bruce?

—Déjame abrazarte —murmuró Connor, en un tono de sutil persuasión.

Stacey no se movió. No podía.

Cuando se acercó, ella contuvo el aliento, a sabiendas de que su resistencia a la atractiva pero poco práctica oferta de él se debilitaría si llegaba a percibir su olor. El aroma de su piel era único. Un poco a especias, un poco a almizcle. Cien por cien masculino. Puro Connor. Aspirarlo supondría acentuar las imágenes que ya tenía de él en la mente: suspendido sobre ella, con los brazos abultados para mantenerse en vilo; los músculos abdominales contraídos al impulsar la voluminosa polla adentro y afuera de su cuerpo; y los perfectos rasgos de la cara, tirantes por la lujuria.

Justo como los tenía en ese momento.

Presa del pánico que le producía su propia ansia, Stacey sacudió la cabeza bruscamente y saltó hacia un lado, con la esperanza de rodear la mesa y… que él la persiguiera.

Que fue lo que hizo.

Connor se lanzó a por ella y la atrapó fácilmente, sujetándola con uno de sus férreos brazos en torno a la cintura, de modo que quedó de espaldas a él. Al sentirse estrechada, se desató todo el ímpetu de su deseo, lo que la hizo flaquear y sentirse lubricada ante las expectativas.

—Déjame, Stacey. —El tono de su voz se volvió apremiante y espeso—. Yo te necesito. Tú me necesitas a mí. Deja que pase lo que tiene que pasar.

La intensidad de su deseo era evidente en cada poro de su cuerpo. Era algo tangible y muy, muy tentador.

También era demencial.

—¡Maldita sea! —exclamó bruscamente, forcejeando porque eso la excitaba, no porque tuviera posibilidades de escapar—. ¡No puedes llévame a la cama así como así!

—Tienes razón. Y no voy a hacerlo. Aquí mismo vale.

¿Aquí? —graznó—. ¡Qué locura! ¡Si ni siquiera nos conocemos!

La estrechó un poco más y se acurrucó contra ella, a la vez que le pasaba la lengua por donde palpitaba la garganta. Ella sentía mareos por que la tuviera abrazada, envuelta en su fragancia, y por su atención a los detalles. Estaba segura de que Connor encontraría todas las zonas erógenas de su cuerpo. También estaba segura de que ella quería que las encontrara. Había pasado mucho tiempo sin disfrutar de buen sexo con alguien que se concentrara en complacerla. Alguien que necesitara darle placer.

—Piensas demasiado —le susurró Connor al oído, y le cubrió un seno con la mano. Una mano cálida que la sujetaba con firmeza y suavidad al mismo tiempo. Tomó un pezón entre el índice y el pulgar, tiró un poco de él y lo acarició en derredor. La impresión se transmitió directamente al sexo y la hizo retorcerse de placer. Del pecho de Connor salió un ronco sonido.

Stacey sintió un poderoso impulso de cerrar los ojos y fundirse con él.

—La gente no se va a la cama con desconocidos sólo porque haya tenido un día chungo.

—¿Y por qué no? ¿Por qué negarse a uno mismo algo que le apetece?

—A eso se le llama madurez. —Stacey cambió de táctica y se quedó colgando como un peso muerto en los brazos de Connor. No parecía que él lo hubiera notado. Era tan musculoso que podría cargar con un elefante.

—Pues a mí me suena a autotortura.

—Yo supongo que tú pasas por la vida pensando que puedes hacer lo que te dé la gana porque estás muy bueno.

Connor le estampó un sonoro y rápido beso en la sien y se puso a masajearle los pechos con las dos manos.

—Tú estás muy buena y no haces lo que quieres.

Stacey dio un bufido.

—Con halagos no me llevarás al huerto.

Connor le tocó una mejilla e hizo que girara la cabeza para que coincidieran ambas bocas.

—No —murmuró ya con los labios pegados a los de Stacey—, pero con esto sí.

Le desabrochó el botón de la bragueta y metió la mano dentro de los tejanos.

—No…

Connor hundió su lengua en la boca de ella, acallando así su protesta, y la tanteó por encima del tanga.

—Sí —susurró, palpando con hábiles dedos el abultado y hambriento coño—, estás húmeda, cielo.

Stacey gimió cuando él quitó de en medio aquel estorbo de encaje y se rozaron piel con piel.

—Dime que me deseas —le pidió con la voz áspera mientras deslizaba la encallecida yema del índice entre los íntimos pliegues y le acariciaba el hinchado clítoris. Arriba y abajo. En círculo.

La tensión era muy fuerte, ella jadeaba, tensas las piernas.

—¡Ay! Voy a correrme… Dios mío… —¡Jesús!, ha salido disparada sin apenas tocarle el gatillo.

—Dime que me deseas —repitió Connor.

Las caderas de Stacey giraban y se mecían al ritmo de aquel dedo enloquecedor.

—¿Tiene importancia? —preguntó con la voz entrecortada y dando sacudidas descontroladas dentro de la jaula que eran aquellos poderosos brazos masculinos.

—Sí, la tiene. —La mordió en el terso músculo del cuello y ella gritó, sorprendida—. Yo te deseo a ti, y quiero que tú me desees a mí.

Dos largos y anchos dedos iban abriéndose paso dentro de ella, que se contraía espasmódicamente, al borde del clímax. Tenía los ojos cerrados y la cabeza hacia atrás, apoyada en el pecho de Connor. Se estremecía violentamente, abrumada, llorosa. Todo aquel día había supuesto una sobrecarga emocional y ahora él le añadía lujuria a la mezcla.

—Sí… —dijo sollozando, con las uñas hundidas en el antebrazo que cruzaba entre sus pechos. Era tan agradable sentirse abrazada. Deseada.

—Bájate los pantalones.

Stacey los agarró por la cintura y se los bajó hasta las rodillas, conteniendo las lágrimas. Se estiró hasta la encimera de granito de la barra de desayuno para coger la cartera y sacar una tira de condones que había comprado una semana antes. Eran de la talla Magnum XL, una broma que se le ocurrió pensando que añadiría frivolidad a su próxima charla sobre «pájaros y abejas». Ahora esperaba que no fueran demasiado pequeños. Connor tenía un buen paquete, circunstancia que la hacía ponerse más húmeda y mostrar menos resistencia. Dios mío… iba a estar dentro de ella… muy pronto

Connor puso un pie entre las piernas de Stacey y empujó los pantalones hasta el suelo. El culo de ella chocó con la pétrea erección, el aliento de él salió como un silbido entre los dientes y la sujetó más fuerte por el torso. El corazón de Stacey latía con una cierta dosis de miedo. Él era un hombre enorme y parecía que no tenía mucho control de sí mismo.

—Shh —dijo en voz baja, y la soltó lo justo para meter la mano debajo de la camiseta. Con la palma sobre aquel corazón acelerado, se quedó quieto, su pecho palpitante contra la espalda de ella. Tenía la cara húmeda y febril y, de repente, la presionó sobre la de Stacey—. Éste no soy yo. Yo no soy así. Estoy yendo demasiado deprisa…

—Yo tampoco soy así —susurró ella. Colocó una mano sobre la de él por encima de la camiseta y la llevó hasta su pecho. Sus dedos quedaron superpuestos y ella apretó, animándole a que acariciara el doloroso peso de su carne—. Y no vas demasiado deprisa.

—Voy a follarte. No puedo evitarlo —su acento era tan cerrado que apenas le entendía—. Duro y rápido. Y luego volvemos a empezar. Te gustará. Hazlo bien.

Stacey sacudió la cabeza y se inclinó hacia delante, ofreciéndole la parte más íntima de su cuerpo.

—Hazlo. Bien o mal, pero hazlo.

Connor murmuró algo, rompió la caja de condones y rasgó la envoltura de papel de aluminio. Stacey se forzó a respirar adecuadamente para que su cerebro se mantuviera más lúcido, diciéndose a sí misma que aquello era un ligue de una noche y no una maldita relación. Connor no tenía que ser «material» permanente; sólo debía estar bien equipado y mostrarle cierta consideración.

Él era el mejor amigo de Aidan, que era un tipo estupendo. Eso no hacía a Connor ser un tipo estupendo también, pero sí ligeramente mejor que un completo desconocido. Y eran adultos. Podían permitirse un poco de sexo gratuito y seguir siendo amables. Pero no estaba repitiendo ningún error del pasado puesto que no había expectativas de que esto fuera más allá de un orgasmo, ¿verdad?, ¿verdad?

Ya casi se había convencido a sí misma de que este encuentro suponía poco más que usar un vibrador, cuando Connor la agarró por los muslos y la levantó sin esfuerzo, haciéndole perder el equilibrio en más de un sentido. Con un gritito de sorpresa, se aferró al taburete, pero le pareció que el mundo se inclinaba.

Y, luego, ahí estaba la gruesa punta de la polla marcando la resbaladiza abertura del coño. Stacey gimió cuando él empujó suavemente y emitió un sonido tranquilizador que podría haberla sosegado si no hubiera estado tan trastornada por la lujuria y otras cien emociones.

—Relájate —le pidió él con la voz quebrada—. Déjame entrar. Te tengo.

Stacey jadeaba y quería relajarse, temerosa de pesar demasiado y sorprendida al darse cuenta de que él la levantaba en el aire con toda facilidad. Connor la penetró con cuidado dos o tres centímetros, y ella pudo notar sus pliegues y sus venas por lo contraída que estaba.

—¡Oh!

—Tócate tú misma. —Connor se estremeció al introducir un poco más la voluminosa polla—; procura correrte. Estás tan tensa…

Stacey se asió al taburete con una mano y puso la otra entre las piernas para acariciarse. Las tenía abiertas y estiradas para que él se acomodara mejor, lo cual dejaba el clítoris al descubierto y más lejos de su prepucio. Estaba hinchada, caliente y más excitada de lo que ella recordaba haber estado alguna vez. Él penetró un poco más, con embestidas rápidas y poco profundas que la hacían gimotear y suplicar. El coño palpitaba alrededor de la polla, y él gemía, con los dedos clavados en los muslos de Stacey.

—Eso es, nena —susurró con aspereza—. Succióname. Tómalo todo.

Con un grito de alivio, llegó a un intenso orgasmo, los dedos frotando, el coño completamente lubricado, allanándole el camino al hombre. Él empujó con fuerza y entró con un resoplido. En un lugar recóndito de su cerebro, a Stacey le pareció oír que sonaba el teléfono, pero no hizo ningún caso y un momento después lo único que oía era el ensordecedor fluir de la sangre en sus oídos.

—Espera —le ordenó Connor, y empezó a embestirla a un ritmo salvaje, con sacudidas prolongadas y fuertes y las piernas flexionadas entre las de ella. Stacey tenía los ojos cerrados, y una de sus mejillas, que descansaba en el duro asiento de madera, se resbalaba adelante y atrás con su propio sudor. Su cuerpo estaba ardiente porque lo estaba el de Connor. La polla era como un hierro candente dentro de ella. Ella estaba excitada, pero él lo estaba más.

Increíblemente, la tensión se acumuló otra vez, levantándose, aumentando… Las cargadas pelotas chocaban repetidamente con el tierno clítoris; el ruido que producían era tan erótico que se estremeció con renovada pasión. El borde del capullo rozaba un delicado punto en su interior y no tardó nada en ponerse a tono.

—¡Dios mío! —gimió—. Voy a correrme otra vez.

Él le abrió mucho las piernas y empujó profundamente, acariciando con pericia aquel lugar mágico dentro de ella que la hacía gritar de ciego placer. La satisfacción de Connor se hizo patente cuando ella se arqueó bajo sus implacables acometidas.

Pese a todas sus advertencias, ahora que estaba dentro de ella, Connor ya no parecía tener prisa por correrse. Ella no podía más y tenía un poco de miedo por lo que pudiera pasar si tenía otro orgasmo tan intenso, así que pasó la mano por debajo de sus piernas y le acarició las oscilantes pelotas.

Connor dijo una palabrota; la polla se le agrandó de modo que llenaba por completo a Stacey.

—No voy a tardar…

Stacey contrajo su sexo, oprimiendo el atributo de Connor con los músculos internos. Éste se estremeció violentamente y, con un grito gutural, empezó a correrse. La polla se tensaba y daba sacudidas, con la fuerza de la eyaculación, en un orgasmo frenético, brutal. Él se deslizó, arrastrando a Stacey con él, primero de rodillas, luego de espaldas, empapando la camiseta de ella con su sudor, rodeándola todo el tiempo con sus fornidos brazos hasta llegar al suelo.

Donde la estrechó y la besó en la sien, todavía corriéndose…