Las quejas de Golosina se interrumpieron a medio camino, lo mismo que la frase de Stacey.
Boquiabierta, le dirigió una larga e intensa mirada al gigante rubio que ocupaba todo el hueco de la puerta. Mediría, por lo menos, uno noventa y cinco, y llevaba a la espalda una espada cuya empuñadura asomaba por detrás del hombro izquierdo. Tenía el pecho tan macizo que le daría envidia al mismísimo Dwayne «The Rock» Johnson. Los brazos, grandísimos, con unos músculos tan firmes que tensaban la dorada piel que los cubría. Vestía una túnica negra, recta, sin mangas y con cuello de pico, que parecía pintada sobre su cuerpo, y unos pantalones pegados a las magras caderas pero sueltos en las piernas y calzaba unas siniestras botas de combate.
—¡Hala! —murmuró, impresionada con razón. Aquel hombre estaba requetebueno hasta con disfraz. Mandíbula bien marcada, boca tentadora, cejas arrogantes y nariz perfecta. En realidad, todo en él era perfecto. Por lo menos, lo que se veía. Fascinante de un modo difícil de definir. Había algo distinto en él, ¿un carisma físico o, quizás, un atractivo insólito? Ella no sabía decir concretamente qué era lo que le hacía tan excepcional, pero sí que se trataba del hombre más bello que había visto en su vida.
Bello, no en el sentido de «mono», sino más bien como un brezal rocoso o como el Serengueti: duro y agreste. Sobrecogedor de un modo intimidante. Y como era intimidante, Stacey hizo algo que se le daba muy bien.
Se puso chula.
Ladeó una cadera y se apoyó en el borde de la puerta, a la vez que mostraba una radiante sonrisa.
—¡Hola!
Unos brillantes ojos de color azul celeste primero se agrandaron y luego se entrecerraron.
—¿Y tú quién diablos eres? —preguntó el hombre, y su voz vibró arrastrando las erres de una manera encantadora y deliciosa, aunque su actitud no lo fuera.
—Yo también me alegro de conocerte.
—Tú no eres Lyssa Bates —murmuró.
—¡Vaya! ¿Qué es lo que me ha delatado? ¿El pelo corto? ¿El culo gordo? —Chascó los dedos—. ¡Ya caigo! No soy guapísima de caerse de espaldas ni macizona.
Al hombre se le tensaron las comisuras de su voluptuosa boca. Intentó disimularlo, pero ella lo captó.
—Mira, cielo, eres guapísima y estás maciza, pero no eres Lyssa Bates.
Stacey se tocó la nariz, segura de que estaría como la de Rudolph, el reno de Santa Claus, y de que, además, tendría los ojos congestionados. A algunas mujeres les sentaba muy bien llorar. Ella no pertenecía a esa clase. ¿Y maciza? ¡Ja! Tenía un hijo. Nada estaba ya en su sitio y no se había librado de los casi cinco kilos que le sobraban desde el embarazo. Incapaz de pensar en una respuesta ingeniosa porque se le había quedado el cerebro chamuscado con aquel posible cumplido, posible broma, dijo:
—Lyssa se ha ido fuera de la ciudad. Yo estoy cuidándole las cosas mientras ella no está.
—¿Y Cross? —Miró hacia el apartamento por encima de la cabeza de Stacey.
—¿Quién?
El hombre volvió a mirarla, con el gesto torcido.
—Aidan Cross. Vive aquí.
—¡Ah, sí! Pero estás loco si crees que permitiría a Lyssa ir a alguna parte sin él.
—Cierto. —Algo pasó por sus ojos cuando la miró.
¡Jo!, ella también tenía que ir de vacaciones al sitio de donde puñetas fuera Aidan. Evidentemente, el Pedazo de Tío Bueno del porche era de allí también: el mismo acento, el mismo fetiche (la espada), el mismo grado de atractivo sexual.
—Voy a quedarme aquí hasta que vuelvan —manifestó, dando un paso hacia delante.
Stacey no se movió.
—¡Ni hablar!
Él se cruzó de brazos.
—Escucha, cariño: no estoy de humor para jueguecitos. Me siento de puta pena y necesito dormir un rato.
—Escucha, cielo —replicó, imitándole—: No estoy jugando. Siento que estés jodido, pero yo tengo un día de mierda también. Vete a dormir a otro sitio.
Stacey se dio cuenta de que el hombre apretaba las mandíbulas.
—Aidan no querría que me quedase en ningún otro sitio.
—¿Ah, no? Pues no me dijo nada de que fuese a venir alguien. Yo no te relaciono con Aidan.
—Connor Bruce. —Le tendió una mano bruscamente. Ella titubeó un momento y luego la aceptó. El calor que desprendía le quemaba la piel y le producía hormigueos que subían por el brazo.
—Stacey Daniels —dijo, parpadeando.
—Hola, Stacey. —La atrajo hacia él, la levantó en volandas y entró en el apartamento. Cerró la puerta empujándola con el pie.
—¡Eh! —protestó ella, intentando pasar por alto lo maravillosamente bien que olía. Almizclado y exótico era aquel olor. A macho. A macho sexual. A macho dominante. La hacía desear hundir la cara en aquel potente cuello y aspirarlo. Rodearle las caderas con sus piernas y frotarse contra él. Absolutamente insólito, teniendo en cuenta lo cabreada que estaba por su culpa.
—Apesta ahí fuera —se lamentó Connor—. No voy a quedarme ahí ni un momento más.
—Pero no puedes irrumpir aquí así.
—Claro que puedo.
—Vale, puedes. Pero eso no quiere decir que debas.
Connor se detuvo en el cuarto de estar y miró a su alrededor. Después, la dejó en el suelo, se quitó por la cabeza el chisme aquel que contenía la espada y lo apoyó contra la pared contigua a la puerta.
—Me voy a la cama. —Estiró los brazos y la espalda en una postura que a ella le hizo la boca agua.
—¡Si todavía es por la mañana!
—¿Y qué? No toques eso —le dijo señalando la espada y luego se volvió hacia las escaleras.
—¡Que te den! —Stacey se puso en jarras y le dirigió una mirada iracunda.
Connor se detuvo con un pie en el último peldaño. Fue bajando la vista hasta los pies descalzos de Stacey, luego la subió otra vez lenta y lujuriosa, se paró en el punto donde se unían las piernas y luego en los pechos, antes de demorarse en los labios y que se encontraran los ojos de ambos. Stacey pensó que nunca la habían desnudado de esa manera en toda su vida. Podría jurar que Connor había traspasado los tejanos de tiro bajo y la camiseta sin mangas hasta ver la piel de debajo. Se le hincharon los senos, los pezones se le endurecieron. Sin sujetador (¡qué pasa!, ella no esperaba compañía) se hacía evidente que la inspección de Connor la había excitado.
—Me siento tentado, encanto —su acento era marcado y cálido—, pero no estoy en condiciones de hacerte justicia en este momento. Dímelo otra vez cuando despierte.
Ella empezó a dar golpecitos en el suelo con el pie.
—No soy tu cariño ni tu cielo ni tu encanto, y, si subes, llamaré a la policía.
Connor sonrió de oreja a oreja, lo que transformó sus rasgos de demasiado-para-el-cuerpo en absolutamente divinos.
—Estupendo. Asegúrate de que traigan esposas… y de que luego las dejen aquí.
—¡Al que no van a dejar es a ti!
¿Cómo era posible que aquel hombre la pusiera caliente y de mal humor al mismo tiempo?
—Llama a Aidan —le sugirió mientras subía las escaleras—. O a Lyssa. Diles que Connor está aquí. Hasta luego.
Corriendo escaleras arriba, Stacey se preparaba para chillarle. En lugar de eso, se sorprendió a sí misma admirando el perfecto culo de Connor, y cerró la boca. Se apresuró a ir a la cocina y cogió el teléfono. Un minuto después, el extraño timbre (como si el aparato estuviese sonando dentro de un cubo) la advirtió de que su llamada estaba conectando con el hotel de Rosarito Beach, en México.
—¿Sí?
—Hola, doctora. —Stacey se subió a uno de los taburetes, sacó un bolígrafo del soporte y empezó a garabatear en el bloc de notas que había al lado de la base del teléfono inalámbrico. Tuvo que pasar varias hojas con impecables dibujos de Aidan hasta encontrar una en blanco. La mayoría de los médicos tenían una caligrafía horrorosa. Lyssa era veterinaria, pero contaba con un extraordinario talento para dibujar.
—Hola, Stace. —El saludo de Lyssa sonó como con alivio.
Stacey todavía no entendía qué era lo que estresaba tanto a Lyssa. Después de unos años con aspecto de estar agotada y con carencias emocionales, Lyssa había florecido al reencontrarse con Aidan. Había engordado los kilos que tanta falta le hacían y se la veía más descansada. Pero también con una ansiedad que preocupaba no poco a Stacey. Le inquietaba que pudiera tener algo que ver con Aidan. ¿Sería tal vez el miedo de que él no se quedase? Después de todo, se había ido una vez y luego volvió por ella.
—¿Estás bien, doctora?
—Sí. Estupendamente. Esto es precioso.
Al oír el tono de Lyssa, que cambiaba de receloso a soñoliento. Stacey dejó a un lado la preocupación por su amiga y volvió a pensar en su propio dilema.
—Magnífico. Oye, tengo un problema. ¿Conoces a un tipo que se llama Connor?
—¿Connor?
—Sí, Connor. Alto, rubio, malos modales.
—Oh, Dios mío… ¿Y cómo sabes tú cómo es?
Stacey suspiró.
—O sea, que le conoces. No sé si sentirme aliviada o maltratada.
—Stacey, ¿que cómo sabes tú cómo es Connor? —La voz de Lyssa sonaba igual que cuando tenía que explicarle una enfermedad terminal al dueño de uno de sus pacientes.
—Porque está aquí, doctora. Apareció hace unos diez minutos y se comporta como si estuviera en su casa. Le dije que se buscara otro sitio donde pegarse, pero…
—¡No! ¡No le pierdas de vista!
Stacey se apartó del auricular con un respingo y lo miró con el ceño fruncido. Siguió la conversación a una distancia prudente ya que Lyssa hablaba muy alto, toda alterada.
—Es el mejor amigo de Aidan… puede perderse… no le dejes salir… Stacey, ¿estás ahí?
—Sí, estoy aquí —respondió, volviendo a llevarse el auricular a la oreja con un fuerte suspiro—. Mira, el tío está superbueno, pero es un verdadero dolor de muelas. Mandón y arrogante. Maleducado. Ya es bastante duro vivir con Golosina, pero dos incordios al mismo tiempo…
—Te subiré el sueldo —trató de contentarla Lyssa.
—Vale. Creo que ya gano más dinero que tú. —No era así en realidad, pero ambas eran conscientes de que estaba más que bien pagada. Lyssa era demasiado generosa—. En serio, puedo manejarle. Quiero manejarle, a todo él. —Eso era parte del problema. Siempre se sentía atraída por la clase de hombres menos acertada. Siempre había sido así.
—No te lo tomes como algo personal. Son todos un poco… bruscos en la zona de donde es Aidan —dijo Lyssa.
—¿De dónde exactamente? —Stacey llevaba meses intentando averiguar su procedencia.
—De cerca de Escocia, me parece.
—¿Todavía no se lo has preguntado?
—Eso no tiene importancia —respondió Lyssa—. Aidan ha ido a la tienda de bebidas a comprar una caja de seis cervezas, pero, en cuanto vuelva, llamará a Connor. Le pediré que hable con él acerca de la buena educación, ¿eh?
—Ya, imagino con qué resultado. —Stacey movió la cabeza de lado a lado—. Connor está echando una cabezada ahora. Dijo que se sentía de puta pena, poco más o menos. Se presentó vestido con una especie de disfraz, espada incluida, como si viniera de una convención sobre La guerra de las galaxias o algo parecido.
—¡Mierda! —hizo una larga pausa—. Va a sentirse mal durante un tiempo, Stacey. No mucho. Unas cuantas horas o durante toda la noche. Tendrá fiebre y escalofríos.
—¿Qué? ¿Y tú cómo lo sabes? —Lyssa era muy inteligente, pero, vamos, no hay médico que haga un diagnóstico sin haber visto al paciente ni hablado con él.
—Es una cosa muy rara que pasa al bajar del avión, ya sabes…, la adaptación a un nuevo mundo y todo eso.
—¿Nuevo mundo?
Lyssa dijo una palabrota para sus adentros.
—Un nuevo mundo como para los Padres Peregrinos o los conquistadores, no como si habláramos de distintos planetas.
—Claro, doctora. —Stacey daba golpecitos con la pluma contra la encimera de azulejos—. Lo que tú digas. Oye, bebed agua embotellada en México, ¿eh? Creo que el agua del grifo es asquerosa.
Lyssa se echó a reír.
—No te preocupes, que no estoy colocada.
—Ah, bueno, pues entonces podrás aconsejarme algo para esa gripe o lo que sea que tiene.
—Tylenol, si lo necesita. Si no, déjale dormir hasta que se levante por sí mismo.
—Eso es bastante fácil.
—Estupendo. Gracias por ser tan comprensiva. Eres magnífica.
Stacey se despidió con la promesa de tener el auricular a mano en previsión de la llamada de Aidan. Luego, se sentó durante un buen rato y empezó a darle vueltas al día que estaba pasando, deteniéndose en el recuerdo del momento en que abrió la puerta y se encontró a Connor allí. Por lo menos, no se concentraba tanto en Justin y Tommy, pero tampoco debería pensar en Connor con semejante insistencia. Estaba apurada, eso era todo. No estaba volviendo a su pauta de probada calidad de sentirse atraída sexualmente por un chico malo que le fastidiaría la vida por completo.
Se bajó del taburete y fue hasta la mesa de comedor donde tenía extendidos sus libros de texto. Finalmente había vuelto a la facultad. La primera vez, quería ser escritora y había escogido inglés y cursos de creación literaria. Ahora, trece años después, estaba cumpliendo todos los requisitos para hacerse auxiliar de veterinaria.
Se sentía satisfecha con aquella decisión y estaba orgullosa de haber vuelto a estudiar. Los sueños tenían que madurar exactamente igual que las personas. Criar a un niño ella sola había cambiado el sentido de su vida.
Eso era en lo que tenía que centrarse, no en el cachas de arriba.
Más fácil decirlo que hacerlo, claro.
***
La exuberante pelirroja que cruzaba la calle no era humana.
Si Aidan Cross no hubiera pasado siglos matando Pesadillas quizás no hubiera sido lo suficientemente observador para darse cuenta, y, si no hubiera estado profundamente enamorado; tal vez le habría interesado más el cuerpo de la mujer que sus botas. Pero él era observador y estaba ya fuera de circulación; por eso, aunque su mirada se dirigió primero al pelo rojo (la suya y la de todos los hombres que andaban por aquella calle), fueron las botas de combate lo que más atrajo su atención. Eran negras, autoadhesivas y hechas de un material que no existía en la Tierra.
Aidan aflojó el paso y se ajustó las gafas de sol para esconder mejor su apariencia. Ella estaba cruzando en diagonal la concurrida calle, cambiando de una acera a la otra, por donde transitaba Aidan, que se quedó rezagado, dejando que otros transeúntes llenaran el espacio entre ellos dos.
Hacía un día espléndido en Rosarito Beach. El color del cielo era azul purísimo y estaba salpicado de algodonosas nubes de un blanco inmaculado. Detrás de las tiendas de su izquierda, el océano besaba la orilla en continuas y rítmicas oleadas. El aire, salado y nítido; la temperatura, moderada; la brisa, fresca. El paquete de seis Coronas que llevaba en la mano tenía gotitas por la condensación, y en la habitación del hotel, a la vuelta de la esquina, le esperaba su amante. Desnuda. Bellísima.
En peligro.
Observó cómo la Guardiana, posiblemente una Anciana, se incorporaba al lento fluir de peatones unos metros por delante de él. Con un vestido corto de verano, de finos tirantes y un estampado de flores sobre fondo blanco, podría haber tenido un aspecto inocente de no ser por los múltiples tatuajes tribales de sus brazos y las pulseras de cuero con clavos.
Aidan echó los hombros hacia atrás, tensando el cuerpo como preparación para la batalla. Si la mujer giraba en la siguiente esquina y se dirigía a su hotel, estaba listo para lanzarse.
Por suerte para ambos, no giró.
El alivio de Aidan fue mínimo. Todo lo aprendido en su entrenamiento le decía que la siguiera para ver qué se traía entre manos. El corazón, sin embargo, le apremiaba para que tomara la pequeña calle lateral hasta llegar a su habitación y mantener a Lyssa a salvo. Aquella lucha interna era peor que la otra lucha para la cual se había preparado. Detestaba enfrentarse con mujeres, no lo soportaba, pero ocuparse de eso sería más fácil que arriesgar la vida de Lyssa.
Aidan se dispuso a atravesar la calle que conducía a su hotel. Lanzó una rápida mirada a los lados, abarcando todo el exterior del edificio. No vio nada raro y continuó caminando, con las mandíbulas apretadas, detrás de su presa, sin hacer caso del remusguillo que protestaba contra su decisión. No podía ir inmediatamente con Lyssa, a pesar de todo. Le llevó unos treinta minutos hacer el trayecto a la tienda de bebidas para el que normalmente empleaba cinco, debido a las precauciones que tomó para asegurarse de que no le seguían.
A causa de su ansiedad, dio gracias de que la pelirroja no tardara mucho en desviarse de la calle principal y se encaminara a un antro-motel que sin duda había conocido mejores días.
Él se quedó muy atrás.
Cuando ella echó una furtiva mirada por encima del hombro, Aidan se agarró del brazo de una morena menudita que pasaba cerca y le ofreció una cerveza. La sorpresa de su involuntaria cómplice se tornó en apreciación sensual al fijarse en el aspecto del hombre. Él le sonrió, pero sin quitar ojo a la Guardiana, que al aparecer lo había considerado lo suficientemente inocuo como para no tomarle en cuenta.
—Gracias —susurró a su acompañante en cuanto la pelirroja se metió en una habitación de la planta baja. Aidan apuntó el número de la puerta y, luego, se libró discretamente de la morenita.
—Disfruta de la cerveza.
Ella le llamó, pero Aidan ya se iba por donde había venido. De vuelta con Lyssa. Dio un rodeo largo, por una ruta improvisada, para regresar al hotel, parándose por el camino para mirar ponchos, sombreros, joyas y vasos para chupitos expuestos en mesas cerca de la calle. Iba totalmente atento a la gente que se movía a su alrededor y detrás de él. Sólo cuando estuvo seguro de que nadie le seguía, pasó la decorativa verja que separaba el cuidado césped del hotel de la polvorienta vía pública.
Cuando entró en su habitación del tercer piso y abrió las varias cerraduras de la puerta, Lyssa se quejó.
—Has tardado una eternidad.
Aidan puso las gafas en la cómoda, junto al televisor, las botellas en la mesilla y se acercó a aquel cuerpo cubierto con una sábana. Poniéndose a horcajadas sobre ella, bajó la cabeza y le apresó la boca, cerrando los ojos al notar el alivio que le invadía. La preocupación por la seguridad de Lyssa se desvaneció cuando le rodeó el cuello con sus esbeltos brazos y lo atrajo hacia ella. El dulce gemido de bienvenida sonó a música en sus oídos.
Aidan ladeó la cabeza para acoplar mejor su boca con la de ella y deslizar lengua sobre lengua, lamiendo intensamente, con los sentidos impregnados de olor, tacto y sabor de Lyssa. Emitió un sonido gutural profundo cuando ella se arqueó hacia arriba, apretando los senos contra su pecho.
—Mmmm… —susurró Lyssa con sensualidad.
—Mmmm… —repitió él, alzando la cabeza para acariciarle la nariz con la suya. Luego, se colocó a su lado y la abrazó.
—No vas a creer lo que tengo que decirte —murmuró Lyssa.
La piel le olía a manzanas, y el largo cabello rubio estaba húmedo de una ducha reciente. Las sábanas conservaban la persistente esencia de los dos juntos, piel con piel, y una noche de pasión que había durado desde el crespúsculo hasta el amanecer.
—¿Ah, no? —Le llevó una mano a la nuca y la aproximó a él.
—Connor está en mi casa.
Se hizo un largo silencio.
—Me lo imaginaba.
Lyssa levantó la cabeza y le miró fijamente.
—No pareces muy sorprendido.
Aidan espiró con fuerza.
—He visto a una Guardiana. Se aloja en un hotel no muy lejos de aquí.
—¡Mierda!
Aidan movió la cabeza con aire de cansancio.
—Exactamente.