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¿Dónde está el teniente Wager? —preguntó Connor, echando un vistazo por la sala principal de la caverna submarina que servía de cuartel general a la facción rebelde en el Crepúsculo.

Por encima de sus cabezas, cientos de minúsculas pantallas de vídeo mostraban diversas escenas como de cine, atisbos en las mentes abiertas de miles de Médiums, Soñadores llevados allí sin sueño. Pululaban en el Crepúsculo más despiertos que otra cosa, pero sin comprender.

Los humanos llamaban «hipnosis» al proceso de provocar pensamientos subconscientes. Se le diera el nombre que se le diera, su destino era aquella caverna. Allí los Ancianos los habían vigilado e impedido que las Pesadillas usaran la salida del subconsciente y alcanzaran el plano mortal.

—Al fondo, señor —respondió el guerrero de Elite que estaba de guardia en la boca de la laguna, la única entrada y salida física posible.

Con un gesto de agradecimiento, Connor dio media vuelta y recorrió a zancadas todo el pasillo rocoso. Excavado en el mismo corazón de la montaña, parecía no tener fin y desorientaba con sus idénticos pasillos abovedados en cualquier lado. Miles de ellos. Todos llenos de tubos de cristal ocupados por estáticos Ancianos en periodo de formación. Sus hombres todavía tenían que averiguar quiénes eran y por qué se les mantenía de esa manera.

La verdad es que Connor consideraba espeluznante todo aquello, y le conmocionó darse cuenta de que había vivido siglos sin saber nada de su mundo ni de los Ancianos que lo gobernaban. Le ponía enfermo acordarse de lo terco que había sido cuando Aidan le pidió que pensara en todo lo que no les habían explicado. Se negó a ver las señales que preocupaban a su amigo desde hacía mucho tiempo.

Las pisadas de Connor con sus botas resonaban rítmicamente mientras recorría la distancia que le separaba de su segundo de a bordo con rápidas y nerviosas zancadas. Pronto los ruidos de la sala más grande se desvanecieron hasta el silencio. Desgraciadamente, usar la palabra «grande» para describir el tamaño de la habitación sólo era posible si se la comparaba con las otras que había allí.

Aquel espacio era bastante reducido, pensado para que lo ocuparan cómodamente sólo tres Ancianos en periodo de formación. La caverna principal estaba ya hasta los topes con una consola de media luna y la enorme pantalla de parpadeantes imágenes. Dependiendo del ángulo, un Guardián podía ver a través del visualizador la habitación inmediata, un lugar lleno de estelas: amplios haces de luz en movimiento que representaban flujos de pensamiento subconsciente.

Bufando de rabia, Connor reconoció por enésima vez que todavía no entendía bien todo el concepto de Crepúsculo. Aidan había acosado a su profesor en la academia de la Elite con innumerables preguntas sobre su procedencia y dónde se encontraban. La explicación más simple que Connor había oído era que tenían que imaginarse el Crepúsculo como una manzana. Espacio reducido es el hueco que el gusano va haciendo en el centro, o un «agujero de gusano». En vez de salir por el otro lado, los Ancianos encontraron un modo de dejar dentro a los Guardianes. Ellos llamaban a eso pequeño Crepúsculo. Connor lo denominaba «confusión».

—¡Wager! —gritó al pasar por uno de los pasillos abovedados donde encontró al teniente enfrascado con la consola.

Wager dio un respingo y luego le miró enfadado.

—¡Me ha dado un susto de muerte!

—Lo siento.

—No, no lo siente.

Connor sonrió ampliamente.

—No, no lo siento. Yo ya he tenido mi ración de sustos hoy. Ahora te toca a ti.

Con un gesto de resignación, Wager impulsó los pies hacia delante y se estiró, alto y fibroso.

—Es bueno verle con una sonrisa.

Cruzó los brazos y siguió con las piernas extendidas. Era un tipo guapo, con un atractivo que las Guardianas describían como «de chico malo».

Mujeres. Les encantaban los problemas.

—Pues no es que haya mucho por lo que sonreír. Hoy me ha atacado un engendro de la naturaleza, mi mejor amigo se ha escapado con la Llave y yo necesito echar un polvo.

Wager echó la cabeza hacia atrás y se rio.

—Apuesto a que las señoras le echarán de menos, también. He oído que se escriben poemas sobre su vigor y, en la Noche Libre de las Chicas, ellas hacen comparaciones.

—Imposible.

—Posible. Morgan le llama el «dios dorado de la picha de oro».

Connor notó que se sonrojaba y se pasó una mano, un tanto abochornado, por el pelo rubio y un poco demasiado largo.

—No dices más que gilipolleces. Ella no te diría semejante cosa.

Cejas morenas que se arquean.

—¿Morgan?

Una imagen mental de la esbelta Guardiana Juguetona, con sus ojos oscuros, se filtró en los pensamientos de Connor y le hizo curvar la boca en un gesto pesaroso.

—Sí, supongo que ella sería capaz.

—Primero, se larga Cross; ahora, usted está en el exilio… Seguro que hay unos cuantos corazones rotos.

—Tú eres un tío muy popular.

—Tengo mis encantos —dijo el teniente, arrastrando las palabras.

—Algunas veces, cuando estoy esperando a que Cross se conecte con el Crepúsculo, miro el ascenso de las estelas de los Soñadores y pienso seriamente en colarme en alguna. Aunque sólo sea para media hora o así.

La diversión de Wager se disipó en la intensidad que le hacía un magnífico guerrero.

—¿Qué tal va la estela del capitán Cross? ¿Llega ya más calor?

—No —Connor se rascó la parte de atrás del cuello—, todavía está turbia. Creo que tiene algo que ver con el hecho de que su estela conecta con esa llanura pelada en vez de con el valle.

En el caso de la mayoría de Soñadores, el subconsciente conecta con el Crepúsculo en el Valle de los Sueños. Llegan a la vida de los Guardianes por medio haces de luz dorados que salen del suelo del valle y atraviesan el cielo neblinoso hasta que se pierden de vista. Los haces variables se extienden tan lejos como el ojo puede ver.

En realidad, creo que eso es una manifestación del problema, no la causa.

Como Connor hizo un gesto de no comprender, Wager se lo explicó.

—Puesto que fisiológicamente somos diferentes de los humanos, sospecho que nuestras ondas cerebrales funcionan en una longitud completamente distinta. Eso es lo que origina que la estela de Cross conecte con el Crepúsculo en otro lugar y se transmita con menos intensidad.

Cuando Aidan entraba en estado de sueño, llegaba hasta ellos en un haz azul. Mientras que las otras estelas eran tan claras que se podía mirar a través de ellas (era casi como mirar a través de una fina cascada), Aidan llegaba granuloso, como un televisor cuando la recepción de un canal no es buena.

—Vale —Connor suspiró—, eso me aclara un poco las cosas.

—Pues claro.

—El cabo Trent dijo que tenías noticias para mí.

—Sí. —Wager echó los hombros hacia atrás como para liberar tensión.

Connor se alteró.

—Déjame adivinar. No son buenas.

—Usando la información que extraje de los datos que copié en el Templo, encontré una referencia a «HB-9».

—La cosa aquella del Templo tenía grabado «HB-12».

—Ya lo vi. —El teniente frunció los labios en un gesto sombrío—. Desgraciadamente, el archivo que contenía la información sobre el Proyecto HB estaba incompleto porque la descarga se interrumpió demasiado pronto.

—¡Mierda! —exclamó Connor, enojado—. ¿Proyecto HB? ¿Qué significa eso?

—Significa que esa cosa forma parte de un programa más amplio, pero no podría decir de qué magnitud.

—¡Joder! —A Connor le apetecía golpear alguna cosa—. Si hay más engendros como ése, tenemos problemas.

—Por no decir algo peor.

—Tengo que advertir a Cross.

—Sí. —Wager asintió solemne—. Y, puesto que no recuerda lo que se le dice en sueños, tendrá que ir usted en persona.

—¿Qué? —Connor se quedó estupefacto—. ¿Estás chiflado?

—Usted ha visto uno de esos monstruos —señaló el teniente— y ha luchado con él. Eso le da una ventaja. Trent es el otro Elite que lo ha visto en acción y usted sabe que él no está preparado para una misión semejante.

Connor refunfuñó y empezó a andar a lo largo de la habitación.

—Piense en ello, capitán. ¿Confía en alguien más para transmitir a Cross la gravedad de la situación? Yo, no.

—Confío en ti.

Wager se quedó callado; luego, carraspeó.

—Gracias, señor. De verdad que se lo agradezco, pero usted me necesita aquí revisando las entradas que copiamos de la base de datos; además, usted y el capitán Cross tienen una dinámica única. Durante siglos han mantenido la Elite en plena forma para luchar con la moral alta y un índice de bajas muy reducido. Y son amigos. Creo que en un mundo nuevo, enfrentándose a un nuevo enemigo, van a necesitar ese apoyo para salir airosos.

—No es buena idea separar de la tropa a los oficiales de más alto rango. No me gusta. En absoluto. —Connor echó un vistazo al Anciano en periodo de formación que dormía ajeno a todo en el tubo de cristal que había al lado. Le colgaba la cabeza, de modo que el mentón llegaba al pecho, mientras que el cuerpo se mantenía erguido gracias a algún aparato no visible. Tenía el pelo oscuro y era muy joven. Connor calculó que apenas sería un adolescente.

—A mí tampoco me gusta, pero la realidad es ésta: yo soy la persona más idónea para buscar en la base de datos y usted es la más idónea para trabajar con Cross. Si invirtiéramos los papeles, arruinaríamos las dos misiones antes de empezar, y no podemos permitírnoslo.

—¡Maldita sea! Ya lo sé. —Connor se pasó ambas manos por el pelo—. Si yo no lo discuto. Es el principio lo que me atemoriza.

—Me doy cuenta de que no lo discute. Yo sólo estoy poniendo en voz alta las reflexiones que usted hace para sus adentros. Francamente, me gustaría ser yo el que fuera. —Wager sonrió, con un destello de ironía en sus ojos grises—. Hay por ahí una Soñadora a quien quisiera localizar.

—¡Ni hablar!

Wager se encogió de hombros.

—Pero es usted quien debe ir. Yo puedo encargarme de las cosas aquí perfectamente.

—Me consta. —Connor dejó escapar un suspiro—. Tendrías que haber ascendido hace mucho tiempo.

—No sé nada de eso —dijo el teniente con toda tranquilidad—. Mis emociones intervienen más de lo debido. Estoy superándolo, pero me ha llevado varios siglos.

Connor se volvió hacia el pasillo abierto.

—Voy a hablar con los hombres. Búscame un Médium en California del Sur.

—Capitán… —Wager le llamó a su espalda.

—¿Qué?

—Respecto a la vuelta…

Con las mandíbulas tensas, Connor levantó las cejas en un gesto de silenciosa interrogación.

—He descubierto una cosa. Cuando viajamos físicamente por la corriente de pensamiento subconsciente de un humano, dejamos tras de nosotros un hilo localizable, que puede usarse para «tirar» del Guardián y que vuelva.

—¿Es así como trajeron a Aidan los Ancianos?

—Eso parece. Si fuera necesario, nosotros podríamos hacerte volver del mismo modo, pero… al Médium se le causan daños durante el proceso.

—¿Daños?

—Resulta fatal para los humanos. —El teniente cruzó los brazos y se apoyó con más firmeza en los talones, una postura que Connor reconocía como preludio de una tarea difícil—. Derrame cerebral, miocardiopatía dilatada…, «muerte súbita» es la consecuencia.

—¡Mierda! —Connor se acercó al umbral del pasillo y se apoyó en él—. Por eso no resulta viable saltar entre los dos planos.

—Sospecho que ésa es la razón de que no hayamos emigrado allí —añadió Wager— aunque sólo hubiera sido en un pequeño número. Habríamos tenido que dejar guardias para evitar que las Pesadillas usaran las estelas. Ningún batallón querría ese cometido indefinidamente y, por lo menos, habría que dejar los suficientes para contener el flujo de Pesadillas desde la Puerta de Entrada y proteger el valle.

—Pero no podríamos relevarlos porque viajar de uno a otro lado mataría a miles de Médiums.

—Exacto.

Los Guardianes comprendían su responsabilidad. Su mundo había sido invadido por las Pesadillas, una especie de parásitos incorpóreos y sombríos. Los Ancianos habían creado una grieta en un reducido espacio, que había servido como portal al conducto entre la dimensión humana y la que los Guardianes se habían visto obligados a abandonar. Las Pesadillas los siguieron rápidamente, superando una formidable barrera, la Puerta de Entrada, y a cientos de Guerreros de Elite.

—La jorobamos bien dejando que entraran las Pesadillas. No podemos empeorar el problema matándolas ni invadiendo su mundo.

Connor asintió con gesto grave y paseó la mirada por la habitación, tratando de que su cerebro aceptara su partida. Puede que no volviese a ver aquel lugar nunca más. Unos minutos antes habría sido estupendo. Ahora se encontraba desorientado. Olía la humedad del aire y notaba la áspera roca en la palma de la mano, pero esas sensaciones no le anclaban al suelo. Se sentía completamente despegado.

—Ya comprendo. Necesitamos vivos a los humanos.

—Sí, por nuestro sentido del deber, pero también por nuestra propia supervivencia. Nosotros estaríamos en lo más alto de la cadena trófica si alterásemos el orden depredatorio. Con el tiempo, ellos se extinguirían, y acabar con todo un eslabón tendría potenciales efectos devastadores en la Tierra que, a su vez, podrían repercutir en su galaxia y quizá más allá. Veríamos un…

—¡Para!, ¡para! —se quejó Connor, alzando las manos en un ademán defensivo—. Cerebro sobrecargado. Ya he captado la idea.

—Lo siento.

—No lo sientas. Superaremos todo eso. Los Elite siempre lo conseguimos. —Connor se enderezó, inspiró profundamente y se concentró en su cometido—. Búscame un Médium en el sur de California. Me prepararé y les explicaré la misión a los demás.

—Sí, señor. —Wager le hizo el saludo militar.

Connor se lo devolvió, dio un giro y se marchó.

***

Connor miró fijamente los haces de luz dorada y llenó de aire los pulmones con una honda inhalación. Se recordó a sí mismo que Aidan había hecho el mismo viaje unas semanas antes. Si Aidan pudo hacerlo, él también podría.

Pero Cross no era feliz aquí, le susurró una voz interior. Connor sí. Él siempre había estado satisfecho.

—¿Preparado, capitán?

Echó un vistazo a través del monitor de cristal de la consola con la que trabajaba Wager y afirmó moviendo la cabeza con gravedad.

—La estela que tiene justo a la derecha le llevará hasta un Médium de Anaheim, en California, que está a una hora aproximadamente de Temecula, donde vive el capitán Cross con Lyssa Bates.

—Entendido.

—Estas estelas funcionan de modo distinto a las de los Soñadores. —Wager se apoyó en el respaldo de la silla; tenía los rasgos tensos, y largos mechones de pelo negro se escapaban de su coleta. Su aspecto exterior se contraponía a su naturaleza casi erudita. Parecía más un Ángel del Infierno que un virtuoso de la informática—. Están en movimiento. Usted salta a un subconsciente y enseguida se encontrará desplazándose con él a su plano de existencia. Su aparición provocará una perturbación transitoria y un desajuste en el tiempo.

—¿Un desajuste? —Connor frunció el ceño.

—Sí, una ralentización considerable. Un segundo para ellos será como un minuto para usted. No estoy seguro de las sensaciones que tendrá; supongo que buenas no van a ser, pero si se da prisa, podrá salir sin que le descubran. En otras palabras, para los humanos, en un determinado momento usted no estará allí y al segundo siguiente, sí. Eso resultará difícil de explicar, así que yo que usted no tentaría a la suerte.

—No te preocupes, me quitaré de en medio rápidamente.

—Yo podré seguirle la pista a través de sus sueños, del mismo modo que usted ha estado encontrándose con el capitán Cross.

Connor le dio el visto bueno con un gesto de la mano. Era lo mejor que podía hacer dadas las circunstancias. Tenía un nudo en la garganta que no le dejaba hablar.

Pese a sus varios siglos de existencia, por lo general no se sentía mucho más viejo que cuando se licenció en la academia de la Elite con Aidan. Por supuesto, ya no podía pasarse la noche follando y matar Pesadillas al día siguiente sin estar hecho trizas, pero eso tenía más que ver con su orgullo masculino que con la percepción de su propia edad.

Sin embargo, en aquel momento notaba cada uno de sus años.

Wager lanzó un suspiro.

—Le admiro mucho, Bruce. Creo que estoy yo más nervioso que usted.

—¡Qué va! Es que yo lo disimulo mejor. —Volvió la cara hacia la estela adecuada. Llevaba un uniforme limpio y la espada sujeta a la espalda con correas. Estaba todo lo preparado que se podía estar.

—Hasta que llegue al otro lado —dijo.

Y saltó.

***

Unas fieras salvajes le arrancaban los miembros y le golpeaban la cabeza contra una roca.

Al menos eso era lo que sentía Connor mientras recuperaba lenta y confusamente la consciencia. Sólo el esfuerzo de levantar la cabeza le costó toda su energía. Mantener los ojos abiertos era casi imposible. Entre parpadeos, trató de ver el sitio donde se encontraba.

Estaba oscuro, excepto por las diminutas luces multicolores que brillaban en el cielo nocturno. El olor que invadía sus fosas nasales era tremendo, intensísimo. Almizclado, saturado de humo, nauseabundo. Connor notaba espasmos en el estómago. Sentía el cráneo oprimido. Le dolían las muelas. La raíz del pelo le escocía.

Se moría. Nadie podía sentirse tan jodido y vivir. Era imposible. Su cerebro empezó a pensar, movido por puro instinto de supervivencia.

… en un determinado momento usted no estará allí y al segundo siguiente, sí. Eso resultará difícil de explicar…

No estaba seguro de que hubiera nadie a quien explicar nada. Según parecía, se había trasladado por una estela directamente hasta una dimensión infernal. El hedor del aire estaba a punto de hacerle vomitar.

Impulsando el torso hacia arriba, Connor consiguió ponerse de rodillas y luego se echó hacia atrás para descansar sobre los talones. Todo giraba vertiginosamente en torno a él. Dejó escapar un amargo gemido y se llevó los brazos a la cintura.

—¡Hay que joderse!

Echó un vistazo a su alrededor con ojos arenosos. Poco a poco, los contornos fueron aclarándose. Una fina línea de luz le llamó la atención; Connor intentó alcanzarla… y se cayó inmediatamente despatarrado. Había una cortina y, cuando tiró de ella para apartarla, descubrió una enorme sala de congresos. La gente estaba muy cerca, extremadamente próxima, suspendida en un único momento del tiempo.

Era un congreso de ciencia ficción o algo así. Algunos de los asistentes iban aparatosamente disfrazados de seres alienígenas, robots y toda la gama.

Connor observó cautelosamente la habitación en la que se encontraba, una especie de carpa provisional donde todo era negro. El suelo, duro y frío pero cubierto con una áspera lona recauchutada. Había una mesa redonda revestida de tela negra y, encima de ella, una esfera que proyectaba la luz reflejada en lo que ahora se daba cuenta de que era el techo. Una mujer estaba tumbada en una mesa acolchada, con los ojos cerrados, sumida en el estado hipnótico que le había transportado a él hasta allí. Connor sospechaba que había sido «anestesiado» por el hombre que en aquellos momentos se inclinaba sobre ella y le robaba el dinero del monedero.

Con un bufido de repugnancia, Connor se incorporó, tambaleándose y, tratando de no respirar por la nariz, le quitó al hombre la cartera del bolsillo trasero y sacó todo el dinero.

—Karma, gilipollas.

Se marchó todo lo deprisa que le permitieron sus temblorosas piernas. Se oía un leve zumbido en el aire, el sonido de palabras que se articulaban en sus formas más infantiles. Cómo había pasado entre la multitud era un misterio para él. Los olores del mundo humano le asaltaban. Olores adulterados, tales como perfumes. Olor a comida. Olor corporal.

En el Crepúsculo y en el subconsciente de los Soñadores, las percepciones sensoriales estaban atenuadas o reducidas al mínimo. No era lo mismo en la realidad. Connor se vio obligado a detenerse ante un contenedor de basura para echar la papilla.

No le gustaba aquel sitio. Le dolía el alma. Quería irse a su hogar, un hogar que él amaba y echaba ya de menos terriblemente.

Sin embargo, abrió la puerta de cristal del Centro de Convenciones de Anaheim y salió a su nuevo mundo.

***

Stacey Daniels sabía que era ridículo estar sentada en el sofá llorando a moco tendido. Debería estar encantada de tener un poco de tiempo para ella sola.

—Tendría que pedir hora para hacerme la pedicura, la manicura y cortarme el pelo —murmuró.

Tendría que llamar al conductor tan macizo de UPS que llevaba los productos farmacéuticos al Bate’s All Creatures Animal Hospital, donde ella trabajaba. Él le había dado su tarjeta, con el número del teléfono móvil, después de varias semanas de flirteo. El guiño que le dedicó había hecho del ofrecimiento algo más que un asunto laboral.

—Podría estar esperando impaciente una noche de sexo guarro, urgente y sin compromiso —Stacey gimoteó—. ¡Coño! Podría estar ahora mismo practicando sexo guarro.

En cambio, era una taruga desconsolada, llorando porque el parásito de su exnovio por fin había recogido al hijo de ambos para que pasara con él un muy postergado fin de semana. Era lamentable y un poco irracional, pero no podía superarlo.

Hundida en el sofá de su mejor amiga, Stacey miró a su alrededor y se sintió agradecida de estar cuidando el apartamento de su jefa, Lyssa Bates. No sabía cómo se las habría arreglado para quedarse en su propia casa sin Justin. Le habría parecido vacía. Por lo menos, Lyssa tenía peces y un gato, aunque Golosina era el gato más malo que conocía. Un animal gruñón, que bufaba y daba coletazos y que, justo entonces, estaba sentado en el brazo del sofá mirándola con malos ojos. Aun así, aquella compañía poco agradable era mejor que no tener ninguna.

Naturalmente, Stacey se daba cuenta exactamente de lo sola que estaba en realidad. En algún momento había dejado de considerarse a sí misma una persona individual para pasar a verse como «la mamá de Justin», lo cual no era saludable, tal como había demostrado muy oportunamente su reacción de esa mañana. No tenía ni idea de qué hacer consigo misma. ¿A que era triste?

«Tienes derecho a estar enfadada», le decía el diablo al oído.

Se deslomaba trabajando para llegar a fin de mes sin percibir ni un céntimo de pensión alimenticia, y era Tommy el que iba a llevar a Justin a esquiar por primera vez. Tommy iba a ser «guay». Tommy iba a tener el privilegio de ver iluminarse la cara de Justin de alegría y asombro. Y todo porque, el año anterior en Reno, él había tenido un billete de veinte dólares que le quemaba en las manos. Un billete que apostó enseguida a que los Colts irían a la Super Bowl.

—Un billete que tendría que haberme pagado a —se lamentó— para que yo le pusiera gasolina al coche y poder ir a trabajar y mantener a nuestro hijo.

Era muy injusto. Ella había estado ahorrando durante casi dos años para una escapada a Big Bear, y Tommy le había arrancado la ilusión en dos minutos. Igual que su vida le había sido arrancada a ella cuando se quedó embarazada estando todavía en la facultad. «Siempre puedes abortar», le había dicho él tranquilamente. «Tenemos toda la vida por delante y años de estudio. No puedes tener un niño».

—Hijo de puta —dijo, en una queja. Ella tuvo que dejar la universidad y conseguir ayuda estatal. Tommy dijo que ella lo había querido así y que buena suerte. Nos vemos. No quisiera estar en tu lugar. Él siguió estudiando hasta licenciarse y llegó a ser un guionista que lucha por abrirse camino, con el suficiente dinero para ir de juerga, pero no para la pensión de su hijo. Ella pasó por una serie de empleos temporales hasta que finalmente encontró un trabajo estable, bien pagado y decente en la clínica veterinaria de Lyssa.

Stacey sacó un pañuelo de papel de la caja que tenía al lado y se sonó la nariz. Era mezquino y vergonzoso por su parte estar rabiosa porque Justin hiciera una excursión tanto tiempo deseada solamente porque no era ella la que le llevaba. Lo sabía y lo reconocía, pero no por eso se sentía mejor.

Sonó el timbre de la puerta y Stacey volvió la cabeza con el ceño fruncido en dirección al vestíbulo. Si hubiera estado en su casa, no habría hecho ningún caso, pero estaba cuidando de la de Lyssa y de sus animales mientras ella pasaba unas minivacaciones en México con su prometido, lo cual incluía también ocuparse de los envíos que llegaran.

Refunfuñando entre dientes, Stacey se puso en pie y cruzó el cuarto de estar, enmoquetado de un relajante color beis, para llegar a la entrada, revestida de mármol. Golosina bufó y la siguió, murmurando su advertencia de gato del demonio. Le fastidiaban las visitas. Bueno, le fastidiaba todo el mundo, pero especialmente los extraños.

El timbre sonó otra vez, con impaciencia, y ella gritó:

—¡Espere un momento! Ya voy.

Stacey giró el pomo y abrió la puerta.

—Deme un minuto para…

En el porche de Lyssa había un vikingo.

Y era apabullantemente guapo.