15

¿Qué tal estás, campeón? —preguntó Connor, cuando se acomodó en el sofá de Stacey junto a Justin y le pasó una gigantesca taza de chocolate caliente.

—Estoy helado. —Unas profundas ojeras rodeaban los dilatados ojos del muchacho y la piel tenía una palidez enfermiza, señales de que se había llevado un susto de muerte. En la frente le caía un mechón de pelo castaño que le daba aspecto de perdido y le hacía aparentar menos de los catorce años que tenía.

—Te traeré otra manta.

La puerta de la calle estaba abierta, lo que le destemplaba aún más, pero los hombres de McDougal aún estaban recogiendo las cosas y Justin no quería irse a su habitación. Prefería aquel ajetreo y el zumbido de la televisión, que nadie miraba, porque estar rodeado de mucha gente le hacía sentirse seguro.

—Gracias, Connor.

La gratitud que se reflejaba en la cara de Justin causó en Connor una gran impresión. Los Ancianos pagarían por lo que había sucedido esa noche. Muy caro.

Connor se levantó y fue por el pasillo hasta la habitación de Justin. Al chico le habían administrado una dosis de propranolol en el helicóptero y seguiría tomando la medicación cuatro veces al día durante los siguientes diez días. La «píldora del olvido» estaba aún en fase experimental, pero los ensayos clínicos ofrecían resultados esperanzadores y Connor confiaba en que el fármaco obrara ese mágico efecto en Justin.

El chico seguiría recordando los sucesos, pero las emociones que acompañaban a los recuerdos desaparecerían. La memoria se distanciaría de los sentimientos y le convertiría en un observador objetivo más que en una víctima marcada emocionalmente. Los curanderos del Crepúsculo ayudarían con lo demás.

Connor estaba abriendo la puerta de la habitación de Justin cuando Aidan salió del dormitorio de Stacey.

—¿Cómo está? —preguntó, con un nudo en el estómago.

—Estable, aunque sigue inconsciente. —Aidan se acercó un poco más—. Tiene algo en el cerebro, Bruce. Es pequeño, como del tamaño de un grano de arroz, pero extraño. No se puede saber cómo reaccionará su cuerpo con el tiempo.

Cogiendo un folleto, Connor se apoyó en la pared y respiró hondo.

—Joder… tío. —Miró a su amigo con impotencia—. ¿Sabemos lo que es?

—Habla en sueños… —Aidan se estremeció— en la lengua de los Antiguos.

¿Qué? —Connar se pasó una mano por el pelo y gruñó—. ¿Cómo se lo sacamos de la cabeza?

—Desde el punto de vista médico, no podemos. No en este plano, no sin acabar con su vida. Los seres humanos no tienen la tecnología necesaria.

La puerta del dormitorio se abrió y un hombre se asomó.

—Está consciente.

Connor se enderezó.

—¿Puedo decírselo a su hijo? ¿Puedo verla?

—Está lúcida —dijo el hombre.

—Dile que estaré ahí en un minuto, ¿vale? —Connor miró a Aidan—. Voy a por Justin.

Aidan asintió y Connor se apresuró a volver al cuarto de estar.

—Eh —dijo, cerca del sofá—. Tu madre está despierta.

—¿Puedo verla? —Justin se incorporó y dejó la taza medio vacía en la mesita de centro.

—Sí, vamos. —Connor le ayudó a salir de debajo de las tres o cuatro mantas que tenía encima y fueron juntos a la habitación de Stacey.

Entraron en el espacio oscuro sin hacer ruido. Junto a la cama, varios monitores pitaban y brillaban con diferentes luces. Stacey yacía arropada en el medio, una figura pequeña y frágil que a Justin le provocó una opresión en el pecho.

—Hola, cariño —susurró a Justin, extendiendo los brazos hacia él. Inmediatamente Justin se puso a su lado en la cama y empezó a sollozar. Stacey hizo otro tanto, rodeándole con los brazos y posando una mejilla llorosa en la parte alta de su cabeza.

La escena hizo que a Connor le escocieran los ojos. Apartó la vista y vio a Aidan junto a la puerta. Su amigo le llamó con un gesto y Connor salió, alegrándose de que le distrajeran de la emotividad de la escena que dejaba a sus espaldas. Unas emociones que le estaban matando por dentro, atravesándole como cuchillos.

—He hablado con ella un momento —susurró Aidan—. Dice que Rachel piensa volver a por la cosa esa que tiene en la cabeza. Sea lo que sea, piensan que está más segura con nosotros que con ellos.

Connor se puso todo tenso.

—O piensan que la destruiríamos si no estuviera dentro de algo que no soportaríamos perder. Dime que los hombres de McDougal han encontrado a Rachel.

—No, no la han encontrado. —Aidan tenía un semblante serio—. No han dejado de buscar en esa zona desde que te marchaste. No hay ni rastro de ella. A pesar de sus heridas, consiguió escapar.

—¡Joder!

—¡Esa lengua! —le reprendió Stacey.

Él se giró a mirarla. Ella le contemplaba con ojos brillantes y los labios fruncidos en el gesto de besar. Un leve sonido de añoranza le resonó en la garganta.

—No sé qué hacer —dijo, volviéndose de nuevo hacia Aidan—. No sé adónde debería ir, o qué debería hacer, o cómo debería sentirme.

—Haz lo que yo hice —respondió Aidan—. Olvida los «debería» y salta.

Connor resopló.

—Nada es nunca tan fácil en lo que respecta a las mujeres.

—Yo no he dicho que sea fácil. Pero si la quieres, haz que funcione. Merece la pena ser feliz.

La felicidad. Connor la quería. Quería tenerla con Stacey.

—Vale. —Y con esa rapidez lo decidió—. Entonces, antes de que los hombres de McDougal se lo lleven todo, saquémosles un sistema de seguridad. Seguro que tienen lo mejor de lo mejor. Quiero que esta casa sea tan inexpugnable que se convierta en la envidia de Fort Knox. Estaré fuera con frecuencia. Necesito saber que están protegidos.

—Una gran idea. —Aidan sonrió, abrió la puerta y le hizo una seña para que saliera primero—. Aprovechemos bien mi dinero.

***

Stacey se despertó con un dolor de cabeza espantoso. Se llevó las palmas a las sienes, rodó y se retorció, quejándose. Se chocó contra Justin y éste farfulló una protesta. Musitando una disculpa, se dio la vuelta y se cayó de la cama. Fue a parar al suelo de rodillas y gritó, mordiéndose el labio inferior para contener más ruidos. Echó un vistazo al reloj y vio que eran casi las tres de la mañana. Por la forma en que le dolía la cabeza, dudaba que sobreviviera para ver amanecer.

Gateó unos metros, pero se levantó por necesidad. Era demasiado trabajoso moverse a gatas. Cómo consiguió llegar al vestíbulo era algo que nunca sabría, pero hacía más fresco en el espacio abierto del salón y el frío le calmaba el ardor de la piel.

—¿Stacey?

El profundo acento de Connor se le enrolló en la espina dorsal y le recorrió la espalda como miel tibia. La inundó una sensación de alivio y por poco vuelve a caerse al suelo.

—¿Dónde estás? —dijo, jadeando, sin atreverse a abrir los ojos. La luz de la luna, que entraba oblicuamente hacia el techo desde las persianas, era demasiada luz incluso desde detrás de sus párpados cerrados. Si le diera de lleno, aumentaría la sensación de tener un piolet perforándole directamente el cerebro.

—Aquí —murmuró—. Estoy aquí.

La rodearon unos brazos cálidos que la mecieron contra un pecho duro, desnudo, cubierto de una ligera pelusa.

—Me alegro tanto de que te hayas quedado…

—No voy a dejarte, cariño. Incluso cuando no esté aquí, no me habré ido realmente.

—Me duele la cabeza —dijo, gimoteando, con lágrimas rodándole por las mejillas.

—El médico te ha dejado unas medicinas. Voy…

—¡No! —Se aferró a la cinturilla, sabiendo por el tacto que llevaba unos pantalones de deporte. Pensar que él estaba allí, durmiendo en su sofá, protegiéndola, la hacía sentirse amada y segura como ninguna otra cosa en su vida lo había hecho—. ¡No me dejes!

—Cariño. —La besó en la frente haciendo fuerza con los labios y el dolor se le calmó un poco—. Me mata verte llorar.

—Hazlo otra vez —le rogó—. Bésame otra vez.

Esta vez le rozó la piel de los ojos cerrados y las pestañas, enjugándole las lágrimas a besos. El dolor punzante de la cabeza se le mitigó.

Echando el cuello hacia atrás, Stacey le apresó los labios con los suyos. En cuanto le saboreó, la sangre se le calentó y empezó a fluir, se le reavivó el latido del corazón. Milagrosamente, la extenuante presión se redujo.

—Stace —musitó en su boca cuando se puso más efusiva—. ¿Qué haces?

—Te deseo.

Ella notó cómo le invadía la sorpresa, luego el deseo que él no podía controlar.

—Estás loca —dijo él, pero tenía las manos en las caderas de ella y le deslizaba los dedos por debajo de la camiseta de algodón para tocarle la piel de la espalda. Sus caricias la aliviaban, la calmaban.

Cuanto más la tocaba, menos le dolía la cabeza.

—Hazme el amor —suplicó.

—¿Justin…?

—La puerta del lavadero tiene llave.

—No deberías…

—¡Ahora mismo, Connor!

—Qué demonios. —La cogió en brazos y la llevó al fondo de la casa. Entrando en el lavadero, apartó de una patada el cesto que mantenía abierta la puerta y la cerró de un empujón. La sentó encima de una vieja mesa que ella usaba de mesa para doblar la ropa y se la quedó mirando con una divertida sonrisa y una mirada ardiente—. ¿Y ahora qué?

En lo profundo de su cabeza un agudo chillido se asemejaba a la goma quemada de los neumáticos.

—No dejes de tocarme.

Colocándole las manos a cada lado de las caderas, Connor la enjauló a la mesa y le acarició el cuello con los labios.

—Dime lo que necesitas, cariño.

Ella extendió los brazos hacia él y le abrazó. Bajo sus palmas notó la piel sensual y sedosa que cubría los músculos tensos y macizos, y se derritió por dentro. Gimió cuando él le mordisqueó el lóbulo de la oreja.

—Te necesito.

—Ya me tienes. —Él la echó hacia atrás y deslizó una mano entre las piernas. Incluso a través del grueso camuflaje, no tuvo problemas para darle lo que quería con los dedos—. No me voy a ninguna parte. Haremos que esto funcione.

—Sí…, qué delicia…

—Mmmm —coincidió él, desabrochando con destreza el botón de la cinturilla antes de bajarle la cremallera. Mientras tanto, no había dejado de hacer maravillas con sus labios, su lengua y sus dientes en la tierna piel de su garganta, y con la otra mano le protegía la nuca de manera que la envolvía completamente con su enorme y macizo cuerpo. Los ruidos que tenía en la cabeza se acallaron. O al menos quedaron sofocados por el fluir de la sangre en los oídos.

—Connor. —Las fosas nasales se le llenaron de su olor. No había en el mundo un olor como el suyo, picante y exótico. Extraño. Le encantaba. El mismísimo hombre de sus sueños.

Él tenía razón; el tiempo era lo de menos. Lo que importaba era cómo se sentía ella cuando estaban juntos. Había sido una roca firme cuando ella le necesitó y sabía que siempre lo sería. Así era él.

Dio un grito ahogado cuando él le deslizó una mano por debajo de la cinturilla de las bragas.

—¿Qué tal la cabeza? —Su voz era oscura como el pecado, su marcado acento rezumaba lujuria.

—Y-yo…

—¿Aún te duele? —Connor la besó con ferviente pasión, deslizando expertamente la lengua a lo largo de la suya, haciendo que se olvidara de todo menos de él. En el pecho le retumbaba un rugido ronco, tenso a medida que ella se humedecía al contacto de sus dedos.

—Oh, Dios. —Stacey gimió, cerrando los ojos cuando él deslizó un dedo dentro de ella—. ¡Fóllame, por favor! Deprisa.

Él acalló con la boca los gritos desesperados de ella y con dulzura fue echándola para atrás hasta tumbarla completamente encima de la mesa. Le bajó las bragas hasta las rodillas, le alzó las piernas y se las apoyó encima de sus hombros. Cuando ella notó la cálida y sedosa punta de su polla, se estremeció con avidez, ansiando tenerle dentro.

—Shh… Ahí tienes, cariño —susurró.

Stacey se agarraba a los bordes curvados de la mesa cuando él empujaba con su gruesa polla. Ella gritaba y se arqueaba de placer. Estaba prieta en aquella posición, obligándole a él a abrirse camino con pequeños e intensos empujones.

Lloriqueando de placer, pugnaba por acoger todo lo que él tenía.

—Eres demasiado grande —dijo ella, jadeando.

—Podrás. —Meneando las caderas, ahondó un poco más. Avanzando. Retrocediendo. Serpenteando. Adueñándose de su cuerpo centímetro a centímetro.

Ella clavaba las uñas en la madera a medida que él se introducía más adentro, rozando con la ancha cabeza de su polla ese ansioso punto de su interior que no se saciaba nunca.

—Stacey —susurró con aspereza, impulsando las caderas—. Tienes el coño muy prieto. Como un puño caliente y húmedo. Pura delicia. Puede que me corra antes de llegar hasta el fondo.

—¡Ni se te ocurra! —Se llevó las manos a sus pechos y se apretó—. Tú lo has empezado. Más vale que lo termines.

—Claro que terminaré. —Tenía la cara encendida, los ojos oscuros, la frente perlada de sudor—. ¡Joder!… Sí. Terminaré. Muy dentro de ti.

Dios santo, ¿lo superaría ella?

Estaba abriéndose camino en ella y la embestía con más fuerza, con más rapidez. La cinturilla del pantalón, bajado justo hasta las caderas, le rozaba a ella en los muslos. La escena era muy erótica, así como la postura de ella, sujeta y colocada para complacerle. Giraba las caderas y embestía, entraba y salía. Ella tensaba el coño a lo largo de su polla, al borde del orgasmo.

Stacey arqueó la espalda, todo su cuerpo tenso y expectante. Esto era lo que necesitaba, lo que quería. Estar unida a él, deseándole.

—Sí.

Connor arremetió con más fuerza y los pesados testículos golpearon rítmicamente contra la curva del trasero de ella, haciendo que su sexo se contrajera con fuerza. Ella le miraba con los párpados caídos, observando sus rasgos encendidos de pasión y el mechón de pelo rubio que le caía en la frente. Se le marcaban los bíceps y los pectorales al sostenerla sin esfuerzo. Flexionaba el abdomen mientras la follaba y la piel le brillaba dorada con el sudor.

—Eres mía —gritó con los dientes apretados—. Me quedo contigo.

Su ansia de posesión hizo que se estremeciera, excitándola ese poquito más que necesitaba para alcanzar el clímax. Stacey se mordió el labio para no llorar cuando el orgasmo tensó todo su cuerpo.

Connor gruñó y siguió follando entre los espasmos de ella, aumentando el ritmo hasta el punto en que Stacey pensó que gritaría de placer. Era la puerta y su necesidad de intimidad lo que la obligaba a guardar silencio.

Notó cómo él se hinchaba, se endurecía aún más, y entonces gritó:

Stacey…

Martilleaba sus caderas contra las de ella, moviendo la vieja mesa, hundiéndole los dedos en la carne de sus muslos. Su polla se sacudió y luego se derramó a borbotones, llenándola con un espeso chorro de calor. Siguió poseyéndola, acariciando su sexo contraído, vaciando su lujuria y su amor en lo más profundo de ella.

—¡Joder! —dijo, jadeando cuando terminó, apoyando la mejilla en la pantorrilla de ella—. Me matas.

—Ni siquiera siento la cabeza —dijo, sorprendida, sin resuello—. Creo que has sido tú quien ha conseguido que desaparezca.

Se echó a reír en un tono triunfal puramente femenino.

Retrocediendo, Connor se retiró de su cuerpo. Se secó la polla con una toalla que había cerca y se subió los pantalones; luego se ocupó de limpiarla a ella y vestirla.

—Ven aquí, mi niña. —Había ternura en la voz de Connor cuando la cogió en brazos.

Stacey le abrazó con fuerza.

—Creo que estoy enamorándome de ti —reconoció con timidez—. Espero que no flipes. Tengo tendencia a lanzarme y contigo…

Connor apretó los labios contra los de ella, interrumpiendo la cascada de palabras.

—Adelante, lánzate —la alentó con la voz quebrada—. Yo me lanzaré contigo.