Connor iba con los ojos fijos en la carretera y se preguntaba qué había sido de su cordura. Al parecer no le quedaba ni un ápice; de lo contrario, Stacey no estaría a su lado en el asiento del pasajero.
—¿Así que sois todos inmortales? —preguntó tímidamente.
Él apretó el volante con más fuerza. El potente motor HEMI del Magnum los llevaba por la Interestatal 15 a ciento treinta kilómetros por hora, pero al lado de la inquietud que le corroía era como estar parados. No iban a su destino con la suficiente rapidez.
—Pueden matarnos —dijo finalmente—, pero cuesta mucho trabajo.
—¿Vas a matar a Rachel?
La miró de reojo.
—Puede que tenga que hacerlo.
Ella asintió seria.
—Haré lo que pueda para que todo salga de manera impecable, pero llegado el momento decisivo, no podremos permitirnos fallar.
—No, no podremos. —Esbozó una temblorosa sonrisa que pretendía ser tranquilizadora, y que a él le encogió el corazón—. Cuando me diste esta pistola y empezaste a darme explicaciones, me figuré que quizá puedas necesitarme.
—Eso es para que te protejas. No te preocupes por mí, Stacey. —Alargó un brazo y le puso una mano sobre las suyas donde sostenía la Glock—. Tú sigue viva. Eso es lo más importante.
Se quedaron en silencio, no del todo cómodo ni del todo incómodo.
Soltó el aire bruscamente y se giró en el asiento para mirarle de frente.
—Entonces extiendo las manos con decisión y no dejo de apretar el gatillo hasta que se hayan acabado todas las balas. ¿Aunque estén fuera de combate?
—Sí, especialmente si están fuera de combate. No puedes matarlos con una pistola. Lo único que puedes hacer es retrasarlos lo suficiente para que yo termine el trabajo.
—Con la espada.
—Exacto. Los Guardianes pueden recuperarse de cualquier herida, pero ni las extremidades ni la cabeza pueden volver a crecernos.
—¡Agg! —Stacey se estremeció.
—Y mantén los ojos abiertos. Parece obvio, ya lo sé, pero es natural que con la detonación de un arma cerremos los ojos. No puedes errar un disparo de esa manera.
—Los ojos abiertos. Vale.
El sistema de comunicación de manos libres dio la señal de una llamada y ellos se miraron el uno al otro. Connor activó la línea y dijo:
—Dime que tienes algo bueno, Cross.
El acento de Aidan se oyó por los altavoces.
—Tenemos localizado el sedán negro. Tu recuerdo de los números de la matrícula era correcto y eso nos ha llevado a una agencia de alquiler de San Diego que tiene localizadores GPS en todos sus vehículos. Estamos casi encima de ellos ahora.
—¿Dónde? —gritó Stacey.
—Han parado en Barstow, cerca de donde se perdía la señal del teléfono móvil. Por suerte, habían decidido esconderse a pasar la noche y no se deshicieron del coche.
Connor miró, según pasaban, la señal verde de la autopista.
—Llegaremos a Barstow en unos minutos.
—Tengo un helicóptero de camino —dijo Aidan—. Puede que lo necesitemos.
—¿Stace? —La voz de Lyssa llegaba teñida de preocupación—. ¿Cómo estás?
—Estoy bien, doctora.
—Aquí el personal está extasiado con tu tarta —dijo Lyssa—. Espero que no te importe. Hace unas cuantas horas que os marchasteis y tienen hambre.
—¿Bromeas? —Stacey sonrió—. Están ayudándome a recuperar a mi hijo. Los quiero muchísimo a todos. Pueden comer lo que quieran.
—¡Eh! —se quejó Connor, ayudando a Lyssa a mantener el ánimo de Stacey—. Guárdame un trozo.
—No te preocupes. —Stacey le puso una mano en el brazo y la retiró rápidamente—. Te haré una tarta sólo para ti. No tendrás que compartirla.
Le miró de tal manera que a él se le cortó la respiración. Había afecto en aquella mirada. Su lenguaje corporal le decía que recelaba, pero ese acercamiento le dio esperanza.
—Están discutiendo sobre quién puede tomar algo —dijo Lyssa con una risa suave—. Demasiada gente para tan poca tarta.
—Sigue sin ser mejor que el sexo —insistió Aidan.
—Depende del sexo —gritó alguien al fondo.
Eso provocó una genuina sonrisa en la cara de Stacey. También le vino bien al corazón de Connor ver algo de vida en ella. Estaba muy pálida, con los ojos agrandados y la boca, tan sensual, la tenía enmarcada en profundas líneas de expresión debido al estrés.
—Chicos, me estáis dando hambre —se quejó. No había comido nada desde el desayuno, y no era así como a él le gustaba entrar en combate.
—Bueno. —El tono de alerta en la voz de Aidan captó la atención de Connor—. Tenéis que coger la siguiente salida.
Mirando por encima del hombro, Connor dio gracias por el número de sueños que habían compartido, en los que había aprendido a conducir, y también por el poco tráfico que había. Prácticamente los vehículos que llevaban detrás eran sus propios refuerzos: furgonetas con equipos de limpieza y Hummers con personal de seguridad armado. Algún día preguntaría a Aidan por qué McDougal necesitaba un ejército personal, pero en aquel momento, daba gracias por el apoyo.
—Vale, estamos en el carril de salida.
Desde la autovía, Aidan los dirigió a un motel que probablemente nunca había conocido mejores tiempos, y, desde luego, los actuales tampoco lo eran. Parecía que, en el pasado, aquel edificio de dos pisos estuvo pintado de melocotón y marrón, pero con el reflejo amarillo de las luces del aparcamiento no podía asegurarse. La pintura estaba agrietada y desconchándose, desteñidos los colores por el sol californiano.
Connor aparcó el coche a poca distancia de la carretera.
—Vamos a entrar —dijo.
—Ten cuidado —le advirtió Aidan—. Sé que nunca has trabajado con seres humanos, así que escúchame: no intentes hacerlo todo tú solo. McDougal es muy espabilado a la hora de gastar dinero. Sólo contrata a los mejores. Confía en que tu equipo hará su trabajo. Estoy seguro de que su ayuda te va a costar un ojo de la cara, así que haz uso de ella. Te necesito vivo.
—Entendido. —La orden le fue dada con rotundidad, pero Connor se daba cuenta de que detrás de esas palabras había amistad, y eso le tranquilizaba. Se encontraba en un mundo extraño, pero no estaba tan solo como en un principio se había sentido.
Cortó la comunicación; luego salió del coche y, por encima de éste, miró a Stacey, que hizo lo mismo. La línea del techo del vehículo le llegaba a él a la altura de los hombros. Ella era más bajita y tenía que ponerse de puntillas para verle mejor.
—Así es como vamos a hacerlo —empezó a explicar él—. Primero echaremos un vistazo. Comprobaremos si está el coche y preguntaremos en recepción, a ver si siguen aquí o si han cambiado de vehículo y volado.
Ella asintió con cara seria.
—No intentes ser una heroína —dijo—. Soy bueno, cariño, créeme. Pero con múltiples contrincantes y un rehén en peligro, no podré combatirlos a todos y preocuparme de ti al mismo tiempo. Si ellos están aquí, tendrás que ponerte a resguardo, para que yo pueda concentrarme en recuperar a Justin y no en salvarte el pellejo a ti. —Él se dio cuenta de que eso la mataba, el pensar que su hijo podría estar muy cerca y que ella tendría que contenerse.
—Entendido —respondió, pese a todo.
—¿Confías en mí? —No se esforzó en disimular los sentimientos que había detrás de la pregunta. En aquel momento, la falta de desapego era su mayor fortaleza y su mayor lastre.
Stacey apretó los labios hasta que se le pusieron blancos, y lo ojos se le llenaron de lágrimas.
Connor dio un manotazo en el techo del coche con tanta fuerza que ella se sobresaltó y emitió un grito ahogado.
—¡Maldita sea! ¡Deja de pensar en todos los inútiles de tu pasado y piensa en mí! ¿Confías en mí?
—¡Joder, acabamos de conocernos! —le respondió entre dientes—. No te comportes como si nos conociéramos de toda la vida.
—Me importas, Stacey. Da igual cuánto haga que nos conocemos. Me sale de aquí —se golpeó en el pecho— y para mí eso es importante. Creo que si dejaras de intentar convencerte de que todos los hombres somos iguales, te darías cuenta de que el tiempo es lo de menos.
—Para ti es fácil decirlo, don-soy-inmortal.
—Ya, tú no, y estás desperdiciando tu vida. —Connor levantó una mano para interrumpirla—. He vivido muchos siglos, Stacey. He conocido a muchas mujeres. He pasado algunos años con algunas. He hecho cosas con ellas que aún no he tenido tiempo de hacer contigo, pero ya sé que esto es diferente. —Moviendo la cabeza, retrocedió y abrió la puerta trasera del lado del conductor—. Olvídalo. No sé por qué te lo he preguntado.
—Yo no he dicho que no confíe en ti. —Rodeó el coche por la parte de atrás.
—Tampoco has dicho que lo hagas.
Connor le hizo un gesto para que se acercara y le entregó una pistolera tipo bandolera para que se la colocara.
—Ponte esto para llevar la pistola. Si tienes que hacerlo, defiéndete. —Le apretó las correas hasta que estuvieron bien ajustadas y luego hizo que le mirara—. Pero primero quiero que corras. Dispara sólo si no queda elección. ¿Entendido?
—Sí.
Connor iba a apartarse cuando ella le agarró del brazo.
—No creo que seas como los demás hombres que he conocido. —Nerviosa, le pasó el pulgar por la piel. Fue una caricia inocente, distraída.
—Por supuesto que no lo soy —gruñó, besándola con fuerza y rapidez antes de que ella pudiera retirarse—. Soy el tipo que va a acabar contigo. El tipo que va a darte la lata cada vez que venga a la ciudad. El tipo que va a seducirte siempre que se le presente la ocasión, aunque digas que no… Mierda, en especial cuando digas que no. —Stacey le miró con los ojos muy abiertos y se mordió el labio inferior—. No puedo prometer que vestiré de traje ni que iré a casa a cenar todas las noches. —La apartó y, alargando el brazo hacia el asiento trasero, cogió su espada, que se colgó a la espalda—. Pero sí que cuidaré de ti. Y soy testarudo, así que ve acostumbrándote.
Cogió una cazadora y se la pasó a ella.
—Eso servirá para disimular las armas. —Luego se miró a sí mismo y gruñó—. Vale. ¡Joder!, parecemos matones.
—Eso lo soluciono yo ahora mismo. —Stacey se metió las manos en los bolsillos y sacó un par de vistosas gomas de pelo. Unos minutos después ya tenía un par de coletas en la parte superior de la cabeza y los labios pintados de rojo. Mirándose en el reflejo de la ventanilla del coche, se abrochó un collar de cuero en el cuello, luego le miró.
—¡Ta-chán!
Connor enarcó las cejas.
—¡Sopla!
Ella se encogió de hombros.
—Pensé que estos pantalones necesitarían un poco de imaginación para que quedaran bien, así que he venido preparada para tener un aspecto lo suficientemente raro como para ponérmelos. No puedo hacer nada con respecto a tu espada y la panda de matones. —Stacey señaló al pequeño ejército que estaba preparándose a unos metros de distancia. Tendremos que hacer como que estamos buscando una fiesta de disfraces, si alguien pregunta.
—Ya… bueno… Me gusta el collar.
Stacey se estremeció ante la intensa apreciación que vio en la mirada de Connor. Incluso cabreado, frustrado y sometido a muchísimo estrés, intentaba elogiarla. Pese a la situación que había entre los dos, le quiso por ello y por importarle hasta el punto de hacer lo que estaba haciendo por ella. Cierto que su «gente» tenía intereses creados en lo que estaba sucediendo, pero él estaba luchando por Justin más que por la tríada. No le cabía ninguna duda.
—¿Estamos listos? —preguntó, con la voz teñida de gratitud.
—Como nunca. —Cerró la puerta, y a ella la agarró del codo. Connor miró a los hombres, que esperaban cerca, y dijo—: Que cuatro de vosotros inspeccionen los alrededores. Los demás, venid conmigo.
Según se la llevaba de allí, Stacey notó que había fuerza y decisión en su roce, y agradeció ambas cosas mientras cruzaban la calle y entraban en el aparcamiento del motel. El pavimento estaba agrietado y viejo, a los coches allí aparcados se les veía más deteriorados de lo normal. Muchas de las luces estaban apagadas o parpadeaban con un molesto zumbido que a Stacey le crispaba los nervios, que ya los tenía a flor de piel. Los desperdicios se pudrían en el suelo, y no muy lejos de allí un perro aullaba lastimeramente, un acompañamiento adecuado para semejante sordidez.
Eran doce hombres en total. De los ocho que permanecieron cerca, cuatro se ramificaron cuando Connor les dio la señal y empezaron a zigzaguear entre los coches aparcados.
—¿Sabes una cosa? —empezó a decir Stacey—. No me imagino a Rachel deteniéndose a pasar la noche en lugar como éste. Y menos cuando hay miles de alojamientos en esta zona y Mojave está tan cerca.
Por el rabillo del ojo, vio que él hacía un gesto de asentimiento.
—Estoy de acuerdo. Probablemente se deshicieron del coche, pero incluso eso es extraño. Para que luego digas, ahí lo tienes. Es imposible no verlo.
La luz de la luna que filtraban las nubes se reflejó en la pintura negra, lo que facilitó que encontraran el sedán, pese a que lo habían dejado en un rincón oscuro del aparcamiento. Se acercaron despacio, con cautela. Connor iba en cabeza; ella le seguía a pocos pasos con los demás.
Se detuvo a poca distancia y con un gesto señaló a la cercana base de hormigón que sostenía una de las farolas.
—Espera allí y estate atenta.
—¿A qué tengo que estar atenta? —preguntó.
—A cualquiera que aparezca. —Lanzó una dura y feroz mirada a uno de los hombres en una comunicación no verbal que ella no comprendía—. Tengo que acercarme a examinar ese coche y no quiero que nadie me moleste. Mira a ambos lados con frecuencia y presta atención a cualquier ruido sospechoso.
Estaba segura de que lo que pretendía era quitársela de encima, pero había prometido hacerle caso y lo haría.
Sin decir una palabra, Stacey hizo lo que le pidió, y siguió al tipo encargado de ella a la posición indicada. Paseaba la mirada por el aparcamiento en constantes idas y venidas. La farola bajo la que se encontraba estaba justo en un extremo, lo que le ofrecía una visión completa de la propiedad. Ofrecía también un olor espantoso. Imaginaba que más de un animal —y tal vez incluso seres humanos— había usado ese lugar apartado como urinario.
Se le revolvió el estómago con una mezcla de repugnancia y temor. Connor y los otros trabajaban casi en silencio, haciendo lo que estuvieran haciendo en el maldito coche. El tipo que estaba a su lado no decía nada y no manifestaba ninguna expresión ni en los ojos ni en la cara.
Hacía frío, pero Stacey sospechaba que era el miedo lo que la hacía tiritar tan violentamente. El letrero de neón, en el que se informaba de que había habitaciones, se encendía y se apagaba, lo que la llevaba a observar brevemente la puerta de cristal de recepción. Estaba tan sucia como el resto del lugar. Salpicada de algo asqueroso y tan mugrienta que resultaba evidente que hacía años que no se limpiaba.
Connor volvió a donde estaba ella con tal sigilo que Stacey no se habría dado cuenta de no haber estado pendiente. Enarcó las cejas inquisitivamente.
—Vamos a la recepción —dijo con alarmante celeridad, cogiéndola del codo y tirando de ella.
—¿Por qué?
—Porque yo lo digo.
Había algo en su tono que la hizo mirar atrás por encima del hombro. Dos hombres seguían junto al vehículo en posiciones de defensa. Ella no alcanzaba a ver qué le habían hecho al sedán, si es que le habían hecho algo.
Entonces vislumbró algo con la trémula luz de la luna, y ralentizó el paso.
Algo goteaba del maletero en el asfalto, formando un charco que no dejaba de crecer. A juzgar por la filtración, la sustancia era más espesa que el agua…
—¡Oh, Dios mío! —Se tropezó y Connor la mantuvo derecha, sin alterar el paso—. ¿Qué hay en el maletero?
—Nuestro amigo el de los dientes.
Descorazonada, Stacey tragó saliva.
—Pensaste que quizá Justin podía estar ahí, ¿verdad? Por eso hiciste que me alejara.
—Era una posibilidad.
Tenía la mandíbula tensa, la mirada hacia delante, el paso decidido.
—Crees que está muerto, ¿verdad? —Alzó la voz e intentó zafarse de él—. ¿Qué has visto ahí dentro? ¡Dímelo!
Connor se detuvo y la atrajo hacia sí.
—¡Maldita sea, no grites!
Con un gesto de la barbilla, indicó a los otros hombres que siguieran adelante. Cuando estuvieron solos, dijo:
—Lo único que hay ahí es una cabeza y un cuerpo, ninguno de los cuales pertenece a tu hijo.
—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!
—Aquí es donde entra en juego la confianza que te pedí antes.
Asintiendo enérgicamente, se apartó para librarse de sensación de claustrofobia que la invadía.
—Stace —dijo, suavizando el acento—. Ahora vamos a la oficina de recepción. Tenemos que inutilizar las cámaras de seguridad que pueda haber en este tugurio y averiguar qué habitaciones están ocupadas. Luego iremos puerta por puerta hasta que nos aseguremos de que no están aquí.
Stacey se inclinó hacia delante, respirando con dificultad. Por mucho que hubiera mantenido la calma hasta ese momento, ahora estaba sudando.
—¿No crees que se hayan ido?
—Probablemente lo hayan hecho, pero tenemos que asegurarnos. Vamos. —Tiró de ella y siguieron adelante—. Eres tú la que ha querido venir; tienes que sobreponerte.
¿Cómo iba a sobreponerse cuando tenía ganas de vomitar? Las personas que tenían a su hijo eran de las que decapitaban a otras y metían los cuerpos en maleteros.
—Me están dando náuseas.
Él maldijo en voz baja y volvió a detenerse.
—No me hagas esto —dijo con brusquedad—. Tengo que seguir. ¿Lo entiendes? Te prometí que te devolvería a Justin. Te prometí que si me dabas una oportunidad, cumpliría lo prometido. No me hagas fracasar.
Respirando con dificultad, asintió y se quitó de la cabeza imágenes terribles a fuerza de voluntad. Él tenía razón. Sabía que tenía razón. Lo fastidiaría todo si se venía abajo ahora.
—Lo comprendo.
Connor la ayudó a incorporarse y le alzó la barbilla para abrirle vías de aire y facilitarle la respiración.
—Eres valiente, cariño. —La besó en la punta de la nariz—. Estoy orgulloso de ti. Ahora, vamos.
Un pie delante del otro. Stacey sabía que podía conseguirlo pasito a pasito, como los niños. Al menos eso creía hasta que llegaron a la puerta de la oficina y uno de los hombres les cerró el paso.
—A lo mejor prefiere que la señora se quede fuera, señor —dijo.
Fue entonces cuando Stacey se dio cuenta de que la suciedad que salpicaba el cristal era sangre. Y no era más que una mínima cantidad comparada con la que había en la parte que ella alcanzaba a ver de la zona del mostrador de recepción.
Le dieron arcadas.
—No puedes vomitar —gruñó Connor, poniéndole una mano en la boca y apartándola de allí. Le hablaba al oído, en voz baja y ronca—. Las autoridades vendrán a investigarlo. No puedes dejar ningún rastro biológico aquí, ¿lo entiendes? Si lo entiendes, di que sí con la cabeza.
Stacey no podía moverse. El horror de lo que había visto la había dejado petrificada.
—Vale. —La cogió en brazos y la llevó hasta el bordillo—. Te llevamos al coche. Te dejamos encerrada. Ten la pistola preparada…
Con dificultades, consiguió que él la tranquilizara.
—Puedo hacerlo —le prometió—. Puedo ayudarte.
—Estás hecha polvo —dijo—. Vas a conseguir que te arresten y te acusen de asesinato.
—Seré tu centinela. —Stacey le vio sacudir la cabeza. Poniéndole una mano en el pecho, le dijo—: Si no te ayudo, nunca me lo perdonaré.
—Puedes ayudarme llamando a Aidan y contándole todo lo que ha sucedido. —Connor le rodeó la cara con las manos y la miró a los ojos fijamente. La emoción en aquellas cristalinas profundidades era visible incluso en la oscuridad—. Eres la luz más valiosa y alegre de mi vida. Quiero que sigas siéndolo. Déjame protegerte un poco, al menos.
Ella lo pensó un momento, pero no podía evitar el sentimiento de que le estaba decepcionando. Entonces miró por encima del hombro hacia el mostrador de recepción y el estómago se le revolvió violentamente.
—Tienes razón —reconoció—. No puedo con ello. Llévame al coche. Haré esa llamada.
Connor le puso una mano en la espalda y la dirigió hacia el Magnum dando unos pasos tan largos que ella tenía que correr para seguirle el ritmo.
—Lo siento —dijo ella, mientras él abría la puerta con el control remoto y la ayudaba a sentarse en el asiento del pasajero.
—¿Por qué? ¿Por hacer lo correcto? ¿Por conocer tus límites? —Se inclinó hacia ella y la miró directamente—. Te admiro, cariño. No estoy decepcionado. —Enderezándose, dijo—: Volveré. Ten la pistola preparada. Llama a Aidan.
Cerró la puerta y reactivó el sistema de alarma con el control remoto. Y se fue.
Stacey ignoró el sistema de manos libres y usó el auricular. Aidan contestó inmediatamente.
—¿Qué tienes?
—Hola, soy yo.
La voz de Aidan se suavizó.
—Hola, Stace. ¿Qué ocurre?
—Hemos encontrado el coche. El conductor está muerto. Decapitado en el maletero. Algún muerto en la recepción del motel. O muchos. No pude entrar. Había mucha sangre. Toneladas de ella. Por todas partes.
—Shh, vale. Nos ocuparemos de ello. ¿Cómo lo llevas? ¿Estás bien?
—Sí. —Soltó el aire y dirigió la mirada hacia el vestíbulo del motel.
—¿Dónde está Connor?
—Ha ido a ver qué habitaciones están ocupadas.
La oficina estaba situada en la esquina formada por el camino de entrada y la carretera. Dos paredes del vestíbulo eran de cristal, de manera que desde la calle podía verse el interior y también la calle desde el motel. Varios expositores y una mesa con mantel y una cafetera encima impedían la visión de la parte baja del interior. Mientras ella miraba, Connor hablaba con uno de los hombres, que asentía a modo de respuesta y a continuación se dirigió hacia ella.
—¿Dónde estás tú?
—Me ha encerrado en el coche.
—Bien. No te muevas. Van más de camino. Llegarán enseguida.
—C-Connor… —La voz se le quebró.
—No te preocupes por él —dijo Aidan con firmeza—. Llevo mucho tiempo luchando con él, Stace. Es el mejor soldado que conozco. Si se tratara de mi hijo, no elegiría a nadie que no fuera él para ayudarme. Así de bueno es.
Ella asintió con un gesto brusco de la cabeza.
—¿Stace? ¿Estás bien?
—Sí, lo siento. Me olvidé de que no puedes verme. —Se le escapó una enloquecida risita—. No puedo creer que a mediodía estuviera haciendo una tarta. «Y haciendo el amor con un hombre que hace que flaqueen las piernas».
—Aguanta ahí. En cuanto aseguremos el motel, podrás regresar en el helicóptero.
—No, tengo que estar aquí cuando encontremos a Justin —respondió, moviendo la cabeza.
Aidan suspiró de manera audible.
—Sigue haciendo caso de lo que te diga Connor, entonces.
—Por supuesto.
Cortaron la comunicación. Stacey se quedó en un profundo silencio con un vigilante junto a la puerta. Se dio cuenta de que el corazón le latía desbocado y que su respiración era rápida y superficial, y que, a consecuencia de ambas cosas, se estaba mareando.
—¡Jesús! —musitó, obligándose a respirar lenta y profundamente—. Contrólate, Stace.
Un rayo de luz se le reflejó en el ojo.
Con los nervios a flor de piel, giró la cabeza a la izquierda, donde el borde de la carretera se juntaba con un pequeño terraplén salpicado de árboles.
Rachel estaba allí con una mueca de horror en la boca; su cara antes tan hermosa era una pesadilla de cortes y boquetes que habrían matado a cualquier ser humano. Le faltaba un buen pedazo de cuero cabelludo, con una dentellada tan profunda en la carne que se le veía el hueso.
Pero no fue eso lo que hizo que Stacey gritara.
La medida completa de su terror era para su hijo, que colgaba como si fuera de trapo e inconsciente de uno de los brazos de Rachel. En la otra mano la mujer llevaba una espada de aspecto terrible.
El guardia, alertado por sus penetrantes gritos, divisó al macabro par. Dando voces por el micro de su auricular, se abalanzó en su dirección. Stacey hacia denodados esfuerzos por abrir la puerta, buscando el seguro desesperadamente, maldiciendo con frustración hasta que la maldita cosa cedió. Salió a trompicones y dio un grito ahogado cuando Connor pasó a su lado como un relámpago. Ella quiso seguirle, rodeando el parachoques, pero le dieron unas violentas arcadas.
La cabeza decapitada del guardia llegó rodando hasta sus pies, con los ojos ciegos y la boca abierta congelados para siempre en un gesto de terror.
Al levantar la vista, vio al menos a media docena de tétricas criaturas que descendían sobre Connor como un enjambre. Su espada destellaba y relampagueaba con extraordinaria velocidad y sus mandobles a dos manos descuartizaban miembros a izquierda y derecha. Peleaba moviéndose en un círculo de acero, girando y formando arcos en fatal danza. Más guardias camuflados surgieron de la corta pendiente, creando una escena que parecía salida de una película de terror.
Stacey contemplaba la imponente exhibición con aturdimiento, maravillándose con la gracia y el poderío con que Connor se movía. A pesar de su tamaño, la agilidad y la velocidad que mostraba eran impresionantes. Le daba seguridad verle entablando combate con semejantes destreza y concentración. Sin él, estaba segura de que se habría quedado paralizada de miedo. Con él, se sentía capaz de cualquier cosa.
Echando a correr, Stacey se metió la mano derecha entre la cazadora y rodeó la empuñadura de la Glock. La sacó de un tirón y su peso la tranquilizó. Nunca había disparado un arma, pero ahora estaba más que dispuesta a cargarse lo que hiciera falta.
Al tropezarse con la raíz de un árbol, Stacey cayó de rodillas en un doloroso y enervante impacto. Se levantó dando tumbos y siguió adelante, pero el breve retraso fue afortunado. Hizo que aflojara el ritmo, lo que le dio tiempo para divisar la suela de un zapato junto a un árbol a su derecha.
El zapato de Justin.
Stacey corrió hacia él. Lo cogió. Miró más allá, y vio el otro.
Ése aún estaba unido a su hijo.
—¡Justin! Gateó hasta él, y con la mano que tenía libre le palpó el cuerpo en busca de heridas. De señales de vida. Estaba muy pálido, con los ojos amoratados y la cara salpicada de sangre seca. Dejó la pistola en el suelo y le sacudió por los hombros.
—¡Justin! Mi niño, despierta. Despierta, cielo, por favor. ¡Justin! —Le golpeó en el pecho y le palmeó las mejillas—. Mi niño, no me hagas esto. ¡Despierta! ¡Justin!
El niño tosió y Stacey gritó aliviada, con la vista nublada por las lágrimas, doliéndole el corazón al ver cómo se hacía un ovillo y gemía. Estaba tan concentrada en él que no supo ver el peligro que se le avecinaba hasta que fue demasiado tarde. Sintió un penetrante dolor en el brazo y luego un frío gélido que se le extendió por el músculo. Gritó y se revolvió como loca.
Un rugido salvaje y masculino inundó el aire. Hubo un vislumbre de pelo rubio, entonces alguien empujó a Rachel hacia delante y la arrojó como si no pesara nada. La descalabrada mujer rodó con una risa gorgojeante, dejando que Stacey encontrara la enorme jeringuilla que colgaba de donde la tenía clavada en el bíceps.
—Volveré a por lo que llevas dentro —susurró la mujer, saltando con una fuerza prodigiosa cuando Connor la embistió con la espada por delante.
—¡Maldita zorra! —gritó Stacey, alargando el brazo para coger la pistola y cayendo de espaldas.
Connor placó a Rachel y rodaron los por el suelo. Stacey trataba de obtener un tiro limpio, pero cuando un frío insoportable empezó a subirle por el brazo hasta el cerebro, supo que iba a desmayarse.
Justo cuando la oscuridad empezaba a disminuir su campo visual, Rachel se irguió y le ofreció un blanco perfecto. Apuntando entre sus piernas extendidas, Stacey disparó una y otra vez, vaciando el cargador en el torturado cuerpo de Rachel. La mujer se sacudió con cada impacto, luego cayó al suelo.
Riéndose.
Mientras Stacey perdía el conocimiento, aquella risa la siguió hasta la inconsciencia.