El camino desde la enorme verja de seguridad de hierro forjado hasta la mansión de McDougal no era corto. Tenía al menos tres kilómetros y ascendía por la empinada colina en una serie de curvas muy pronunciadas. Las cámaras que había en altos postes volvieron los ojos para marcar el avance de Connor, una precaución que el equipo de seguridad de McDougal no se molestaba en ocultar.
Habiendo visto los recuerdos de Aidan, Connor sabía que la primera vez que su amigo había ido allí se había sentido un poco intimidado por el imponente recibimiento. Meses después, aún ponía nervioso a Aidan, pero el empleo se ajustaba excepcionalmente a sus necesidades, así que conseguía arreglárselas. Valía la pena sufrir esa incomodidad a cambio del dinero que le proporcionaba ese trabajo, además de ilimitados gastos de viajes.
Connor no podía permitirse el lujo de ponerse nervioso ante la tarea que tenía por delante. Stacey y Justin le necesitaban, y su incomodidad personal importaba muy poco por lo que a él respectaba.
Rodeó el camino circular de entrada y aparcó el BMW de Lyssa en la plaza de aparcamiento que tenía el nombre de Aidan. La casa principal estaba situada al doblar la siguiente curva. Aquel edificio más pequeño estaba reservado para uso de Aidan.
Cuando Aidan trabajaba, contaba con un equipo de seis ayudantes sólo para él. Como se suponía que se encontraba en México, el edificio estaba vacío, lo cual le venía de perlas a Connor para conseguir sus fines. Iba a coger «prestadas» las cosas que necesitaba. Estaba seguro de que McDougal lo consideraría un robo.
Connor sacó del bolsillo las llaves de Aidan y abrió la pesada puerta de metal. Al empujarla, se encendieron las luces, que iluminaron el pasillo de linóleo flanqueado a cada lado por habitaciones que servían a distintos propósitos.
En ciertos sentidos, le recordaba tanto a la caverna de piedra en el Crepúsculo como a la galería privada en el Templo de los Ancianos, donde el suelo se fundía en remolinos multicolores y vislumbres de una extensión estrellada de espacio. Fantasioso, lo sabía, comparar aquel ambiente humano estéril con los misterios del Crepúsculo, pero no podía librarse de la sensación de déjà vu.
Connor abrió la tercera puerta a la derecha y el sensor que había junto a ella detectó el movimiento y se encendieron las luces. Dispersas por la habitación había numerosas mesas de acero inoxidable con equipos electrónicos en diferentes fases de ensamblaje. Contra la pared del fondo, se exponían docenas de portátiles plateados en un estante especialmente diseñado, y primero se dirigió allí.
Estaban todos cargados, debido a la larga ausencia de Aidan, así que Connor agarró el primero que pilló y fue a analizarlo en el ordenador, que lo activaría.
El nivel de seguridad utilizado por McDougal era asombroso, incluso para un hombre con el caudal de conocimientos que Connor poseía. A menudo se preguntaba por qué a aquel hombre le intrigaba tanto el pasado antiguo y qué era lo que de su presente le hacía ser tan neuróticamente precavido. McDougal nunca aceptaba visitantes y a menudo se le comparaba con Howard Hughes en las últimas fases de su demencia.
—¿Quién eres tú?
Connor dio un respingo al oír la voz ronca tan peculiar de McDougal. Miró hacia atrás, pero no había nadie más en la habitación. McDougal hablaba a través de los visibles altavoces situados en todos los rincones.
—Connor Bruce —respondió, imaginando el aspecto del dueño de aquella voz. Casi sonaba como si aquel hombre llevara una mascarilla de oxígeno.
—¿Debería conocerle, señor Bruce?
Sonriendo con ironía, Connor negó con la cabeza.
—No. Me temo que no, señor McDougal.
—Entonces, ¿por qué se apodera de mi carísimo equipamiento?
Connor se detuvo antes de guardar el portátil, ahora operativo, en su funda. Una pregunta razonable. Y valoraba el empleo de Aidan lo suficiente como para ser sincero.
—Ha surgido algo urgente y necesito ayuda.
—Ah, sí. Los mercenarios como usted siempre están corriendo riesgos, ¿verdad?
—Se lo está tomando bien —apuntó Connor.
—¿Qué papel desempeña el señor Cross en este plan suyo?
—Le he roto la crisma y le he robado el coche y las llaves.
—¿Y como por arte de magia conoce usted mis instalaciones como si hubiera estado aquí muchas veces?
—Hmm… más o menos.
Hubo un largo silencio, pero Connor siguió a lo suyo, reuniendo todo lo que necesitaría para rastrear la señal del teléfono móvil de Rachel.
—Soy un hombre muy rico, señor Bruce.
—Lo sé, señor. —Cogió la bolsa y salió de la habitación, marchando con paso enérgico por el pasillo.
—Por una buena razón.
—No me cabe la menor duda. —Connor introdujo el código que abría la puerta de la armería.
—No permito que la gente se aproveche de mí.
Se oyó el pitido de apertura y las cerraduras neumáticas de seguridad se soltaron con un agudo silbido. Connor tiró de la pesada puerta y puso la bolsa en la mesa que había en el centro de la habitación. El paraíso de un tirador.
—No estoy aprovechándome de usted, señor. —Empezó a coger pistolas de sus respectivos soportes y a colocarlas junto al portátil—. Le prometo que le devolveré todo lo que me lleve hoy.
—¿Incluido al señor Cross?
—Especialmente a Cross —respondió Connor, mientras llenaba los cargadores de munición—. Tendrá un buen chichón en la cabeza, pero, por lo demás, no habrá nada de lo que preocuparse.
—Me dan ganas de detenerle.
—Me dan ganas de ponérselo difícil.
—Tengo a una docena de hombres rodeando el vehículo de Cross mientras hablamos.
Connor alargó un brazo y dio unos golpecitos en la empuñadura de su espada por encima del hombro.
—Hmm… Tengo debilidad por las espadas —dijo McDougal.
—Yo, también. Con ella puedo llevarme a unos cuantos por delante. No es agradable, así que preferiría optar por una alternativa más pacífica, si no le importa. —Aplicándose a su tarea, Connor echó mano de otra caja de munición y llenó más cargadores.
—Sabe cómo moverse en una armería, señor Bruce.
—Es un requisito indispensable para nosotros los mercenarios.
—No me vendrían mal más hombres como usted —dijo McDougal, aunque en realidad era una exigencia. Ambos sabían que Aidan estaba a su merced—. Creo que me lo debe, dada mi colaboración, ¿no le parece?
—¿Qué quiere?
—Un crédito para un futuro encargo. El que yo decida.
Connor se detuvo y se quedó mirando seriamente las armas que tenía en las manos. Confiaba incondicionalmente en sus afilados instintos. En aquel momento le gritaban que corriera como alma que lleva el diablo. Soltó el aire bruscamente.
—¿Cross conserva su empleo?
—Claro. Después de todo, no es culpa mía el que usted le haya roto la crisma, ¿no?
—Exacto.
—¡Excelente! —Se le notaba la satisfacción en la voz—. Eso me pone de buen humor. ¿Necesita algo más? ¿Algún ayudante? ¿Más material?
Ah, sí…, estaba metido en un buen apuro si McDougal le anticipaba que su «crédito» ascendía a tanto. Pero qué demonios. Si estaba haciendo un pacto con el diablo, bien podía esperar a cambio el equivalente del valor de su alma.
—¿Todo lo de arriba? —dijo, poniéndose otra vez manos a la obra—. ¿Podría llevarme un helicóptero también?
***
Aidan miraba fijamente el pequeño triángulo afiligranado con aquel intricado diseño y se preguntaba qué valor tenía. Era fino, de unos cinco centímetros de diámetro, sin dorso. Se veía a través de él, así que no había ningún compartimento escondido en el interior. De hecho, si se lo encontrara sin tener ninguna idea de lo que era, pensaría que era el colgante de algún collar o algún otro tipo de alhaja.
—¡Vaya! —Lyssa se sentó junto a él, poniéndose una taza de café humeante delante de ella—. ¿Es eso?
Él se encogió de hombros y giró el libro para que ella viera la representación que de él habían hecho en aquellas páginas.
—Definitivamente es uno de los objetos que esperaba encontrar, pero hay otras piezas que funcionan en conjunción con él y no las tenemos.
—Al menos es un triángulo —expresó—. Eso es una buena señal.
—Sí, es esperanzador. Se menciona el Desierto de Mojave. Las coordenadas —señaló la página— coinciden con esa zona y las referencias a cavernas parecen confirmarlo.
Ella alargó el brazo y puso una mano encima de la de él.
—Estoy preocupada. Si algo le sucede a Justin, no creo que Stacey pueda soportarlo. Él lo es todo para ella.
—Lo sé. —Enderezó la espalda—. Los Ancianos son expertos en descubrir puntos débiles y explotarlos. Yo imaginaba que algo así pasaría. Pero no esperaba que fueran a por Stacey.
—¿Cómo podíamos saberlo?
—Connor insinuó que ella podría ser vulnerable por su cercana relación contigo. Pensé que me venía con chorradas para justificar el interés que tenía en ella. Me equivocaba, claramente.
—Creo que ella le gusta de verdad.
—Sí. —Aidan suspiró—. Yo también lo creo.
—Entonces, ¿cuál es el siguiente paso? —preguntó, soltándole y echándose hacia atrás.
—Voy a tener que buscar más cosas como ésta —dijo, sosteniendo el afiligranado triángulo— sirviéndome de un libro que se escribió cuando el paisaje era completamente diferente a como es ahora. Tendré que marcharme fuera cada dos por tres. Si Connor y Stacey solucionan sus problemas pase lo que pase esta noche, me sentiré mucho mejor. No puedo proteger a todo el mundo yo solo, Lyssa. Surgen problemas constantemente.
—No estoy segura de que su ayuda vaya a ser suficiente, por mucho que la aprecie.
—Es cierto. —Aidan apretó los labios con preocupación—. Necesitamos refuerzos. En cuanto recobremos el aliento, Connor tendrá que sentarse y pensar en quién sería mejor que viniera desde el Crepúsculo. No he estado con los hombres desde que se convirtieron en rebeldes. Ignoro quién está en condiciones para la tarea y quién no.
Lyssa se inclinó hacia él y le plantó un beso en la mejilla.
—Es increíble la cantidad de sacrificios que los Guardianes están haciendo por nosotros.
—Es una cagada nuestra, tía buena. —Le abarcó la nuca con una mano y frotó la nariz contra la de ella—. Nos toca a nosotros limpiarla.
El ruido de un coche deteniéndose en la entrada de la casa captó la atención de ambos. Luego otro. Y otro. Se levantaron y corrieron hacia la puerta. Stacey se encontraba en el porche, observando aquella invasión con la mirada perdida.
La propiedad de Stacey se vio invadida por una flota de coches. Hummers, Magnums, Jeeps y furgonetas con los faros orientados en todas las direcciones mientras ocupaban el césped completamente.
—¡Joder! —exclamó Lyssa.
—Estoy loca —musitó Stacey, en chándal y con las manos en las caderas—. No hay otra explicación para esta locura.
Connor saltó del coche que más cercano, un Magnum negro. Cruzó la mirada con Aidan y se encogió de hombros.
—He traído refuerzos.
—Ya veo.
El patio volvió a la oscuridad cuando las luces de los coches se apagaron una a una. De los vehículos empezaron a bajar hombres y mujeres. Se abrieron maleteros y puertas de carga y se sacaron cantidades ingentes de material.
Apresurándose a subir los escalones, Connor hizo un gesto a todos para que entraran en la casa.
—Tu casa hará las veces de cuartel general, Stace —explicó, sosteniendo la puerta abierta para que Lyssa y ella entraran—. El teléfono móvil de Rachel tiene un transpondedor que envía su localización a un receptor situado de su lado. Al instalarnos aquí, parecerá que no nos movemos de sitio.
—Haz lo que te plazca en la puñetera casa —dijo ella, con dureza y determinación en sus verdes ojos—. Mientras yo recupere a Justin, todo lo demás me da igual.
—Primera cosa —dijo Connor al grupo en general, señalando a Tommy—. Sedadle para que siga fuera de combate. —Miró a Stacey—. Le llevaremos de vuelta al hotel. ¿Podrías escribirle una nota diciendo que Justin te llamó porque echaba de menos estar en casa? Dile algo así como que no querías discutir y que por eso llegaste y te marchaste sin despertarle.
Stacey arqueó una ceja.
—Es lo más verosímil para un aviso con tan poca antelación —explicó Connor—. Si se te ocurre algo mejor, dínoslo.
—¡A la mierda!
—Vale. —Connor miró a Aidan—. ¿Y bien?
—Es triangular —replicó Aidan—, pero es una pequeña parte de algo más grande y hasta que no averigüe cuáles son las otras piezas, no puedo imaginar para qué sirve.
Connor cogió la bolsa que le lanzó uno de los hombres de McDougal.
—Tengo que vestirme a la última moda aquí expuesta. —Señaló a la gente vestida de negro, blanco y gris que le rodeaba—. McDougal no tenía mucho donde elegir en la sección de ropa deportiva.
—¿Cómo demonios has conseguido todo esto? —preguntó Aidan.
—A cambio de una especie de favor.
—Yo te cubro las espaldas —dijo Aidan.
—Gracias. Tengo que cambiarme antes de que Rachel llame. Con suerte podremos conseguir una señal de su posición.
Connor cruzó el vestíbulo en dirección al baño de invitados, que estaba decorado en un tono verde espuma de mar. A Stacey le gustaba el color porque tenía una personalidad colorista. Al entrar en la ducha, pensó en ello, pensó en cómo tenía en consideración esas cosas de ella.
Había una Guardiana en el Crepúsculo llamada Morgan que había sido una especie de «ligue» para él durante siglos. Si quería un polvo rápido sin expectativas y aún menos conversación, ella era la chica. Pero a pesar de las veces que había dormido con ella, Connor no podía recordar cómo era el interior de su casa. Sabía que le gustaban las flores y él siempre le llevaba un ramo, pero ignoraba cuál era su flor preferida o cuál su color preferido.
Quería saberlo todo de Stacey.
¿Por qué ella? ¿Por qué ahora?
—¡Ah, joder! —masculló. Se frotó el pelo con jabón. Le dolía el cerebro de intentar comprender sus sentimientos.
Le gustaba. Punto. ¿Por qué demonios tenía que saber la razón? Simplemente le gustaba.
Cuando Connor salió del cuarto de baño lleno de vapor pocos minutos después, se encontró con la sala, el rincón del desayuno y la cocina completamente requisados.
El diligente zumbido de conversación se apagó de repente. Él frunció el ceño, entonces el suave trino de un tono soso de teléfono móvil explicó el subsiguiente silencio. Corrió hasta el umbral de entre la sala y la cocina. Aidan le lanzó el teléfono cuando estuvo a la vista.
Connor lo cogió y lo desplegó en un solo movimiento.
—¿Sí?
Un cable conectaba el teléfono con el portátil que había encima de la mesa, de cuyo manejo se encargaba una joven con el pelo castaño austeramente recogido y una expresión imperturbable. Levantando los pulgares dio la señal de que el rastreo estaba en marcha.
—Capitán Bruce —susurró Rachel—, ¿tiene la tríada?
—¿Triángulo dorado con adornos de voluta? —inquirió él—. La tengo.
—Excelente, en cuanto obre en mi poder, enviaré a alguien…
—De ninguna manera. —Agarró el teléfono con más fuerza—. Intercambio equitativo. Yo veo al chico con vida, usted ve la tríada.
—Me hiere, capitán. Después de todo lo que hemos pasado juntos, ¿aún no se fía de mí?
—No. Ni un poco.
—Muy bien. Reúnase conmigo en el aparcamiento del centro comercial del Mar en Monterey.
—Entendido. —Miró a la chica del portátil. Ella negó moviendo la cabeza.
Mierda. Tenía que mantenerla al teléfono un rato más…
—¿Rachel? Un consejo. El chico, sin un rasguño. —Bajó la voz amenazadoramente—. De lo contrario, no te gustará lo que suceda.
Connor apretó los dientes mientras Rachel reía, pero esperó a que ella desconectara la línea antes de colgar.
—Según la posición de la última torre, esa llamada no provenía del norte —dijo la morena—. Venía de la zona de Barstow.
Aidan miró a Connor.
—Creo que se dirige a Mojave.
—¿Podemos irnos ya? —preguntó Stacey, saliendo de la cocina.
Vestía una camiseta de tirantes negra, pantalones de camuflaje urbano y botas de jungla. Sin embargo, más importante que todo eso era su expresión. Unos ojos que echaban chispas y unos labios fruncidos le decían a Connor que disuadirla de que se les pegara iba a ser una pesadilla.
—¿Por qué no ayudas a Aidan a comprender esas cosas? —sugirió.
—Buen intento —replicó—, pero aquí no me quedo.
Volvió a mirar a Aidan.
—¿Vas a mandar a alguien a Monterey?
Se conocían tan bien, que podían comunicarse sin palabras. Las posibilidades de que Rachel se separara de su moneda de cambio eran tan escasas que ni siquiera debían considerarse. Justin estaba con ella. Monterey era un señuelo. Dado que se tardaba tres horas en llegar a Mojave y varias en llegar a Monterey, estaba tratando de ganar tiempo.
—No soy idiota —dijo Stacey, acercándose a él. Apenas le llegaba al hombro, pero se puso las manos en las caderas y parecía dispuesta a enfrentarse a él de todos modos—. Crees que puedes mandarme a Monterey, ¿verdad? Se tarda menos a Mojave y tú lo que esperas es poner fin a todo antes de que yo corra peligro.
Connor tuvo que hacer un esfuerzo para mantener una expresión adusta cuando en realidad lo que quería era sonreír.
—Si Justin está en Monterey, allí es donde querrás estar tú.
—Escucha. —Ladeó la cabeza—. Voy contigo. Si tú vas a Monterey, ahí voy yo. Si vas a Mojave, ahí voy yo. Ahora coge tus cosas y vámonos.
Stacey miró a Aidan.
—¿Qué coche te llevas tú?
—Stace, por favor —rogó Lyssa. Se levantó de su asiento en el otro extremo de la mesa pequeña—. Quédate conmigo.
—Lo siento, doctora. No puedo.
Agarrándola del brazo, Connor cruzó con ella el abarrotado cuarto de estar y salieron fuera. La llevó hasta el rincón más alejado del porche, junto a la ventana del dormitorio, lo más lejos posible del permanente tráfico pedestre que entraba y salía de casa.
Stacey siguió a Connor con piernas temblorosas. Confiaba en que no notara lo inseguros que eran sus pasos. La aterrorizaba que pudiera encontrar la manera de dejarla atrás. Tal vez fuera poco razonable que sintiera que tenía que estar con él, pero no podía evitar ese sentimiento. Su casa ya no le pertenecía, Lyssa se sentía culpable de todo y Aidan estaba centrado en que todo fuera sobre ruedas. Se sentía una intrusa. Perdida, confusa y muy, muy asustada.
Connor era su única áncora de salvación en el desastre que era su vida. Era una persona estoica, capaz. Dispuesto a marcharse. ¿Qué haría ella si la dejaba allí?
Se detuvo y suspiró. El techo del porche le dejaba en la sombra, pero sus ojos relucían con emociones que añoraba y que al mismo tiempo le amargaban.
—Stacey —empezó a decir con ese acento grave y marcado que tanto le gustaba—, ¿qué puedo hacer para convencerte de que te quedes aquí?
—Nada. —Lo dijo con la voz más quebrada de lo que le habría gustado.
—Cariño. —El tono dolorido de su voz la hizo llorar.
—No puedes dejarme aquí, Connor. No puedes.
Le rodeó la cara con las manos y la besó con fuerza en la frente.
—No seré capaz de pensar si estás conmigo. No podré dejar de preocuparme por ti.
—Por favor —suplicó ella, en poco más que un susurro—. Por favor, llévame contigo. Me volveré loca aquí.
Iba a decir que no, ella lo sabía. Apretó los puños en su camiseta. Tenía la piel tan caliente que podía sentir la humedad a través del algodón negro.
—Me lo debes —dijo ella—. Juro por Dios que nunca te perdonaré si me dejas aquí. No tendremos ninguna posibilidad, tú y yo, si te vas sin mí.
La tensión se apoderó de su cuerpo y alzó la cabeza.
—¿La tenemos ahora?
Ella tragó saliva, con el pecho comprimido en un torno de tristeza y anhelo.
—¿Stacey? —Apretó los labios abiertos contra los de ella, pasándole la lengua por la abertura.
—No lo sé —le susurró en la boca—. No puedo pensar en todo ahora. Lo que eres… lo que esto significa… Pero te necesito. Necesito estar contigo.
Connor apoyó la sien contra la de ella y maldijo en voz baja.
—Tienes que escucharme. Obedecer todas las órdenes sin vacilar.
—Sí —prometió, arrojándose a él—. Sí, lo que tú digas.
—Vas a acabar conmigo —murmuró él, apoderándose de su boca con profundas y posesivas lameduras. Le pasó los pulgares por las mejillas, secándole las lágrimas. La ceñía casi con demasiada fuerza, su pasión era casi excesiva.
Lo agradecía, agradecía su calor y su fuerza cuando ella ya no tenía, y la añoró cuando él se separó a regañadientes.
—Vamos a coger las bolsas —dijo con un suspiro de resignación—. Cuanto antes nos vayamos, antes recuperaremos a Justin.
Henchida de gratitud, le detuvo y volvió a besarle.
—Gracias.
—Esto no me gusta —gruñó él—. No me gusta nada.
Pero estaba haciéndolo de todos modos, porque no podía negárselo. Había algo precioso en esa capitulación.
Stacey se guardó el sentimiento para examinarlo otro día.