Connor tardó un momento en comprender qué le había despertado. Estaba completamente alerta y separándose del cálido cuerpo de Stacey cuando cayó en la cuenta de lo que era: pisadas acercándose a la puerta. La ventana que quedaba detrás de la cabecera de hierro forjado daba al otro extremo del porche; él retiró el visillo negro y miró a través de la persiana.
Aidan y Lyssa estaban subiendo el corto tramo de escaleras.
Maldiciendo para sus adentros, se dio media vuelta y echó mano a los pantalones.
—¿Quién es? —preguntó Stacey con voz ronca de sueño.
—Mamá y papá —farfulló.
—¿Eh? Oh… ¡Ay! —Stacey se sentó, desaliñada y con cara de estar bien follada: labios hinchados de besar, mejillas sonrosadas, piel arrebolada—. ¿Tú crees que serviría de algo decirles que no se metan donde no les llaman?
—Más vale. —Se subió la cremallera y le tendió una mano a ella. Sacándola de la cama, recorrió con la mirada, de arriba abajo, aquel admirable cuerpo, le plantó una mano en un bamboleante pecho y la besó apasionadamente—. Tú vístete. Yo voy a abrir la puerta.
Él se volvió y ella le dio una palmada en el culo.
—Sí, señor.
Lanzándole una fingida mirada fulminante por encima del hombro, Connor salió del dormitorio, cruzó la sala y abrió la puerta de la calle.
Aidan echó un vistazo a sus pies descalzos y su pecho desnudo, y frunció el ceño.
—Gilipollas.
—Imbécil —replicó Connor.
—No me responsabilizo de él —dijo Aidan a Lyssa—. Si la caga, no es culpa mía.
Ella le dio unas palmaditas en el brazo.
—Cálmate, cariño.
Connor sonrió a Lyssa.
—Hola.
La sonrisa que le devolvió era tan dulce como ella.
—Hola. Huele a tarta de manzana.
Riendo, Connor retrocedió y abrió la puerta de par en par. Caía la tarde; era esa hora en que el cielo es más naranja que azul y ya no hace tanto calor.
—Seguro que Stacey no tardará en cortarla. Lleva todo el día hablando de ella.
—¿Te has trasladado aquí? —soltó Aidan.
—Tío —Connor movía la cabeza—. Tú lo que necesitas es echar un polvo, tomar vitaminas o algo así.
—No necesita echar un polvo —le aseguró Lyssa, con una sonrisita.
—Sí que lo necesito —replicó Aidan—, y si me lo estropeas, Bruce, te la cargas.
—¡Vaya! —Connor enarcó ambas cejas—. Debes de gustarle mucho, Lyssa. Le preocupa cabrearte seriamente.
Ella se encogió de hombros con picardía.
—¿Qué puedo decir?
—Hola, doctora. —Stacey entró en el salón—. ¿Quieres tarta de manzana?
—¿Qué os había dicho? —dijo Connor.
—¿Podemos hablar, Bruce? —Aidan preguntó tenso, señalando con un gesto hacia la puerta de la calle.
—No lo sé. ¿Podemos? —Connor se puso las manos en las caderas—. No pareces muy capaz de hablar. Cualquiera diría que lo que quieres es echar pestes.
Aidan se quedó allí quieto y callado un momento. Luego insinuó una pequeña sonrisa en la comisura de la boca.
—Por favor.
—¡Ah!, de acuerdo.
—¿Quieres un trozo de tarta? —preguntó Stacey por detrás de él.
—¡Cómo no! —respondió guiñándole un ojo—. Quiero probar esa tarta que es mejor que el sexo.
—¡Yo no he dicho eso! —protestó ella, sonrojándose.
—No debes de gustarle mucho —le tomó el pelo Aidan—. La tarta de manzana de Stacey es estupenda, pero no tanto.
—¡Ojo!
La risa de Aidan siguió a Connor por la puerta mosquitera y hasta el porche. Al llegar a la barandilla, Connor dijo:
—Antes de nada, mi vida sexual no es de tu incumbencia.
—Eso lo hablaremos después. Ahora tengo que contarte lo que sucedió cuando me desperté.
Había emoción en la voz de Aidan, lo que captó y retuvo la atención de Connor.
—¿Sí?
—Encontré una carta que me escribí a mí mismo.
Connor parpadeó.
—¿Y?
—Mientras dormía.
—Wager. —Connor rebosaba de admiración sólo de pensarlo. El teniente era astuto y tenía iniciativa, dos características que cualquier oficial apreciaría en los soldados que tuviera a su mando.
—Sí. Siempre me ha gustado. Un chaval listo.
Wager distaba mucho de ser un «chaval», pero Connor pilló la idea.
Aidan se pasó una mano por el pelo. En el Crepúsculo siempre lo llevaba corto. Connor no recordaba habérselo visto nunca tan largo como en aquel momento. Ese nuevo aspecto suavizaba los rasgos del capitán y armonizaba con el aire de felicidad que se le veía siempre que miraba a Lyssa. Era un hombre diferente, un hombre antes desesperado que ahora tenía esperanza.
—¿Qué decía? —preguntó Connor.
—Ha encontrado indicios de que los archivos que te descargaste desde el templo tenían un virus. —Aidan se acercó al banco mecedora y se sentó.
Volviéndose, Connor apoyó la cadera contra la barandilla.
—¿Un virus?
—Sí, un virus o un programa troyano que ha estado siguiendo todo lo que los Ancianos hacían.
—¿Escuchando a escondidas?
Aidan le miró con seriedad.
—Sí.
—¿Así que todo lo que sabemos lo sabe alguien más?
—Eso parece.
Aferrándose a los listones que tenía detrás, Connor miró en dirección al patio vecino. Exhaló bruscamente.
—¿Se sabe cuánto tiempo lleva ahí ese virus?
—En la carta no se decía. Wager lo está rastreando, pero nos advierte que esperemos sentados. Dice que le llevará tiempo y que no garantiza nada.
—Bueno, hay alguien por ahí que tampoco se fía de los Ancianos. Quizá eso sea algo bueno para nosotros.
—O quizá no.
—Cierto.
—La carta mencionaba también que tus sueños con Sheron podrían ser verdad. Wager encontró un archivo en un programa llamado «incursiones en los sueños». Algo sobre mejorar los sueños con información que sería memorable. Está trabajando en esa línea también.
—Pobre hombre —musitó Connor—. ¿Cómo demonios terminó en la Elite? Debe de tener el cerebro aburrido con tanto golpe de pecho.
Aidan se rio.
—Es demasiado impetuoso para un trabajo de oficina. Una vez le pregunté por qué se había unido a la Elite. Dijo que fue su primer amor y que lo demás no era más que un hobby.
—Menudo hobby.
El leve zumbido de un motor de coche atrajo la mirada de ambos a la carretera. Justo al otro lado de la valla metálica que delimitaba la parcela de Stacey, un sedán negro con las lunas tintadas avanzaba lentamente y giró en el camino de entrada.
La puerta mosquitera se abrió y las chicas salieron de la casa de espaldas, con pequeños platos de postre en cada mano. Los dos hombres lanzaron miradas fugaces en su dirección.
—¿Quién es? —preguntó Stacey, viendo el excesivo interés que tanto Connor como Aidan mostraban en el coche que se aproximaba.
Aidan se levantó y la miró con el ceño fruncido.
—¿No reconoces ese coche?
Ella negó con la cabeza.
—Entra en casa —ordenó Connor, poniéndose entre ella y el visitante.
Durante un momento, Stacey contempló la eficacia de señalar que a ella no la mangoneaba nadie. Al final, rodeó a Connor y dejó los dos trozos de tarta que llevaba encima de la barandilla.
—Es mi casa —observó—. Quienquiera que sea quiere verme a mí. O se han perdido. Que será lo más probable, porque…
—Yo me encargo de esto, Cross —terció Connor en tono sombrío—. Tú ocúpate de Lyssa.
Stacey se quedó callada cuando Aidan se puso de pie y empujó a Lyssa hacia el interior de la casa.
Connor la agarró del brazo y la obligó a ponerse detrás de él cuando el coche se detuvo y se abrió la ventanilla trasera del lado del conductor. Stacey le dio un manotazo; por un lado le gustaba que fuera tan protector; pero, por otro, lo encontraba muy molesto. Demasiado de cualquier cosa era demasiado y…
Se quedó boquiabierta cuando del asiento de atrás salió una mujer tan guapa que podría dejar sin trabajo a Angelina Jolie. La chica tenía pelo negro y ojos verdes como Stacey; pero, a diferencia de esta, era alta y esbelta, con los músculos definidos de un culturista. Era de una belleza que quitaba el hipo, con unos rasgos faciales perfectamente simétricos y una piel ligeramente bronceada. Vestida con una túnica gris sin mangas y unos pantalones holgados, a Stacey esa vestimenta le recordaba a la que llevaba Connor cuando se presentó en casa de Lyssa.
—No tengo ni idea de quién es —dijo Stacey.
—Capitán Bruce —saludó la mujer, sonriendo de una manera que a Stacey le puso la piel de gallina. Tenía el mismo acento que Connor y Aidan, lo que no hizo sino inquietar a Stacey aún más.
—¿La conoces? —preguntó Stacey, cayéndosele el alma a los pies. De ninguna manera podía competir ella con una mujer así.
—Rachel —replicó Connor.
El tono adusto de la voz de Connor no contribuyó a tranquilizar a Stacey, como podría haber pensando. Vale, se alegraba de que a él no le hiciera mucha gracia ver a Rachel, pero las escenas dramáticas no eran muy de su agrado.
—Fíjate con qué ternura proteges a tu amante humana —dijo, alargando las palabras, apoyando un brazo en lo alto de la puerta abierta del coche de la manera más elegante—. Siempre he dicho que la necesidad de mantener relaciones sexuales era una debilidad exclusiva de los miembros masculinos de la Elite.
—¿De qué cojones está hablando? —masculló Stacey—. ¿Quién es ésa? —Abrió los ojos desmesuradamente—. Oh, Dios, no estarás casado, ¿verdad?
—¿Qué? —gritó Connor, lanzándole una mirada feroz—. ¿Con ella? ¿Te has vuelto loca?
—¿Con alguien?
—¡No!
Rachel se aclaró la garganta.
—Disculpadme. ¿Podríais discutir cuando yo haya concluido el asunto que me ha traído aquí? Me espera un largo viaje y me gustaría «ponerme en camino» como suele decirse.
Aidan volvió. Le entregó algo a Connor, y luego se dirigió a Stacey.
—Tienes que entrar, Stace.
Stacey bajó la vista hacia el objeto que Connor tenía en la mano y entonces se dio cuenta.
—Ah, ya entiendo. —Sonrió tímidamente—. Tiene que ver con la espada.
—Cariño —masculló Connor con los dientes apretados—. Entra en casa de una puta vez. ¡Ahora mismo!
—¿A que son unos mandones? —dijo Rachel, riéndose—. Puedes venir conmigo, cielo. Tengo unos… amigos… a quienes les encantaría conocerte.
—Tendrás que matarme, Rachel —la desafió Connor—, para llegar hasta ella.
Rachel se echó el pelo hacia atrás y se rio.
—Lo sé. ¿No es maravilloso? Impaciente como estaba por encontrar la Llave, dar además con Cross y contigo hace que todo merezca la pena.
Confundida a más no poder, a Stacey se le fue la mirada al hombre que estaba sentado al volante. Parecía alguien salido de la película Hombres de negro. Traje negro, gafas aún más negras. Había algo en él todavía más extraño que en la Cruella de Vil de Rachel, aunque él ni se movía ni se le veía expresión alguna en la cara.
—Pero reclamar ahora a la Llave sería un poco como poner el carro delante del caballo —afirmó Rachel con un gesto despreocupado de la mano—. Así que podéis disfrutar de vuestros desafortunados seres humanos durante un poco más de tiempo.
—¿Por qué insiste en decir eso de «seres humanos»? —susurraba Stacey con fiereza y verdadera aversión hacia aquella mujer. Rachel era tan puñeteramente engreída y desagradable… y la forma que tenía de amenazar a Connor y a Aidan tampoco hablaba muy bien de ella.
—¿Qué quieres? —preguntó Connor, acercándose a los peldaños como desafiando a cualquiera que se atreviese a pasar por delante de él y entrar en la casa. Teniendo en cuenta que sostenía una enorme espada desenvainada, la intimidación funcionaba. Al menos con Stacey.
—Tienes algo que me pertenece, Bruce. Y quiero recuperarlo.
Él bajó el primer peldaño.
—Que te den.
La sonrisita de Rachel se hizo más amplia.
—No creerás que he venido con las manos vacías, ¿verdad?
—Enséñanos las tuyas primero —tronó Connor antes de volver la cabeza y susurrar a Aidan—. ¡Métela en la casa!
Aidan la cogió con fuerza por el brazo y tiró de ella hacia la puerta.
—Vale. —Stacey fue con él—. Pero estaré mirando por la ventana.
—Quiero la tríada —dijo Rachel.
Connor se encogió de hombros.
—No tengo ni idea de lo que es eso. Mala suerte la tuya.
Stacey se detuvo en la puerta.
—¡Deja de provocarla! ¡Está chiflada!
—A lo mejor esto te refresca la memoria —dijo Rachel. Miró en el asiento de atrás—. Sal.
La otra puerta de atrás se abrió y salió un hombre.
—Oh, Dios mío —susurró Stacey, quitando la mano del picaporte cuando reconoció al hombre que llevaba un jersey negro de cuello vuelto y unos pantalones de esquí—. ¡Es Tommy! ¿Qué cojones hace con ellos?
La tensión que se apoderó del fornido cuerpo de Connor era palpable.
—Cross…, éste es el ex de Stacey.
Tommy permaneció junto al coche totalmente aturdido, ciego y sin comprender.
Instantes después, el conductor se movió, y alargó un brazo hacia el asiento de al lado y puso un cuerpo atado y amordazado a la vista de todos.
Stacey gritó, doblándose por la mitad al ver los ojos aterrorizados y la cara manchada de lágrimas de Justin.
La sonrisa de Rachel era escalofriante.
—Ya os he enseñado las mías. Y él seguirá conmigo hasta que me devuelvas la tríada.
Espoleada por el instinto, Stacey corrió hacia las escaleras y hacia su hijo. Connor extendió el brazo rápido como un relámpago, y la hizo retroceder de un manotazo. Ella gritó de ira y frustración, golpeándose al caer, quedándose sin respiración al tiempo que Aidan la cogía y sostenía su cuerpo deslavazado con brazos como de acero. Ella se arqueaba y retorcía, pataleando como loca, pero él era demasiado grande y demasiado fuerte.
Rachel metió la mano en un bolsillo y sacó un teléfono móvil. Se lo tiró a Connor, quien lo cogió y lo sostuvo contra el pecho.
—Te llamaré para darte instrucciones.
—Si algo le pasa al chico —advirtió Connor, en voz baja y muy serio—, te torturaré antes de matarte.
—¡Ooh! —Sacudió ligeramente los hombros cual raposa—. Suena de maravilla. —Su precioso rostro se endureció—. Quiero esa tríada, capitán. Ocúpate de que me llegue o el chico pagará el pato.
—¡Nooooo! —El grito que salió del cuerpo de Stacey no era humano. Era el grito de un animal, cargado de dolor y frustración y del temor de una madre por su hijo. Se revolvía contra la sujeción implacable de Aidan, tirando y arañando para soltarse—. ¡Justin!
Vio con ojos horrorizados cómo su hijo se retorcía presa del pánico al igual que ella. Justin levantó las manos atadas y golpeó a su captor, arrancándole de la cara las gafas, lo que reveló un semblante que hizo que se le parase el corazón. El hombre golpeó a su vez y dejó inconsciente a Justin. Luego volvió la vista a Stacey, sonriendo con una enorme caverna de dientes irregulares, deleitándose en su tormento y repugnancia.
Su gritos resonaban a su alrededor, hasta que Aidan le puso una mano en la boca, silenciándola, murmurando algo con su profunda voz.
¿Por qué nadie hacía nada? ¿Por qué dejaban que esa arpía se subiese al coche y cerrara la puerta? ¿Por qué estaba Tommy allí plantado, sin apenas parpadear, mientras el coche reculaba y salía del camino con su hijo dentro?
La cosa que iba en el asiento del conductor se marchaba con su niño y lo único que podía hacer ella era mirar, aprisionada por los brazos de alguien que ella creía amigo.
Aidan la sujetó hasta que el coche se perdió de vista, entonces la soltó. Le temblaban tanto las piernas que tropezó y cayó de rodillas, luego se levantó como pudo, dio un empujón a Connor cuando éste intentó refrenarla. Corrió hasta donde estaba Tommy y le golpeó, le chilló, le zarandeó.
—¡Maldito yonqui! —gritó, abofeteándole la cara con todas sus fuerzas—. ¡Pedazo de mierda inútil!
Entonces se echó a correr, a correr tras su hijo, saliendo de su propiedad y persiguiendo al sedán negro carretera abajo. Ya no alcanzaba a verlo, pero no podía parar. Corrió hasta que no pudo correr más y entonces se dejó caer en el suelo, llorando. Gimiendo. Con hipo.
—Stacey. —Connor se arrodilló a su lado, con los ojos rojos y llorosos y llenos de compasión.
—¡No! —gritó ella—. Tú no lloras. Dejas que se lo lleven… —Le abofeteó el pecho desnudo, luego le golpeó con los puños—. ¿Cómo has podido dejar que se lo lleven? ¿Cómo has podido?
—Lo siento —susurró él, sin hacer nada para defenderse de su ataque—. Lo siento, Stace. No podía hacer nada. Si hubiera habido alguna forma de rescatarle con vida, lo habría hecho. Tienes que creerme.
—Ni siquiera lo intentaste —sollozó—. Ni siquiera lo intentaste.
Stacey se desplomó en su regazo, con la mirada desenfocada fija en la carretera sin asfaltar. A él le sangraban los pies desnudos de correr tras ella. Al verlo se le encogió el corazón, lo que la cabreó aún más.
Connor la cogió y la llevó de vuelta a casa. Ella ya no tenía fuerzas para resistirse, pero no halló consuelo en sus brazos.
Su precioso hijo había desaparecido.