—Ellos tienen la tríada.
Michael arrugó el ceño y se desplomó en el banco de piedra que había bajo el árbol en el patio de la academia de Elite.
—Es una lástima.
La Anciana Rachel caminaba de un lado a otro como era habitual en ella cuando estaba tensa. Incluso en el estado de sueño, la mujer era un manojo de nervios, pero permanecía centrada en la tarea que tuviera entre manos. Era una potente combinación, la inquietud física mezclada con la perseverancia mental.
—Fue el maldito pelo pelirrojo —dijo ella enfadada—. Los esbirros se vuelven indisciplinados y poco dispuestos a colaborar en cuestión de días. Incluso con el chip mental resultan imposibles de controlar.
—Deshazte de ellos cuando dejen de ser útiles.
—Sé lo que tengo que hacer, Anciano Sheron. Sin embargo, uno de ellos se hurgó en el cráneo y se sacó el chip. Debemos asumir que los demás son capaces de infligirse semejante daño.
Él lo sabía, claro. Sabía todo lo que estaba almacenado en el astuto cerebro de aquella mujer porque estaba dentro de él y porque llevaban siglos confabulados. Pero dejó que se explayara hablando de ello. Ella odiaba tenerle en su mente, así que prefería actuar como si no lo estuviera.
—Deja a los más salvajes para el capitán Cross y Bruce —murmuró—. Los mantendrá ocupados y tú tienes cosas más importantes que hacer. Necesitamos la tríada. No deberías haber confiado su recuperación a un esbirro.
—No tuve elección. Tenía que regresar al Crepúsculo para tu audiencia con los Ancianos. Ahora que me he «ofrecido» para viajar al plano mortal, tenemos mayor libertad de movimiento. Ya no tengo que fingir estar aquí cuando en realidad estoy allí.
Ella se dio la vuelta, haciendo que sus largas trenzas la azotaran en la espada. Michael la admiraba aunque la despreciara.
—No puedo fiarme de la mitad de los hombres que me acompañaron —se quejó ella—, porque no es ni a mí ni a ti a quienes son leales, sino al Colectivo de los Ancianos. Los esbirros son salvajes, pero el chip los mantiene leales… al menos hasta que las Pesadillas destruyan su mente por completo.
Michael se sacudió una hoja del puño de la ancha manga de su vestimenta y miró a su alrededor, examinando la versión soñada de Rachel de la academia de Elite. Para él no había cambiado nada con el tiempo y seguía manteniendo la misma apariencia que en el pasado, en su época de su estudiante. El patio central, donde ellos se conocieron, era circular, revestido de grava y con unos árboles que daban sombra. Rodeando ese centro había varios anfiteatros al aire libre donde tenía lugar el adiestramiento bélico, y las clases se desarrollaban en el edificio grande situado al sur.
—Ya es hora de que pasemos a la siguiente fase —dijo finalmente.
Rachel se quedó quieta, con sus ojos verdes muy abiertos.
—Empezaba a dudar que fueras a seguir adelante alguna vez.
Ella lo había sugerido hacía semanas, pero él lo aplazó. Parecía un derroche usar semejante herramienta sin su efecto devastador. Ahora era el momento adecuado.
—Nunca dudes de mí —dijo Sheron, poniéndose de pie. No dejó de mirarla a los ojos mientras se subía la capucha.
—Se hará como hemos acordado.
—Excelente. —Hizo una reverencia y fue al borde de la estela—. Hasta que vuelvas a soñar.
***
Connor contemplaba a la mujer adormilada que tenía entre sus brazos y supo que estaba metido en un buen lío.
Sentía una opresión y un ardor en el pecho que le impedían respirar sin dificultad. Cada vez que inspiraba olía a sexo y a sudor, cada vez que exhalaba se acercaba más el momento en que tendría que partir.
Stacey estaba preciosa casi dormida. Las líneas de expresión de los ojos y la boca, debidas al estrés y la tensión, se le atenuaban con la relajación y revelaban un rostro de belleza juvenil. Piel suave y tersa, arqueadas cejas oscuras, labios rojo cereza.
Podría despertar así todos los días. Con aquella mujer. En aquella casa. Había formado a tantos jóvenes para la Elite que confiaba en su capacidad para ayudar a Justin. Connor conocía a esa clase de chicos y también las consecuencias que se derivaban de la ausencia de la figura paterna. Lo había visto con Aidan. No sería fácil, pero por esto —puso a Stacey una mano en la mejilla y le acarició la curva del pómulo con el pulgar—, por ella, merecería la pena.
Moviéndola un poco, la atrajo hacia sí y se acercó a su boca, apretando los labios contra los suyos, ligeramente abiertos. Quería quedarse con ella, descubrirla, darse a ella. Quizá lo que ahora era tan agradable, seguiría siéndolo dentro de un mes. Dentro de un año. De muchos años.
Promesa de futuro. Había señales de futuro entre ellos, y pensar que su relación pudiera no llegar a buen término le resultaba difícil de soportar. Una cosa era estar solo cuando sabías que así eras feliz, y otra muy distinta estar solo cuando había alguien con quien querías estar.
Lamiendo la comisura de los labios de Stacey, Connor hizo el amor a aquella boca suave y exuberante. Encaprichado con su sabor, le introdujo la lengua, profunda y lentamente, como deseaba hacerle el amor a toda ella. Ojalá pudiera superar ese sentimiento de urgencia, esa sensación de que en cualquier momento se la arrancarían de su lado y perdería la oportunidad de gozar de ella.
Stacey levantó una mano y la deslizó entre el pelo de la nuca. Aquella sencilla caricia le conmovió profundamente por su pura ingenuidad. No era un roce pensado para excitar, sino un gesto que buscaba estrecharle, mantenerle cerca de manera que pudiera diezmarle con su ardor renovado. Stacey se entregó por completo, respondiendo con la lengua, torciendo la boca y succionando bajo la suya, uniendo los labios a los de él.
Se levantó, con ella en brazos, sin interrumpir el beso en ningún momento, y se dirigió al dormitorio.
—¿Vamos a hacerlo otra vez? —le susurró en la boca como si estuviera soñando.
—Demonios, sí.
Connor la rodeó por donde se apoyaba a horcajadas en sus caderas. Aquello era suficiente para ponerle duro como una piedra, con el sinuoso cuerpo desnudo de Stacey aferrado al suyo. Notaba la humedad que le había dejado su lefa, una cruda señal que apelaba al animal primitivo que llevaba dentro. Ningún otro hombre podía tenerla. Él la había marcado, la había hecho suya.
Con los brazos alrededor del cuello de él, Stacey se echó hacia atrás y bajó la mirada a la entusiasta polla que se alzaba impaciente entre ellos.
—Te has dejado los preservativos en la sala.
Él dejó escapar un leve gruñido, pensando que ojalá pudiera decirle la verdad. Como compartía los sueños de Aidan, Connor sabía que Aidan y Lyssa estaban seguros de que sus especies eran incompatibles desde el punto de vista reproductivo, a pesar de las similitudes externas. Pero sabía también que decirle a Stacey que él era un ser de otro plano de la existencia estropearía el momento, si no cualquier posibilidad de un futuro entre ellos.
—Iré a por ellos —le aseguró.
Ella esbozó una lenta sonrisa y le abrazó, haciendo que casi se tropezara porque aquella muestra de afecto le impactó como un golpe físico. La llevó hasta el cuarto de baño y la dejó en el suelo.
—Entra —dijo, dándose media vuelta para regresar a la sala—, pero no te laves. Quiero hacerlo yo.
—Sí, señor —bromeó ella.
Estaba inclinada sobre la bañera abriendo los grifos cuando él le lanzó una mirada desafiante fingida por encima del hombro. La vista era muy estimulante. Corrió hasta donde estaban los preservativos, cerró la puerta de la calle y echó la llave, luego volvió corriendo a donde estaba Stacey.
Oía el sonido de la ducha cuando entró en el dormitorio, e imaginarse el agua recorriendo el magnífico cuerpo de Stacey le alteró la sangre. Dándose un golpecito en el disparador automático de una bota con la puntera de la otra, Connor se fijó en la decoración. Paredes de un suave color lavanda, colcha morada oscura de terciopelo y visillos negros sobre persianas blancas daban a aquel espacio un aspecto exótico en comparación con el estilo campestre del salón.
A él aquello le decía mucho de Stacey, esa dicotomía entre los espacios públicos y el privado. Se preguntó si aquel marco revelaría una faceta diferente de ella, e impaciente por averiguarlo se quitó los vaqueros y entró en el cuarto de baño dando grandes zancadas.
Deteniéndose en el umbral, Connor observó cuidadosamente lo que le rodeaba. Como había hecho con las otras habitaciones de la casa, buscó pistas sobre la mujer que vivía allí. Las paredes del baño estaban pintadas de un morado oscuro —como el edredón de la habitación de al lado— y el techo estaba decorado con estrellas plateadas pintadas. Indicio de fantasía.
—¿Estoy desnuda y tú estás mirando al techo? —preguntó en tono de chanza.
Él volvió la atención hacia la vista que Stacey ofrecía a través de las puertas correderas de la ducha. En medio de una nube de vaho, allí estaba su fantasía en carne y hueso. Ella corrió la puerta a modo de invitación.
—Creo que esto va a ser muy pequeño para ti —dijo, parpadeando con las pestañas cargadas de agua al acercarse él.
—Me gustan los lugares apretados —le recordó, metiéndose en la bañera con ella.
Apenas había espacio para moverse, pero no le importó. Eso significaba que estaban apretados el uno contra el otro, que era lo que él quería.
Ella alzó las manos y le tocó el abdomen. Él contrajo los músculos instintivamente, en respuesta a la atención de ella. Sus delicadas yemas recorrieron cada surco y cada plano de músculo macizo, y él resistió su fascinación con los dientes apretados y el corazón doliente.
—Eres tan hermoso… —susurró, en un tono que parecía admiración reverencial.
Él le cogió la cara con las manos, obligándola a mirarle.
—Dime cómo hacer que esto funcione.
Ella le miró con ojos límpidos y brillantes. El verde era claro y vívido. Precioso.
—Connor…
La resignación que había en su voz le volvía loco.
—Tiene que haber una manera.
—¿Cómo? —preguntó ella sencillamente—. ¿Cuánto tiempo estarás fuera? ¿Cuándo volverás? ¿Cuánto tiempo te quedarás cuando vuelvas?
—No lo sé, maldita sea. —Le echó la cabeza hacia atrás y le devoró la boca, magullándosela, aprisionándosela. Clavándole la lengua hasta lo más profundo. Al rodearles el vapor como una niebla cada vez más densa, ella gimió y se aferró a su cintura—. Si quieres algo con todas tus fuerzas…
—Duele —le cortó—. Eso es todo. No quiere decir que lo tengas o puedas tenerlo.
—Tonterías —soltó él, furioso consigo mismo, con los Ancianos, con las mentiras y el engaño que había hecho su partida inevitable.
—Te lo dije. Intenté que me escucharas.
Él frotó su mejilla contra la de ella.
—Desentenderse no es la respuesta.
Ella se rio suavemente.
—¡Qué cabezota eres!
—Es posible. Pero sé que no soporto la idea de no tenerte.
—Estás haciendo maravillas con mi ego.
—Para ya. —La sacudió un poco—. No te lo tomes a la ligera.
Stacey suspiró y dejó de agarrarle. Él reaccionó levantándola y sosteniendo todas sus húmedas y deliciosas curvas contra su dureza.
—Connor, a ninguno de los dos le hace falta esta angustia. No es buena.
—¿Qué angustia? —se mofó—. Las adolescentes tienen angustia. Yo no.
—La tendrás. —Le miró directamente—. No has visto el infierno por el que Aidan y Lyssa están pasando. Los esfuerzos para hablar por teléfono entre un vuelo y otro. Acostarse tarde sólo por oír la voz del otro durante unos instantes. El dolor de la separación cuando él tiene que irse a alguna parte y estar fuera durante semanas.
—Si ellos pueden hacerlo, nosotros podemos hacerlo.
—No. —Moviendo la cabeza, dijo—: Ellos se conocían de antes; tú y yo somos dos perfectos desconocidos. Lyssa es ella sola; yo tengo un hijo y un ex que puede, o no, convertirse en una parte más activa de mi vida. Aidan trabaja para un recaudador local; tú trabajas para… —se encogió de hombros—… quienquiera que trabajes.
Connor apretó la mandíbula y meneó las caderas contra ella.
—Ése es un argumento impresionante —bromeó con dulzura—. Pero un periodo de sexo fantástico no mantendrá unidas a dos personas que viven separadas.
Perplejo, buscó argumentos que contraponer, pero no los encontró. Solo podía mirarla con el ceño fruncido.
—Al menos podríamos intentarlo.
—Estoy cansada de estar sola, Connor.
Sólo de pensar en volver y verla con otra persona le daban ganas de gritar.
—No estarías sola. Yo sería tuyo, aunque no estuviera aquí.
—De un hombre con la libido que tienes tú no puede esperarse que se refrene para mí.
—Que te den —replicó él con firmeza, sintiéndose insultado. La apartó de sí y alargó el brazo para coger el gel. Tenían que salir de la ducha. Podría convencerla en la cama. Atormentarla ahí. Volverla loca por él hasta que accediese a lo que fuera necesario para que él la penetrara y llenara el vacío. Podría echarla a perder para otros hombres.
—Lo siento. —Ella puso las manos encima de las suyas cuando él le rodeó los pechos—. Pretendía ser un comentario sobre mis defectos, no sobre los tuyos.
—¿Defectos? —bufó—. Me gusta follar. De hecho, es una de mis actividades preferidas, seguida de afilar mi espada, lo que normalmente empiezo a hacer mientras las sábanas están aún calientes.
Ella arqueó una de sus perfectas cejas negras.
—Sí, sí, cariño —continuó, arrastrando las palabras mientras apretaba sus firmes y redondas tetas—. Incluso corre por ahí un chiste acerca de que mis primeros amores fueron las espadas, la que llevo en las manos y la que llevo entre las piernas. Nada de carantoñas poscoitales. Las mujeres me quieren por el sexo, nada más. Y a mí siempre me ha parecido bien.
Observó la emoción que traslucían los expresivos rasgos de ella.
—Ah —susurró, sonriendo—, estás pensando en anoche, ¿verdad? Te abracé en el sofá. Dormí contigo entre los brazos. Me he acurrucado contigo hace unos minutos y no puedo dejar de tocarte.
Connor le agarró una mano y le hincó su erección en ella.
—Esto es interés sexual. —Volvió a cogerle la mano y se la llevó al corazón—. ¿Esta opresión en el pecho que no puedes ver? Eso es algo que nunca había sentido. Tienes algo que nadie más tiene. No tienes ningún defecto, mi amor. Tienes una ventaja. —A Stacey le temblaban los labios de modo alarmante y sentía un nudo en el estómago—. Contigo, ni siquiera he pensado en afilar la espada —se apresuró a decir.
Ella se puso una mano en la boca.
—Bueno, no la de metal —se corrigió bruscamente, sabiendo que estaba fastidiándolo todo, aunque no estaba muy seguro de cómo arreglarlo—. Quiero decir que tú estás húmeda y mi otra espada… Quiero decir que pensé en mojar esa espada…
A ella se le arrugó la cara y él suplicó:
—No llores.
La rodeó con sus brazos y le dio palmaditas en la espalda torpemente.
—Joder, la he cagado. No pretendo hacerte sentir mal. Lo decía como un cumplido. Es problema mío que esté loco por ti, no tuyo… Yo…
Stacey aplicó con vehemencia los labios a su pezón y luego le pasó la lengua por encima lenta y apasionadamente. Él se puso rígido, mirándola con los ojos como platos.
Ella se reía de él.
—Eso ha sido muy bonito —dijo, fingiendo sorberse la nariz, ahuecando las manos para rodearle el culo.
Él arqueó las cejas.
—¿Ah, sí?
—Sí. Estoy segura de que nunca había provocado en ningún hombre una opresión así. —Su sonrisa era un puro rayo de sol—. Me gusta.
—¿Y qué me dices de la otra parte?
Stacey se echó a reír.
—Sabes muy bien que me gusta la otra parte. —Bajó la voz de manera provocativa—. Si nos damos prisa en salir de la ducha, te mostraré cuánto.
Connor se paró a pensar un momento, perdido de alguna manera en el aluvión de emociones que sentía. Como la dicha, o como la esperanza. Disimuló lo confuso que estaba bromeando.
—No estarás utilizándome sólo por mi cuerpo, ¿verdad?
—Por supuesto que sí. —Le abarcó las pelotas con ambas manos—. Pero cuando te hayas ido y yo esté esperando ansiosa junto al teléfono, pensaré en algo más que en tus espadas.
***
Stacey insistió en salir del cuarto de baño detrás de Connor. Quería comerse con los ojos su trasero desnudo. Afortunadamente para ella, merecía la pena dicha contemplación. Aquel hombre tenía unas piernas afiladas por la actividad extenuante. Unas piernas preciosas. Largas y musculosas. El culo era un complemento perfecto. Firme y macizo. Prieto. Que contraía a cada paso que daba. Con hoyuelos a ambos lados.
Ñam.
Y allí, entre las piernas, vislumbraba de vez en cuando sus enormes pelotas. Desnudas. Deliciosas. Quizá, si no la tuviera empinada, podría ver también la punta de su polla, pero estaba empalmado. Y a lo bestia. Preparado. Para ella.
¿Cómo podía ser tan afortunada? No podía desprenderse de la sensación de que era demasiado bueno para ser verdad. Algo malo tenía que tener. Stacey Daniels no se enrollaba con hombres perfectos. Siempre tenían alguna rareza. Algo realmente jodido que impedía cualquier posibilidad de relación. Como Tommy, que quería tener dieciocho años para siempre. O Tom Stein, que quería llevar una vida «verde» en el desierto, arreglándoselas sólo con energía solar y agua de lluvia. Stacey estaba segura de que el gen que hacía sexy a un hombre por fuera se encargaba también de hacer que algunas células cerebrales no funcionaran adecuadamente por dentro.
Dejó escapar un suspiro. Connor era supersexy. El hombre más guapo que había conocido. Por perfecta que fuera la parte de atrás, apenas podía compararse con la de delante. ¿Dónde estaban sus defectos? ¿En su incapacidad para hablar de sus sentimientos? Qué demonios, a ella no le gustaba el discurso florido. La sinceridad le ponía mucho más que las frases bonitas.
Connor llegó a la cama, se volvió a mirarla y la cogió en sus enormes y musculosos brazos.
Le encantaba la sensación de ser pequeña. De que la protegieran y cuidaran.
—Eso ha sido muy excitante —farfulló él.
—¿Mmmm? —Stacey cerró los ojos y se deleitó en el tacto del cuerpo macizo de Connor contra el suyo. La tenue pelusa de su pecho le hacía cosquillas en los pezones y el olor de su piel, que no se había diluido con el jabón líquido, hacía verdaderas locuras con el latido de su corazón.
—Notar que estabas mirándome.
—Estás buenísimo —susurró, levantando los párpados lo justo para verle.
—Hasta hoy, el físico era para mí una ventaja para conseguir ligues.
Stacey se rio suavemente, apreciando su franqueza.
—Estoy segura de ello.
Él le acarició la sien con sus labios densos.
—Ahora, doy gracias porque te guste mi físico.
—Oh, sí. —Le pellizcó la barbilla con los dientes—. Me gusta.
Connor se giró bruscamente y la arrojó sobre la colcha. Ella rebotó con un chillido, pero Connor ya estaba encima, gateando sobre ella, enjaulándola con su dura y seductora masculinidad. Empezó con una lamedura entre los dedos de los pies, después con un beso en el tobillo, luego le levantó una pierna y le mordisqueó en el hueco de detrás de la rodilla. Le hizo cosquillas y ella se rio.
—Esa risita tuya me pone mucho —susurró, deteniéndose a contemplarla.
Poniendo los ojos en blanco, Stacey señaló:
—A ti te pone todo. Eres una máquina del sexo.
—¿Ah, sí? —La agarró por la cara interna de los muslos y le abrió las piernas, exponiéndola a su mirada—. Recuerdo claramente que intentaba llamar a un taxi cuando tú me atacaste porque querías follar.
—¡Después de que tú te pusieras pesado! —exclamó, reprimiendo una risa cuando él la miró con una ceja arqueada. La asombraba ser capaz de mantener una conversación mientras él le miraba el conejo con un brillo lobuno en los ojos. La cuestión era que nunca antes había hecho el tonto en la cama. Le gustaba.
—¿Te parece que tu «no irás a rajarte ahora» es ponerse pesado?
—La lata me la diste antes de eso.
Connor resopló.
—Nunca he dado la vara a ninguna mujer para que se acostara conmigo.
—Tampoco te resististe mucho cuando cedí —replicó, sacando la lengua juguetonamente.
Su mirada cristalina se oscureció al instante.
—¿Cuando cediste? —se mofó—. Soy un tío, cielo. Cuando nos arrojan un bonito coño, no decimos que no.
Ella se quedó boquiabierta con una risa ahogada.
—Yo no te he arrojado mi coño.
—Mmmm… ¡ya! —Guiñó un ojo. Eso combinado con su encantadora sonrisa juvenil tenía un efecto devastador en el equilibrio de una mujer—. Sí que lo hiciste. Ninfómana. ¡Jesús!, aquí no hay quien se tome un respiro. Anoche, sexo. Hoy, sexo. Más sexo ahora mismo… —Connor suspiró de manera teatral.
—Nada más lejos de mi intención que follar contigo hasta cansarte —dijo ella, cruzando los brazos sobre el pecho—. Vamos a comer la tarta.
Connor hizo un gracioso mohín.
—Yo iba a comerme otra cosa.
Teniendo en cuenta donde estaba, imaginó lo que era.
—¡Bah! No importa. Sorprendentemente la ninfómana no está de humor para más sexo.
Mentira podrida. Estaba húmeda e hinchada. Cuando él bajó la mirada con escepticismo y luego sonrió, supo que él lo veía.
—Yo puedo ponerte de humor —susurró él.
—¡No me digas! —exclamó, fingiendo un bostezo.
Su gruñido la hizo reír.
—Me las vas a pagar —la amenazó, haciéndole cosquillas.
—Ah, ¡para ya! —Trató de rodar lejos de él y lo único que consiguió fue ponerse boca abajo, con clara ventaja para él.
Se puso encima de ella inmediatamente, riendo. Riendo. Con los labios pegados a su oreja, dijo:
—Voy a hacer que me lo supliques.
Stacey se estremeció imaginándoselo.
—Me gustaría ver cómo lo intentas. —¡Ya vería ella!
—Nada de intentar, cielo. —Le lamió la oreja, y luego por dentro. Cada vez estaba más caliente, más húmeda. Como si ya lo supiera, él le metió la mano entre las piernas y la acarició—. Umm —dijo—. Aquí hay alguien que ya está cachonda.
—No seré yo. —Dio un grito sofocado cuando él le encontró el clítoris y frotó en delicados círculos.
Él emitió un sonido escéptico y ella hundió la sonrisa en la almohada. Le sintió moverse, sintió que la cama se balanceaba, y entonces sintió su lengua caliente y áspera recorriéndole la columna vertebral de arriba abajo. Jadeaba y se retorcía, la sensación le hizo cosquillas tanto como la excitó. Connor le sujetó las caderas y la lamió en el hoyuelo de la parte baja de la espalda.
—Deja de reírte —ordenó él.
—Yo esperaba que te quitaras de encima para que pudiera levantarme e ir a por un poco de tarta.
Connor farfulló algo y le mordió una nalga. Luego le dio meda vuelta, ladeó la polla y la penetró.
Stacey gimió y se arqueó. ¡Dios!, era una sensación maravillosa. Todo él era enorme, incluso ahí, y la sensación de que la estirase hasta no poder más era increíble. Le plantó las manos a ambos lados de la cara y la miró desafiante. La estampa que daba era intimidante, pero sus cálidos y risueños ojos contradecían esa imagen de dureza.
—¡Qué deliciosamente prietooooo!… —dijo, meneando las caderas contra ella—. Podría pasarme el día haciendo esto.
Ella emitió un grito ahogado cuando se contrajo dentro de ella.
—A lo mejor me convences.
Él se salió lentamente y volvió a entrar deslizándose de manera tortuosa.
—Creí que querías tarta.
—Mmm… He cambiado de opinión.
Connor entraba y salía. Mientras la follaba despacio y con destreza, ella cerró los ojos con un tenue gemido. Él se irguió y se arrodilló, colocándole las piernas sobre sus muslos macizos, balanceándose de un lado a otro. La masajeaba por dentro con la gruesa cabeza de su polla, acariciándole una serie de nervios, lo que hizo que los pezones se le endurecieran y hendieran el aire. Empujó con fuerza y ella gritó cuando rozó el fondo, estremeciéndose ante la mezcla placer y dolor.
—¡Qué adentro estás! —dijo, arrastrando las palabras, cubriéndose los pechos con las manos para aliviar el dolor de la hinchazón.
—Quiero llegar más adentro. —Contrajo el abdomen al agarrarle las caderas y hundirse hasta la raíz, meneándose contra ella. Era más grueso en la base, lo cual provocó en ella que el clítoris se bajara y aprovechara la fricción.
—¡Connor! —Sacudía la cabeza casi hasta el delirio, incapaz de soportar la profundidad y el ritmo pausado con que la follaba. Era una delicia, una delicia increíble. Unos cuantos roces más como aquellos y tendría el orgasmo de su vida—. Sí, umm…, sí…
Entonces él se salió y se levantó de la cama.
Stacey se incorporó como pudo apoyándose en los codos y le miró boquiabierta.
—¿Qué haces?
Él miró por encima del hombro y parpadeó con cara de inocente.
—Voy a por un trozo de tarta. Dijiste que te apetecía, ¿no?
—Que… vas… a… ¿ahora?
—No quiero obligarte a follar ni nada parecido.
—¡Vuelve aquí ahora mismo!
Él sonrió y se detuvo en la puerta, apoyándose en el marco con insolencia. Con el culo al aire y una erección de aquí te espero, la estampa que ofrecía era imponente.
—Ninfómana —se burló.
—¡Venga! —exclamó, impaciente—. ¡Por favor!
—¿Estás suplicando?
Ella aguzó los ojos.
—Ven. Aquí. Ahora. Mismo.
Él se cruzó de brazos y la observó atentamente.
—¿Qué harás cuando yo no esté y te pongas cachonda?
—Jugar conmigo misma —respondió con soltura—. Pero eso no es, ni mucho menos, tan divertido como jugar contigo, y tú estás aquí ahora.
—Hazlo —le instó, fijando su ardiente mirada entre las piernas abiertas con lascivia de ella—. Quiero verlo.
Stacey se lo pensó durante un buen rato, observando cómo la miraba él. Por la forma en que abrió los labios y se le aceleró la respiración supo que la idea de ver cómo se masturbaba le excitaba sobremanera.
—¿Te la cascarás en recuerdo de este momento cuando estés fuera? —preguntó ella, deslizando los dedos extendidos entre los húmedos rizos de su sexo.
Connor se lamió los labios y se dispuso a cargar la pistola.
—Voy a cascármela ahora mismo.
Ella posó las yemas de los dedos sobre su abultado clítoris y empezó a masajear en lánguidos círculos, temblando tanto por la ausencia del calor del cuerpo de él como por su creciente excitación. Necesitaba un ritmo más rápido para alcanzar el orgasmo, pero ésa no era la finalidad del ejercicio. De lo que se trataba era de que Connor estuviera en disposición de terminar lo que había empezado. Entonces gimió y su cuerpo entero se convulsionó.
—¡Joder! —bramó él, enderezándose.
—¡Oh! —Stacey echó el cuello hacia atrás, empinando los pechos. Se frotó con más fuerza y un poco más deprisa, deslizando un dedo hacia abajo para recoger la humedad de la abertura vaginal y lubricar los movimientos.
De repente se encontró con que él estaba clavándole los dedos, embistiéndola. Follándola. Jadeaba, se retorcía, y él estaba a su lado. Tenía sonrojada su preciosa cara, la mandíbula tensa, las pupilas tan dilatadas que se habían comido los iris. Su atención estaba puesta en lo que sucedía entre las piernas de ella, donde él la trabajaba con la pericia de sus dedos, donde ella se toqueteaba frenéticamente. Él tenía la polla dura como una piedra, la punta colorada y brillante del semen que le goteaba del diminuto agujero.
—Deja que te la chupe —le rogó, haciéndosele la boca agua solo de pensarlo.
Con ruido áspero, Connor volvió a la cama y se acostó a lo largo, con la polla junto a la boca de ella, el coño de ella en el pecho de él. Los dos rodaron hasta encontrarse cara a cara, tan dispares la altura de uno y otro, pero tan perfecta para aquello.
Stacey agarró su magnífica polla con ambas manos y la ladeó para metérsela en la boca, expectante. Le tocó con la lengua la ardiente punta y él despotricó, pero sin perder el ritmo de los dedos. Puso en funcionamiento su encallecido pulgar, aplicándoselo al clítoris con la presión adecuada para ponerla en el disparadero.
Ella alcanzó el clímax con un grito amortiguado, llena la boca, agitando la lengua rápidamente sobre el punto sensible justo debajo de la corona de su pene. Él se corrió gritando el nombre de ella, sacudiendo las caderas en orgásmico frenesí. Stacey lo aceptó todo, hasta la última gota, succionando con fuerza con los carrillos ahuecados, bebiéndoselo a grandes tragos, deleitándose en ello.
—Para ya, cielo —murmuró con voz ronca—. Me estás matando. Tuvo que apartarle la cabeza suavemente para que Stacey le soltara. Luego se acurrucó junto a ella, envolviéndola en sus brazos y poniéndole una pierna encima de las suyas.
Sintiéndose apreciada, ella apoyó la mejilla en su pecho desbocado y se quedó dormida.