1

Crepúsculo

Connor Bruce eliminó al guardia más próximo con un dardo certeramente disparado.

El ataque duró una fracción de segundo, pero el sedante tardó más en hacer efecto. El centinela tuvo tiempo de arrancarse el dardo y desenvainar la espada antes de caer al suelo, con los ojos en blanco, en un charco de prendas rojas.

—Lo siento, chico —murmuró Connor al inclinarse sobre el cuerpo abatido para quitarle el equipo y la espada. El hombre se despertaría con una vaga sensación de haberse quedado dormido, quizás por aburrimiento.

Connor se enderezó y silbó imitando el trino de un pájaro, comunicándole así al teniente Philip Wager que su cometido había salido bien. El silbido de respuesta le hizo saber a él que los otros guardias que rodeaban el Templo también habían sido neutralizados. En apenas unos momentos después tenía a su alrededor a doce de sus hombres. Iban vestidos de gris oscuro para la batalla, con túnica ajustada, sin mangas, y pantalones anchos a juego. Connor llevaba ropa similar pero negra, para denotar su rango de capitán de los Guerreros de Elite.

—Ahí dentro vais a ver cosas que os asustarán —les advirtió Connor, y se oyó el siseo del acero al salir de la vaina que llevaba a la espalda—. Concentraos en la misión. Tenemos que averiguar cómo trajeron los Ancianos al capitán Cross al Crepúsculo desde el plano de existencia de los Soñadores.

—Sí, capitán.

Wager dirigió un emisor de impulsos a la enorme puerta roja torii que anunciaba la entrada al complejo del Templo, inutilizando temporalmente la cámara que filmaba a quienes accedían a él. Connor miraba fijamente el arco de entrada con una agitada mezcla de horror, confusión e ira. La estructura era tan imponente que los Guardianes no pudieron por menos que fijar los ojos en ella y leer la advertencia grabada en la antigua lengua: «Guardaos de la Llave que abre la Cerradura».

Durante siglos, él y todos los miembros de su grupo habían buscado al Soñador de quien se había vaticinado que vendría a su mundo a través del estado de sueño y los destruiría. El Soñador que les vería tal como eran, no como el producto de una fantasía nocturna, sino como seres reales que vivían en el Crepúsculo, el lugar en el que la mente humana sucumbe al sueño.

Pero Connor ya conocía a la infausta Llave y no se trataba de ningún espectro de aniquilación y muerte. Era una veterinaria rubia, esbelta pero curvilínea, con grandes ojos oscuros y compasión a raudales.

Mentiras, todo mentiras. Tantos años desperdiciados. Afortunadamente para la Llave (también conocida inofensivamente como Lyssa Bates), el primero que la había encontrado había sido el capitán Aidan Cross, un guerrero legendario y el mejor amigo de Connor. La había encontrado, se había enamorado y fugado con ella al plano mortal.

Ahora Connor tenía la misión de desentrañar los misterios de los Ancianos del Crepúsculo, y todo lo que necesitaba saber se encontraba salvaguardado en el Templo de los Ancianos.

—Vamos —dijo con el movimiento de los labios solamente.

Llegado el momento exacto, se apresuraron a pasar por el portón. Se dividieron en dos grupos, cada uno de los cuales echó a correr por un lado del patio central revestido de piedra, zigzagueando entre las columnas estriadas de alabastro.

Soplaba un viento suave, que transportaba fragancias de flores y hierba silvestre de los campos cercanos. Era la hora a la que se cerraba el Templo al público y los Ancianos estaban recogidos meditando. La hora perfecta para colarse y sustraer toda la información y los secretos que pudieran llevarse.

Connor entró el primero en el haiden. Levantó tres dedos e hizo un gesto hacia la derecha mientras él se movía hacia la izquierda. Tres de los guerreros de Elite obedecieron la silenciosa orden y enfilaron el lado este de aquella sala circular.

Los dos grupos se desplazaban entre las sombras, plenamente conscientes de que cualquier paso en falso haría que las cámaras que rodeaban el recinto detectaran su incursión. En el centro del amplio espacio esperaban varias filas de bancos semicirculares de cara a la galería de columnas por la que acababan de pasar. Varias plantas más arriba, había tantos bancos que los Guardianes habían perdido la cuenta del número de Ancianos que habían gobernado desde allí mucho tiempo atrás. Aquél era el corazón de su mundo, el núcleo del orden público. La sede del poder.

Se reagruparon en el corredor del medio, que conducía hasta el honden. Connor se detuvo, y los otros esperaron a recibir órdenes. El corredor del oeste iba hacia las dependencias de los Ancianos. El de la derecha llevaba a un apartado patio descubierto que se usaba para la meditación.

En esta galería central era donde las cosas empezaban a ponerse raras. Desde su primera (y hasta el momento la única) entrada en el Templo, Connor estaba preparado. Sus hombres, no.

Los miró arqueando las cejas, en una silenciosa advertencia de que tuvieran en cuenta sus instrucciones anteriores. Ellos asintieron con gesto grave y Connor reanudó la marcha.

Al ponerse a caminar, una vibración bajo sus pies hizo que el suelo atrajera la atención de todos. La piedra se puso resplandeciente y translúcida, dando la impresión de que el pavimento se había desintegrado y estaban a punto de caer en un vacío infinito cuajado de estrellas. Instintivamente, Connor buscó la pared a tientas, con los dientes apretados, y entonces esa visión de espacio se fundió en un caleidoscópico remolino de colores.

—¡No me jodas! —exclamó Wager.

Connor había dicho exactamente lo mismo la primera vez que anduvo por aquel pasillo. Cada paso que daban provocaba ondulaciones en los colores, lo que indicaba que, fuese lo que fuese aquello, reaccionaba a su presencia.

—¿Es esto real? —preguntó en voz baja pero vehemente el cabo Trent—. ¿O se trata de algún holograma?

Connor alzó una mano para recordarle que debían guardar silencio. No tenía ni idea de lo que era aquella maldita cosa. Lo único que sabía era que no podía mirar porque le producía vértigo.

Pasaron por la biblioteca privada de los Ancianos para llegar a la sala de control. Había un Anciano en ella, un solitario centinela perdido en un inmenso espacio dominado por altos muros cubiertos de volúmenes encuadernados y una gran consola. Como era costumbre entre los Ancianos, le habían dejado allí cuando los otros se retiraron por la tarde, lo que le convirtió en el desafortunado destinatario de un dardo sedante en el cuello. Connor arrastró hacia un lado el cuerpo inconsciente para que Wager accediera al panel de control táctil con forma de media luna.

—Desviaré el circuito de las cámaras para que no te graben —dijo el teniente.

Wager se acercó y empezó a trabajar, muy derecho y con las piernas ligeramente separadas, totalmente entregado a su tarea. Con su largo pelo negro y sus intensos ojos grises, tenía un aspecto de renegado que concordaba con su fama de bala perdida. Debido a su carácter imprevisible, había sido subteniente durante mucho más tiempo del que debería. Connor le había ascendido a teniente hacía poco, por lo bien que se había portado con él. Ambos eran insurgentes; habían dejado el regimiento oficialmente reconocido de los Guerreros de Elite para dirigir la facción rebelde.

Confiando plenamente en la capacidad de Wager para operar en la base de datos que formaba parte de su exploración, Connor apostó dos hombres a la entrada y se llevó a otros dos con él para registrar físicamente el edificio. No había pasado mucho tiempo desde que había irrumpido en el Templo solamente con el apoyo de Wager. Pero el reciente golpe había obligado a los Ancianos a incrementar el número de guardias, lo que, a su vez, obligaba a Connor a asaltar el complejo con doce hombres, seis fuera y seis dentro.

Se alejaron del corredor dando rápidas zancadas, evitando mirar al vertiginoso caleidoscopio del suelo. Llegaba luz a través de las claraboyas, y una puerta transparente al final del pasillo permitía una soleada perspectiva del otro extremo del patio de meditación.

Al llegar a una entrada, Connor hizo señas a uno de sus soldados para que pasara.

—Cualquier cosa inusual.

El hombre se introdujo en la sala sin puerta con la espada en ristre. Connor hizo lo mismo con el segundo soldado y luego continuó solo. Él se metió en la siguiente sala que encontró. El lugar estaba oscuro, lo cual no era raro puesto que no había nadie, pero sí le extrañó que no se iluminara a su paso. Solamente podía ver con la luz que llegaba desde el corredor.

El centro de la habitación estaba vacío, pero había carritos de metal superpuestos y alineados junto a las paredes. El aire olía a medicamentos. Al descubrir una sólida puerta metálica con el cerrojo echado, se irritó. En la parte superior de aquella formidable barrera vio una gran ventana de observación, pero no se sabía si era para mirar adentro o para mirar afuera. En cualquier caso, la puerta era considerablemente disuasoria y significaba que, fuese lo que fuese lo que protegía, era importante.

—¿Qué demonios tenéis ahí? —se preguntó en voz alta.

Connor se acercó al pequeño panel táctil que había en un rincón y comenzó a pulsarlo rápidamente. Necesitaba que se encendieran las puñeteras luces y ver con qué diantres tenía que enfrentarse. Podría usar alguna palanca en aquel momento, y guardarse un objeto valioso para exigir un rescate le vendría muy bien.

Una de las muchas órdenes de invalidación que introdujo hizo que el panel pitara deprisa; luego la habitación fue iluminándose lentamente.

—¡Sí! —Sonrió y se dio la vuelta para examinar la pequeña estancia de suelo de piedra y paredes blancas y desnudas.

El agudo silbido de la presión hidráulica cuando cede le hizo girar sobre los talones. De algún modo había conseguido también abrir la puerta, lo cual hacía las cosas mucho más fáciles.

Lo que sucedió después quedaría grabado para siempre en la memoria de Connor. Oyó un bramido que parecía una mezcla de furia y de miedo y se abrió la pesada puerta con tal ímpetu que se incrustó en la pared adyacente.

Espada en ristre, Connor estaba preparado para luchar. Para lo que no estaba preparado era para la aparición que arremetió contra él: un cuerpo similar en aspecto al de un Guardián, pero con los ojos totalmente negros, sin esclerótica, y los dientes siniestramente puntiagudos.

Connor se quedó inmóvil, horrorizado y confuso. Matar a otro Guardián era el más grave de los delitos y, que él supiera, no se había asesinado a nadie durante siglos. Eso detuvo su mano cuando habría lanzado una estocada y le dejó expuesto al brusco impacto que le hizo caer al suelo, una hazaña nunca antes conseguida porque él era un pedazo de tiarrón.

—¡Joder! —se quejó al estrellarse contra el piso de piedra con una fuerza demoledora.

Aquella cosa, un macho de tamaño nada despreciable, cargado de una violencia desconocida, estaba encima de él, gruñendo y forcejeando como una fiera rabiosa. Connor se impulsó hacia un lado tratando de sacar ventaja. Con una mano oprimiendo el cuello de su agresor y dándole brutales puñetazos con la otra, debería haberle dejado inconsciente. Bajo la presión de sus nudillos, notó el crujido de un pómulo y una nariz destrozada, pero parecía que las heridas no le hacían ningún efecto, ni tampoco las dificultades para respirar.

En su fuero interno, Connor sentía que el miedo le invadía con traidora intensidad. Aquellos ojos negros estaban llenos de iracunda locura, y las gruesas uñas le desgarraban la piel de los brazos. ¿Cómo se podía vencer a un enemigo que no tenía entendimiento?

—¡Capitán!

Connor no miró. Se puso de espaldas otra vez, extendió los brazos en toda su longitud y levantó a su atacante sujetándolo por la garganta. Una espada se desplazó en el aire como una exhalación y cercenó la parte superior del cráneo de aquel hombre. La sangre lo salpicó todo.

—¿Qué cojones era eso? —gritó Trent, de pie justo por encima de la cabeza de Connor con la hoja exterminadora en las manos.

—Ni puñetera idea. —Connor apartó el cuerpo hacia un lado y se miró a sí mismo con repugnancia, tocando con un dedo vacilante el pringue que le cubría. Era una sustancia espesa y negra, parecida a la sangre rancia y apestaba igual. Luego, dirigió la mirada al cadáver, cuya cara desde las cejas hacia abajo seguía intacta. Tenía pelo marrón muy largo alrededor de las orejas y en la nuca. La piel mostraba una palidez malsana, y la carne estaba adherida a los huesos. Tanto las manos como los pies estaban rematados por grandes garras de reptil. Pero lo más espantoso eran los ojos, ciegos y negros como el carbón, y las enormes fauces. Aquello convertía a un ser demacrado y enfermizo en un temible depredador.

Sólo llevaba puestos unos pantalones blancos anchos, ahora manchados y rotos. En el dorso de la mano tenía una marca grabada a fuego: «HB-12». Una mirada rápida a la celda de donde había escapado dejaba ver un interior de grueso metal generosamente excavado.

—No hay duda de que esta habitación es más interesante que la mía —dijo Trent. La frivolidad del comentario se vino abajo al quebrársele la voz.

Connor respiraba fatigosamente más por la ira que por el esfuerzo.

—¡Esta mierda es exactamente lo que llevó a la rebelión!

La mayoría de la gente diría que encabezar una sublevación iba en contra de su carácter tranquilo, y tendría razón. Bueno, si todavía le costaba trabajo a él mismo creer que había dado ese paso. Pero había demasiados interrogantes y todas las respuestas que tenía eran mentiras. Sí, él era un hombre al que le gustaban las cosas tremendamente simples: vino, mujeres y zurrar la badana a alguien, como él solía decir, pero no tenía reparos en dar la cara y blandir la espada cuando era necesario.

Era responsabilidad suya proteger a los demás, tanto a los Soñadores como a los Guardianes, más amables. Eran miles de personas, repartidas en determinadas especialidades. Cada Guardián tenía su punto fuerte. Algunos eran afectuosos y ofrecían consuelo a los Soñadores que sufrían. Otros eran divertidos y llenaban los sueños con deportistas famosos o fiestas prenatales. Los había Sensuales, Curanderos, Educadores y Contrincantes. Connor era un Elite. Él mataba a las Pesadillas y defendía a su gente. Y si tenía que protegerlos también de los Ancianos, así lo haría.

—Ahora no hay manera de disimular que hemos entrado en el Templo —subrayó el cabo.

—Pues no —admitió Connor—, no hay manera.

A esas alturas, no le importaba gran cosa. En realidad, quería que los Ancianos supieran que sus secretos no estaban a salvo. Quería que estuvieran siempre mosqueados. Quería que se sintieran tan inquietos y recelosos como se sentía él. Le debían todo eso, por lo menos, después de haberle pedido que arriesgara su vida por una causa espuria.

Wager llegó corriendo a la sala con otros dos Elites inmediatamente detrás de él.

—¡Hala! —exclamó al resbalar en aquella sustancia espesa antes de recuperar el equilibrio—. ¿Qué demonios es eso?

—Ni puta idea. —Connor arrugó la nariz.

—Sí, sí, huele a rayos —convino Wager—. Es probable que fuese esto lo que disparó la alarma de la consola. Me parece que están llegando refuerzos, así que será mejor que nos larguemos.

—¿Conseguiste algo útil en la base de datos? —preguntó Connor, a la vez que cogía una toalla de uno de los carritos que estaban junto a la pared. Se limpió la piel lacerada y las ropas para quitar todo lo posible la sustancia similar a la sangre que las había impregnado.

—He descargado lo que he podido. Se tardarían siglos en sacarlo todo, pero he intentado centrarme en los archivos que parecían más intrigantes.

—Tendremos que arreglarnos con eso. Vámonos.

Salieron con la misma cautela que cuando entraron, escudriñando con los ojos todo el entorno. Aun así, ninguno de ellos vio al Anciano cuya vestimenta gris fundía tan bien con las sombras.

Permaneció en silencio y pasó inadvertido. Sonreía.