Capítulo 9
Cuando entraron en el laboratorio de Raffin, éste mantenía la azulada cabeza, inclinada sobre una retorta en la que burbujeaba un líquido, mientras añadía hojas de una planta metida en una maceta, que sujetaba con el brazo. Observó la disolución de las hojas en el líquido y masculló algo al observar el resultado.
Katsa carraspeó. Raffin alzó la vista, y, mostrándose sorprendido, comentó:
—Por lo que veo habéis pasado un rato dedicándoos a conoceros, pero si venís juntos a verme es que ha sido una lucha amistosa.
—¿Estás solo? —preguntó Katsa.
—Sí, a excepción de Bann, claro.
—Le he contado al príncipe lo de su abuelo.
Raffin miró sucesivamente a Katsa, a Po, y de nuevo, a la joven, e hizo un gesto dubitativo.
—Es de fiar —aseguró ella—. Lamento no habértelo consultado antes, Raff.
—Kat, si afirmas que es de fiar después de haberte hecho sangre en la cara y… —le echó un vistazo al vestido zarrapastroso— de haberte rebozado en un charco de barro, te creo.
—¿Podemos verlo? —preguntó la joven, sonriente.
—Sí, podéis. Y tengo buenas noticias: ya se ha despertado.
El castillo de Randa estaba repleto de pasadizos secretos; y así fue desde su construcción muchas, muchísimas generaciones atrás. Había tantos que ni siquiera Randa los conocía todos; nadie en realidad sabía cuantos había, aunque Raffin —de niño— tuvo una maña especial para percibir cuándo dos habitaciones se unían de un modo que no parecía encajar del todo. En su infancia, Katsa y Raffin exploraron mucho el castillo; ella hacía de escolta, alerta y vigilante, para que cualquiera que se topara por casualidad con Raffin durante una de sus exploraciones se escabullera al ver la figura menuda, amenazadora, de la pequeña. Ambos eligieron sus aposentos porque había un pasadizo que los comunicaba, y porque, además, existía otro que iba desde los de Raffin hasta la biblioteca, donde se hallaban las colecciones de libros de ciencia.
Algunos pasadizos los conocía la corte entera, pero otros eran secretos. De entre éstos, había uno en el laboratorio de Raffin que partía desde el interior de un tabuco trasero —en un cuarto de almacenaje— y continuaba escaleras arriba hasta una habitación sin ventanas, oscura y húmeda. Raffin y Bann estaban seguros de que era el único rincón del castillo que no encontraría nadie; además, ellos estaban casi siempre muy cerca de esa habitación.
Bann, un joven que trabajó de pequeño en la biblioteca, era amigo de Raffin desde hacía muchos años. Un día, el hijo de Randa se topó con él, y los dos chiquillos se pusieron a hablar de hierbas y medicinas y sobre lo que ocurría cuando se mezclaba la raíz triturada de una planta con la flor molida de otra. Katsa se sorprendió de que hubiera alguien más en Terramedia, aparte de su primo, que se interesara tanto por esas cosas y hablara con conocimiento de ellas. Pero sintió un gran alivio por el hecho de que Raffin hubiera encontrado a otra persona a quien aburrir con esas charlas. Poco después, Raffin le pidió ayuda a Bann para realizar un experimento y, a partir de entonces, se apropió de su amigo de manera definitiva. Bann era el ayudante del hijo del rey para todo.
Raffin, antorcha en mano, hizo pasar a Katsa y a Po por la puerta situada al fondo del almacén, y subieron la escalera que conducía a la habitación secreta.
—¿Ha dicho algo? —se interesó Katsa.
—Nada, aparte de que le vendaron los ojos cuando lo secuestraron. Todavía está muy débil y no parece que recuerde gran cosa.
—¿Se sabe quién lo secuestró? —preguntó Po—. ¿Fue Murgon el responsable?
—Creemos que no —contestó Katsa—, pero lo único que sabemos con certeza es que Randa no tuvo nada que ver.
La escalera terminaba ante una puerta. Raffin jugueteó con una llave.
—Randa ignora que está aquí.
Po lo dijo más como una afirmación que como una pregunta.
—No, no lo sabe —ratificó la joven—. Y no debe saberlo nunca.
Raffin abrió la puerta y entraron en la diminuta habitación. Sentado en una silla, junto a la estrecha cama, Bann leía a la escasa luz de una lámpara que había en la mesa, a su lado. El príncipe Tealiff yacía boca arriba en el lecho, con los ojos cerrados y las manos enlazadas con fuerza sobre el torso.
Bann se puso de pie cuando entraron, aunque no pareció sorprenderse de que Po se precipitara hacia la cama; se limitó a apartarse a un lado y le ofreció la silla. El príncipe lenita se sentó y se inclinó sobre su abuelo para observar con mucha atención el rostro del anciano dormido. Pero sólo lo miró, sin tocarlo, de momento. Después le cogió las manos y agachó la cabeza hasta tocarlas con la frente al tiempo que exhalaba poco a poco. Katsa se sintió incómoda, como si estuvieran inmiscuyéndose en algo íntimo. Bajó la vista al suelo hasta que Po volvió a sentarse erguido.
—Se le está amoratando la cara, príncipe Granemalion —comentó Raffin—. Y ese ojo va camino de ponérsele muy negro.
—Llámeme Po —lo corrigió el lenita.
—De acuerdo, Po. Iré a la bodega y traeré un poco de hielo. Vamos a buscar ungüentos para nuestros dos guerreros, Bann.
Los dos amigos salieron del cuarto, y cuando Katsa y Po volvieron a contemplar a Tealiff, vieron que el anciano tenía los ojos abiertos.
—Abuelo.
—¿Eres tú, Po? —le costaba tanto hablar que se le enronquecía la voz—. Po. —Trató de carraspear con denuedo y después se quedó inmóvil un momento, agotado—. Por los grandes mares, muchacho. Supongo que no debería extrañarme de verte aquí.
—He ido siguiendo tu rastro, abuelo.
—Acerca más esa lámpara, muchacho —pidió el anciano—. ¡Lenidia bendita! ¿Qué te ha pasado en la cara?
—No es nada, abuelo. Sólo he estado luchando.
—¿Contra qué? ¿Contra una manada de lobos?
—No, no; contra lady Katsa. —Giró la cabeza para mirar a la joven, que se había sentado a los pies de la cama—. No te preocupes, abuelo; fue una pelea amistosa.
—Una pelea amistosa… —resopló Tealiff—. Tu aspecto es peor incluso que el suyo.
Po prorrumpió en carcajadas. El príncipe lenita se reía mucho.
—He dado con la horma de mi zapato, abuelo.
—Más que tu horma, diría yo. Ven aquí, muchacha —le indicó el anciano a Katsa—. Acércate a la luz. La joven se acercó por el otro lado de la cama y se arrodilló a su lado.
Tealiff se volvió hacia ella y Katsa fue consciente en ese momento de tener la cara manchada de tierra y de sangre, y el cabello, enmarañado. Debía de parecerle horrible al anciano.
—Querida, creo que me salvaste la vida.
—Alteza, si alguien se la ha salvado, ha sido Raffin con sus medicinas.
—Sí, él es un buen muchacho —convino el anciano, y le palmeó la mano a Katsa—. Pero estoy al corriente de lo que hicisteis tú y los demás. Me habéis salvado la vida, aunque no se me ocurre por qué razón. Dudo que algún lenita se haya mostrado amable contigo nunca.
—Jamás había visto a un lenita hasta conocerlo a usted, alteza —aclaró la joven—. Pero me parece muy amable.
Tealiff cerró los ojos. Dio la impresión de que se hundía en las almohadas; su respiración sonaba fatigosa.
—Se duerme así —dijo Raffin desde la puerta—. Si reposa, recobrará las fuerzas. —Llevaba algo envuelto en un paño y se lo ofreció a Po—. Es hielo; póngaselo en ese ojo. Parece que Katsa también le ha partido el labio. ¿Dónde más le duele?
—En todas partes —contestó el príncipe lenita—. Me siento como si me hubiera arrollado un tiro de caballos.
—En serio, Katsa, ¿es que intentabas matarlo?
—Si lo hubiera intentado, estaría muerto —repuso ella, y Po rompió a reír otra vez—. Si se encontrara tan mal, no se reiría —añadió.
No se encontraba tan mal; o al menos ésa fue la conclusión a la que llegó Raffin tras comprobar que no tenía roto ningún hueso ni había contusiones que no tuvieran cura. Después examinó el rasguño que le cruzaba la mandíbula a Katsa y le limpió el polvo y la sangre que tenía en la cara.
—No es profundo ese arañazo —informó—. ¿Te duele algo más?
—Nada. Ni siquiera siento el rasguño.
—Supongo que tendrás que tirar ese vestido. Helda te echará una buena regañina.
—Ni te imaginas lo mucho que me preocupaba el dichoso vestido.
Raffin sonrió. La asió por los brazos, la apartó de donde se hallaba para mirarla de arriba abajo, y se echó a reír.
—¿Qué puede encontrar tan divertido un príncipe que se ha puesto el pelo de color azul? —lo increpó su prima.
—Que por primera vez en tu vida tienes aspecto de haberte enzarzado en una pelea.
Los aposentos de Katsa se componían de cinco habitaciones: el dormitorio, decorado con colgaduras y tapices oscuros que eligió Helda, porque la joven se negó a formular ninguna opinión sobre el asunto; el cuarto de baño, de mármol blanco, grande y frío, era funcional; el comedor, cuyas ventanas daban al patio, estaba amueblado con una mesa pequeña, donde comía acompañada a veces por Raffin o Helda, o con Giddon cuando no la sacaba de quicio, y la sala, llena de asientos mullidos y cojines que también eligió Helda, aunque Katsa no la utilizaba.
La quinta estancia tendría que haber sido su cuarto de labores, pero no recordaba cuándo fue la última vez que bordó algo o hizo ganchillo o zurció una media. Para ser sincera, no recordaba tampoco cuándo fue la última vez que se puso medias. Así que convirtió aquel cuarto en el almacén de sus armas: espadas, dagas, cuchillos, arcos y varas de combate cubrían las paredes; lo equipó con una mesa cuadrada y maciza, y en la actualidad, las reuniones del Consejo se celebraban allí.
Katsa se bañó por segunda vez ese día y se recogió el cabello húmedo en la nuca; alimentó la lumbre de la chimenea del dormitorio con el vestido y contempló el humeante deceso de la prenda de seda con gran satisfacción. A todo esto, se presentó un chico que montaría guardia durante la reunión del Consejo, y Katsa entró en el cuarto de armas y encendió las antorchas colgadas en las paredes entre cuchillos y arcos.
Raffin y Po fueron los primeros en llegar. Po tenía el pelo húmedo, pues también se había dado un baño; la piel de alrededor del ojo —el dorado— se le había amoratado, dando lugar a que su mirada fuera más extraña y desigual que antes. Con aspecto desgarbado y las manos metidas en los bolsillos, se apoyó en la mesa y observó con gran rapidez el cuarto, asimilando información de la colección de armas de Katsa. Llevaba una camisa nueva, con el cuello abierto y las mangas recogidas hasta el codo; tenía los antebrazos tan morenos como la cara. Katsa no sabía a santo de qué se había fijado en ese detalle y frunció el entrecejo con irritación.
—Siéntese, vuestra eminentísima y majestuosa alteza —lo invitó ella al tiempo que apartaba una silla de la mesa con un seco tirón y se sentaba.
—Estás de un humor excelente —dijo Raffin.
—Y tú tienes el pelo azul —replicó Katsa, cortante.
Oll entró en el cuarto y, al ver el rasguño en la mandíbula de la joven, se quedó boquiabierto. Luego observó a Po y reparó en el ojo morado; miró de nuevo a Katsa y se echó a reír. Dio un palmetazo en la mesa, y la risa se convirtió en carcajadas estruendosas.
—¡Cómo me habría gustado ver esa pelea, mi señora! ¡Oh, sí, me habría gustado muchísimo verla!
—La dama venció, cosa que no creo que le sorprenda.
Po sonreía.
—Fue un empate. —Katsa estaba que echaba chispas—. Ninguno de los dos ganó.
—Vaya, vaya —exclamó Giddon, que al entrar en la estancia miró a ambos jóvenes, y se le ensombreció el semblante. Se llevó la mano a la espada y se encaró al príncipe lenita—. No entiendo a qué ha venido eso de luchar con lady Katsa.
—Giddon, no seas ridículo —intervino ella.
—No tiene derecho a atacarte —le dijo el noble.
—Yo descargué el primer golpe, Giddon, siéntate.
—Pues si has dado el primer golpe, entonces es que te ha insultado.
Katsa se levantó con brusquedad, y exclamó:
—Vale ya, Giddon… Si crees que necesito que me defiendas…
—Un invitado en la corte, un completo desconocido…
—Giddon…
—Lord Giddon. —Po se incorporó y habló al mismo tiempo que ella—. Si he insultado a su señora, tiene que perdonarme. Rara vez disfruto del placer de practicar con alguien que posea una habilidad semejante, y no pude resistir la tentación. Le aseguro que me hizo más daño que yo a ella.
Giddon no apartó la mano de la espada, pero el gesto tenso se distendió.
—También lamento haberle ofendido a usted —añadió Po—. Ahora me doy cuenta de que tendría que haber sido más cuidadoso para evitar darle en la cara. Mis disculpas. Ha sido imperdonable.
Y le tendió la mano por encima de la mesa. La mirada encolerizada de Giddon recuperó su habitual expresión afable. Alargó la mano y estrechó la de Po.
—Comprenda mi preocupación —se excusó.
—Por supuesto.
Katsa miraba a uno y a otro, estrechándose la mano, comprensivos con sus preocupaciones. Pero no veía por qué tenía que sentirse ofendido Giddon, ni qué tenía que ver en ese asunto. ¿Quiénes se creían que eran para dejarla aparte de la pelea y convertir el incidente en una especie de entendimiento entre ambos? Les arrancaría la nariz de un puñetazo; les atizaría a los dos y no les pediría disculpas a ninguno de ellos. Po reparó entonces en la expresión de la muchacha, que no hizo ningún esfuerzo por disimular la rabia silenciosa que irradiaba hacia él, desde el otro lado de la mesa.
—¿Nos sentamos? —propuso alguien.
El príncipe lenita le mantuvo la mirada mientras tomaban asiento. No había ni el menor atisbo de buen humor en su cara, ni rastro de la arrogancia de su reciente intercambio con Giddon. Y entonces articuló una palabra en silencio, pero la entendió con tanta claridad como si la hubiera pronunciado en voz alta: «Perdóneme».
Bien.
Giddon seguía siendo un cernícalo redomado.
Dieciséis miembros del Consejo asistían a la reunión, aparte de Po y lord Davit: Katsa, Raffin, Giddon, Oll y su esposa, Bertola; dos soldados a las órdenes de Oll, dos espías que trabajaban con él, tres nobles del rango de Giddon y cuatro sirvientes (una mujer que trabajaba en las cocinas del castillo, un mozo de cuadra, una lavandera y un empleado de la contaduría de Randa). Había más gente en el castillo comprometida con el Consejo; sin embargo, los que estaban ahora eran sus representantes la mayoría de las noches, así como Bann, que acudía cuando podía escabullirse.
Puesto que la reunión se había convocado para escuchar la información de lord Davit, el Consejo no perdió tiempo.
—Siento decir que no puedo aclararles quién secuestró al príncipe Tealiff —explicó el noble—. Pese a ello, y aunque a buen seguro preferirían recibir esa información, sí les diré quién no lo hizo. Mis tierras limitan con Elestia y Nordicia, y tengo por vecinos a señores feudales fronterizos del rey Thigpen y del rey Drowden. Estos señores feudales colaboran con el Consejo y algunos de ellos gozan de la confianza de los espías de ambos reyes. Príncipe Raffin, esos hombres están seguros de que ni el rey de Elestia ni el de Nordicia son responsables del secuestro.
Raffin y Katsa cruzaron con intensidad sus miradas.
—Entonces, tiene que ser el rey Birn de Oestia —apuntó Raffin.
Katsa era de la misma opinión, aunque no se le ocurría un móvil.
—Háblenos de sus fuentes de información —pidió Oll—, así como de las fuentes de sus fuentes. Lo investigaremos. Si se confirma lo que nos ha contado, estaremos mucho más cerca de esclarecer este misterio.
La reunión no se prolongó durante mucho tiempo. Los siete reinos habían estado suficientemente tranquilos, y la información facilitada por Davit bastaba para tener ocupados, de momento, a Oll y a los demás espías.
—Nos vendría bien, príncipe Granemalion, que nos permitiera mantener en secreto el rescate de su abuelo por ahora —pidió Raffin—. Nos es imposible garantizar su seguridad si ni siquiera sabemos quién lo atacó.
—Tienen mi permiso, naturalmente —aceptó Po.
—Ahora bien, un mensaje en clave a su familia para decir que se encuentra bien… —sugirió Raffin.
—Sí, creo que podré redactar un mensaje así.
—Magnífico. —Raffin dio una palmada en la mesa—. ¿Alguna otra cosa? Katsa, ¿tienes algo que decir?
—No, nada.
—Bien. —Raffin se puso de pie—. En ese caso, nos veremos cuando tengamos más noticias o cuando Tealiff recuerde algo. Giddon ¿querrás escoltar a lord Davit de vuelta a sus aposentos? Oll, Horan, Waller, Bertola, ¿me acompañáis, por favor? Será un momento. Iremos por el pasadizo secreto, Katsa, si no te importa que desfilemos por tu dormitorio.
—Adelante —dijo ella—. Mejor eso que desfilar por los pasillos.
—¡Ah, el príncipe! —recordó Raffin—. Katsa ¿querrás llevar al príncipe…?
—Claro. Anda, ve.
Raffin se marchó con Oll y los espías; los soldados y los criados se despidieron y también se fueron.
—Deduzco que estás recuperada de la indisposición que sufriste durante la cena, Katsa, ya que iniciaste una pelea —dijo Giddon—. Desde luego, eso da pie a pensar que vuelves a ser la de siempre.
Sería educada delante de Po y de lord Davit, aunque Giddon se estuviera riendo de ella en su cara.
—Sí, gracias, Giddon. Buenas noches.
El noble inclinó la cabeza y se marchó con lord Davit. Po y Katsa se quedaron solos. El lenita se apoyó en la mesa.
—¿No se me considera capaz de encontrar mis aposentos por mí mismo?
—Raffin se refería a que lo conduzca por un pasadizo secreto —replicó Katsa—. Si lo ven deambulando por los pasillos de la corte de Randa a estas horas, dará que hablar. Estos cortesanos son capaces de convertir el hecho más trivial en un episodio digno de habladurías.
—Sí, creo que es algo que tienen en común todas las cortes.
—¿Piensa pasar mucho tiempo aquí?
—Me gustaría quedarme hasta que mi abuelo se encuentre mejor.
—Entonces tendremos que buscar un pretexto para alargar su estancia, pues ¿no es de dominio público que busca a su abuelo?
Po asintió con la cabeza y propuso:
—Si accede a entrenar conmigo, podría servir de excusa.
—¿A qué se refiere?
Katsa empezó a apagar las antorchas.
—La gente vería lógico que me quedara para entrenarme con usted. Entendería que, para nosotros, sería una oportunidad demasiado buena para desaprovecharla. Repito, para ambos.
La joven hizo una pausa antes de apagar la última antorcha y consideró la propuesta. Le entendía perfectamente. Estaba harta de luchar contra nueve o diez hombres al mismo tiempo, hombres protegidos con armadura completa, sin que ninguno fuera capaz de tocarla, en tanto que ella tenía que refrenarse al golpear. Sería emocionante, toda una experiencia, luchar otra vez con Po. Y hacerlo con regularidad, un sueño.
—¿Y no daría la impresión de que ha renunciado a buscar a su abuelo?
—Ya he estado en Oestia —contestó él—. Y en Meridia. Puedo ir a Nordicia y a Elestia con el pretexto de buscar información usando esta ciudad como base, ¿verdad? No hay ninguna ciudad más céntrica que Burgo de Randa.
Claro que podría hacerlo. Y nadie tendría motivo para dudar de sus razones.
Katsa apagó la última antorcha y se le acercó. La luz del pasillo que se colaba por la puerta alumbraba la mitad del rostro del lenita, y le daba en el iris dorado del ojo que tenía amoratado. Se le encaró y alzó la barbilla en un gesto altivo.
—Me entrenaré con usted —afirmó—. Pero no espere que vaya con más cuidado que hoy al golpearlo en la cara. Él rompió a reír de buena gana, pero después recobró la seriedad y bajó la vista al suelo.
—Perdóneme por eso, Katsa. Quería hacer de lord Giddon mi aliado, no mi enemigo, y pensé que no tenía otra opción.
—Giddon es un necio —aseguró Katsa con impaciencia.
—Tuvo una reacción perfectamente lógica si se tiene en cuenta su posición.
Po acercó las puntas de los dedos al mentón de Katsa, que se quedó paralizada y olvidó la pregunta que estaba a punto de hacerle respecto a Giddon y sobre cuál era su supuesta posición en Terramedia. El hombre le giró la cara hacia la luz.
—Fue con el anillo. —La joven no le entendió—. Le hice el arañazo con el anillo.
—¿Con qué anillo?
—Bueno, con uno de ellos.
La había arañado con uno de los anillos y ahora le estaba tocando la cara con los dedos. Po retiró la mano, retrocedió un paso y la contempló con calma, como si aquella actitud fuera normal, como si cualquier amigo reciente le tocara la cara con los dedos. Pero ¿acaso Katsa había hecho amigos alguna vez, o disponía de algún ejemplo para comparar y decidir qué era normal entre amigos y qué no lo era?
Ella no era normal. Se dirigió hacia la puerta y asió la antorcha que había en la pared.
—Vamos.
Era hora de sacar de allí a ese tipo extraño, a ese tipo de ojos felinos, que parecía haber nacido para ponerla nerviosa. Le sacaría esos ojos la próxima vez que lucharan; le arrancaría los aretes de las orejas y los anillos de los dedos. Iba siendo hora de sacarlo de allí para regresar a sus aposentos y para volver a ser ella misma.