Capítulo 8
El campo de tiro con arco estaba desierto y oscuro salvo por una única antorcha que alumbraba fuera del cuarto de equipamiento. Katsa encendió otras antorchas a todo lo ancho del fondo del campo, de modo que, cuando volviera a la parte delantera, los bausanes resaltarían como figuras oscuras en contraste con la luz que los alumbraba por detrás. Cogió al azar un arco de los que había en el cuarto y unos manojos de flechas del color más claro que encontró. A continuación disparó un proyectil tras otro a las rodillas de los blancos. Después, a los muslos; seguidamente, a los codos; a continuación, a los hombros; y así, hasta vaciar la aljaba. Era evidente que tenía la destreza necesaria para desarmar o incapacitar a un hombre con ese arco en plena noche. Cambió el arco por otro, arrancó las flechas de las dianas y empezó de nuevo.
Había perdido los estribos en la cena, sin motivo alguno. Randa no le había hablado, ni siquiera mirado, sólo había pronunciado su nombre. Le encantaba alardear de ella, como si su extraordinaria habilidad fuera obra suya; como si ella fuera la flecha, y él, el arquero que, con destreza, la clavaba en el blanco. No, una flecha, no… Ese símil no reflejaba del todo la realidad. Un perro, eso es. Randa la consideraba un perro salvaje al que había domado y entrenado. La lanzaba contra sus enemigos y le permitía salir de la jaula con la condición de que la acicalaran y la embellecieran, y después la sentaba entre sus amigos para ponerlos nerviosos.
Katsa no reparó en la creciente velocidad y ferocidad con la que sacaba flechas de la aljaba, de tal modo que encajaba una saeta en la cuerda del arco antes incluso de que la anterior hubiera dado en el blanco. Hasta que percibió una presencia a su espalda, no salió de su ensimismamiento ni se dio cuenta de la imagen que debía de estar ofreciendo.
Estaba fuera de sí. La rapidez de los disparos, la puntería… Y todo con un arco de calidad pésima, mal curvado y peor encordado. ¿Y le extrañaba que Randa la tratara como la trataba?
La joven sabía que era el lenita a quien tenía detrás. Hizo caso omiso de él, pero lentificó los movimientos e hizo todo un alarde de apuntar a muslos y rodillas antes de disparar. En ese momento fue consciente del contacto de sus pies con el suelo y se acordó de que iba descalza, llevaba el cabello suelto sobre los hombros y tenía los zapatos encima de un montón de cosas, en alguna parte cerca del cuarto de equipamiento. El lenita habría reparado en todo eso.
A decir verdad, dudaba mucho que a aquellos ojos se les escapara algo. Bueno, él tampoco habría aguantado esos estúpidos zapatos ni las horquillas en el pelo si le estuvieran martirizando el cuero cabelludo. O tal vez sí. En apariencia no le molestaban las joyas que lucía en las orejas y en los dedos. Los lenitas debían de ser muy vanidosos.
—¿Puede matar a alguien de un flechazo o sólo lo hiere?
Recordó esa voz ronca que oyó en los jardines del castillo de Murgon, la misma que la provocó y le lanzó pullas, como hacía ahora. No se volvió para mirarlo. Se limitó a sacar dos flechas de la aljaba, las encajó juntas en la cuerda, tensó y disparó. Una de las saetas voló hacia la cabeza del bausán, mientras que la otra se hincaba en el torso con un satisfactorio golpe seco; las flechas brillaron débilmente a la luz titilante de las antorchas.
—Nunca cometeré el error de retarla a una competición de tiro al arco.
Había un asomo de risa en la voz del hombre; Katsa siguió dándole la espalda y cogió otra flecha.
—No claudicó con tanta facilidad en nuestro último encuentro —replicó ella.
—Ah, pero eso fue porque tengo la habilidad de luchar. Sin embargo, me falta destreza con el arco.
Katsa no pudo evitar sentirse interesada y se volvió hacia él, aunque las sombras velaban el rostro del lenita.
—¿Es eso cierto?
—Mi gracia me da destreza en un combate cuerpo a cuerpo —contestó él—, o luchando con la espada. Pero favorece en poco o en nada mi puntería.
Cruzado de brazos, se recostó en la gran losa que hacía las veces de mesa para que los arqueros dejaran el equipo. Katsa empezaba a acostumbrarse a esa actitud, a esa apariencia indolente, como si fuera a quedarse dormido en cualquier momento. No la engañó, sin embargo, porque estaba convencida de que si saltaba sobre él, el lenita reaccionaría en un visto y no visto.
—Es decir, que tiene que luchar cuerpo a cuerpo con su adversario para tener cierta ventaja —puntualizó Katsa.
—En efecto. Seré más rápido esquivando flechas que una persona que no haya sido tocada por la gracia, pero en cuanto a cualquier disparo que haga, mi destreza tiene tanto de especial como mi puntería.
—¡Ah, vaya!
Katsa le creía. Los dones eran así de extraños; no afectaban a dos personas del mismo modo.
—¿Sabe lanzar un cuchillo tan bien como dispara flechas? —le preguntó el lenita.
—Sí.
—Es imbatible, pues, lady Katsa.
De nuevo se notó un dejo socarrón en sus palabras. La joven lo observó unos instantes y después dio media vuelta y se dirigió al fondo del campo, donde estaban las dianas. Se detuvo delante de una —la que había «matado»— y sacó a tirones las flechas clavadas en muslos, torso y cabeza.
Buscaba a su abuelo y ella tenía lo que buscaba. Ese hombre no era una persona carente de peligro; no le parecía muy de fiar.
Fue de diana en diana sacando las flechas bajo la atenta mirada del lenita; sentir los ojos del príncipe clavados en la espalda la impulsó a ir al fondo del campo de tiro y apagar las antorchas de una en una. Al apagar la última llama la envolvió la oscuridad; ahora era invisible.
Se volvió hacia el lenita con la idea de observarlo a la luz del cuarto de equipamiento, sin que él se diera cuenta. Pero se lo encontró recostado perezosamente, cruzado de brazos, mirándola. Era imposible que la viera, pero era tan directa su mirada que Katsa tuvo que desviar la vista, a pesar de saber que él ignoraba que lo estaba observando.
Regresó cruzando el campo y salió a la luz; dio la impresión de que su mirada la enfocaba de manera distinta al tiempo que se le escapaba una sonrisa. La antorcha reflejó el dorado de un ojo y el plateado del otro; parecían los ojos de un gato o de alguna clase de criatura nocturna.
—¿Su gracia le proporciona visión nocturna? —preguntó Katsa.
Él rompió a reír y replicó:
—Qué va. ¿Por qué lo pregunta?
La joven no contestó, y se observaron un momento. El sofoco volvió a ascenderle a Katsa por la nuca, acompañado de una creciente irritación. Estaba demasiado acostumbrada a que la gente evitara mirarla a los ojos, pero no iba a consentir que el lenita la pusiera nerviosa por el mero hecho de que él sí le sostuviera la mirada. No lo permitiría.
—Voy a retirarme a mis aposentos —dijo.
Él se puso en pie y le planteó:
—Mi señora, quisiera hacerle unas preguntas.
Bien. Y como ella sabía que debían sostener esta conversación antes o después, prefería mantenerla en la oscuridad, donde los ojos del lenita no la pusieran nerviosa.
Por consiguiente, se sacó por la cabeza la aljaba que llevaba colgada al hombro, la soltó en la mesa de piedra y colocó el arco al lado.
—Adelante —le dijo.
Él se recostó de nuevo en la losa e inquirió:
—¿Qué le robó al rey Murgon hace cuatro noches, señora?
—Nada que el rey Murgon no hubiera robado a su vez.
—¡Ah! ¿Algo que le sustrajeron a usted?
—Sí. A mí o a un amigo.
—¿En serio? —Se cruzó de brazos una vez más, incrédulo—. Me pregunto si ese amigo se sorprendería si supiera que lo llama así.
—¿Por qué cree que se sorprendería? ¿Por qué iba a considerarse un enemigo?
—Es que ésa es la cuestión. Yo creía que Terramedia no tenía amigos ni enemigos, y que el rey Randa jamás se involucraba.
—Supongo que se equivoca.
—No, no me equivoco. —La miró de hito en hito, y la joven agradeció la oscuridad que apagaba el brillo de las extrañas pupilas—. ¿Sabe por qué estoy aquí, mi señora?
—Según me han dicho, es usted hijo del rey lenita —contestó ella—. También me han contado que trata de encontrar a su abuelo, que ha desaparecido. No tengo la menor idea de por qué ha venido a la corte de Randa; y dudo que él sea el secuestrador que busca.
El hombre la observó unos segundos y esbozó una sonrisa fugaz. Katsa sabía que no lo había engañado, pero le daba igual. Supiera lo que supiera, no tenía la menor intención de confirmárselo.
—El rey Murgon estaba convencido de que yo tenía algo que ver con el robo; parecía muy seguro de que yo estaba al corriente de cuál era el objeto que le había sido sustraído.
—Ah, es lógico —contestó Katsa—. Los guardias vieron a un graceling luchador, y usted es eso ni más ni menos.
—No, no. Murgon no creía que estuviera involucrado por mi condición de graceling, sino porque soy lenita. ¿Cómo se lo explica usted?
Por supuesto, Katsa no iba a contestar a tal pregunta a ese lenita socarrón. Entonces reparó en que tenía abrochado el cuello de la camisa.
—Veo que lleva cerrada la camisa en los actos oficiales —se oyó decir, aunque ignoraba por qué diantre había hecho un comentario tan absurdo.
En los labios de él se dibujó una sonrisa contenida, y cuando replicó no disimuló que las palabras de la joven le habían provocado regocijo.
—No sabía que le interesara tanto mi camisa, señora.
Katsa se había puesto colorada, y la risa del lenita la enfureció. Aquella situación era estúpida y no pensaba aguantarla ni un minuto más.
—Me retiro a mis aposentos —anunció, y se dio media vuelta para marcharse.
En un visto y no visto, él le cerró el paso y le espetó:
—Usted tiene a mi abuelo.
Katsa intentó escabullirse por un lado.
—Me retiro a mis aposentos.
Él volvió a cerrarle el paso y, esta vez, alzó los brazos en un gesto de advertencia. Bueno, ahora al menos se relacionaban de una forma comprensible para ella. Katsa echó la cabeza hacia atrás parar mirarle a los ojos.
—Me retiro a mis aposentos —repitió por tercera vez—, y si para ello tengo que tumbarlo de un golpe, le aseguro que lo haré.
—No dejaré que se marche hasta que me diga dónde está mi abuelo.
La joven hizo otro intento de irse por un lado, y él cambió de posición para impedírselo y, casi con alivio, Katsa amagó un golpe a la cara del hombre. Tan sólo se trataba de una finta, y cuando él hizo un quiebro para esquivarla, le aplicó un rodillazo en el estómago, pero el lenita se contorsionó, de forma que el golpe no dio en el blanco y respondió con un puñetazo al estómago de Katsa. Ella no esquivó el golpe para comprobar cómo era su pegada, y lamentó no haberlo hecho porque no tenía delante a uno de los soldados del rey, que apenas la tocaban, ni siquiera siendo diez contra ella. Ese tipo era capaz de dejarla sin respiración; sabía luchar, así que sería lucha lo que tendría.
Saltó y lo golpeó en el pecho; él se dio un buen batacazo contra el suelo. La joven se le echó encima y le propinó uno, dos, tres puñetazos en la cara, seguidos de un rodillazo en el costado antes de que él consiguiera apartarla de un empujón. Katsa saltó de nuevo sobre él como un gato montes, pero mientras intentaba inmovilizarle los brazos, el hombre la volteó en el aire, la tiró boca arriba y la sujetó poniéndosele encima. La muchacha dobló las piernas y lo empujó hacia atrás. De nuevo se encontraron los dos de pie, frente a frente, agazapados, girando en círculo el uno alrededor del otro, lanzándose golpes con manos y pies. Ella lo alcanzó con una patada en el estómago, chocó violentamente contra el pecho de su contrincante y volvieron a caer al suelo.
Katsa no habría sabido decir cuánto tiempo llevaban luchando cuerpo a cuerpo cuando cayó en la cuenta de que el hombre se reía. Comprendió su regocijo; lo entendía a la perfección. Jamás había sostenido una lucha igual, nunca había tenido un adversario como aquél. Ella era más rápida —mucho más— que él en cuanto a la acometida, pero el lenita era más fuerte y daba la impresión de que adivinaba cada uno de sus movimientos y sus golpes; nunca se había topado con un luchador tan veloz en la defensa. Estaba recurriendo a movimientos que no había hecho desde que era una chiquilla, a golpes que en ningún momento imaginó que tendría ocasión de utilizar. Estaban jugando. Era un entretenimiento. Cuando el lenita le sujetó los brazos a la espalda, le agarró el cabello y le empujó la cabeza contra la tierra, cayó en la cuenta de que también ella se estaba riendo.
—Ríndase —dijo él.
—Jamás.
Alzó los pies para golpearlo y, retorciéndose, se soltó los brazos. Después dirigió un codazo hacia su cara y, cuando él saltó para evitar el impacto, Katsa se le echó encima y lo aplastó contra el suelo. Le sujetó los brazos igual que acababa de hacerle él y le empujó la cara contra la tierra mientras le clavaba la rodilla en la zona lumbar.
—Ríndase, porque está vencido —lo amenazó.
—No lo estoy y lo sabe. Para derrotarme tendrá que romperme los brazos y las piernas.
—Y lo haré si no se rinde.
Pero lo afirmó con un dejo de guasa, y él se echó a reír.
—Katsa… Lady Katsa, me rendiré con una condición.
—¿Qué condición?
—Por favor, dígame que le ha ocurrido a mi abuelo. Por favor.
Se detectaba un acento diferente mezclado con el tonillo divertido de aquel hombre, un acento que le puso un nudo en la garganta a Katsa. Ella no tenía abuelos, pero quizás ese anciano era tan importante para el príncipe lenita como Oll, Helda o Raffin lo eran para ella.
—Katsa —musitó con la cara todavía aplastada contra la tierra—, le suplico que confíe en mí, como yo confié en usted.
Lo mantuvo sujeto un instante más y después le soltó los brazos. Se apartó de encima de la espalda del hombre y se sentó en el suelo, a su lado, con la cabeza apoyada en la palma de la mano, y lo observó.
—¿Por qué confía en mí si lo dejé sin sentido en los jardines del castillo de Murgon?
El lenita giró sobre sí mismo y se sentó al tiempo en que, quejándose, se daba un masaje en un hombro.
—Porque volví en mí. Podría haberme matado, pero no lo hizo. —Se tocó el pómulo e hizo un gesto de dolor—. Le sangra la cara.
Intentó tocar el mentón de la joven, pero ella le apartó la mano con un ademán y se puso de pie.
—No tiene ninguna importancia. Venga conmigo, príncipe Granemalion.
El lenita se levantó del suelo y aclaró:
—Po.
—¿Cómo dice?
—Es mi nombre. Me llamo Po.
Katsa lo miró un instante mientras él movía los brazos para comprobar cómo respondían las articulaciones de los hombros. El príncipe se apretó el costado y gimió. A Katsa le pareció que se le estaba hinchando un ojo, además de ponérsele morado, aunque era difícil de asegurar en la penumbra. Se le había desgarrado una manga y estaba todo él embadurnado de polvo, de pies a cabeza. Ella suponía que su aspecto debía de ser igual o mucho peor, ya que tenía todo el pelo revuelto e iba descalza, pero la idea la hizo sonreír.
—Acompáñeme, Po. Lo llevaré con su abuelo.