Capítulo 39

La cabaña, se convirtió en una especie de escuela. Katsa preparó ejercicios de entrenamiento para los dos hermanos, pensados ante todo como un reto a la fortaleza de Po. Celaje estaba satisfecho porque los ejercicios lo favorecían, y ella también lo estaba porque veía los progresos de Po. Siempre lo organizaba para que lucharan cuerpo a cuerpo, y sólo rara vez para la lucha de manos y pies propiamente dicha. No cesaba de recordarle a Po, ya fuera con la mente o de viva voz, que ejercitara los músculos en vez de servirse de su gracia para salir de cualquier apuro.

Al tiempo que los hermanos practicaban, Katsa enseñó a Gramilla a empuñar una espada, después a parar un ataque con el arma y por fin a arremeter con ella. Posición y equilibrio, fuerza y movimiento, rapidez… Al principio la niña se mostró tan torpe con la espada como lo fue con el cuchillo, pero trabajaba con tenacidad y, al igual que Po, progresaba.

Los alumnos de la escuela de Katsa fueron en aumento, puesto que los guardias y los mensajeros no pudieron resistirse al espectáculo de lady Katsa enseñando esgrima a su joven reina o del graceling lenita y su hermano luchando y forcejeando en el suelo. Se situaban a los lados de la estancia y preguntaban mil detalles sobre el ejercicio que le había preparado a la princesa o un truco que le había enseñado para compensar su talla menuda y su poca fuerza. Casi sin darse cuenta, la joven enseñaba ese mismo truco a un par de soldados jóvenes oriundos del litoral meridional de Monmar, e ideaba un ejercicio para los guardias de Gramilla con el fin de mejorar el manejo de la espada con la otra mano. Katsa disfrutaba a fondo con todo aquello y le complacía comprobar los adelantos de sus alumnos.

Y mientras tanto Po se fortalecía. Aún perdía en la lucha cuerpo a cuerpo, pero había mejorado en equilibrio y control, y a Celaje le costaba cada vez más derrotarlo. Los combates también eran cada vez más entretenidos, en parte porque los hermanos estaban muy igualados, y en parte porque, a medida que la nieve se derretía, la parte posterior de la cabaña se iba convirtiendo en un barrizal. Ni que decir tiene que lo que más les gustaba era pringarle la cara de barro al otro. De no ser por los peculiares ojos de Po, la mayoría de los días habría resultado imposible distinguirlos entre sí.

Llegó un día en que uno de los embarrados príncipes inmovilizó al otro contra el suelo, y lanzó un grito de victoria. Al mirarlos, Katsa descubrió que quien estaba encima era, por primera vez, Po, que se levantó de un salto y rio de contento mientras dirigía una mueca picara a la joven. Se limpió el barro de la cara y la llamó con el dedo.

—Ven aquí, gata montesa. Te toca a ti.

—Te ha costado media hora inmovilizar a tu hermano, ¿y crees que estás preparado para enfrentarte conmigo? —le replicó la joven riendo, apoyada en la espada.

—Ven a luchar en el barro. Te tumbaré despatarrada como a una araña.

—Cuando seas capaz de vencer con facilidad a Celaje, pelearé contigo en el barro.

Y reanudó el ejercicio que estaba enseñando a Gramilla. Se lo dijo con voz severa, aunque no logró ocultarle el placer que sentía. Como tampoco podía él ocultar el suyo. Así que Po se enfrentó a su pobre hermano gemebundo quien, desde su estratégica posición en el suelo, se dio cuenta de que aquello era el principio del fin.

Katsa lo encontró diferente como adversario, no tanto porque hubiera perdido la vista, sino por la sensibilidad que había ganado al dar rienda suelta a su gracia. Ahora, cuando luchaban, el príncipe lenita no sólo percibía el cuerpo y la intencionalidad de Katsa, sino también la potencia de los golpes que le lanzaba antes de que lo impactaran, así como la dirección del impulso, del equilibrio o del desequilibrio de la joven, y de qué manera aprovechar cada una de esas percepciones. Todavía no había recuperado del todo las fuerzas, y a veces la falta de equilibro le jugaba una mala pasada, pero había ocasiones en que la pillaba por sorpresa, algo a lo que ninguno de los dos estaba acostumbrado.

Volvería a ser tan buen luchador como lo había sido anteriormente, si no un poco mejor. Esa perspectiva era importante y los combates lo animaban.

Gramilla no se quedó mucho tiempo después del inicio de la primavera, y Celaje la siguió poco después cuando su padre le ordenó volver a Burgo de Leck para asistir a la coronación inminente. Y por último, Katsa y Po hicieron también el viaje a la capital monmarda que, a no mucho tardar, tomaría el nombre de Gramilla. Po aguantó bien el viaje, casi como un niño que viajara por primera vez; todo le parecía fascinante, aunque un poco agobiante. De hecho, era un tierno infante en lo que se refería a viajar con su nueva forma de percibir el mundo.

En su cuarto del castillo de Gramilla, la mañana del gran evento, Katsa tuvo que sufrir el fastidio de ponerse un vestido. Entretanto, Po, tumbado en la cama, sonreía al techo sin parar.

—¿Por qué sonríes? —demandó Katsa por tercera o cuarta vez—. ¿Es que el techo está a punto de desplomarse sobre mi cabeza o algo así? Por tu expresión, diríase que los dos estamos a punto de que nos pase algo divertido.

—Katsa, eres la única que considerarías divertido que el techo se nos cayera encima.

En ese momento llamaron a la puerta, y Po empezó a reír entre dientes.

—Le has estado dando a la cerveza —dijo Katsa en tono acusador mientras se dirigía a la puerta—. Estás ebrio.

Abrió de par en par y casi se cayó sentada en el suelo a causa de la sorpresa, porque ante ella, en el umbral, se encontraba Raffin, quien recubierto de barro y oliendo a caballo, preguntó:

—¿Hemos llegado a tiempo para la comida? La invitación ponía algo de una empanada y estoy muerto de hambre.

Katsa rompió a reír y luego se puso a llorar, y después de abrazarlo una vez no consiguió dejar de hacerlo. Detrás de Raffin se hallaba Bann, y detrás de éste, Oll. Katsa se lanzó a abrazarlos también y a llorarles en el hombro.

—No nos escribisteis para avisarnos de vuestra llegada —repetía una y otra vez—. Nadie me ha avisado de que veníais, ni nadie me había dicho siquiera que estuvieseis invitados.

—Mira quién fue a hablar de avisar y escribir —comentó Raffin—. Durante meses no supimos nada de vosotros, hasta que un día un hermano de Po se presentó en la corte explicando la historia más increíble que cualquiera de nosotros había oído jamás.

Katsa se sorbió la nariz y abrazó a su primo otra vez. Apoyándole la cabeza en el pecho, le dijo:

—Pero lo entendéis, ¿verdad que sí? No queríamos mezclaros en ese asunto.

—Sí que lo entendemos —dijo Raffin, y la besó en la cabeza.

—¿Está Randa con vosotros?

—No le apetecía venir.

—¿Cómo le van las cosas al Consejo?

—A las mil maravillas. Pero oye, ¿tenemos que quedarnos en mitad del pasillo obstruyendo el paso? No bromeaba cuando dije que me estoy muriendo de hambre. Tienes buen aspecto, Po. —Raffin reparó entonces en el cabello corto de Katsa, con incertidumbre—. Helda te envía un cepillo para el pelo, Kat, aunque no sé lo útil que te será.

—Lo conservaré con cariño. ¡Vamos, entrad!

Como cualquier acontecimiento que requería ropajes de gala, la ceremonia de la coronación resultó bastante tediosa, pero Gramilla la sobrellevó con la circunspección y el aplomo apropiados. Habían acolchado el borde de la enorme corona de oro con alguna clase de tejido grueso de color púrpura para evitar que le resbalara hasta la nariz. Por su apariencia, Katsa supuso que debía de pesar tanto como la propia niña.

A la joven no le importaba el aburrimiento del acto solemne, porque tenía a Raffin a un lado y a Bann al otro, y no transcurrían ni cinco minutos sin que hubiera algo que encontraran divertido. Cuando Bann le contó entre susurros el último descubrimiento medicinal de Raffin, que curaba el dolor de barriga pero provocaba picor de pies, así como el subsiguiente descubrimiento para curar el picor de pies que causaba dolor de barriga, a Katsa se le escapó una risita. Situado tres filas más adelante, junto a sus dos hijos, Ror giró bruscamente la cabeza y le asestó una mirada furiosa.

—No estamos en un carnaval callejero emeridio —murmuró en un digno tono de reproche.

Po se partía de risa y varias voces chistaron para que Ror se callara, pero al darse cuenta de a quién pedían que guardara silencio, prorrumpieron en un aterrado raudal de disculpas.

—Está bien, está bien, no tiene importancia —se vio obligado a decir repetidamente Ror, cada vez en un tono más alto—. De verdad, no tiene importancia.

La interrupción adquirió proporciones mayores y molestas, y provocó que a un ayudante de la ceremonia de coronación se le trabara la lengua mientras recitaba la lista de reyes monmardos habidos a lo largo de los siglos. Gramilla le dirigió una ligera sonrisa al pobre hombre y lo animó a continuar. Después del incidente, se corrió la voz de que la joven reina era bondadosa, no dada a castigar pequeños errores.

—¿Cómo está Giddon? —susurró Katsa a Raffin una vez que las cosas se hubieron calmado.

Se sentía inclinada a pensar con afabilidad en su antiguo pretendiente porque era feliz y estaba rodeada de sus amigos. Detrás de ella, oyó que Oll se aclaraba la garganta y comentaba:

—Se pone tristón cada vez que se menciona su nombre, mi señora. No voy a fingir que ignoro el motivo.

—Randa insiste en querer casarlo —susurró Raffin—, pero él rehúsa siempre. Pasa en su feudo más tiempo de lo que solía, pero está completamente entregado a su trabajo en el Consejo. Es un aliado valiosísimo, Kat. Estoy por asegurar que no pondría objeciones a verte algún día. Si quieres visitarnos en la corte, ¿sabes?, hallaremos la forma de meterte a escondidas en el castillo sin que Randa lo sepa. Si quieres, claro. No nos has explicado los planes que tienes.

—Cuando acabe esto, volveré a las montañas con Po —contestó con una sonrisa.

Y eso fue lo único que contó sobre sus propósitos porque, de momento, era todo cuanto sabía. Ladeó la cabeza y la apoyó en el hombro de su primo. La coronación quedó atrás como una vaga imagen dichosa.