Capítulo 38
A la mañana siguiente se desató una ventisca, y por la tarde se redujo a una ligera tormenta, pero que empapaba.
—No soporto la idea de viajar otra vez con un tiempo invernal —comentó Gramilla, que estaba medio dormida delante del fuego del hogar—. Ahora que estamos aquí con Po, ¿no podríamos quedarnos hasta que deje de nevar, Katsa?
Pero tras esa tormenta llegó otra, y a continuación, otra, como si el invierno se opusiera al cambio de estación y hubiera llegado a la conclusión de que, a fin de cuentas, aún no había terminado. A todo esto, Gramilla envió a dos guardias con una carta para Ror, y el rey lenita contestó desde la corte monmarda con otra misiva, en la que decía que el inconveniente de las ventiscas venía bien, porque cuanto más tiempo le diera para desmontar los bulos que Leck dejó tras de sí, más fácil y más segura sería su transición al trono. Planeaba celebrar la coronación bien entrada la primavera, así que podía esperar lo que quisiera a que las tormentas pasaran.
Katsa sabía que el espacio reducido de la cabaña ponía a prueba a Po por la gran carga que significaba su triste secreto. Pero si todos se quedaban, él no tendría que justificar aún su intención de no marcharse de allí. Así que el lenita aguantó la incomodidad y ayudó a los guardias a llevar a los caballos a un refugio cercano, una cueva en la roca que, según él, encontró mientras se recuperaba.
Y poco a poco le contó a Katsa lo sucedido, cada vez que los dos se las arreglaban para quedarse solos.
El día en que ella y Gramilla se marcharon no fue fácil para él. Todavía veía, pero de un modo raro; había sufrido algún cambio en la vista que confundía demasiado a la mente para que ésta lo cuantificara, un cambio que le producía una profunda sensación de ansiedad.
—No me lo dijiste —le reprochó la joven—. Permitiste que me marchara dejándote en esas condiciones.
—Si te lo hubiera dicho, no habrías querido irte. Y era imprescindible que os marcharais.
Llegó al camastro a trompicones y pasó casi todo el día tumbado sobre el costado ileso, con los ojos cerrados y esperando que aparecieran los soldados de Leck o que se le pasara el mareo.
Intentó convencerse de que cuando la cabeza se le aclarara, también mejoraría la vista. Pero al despertarse a la mañana siguiente, abrió los ojos a la más absoluta negrura.
—Estaba furioso —dijo—, porque al ponerme de pie me faltaba estabilidad. Además, me quedé sin comida, lo que significaba que tenía que ir hasta la trampa de peces. Pero no me sentí con fuerzas para hacerlo; no comí ese día ni al siguiente.
Lo que por fin lo empujó hacia el estanque no fue el hambre, sino los soldados de Leck. Porque percibió que se aproximaban pendiente arriba, en dirección a la cabaña.
—Me puse de pie, tambaleante, sin ser consciente de lo que hacía, y recorrí la cabaña con precipitación para recoger todas mis cosas; cuando salí, encontré una grieta en la roca para guardarlas. No me encontraba muy lúcido y estoy seguro de que me caí una y otra vez, pero sabía dónde se hallaba el estanque y llegué hasta allí. El agua estaba horrible, helada, pero me despejó y resultó que nadar me producía menos vértigo que caminar. De algún modo conseguí bucear hasta la cueva y de algún modo también logré encaramarme a las rocas; estaba tan helado que daba diente con diente y debió de faltar poco para que me cortara la lengua de un mordisco. Y entonces, mientras me escondía en esa cueva oyendo gritar a los soldados fuera, la recobré, Katsa. Dejó de hablar y se quedó callado tanto tiempo que la joven se preguntó si habría olvidado lo que estaba diciendo.
—¿Qué recobraste?
—La lucidez —contestó, sorprendido—. La capacidad de discurrir con claridad. No había luz en la cueva; no había nada que ver. Y, sin embargo, percibía aquel escondrijo con mi gracia de un modo tan vivido… Comprendí lo que me ocurría: me había encerrado en la cabaña, compadeciéndome, mientras Leck andaba suelto por ahí y la gente se encontraba en peligro. En la cueva vi con claridad lo despreciable que era actuar así.
Pensar en Leck lo forzó a zambullirse en el agua de nuevo, salir de la cueva e ir hacia la trampa de peces. De regreso a la cabaña, entumecido por el frío, trasteó con torpeza para encender fuego. Los días siguientes fueron terribles.
—Estaba débil, mareado y enfermo. Al principio sólo caminaba hasta la trampa, sin alejarme más; después, teniendo presente a Leck, me esforcé en ir un poco más lejos. Mi estabilidad era pasable mientras estaba sentado, así que hice el arco y empecé a practicar con él, teniendo siempre presente a Leck.
Agachó la cabeza y de nuevo se sumió en el silencio. Katsa creyó comprender el resto: Po no dejó de pensar en Leck, lo que le dio una razón para recobrar las fuerzas y se esforzó por recuperar la salud y el equilibrio. Pero cuando ellos fueron a buscarlo con la feliz nueva de la muerte del rey monmardo, se quedó sin una razón por la que superarse, y la tristeza y la insatisfacción lo sofocaron de nuevo.
El propio hecho de darse cuenta de lo que le ocurría ya lo entristecía.
—No tengo derecho a compadecerme de mí mismo —le dijo a Katsa un día en que salieron a buscar agua bajo una suave nevada—. Lo veo todo, incluso cosas que no debería ver, y me revuelco en la autocompasión cuando en realidad no he perdido nada.
Katsa se acuclilló a su lado, al borde del estanque, y le aseguró:
—Esta es la primera vez que te oigo decir algo tan absolutamente estúpido.
Po hizo una mueca. Recogió una piedra grande de las que utilizaban para romper la capa de hielo del estanque, la levantó y la lanzó con fuerza a la superficie helada; poco después Katsa era recompensada con el ruido sordo de lo que casi pasaba por ser una risa.
—Tu forma de consolar lleva la impronta de tus tácticas ofensivas.
—Has perdido algo y estás en tu derecho de lamentarte por lo que ya no tienes. La vista y tu gracia no son lo mismo. Tu gracia te muestra la forma de las cosas, pero no te muestra la belleza. Has perdido la belleza de las cosas.
Po volvió a hacer una mueca y miró a lo lejos. Cuando volvió la vista hacia ella, Katsa creyó que estaría al borde de las lágrimas. Sin embargo, habló con frialdad, sin rastro de llanto en la voz:
—No regresaré a Lenidia, ni iré a mi castillo si me es imposible verlo. Ya me resulta bastante duro estar contigo. Esa es la razón de que no te contara la verdad. Quería que te marcharas porque me duele estar contigo y no poder verte.
—¡Bravo! —exclamó Katsa examinando la atormentada expresión del hombre—. Una muestra de autocompasión digna de aplauso.
Sus palabras provocaron de nuevo el ruido sordo de la risa de Po, así como una especie de impotente angustia plasmada en el semblante varonil que la impulsó a alargar las manos hacia él, abrazarlo y besarle el cuello, los hombros cubiertos de nieve, el dedo en el que le faltaba el anillo y en cualquier sitio que tuviera a su alcance. Él le acarició la mejilla con suavidad, le rozó los labios y se los besó para después apoyar la frente en la de ella.
—Jamás te retendría aquí —aseguró—. Pero si eres capaz de soportar que me comporte así, si eres capaz de soportarlo, entonces no quiero que te vayas.
—No me iré durante mucho tiempo. No me marcharé hasta que desees que lo haga, o hasta que estés en disposición de marcharte tú.
Po tenía verdadero talento para interpretar un papel, y Katsa se percató de ello al presenciar cómo se transformaba cada vez que estaban solos y él dejaba de fingir. Delante de su hermano y de su prima aparentaba vitalidad, fortaleza, seguridad, y caminaba con paso firme y regular, muy erguido; cuando no lograba disimular su desdicha, representaba el papel de malhumorado, y si no conseguía enfocar la vista hacia sus compañeros, aunque fingía verlos, interpretaba el papel de despistado; era un hombre joven, vigoroso, alegre, tal vez un tanto distraído, pero se recuperaba bien de una grave herida. Resultaba una actuación impresionante y, por lo general, parecía satisfacer a todo el mundo. Al menos lo suficiente para que en ningún momento despertara sospechas sobre su verdadera gracia que, a fin de cuentas, era lo que en realidad intentaba ocultar.
Cuando Katsa y él salían de caza, a recoger agua, o se sentaban a solas en la cabaña, el disfraz desaparecía poco a poco, sin brusquedad. Entonces la fatiga le hacía mella en el rostro, en el cuerpo, en la voz; de vez en cuando apoyaba la mano en un árbol o en una piedra para mantener el equilibrio, y enfocaba la vista —o lo fingía— en nada. Y Katsa comprendió que, si bien parte de su lamentable estado era atribuible por completo a la infelicidad, fundamentalmente provenía de su propia gracia. Y era así porque aún estaba aprendiendo a utilizarla y, como ya no contaba con el sentido de la vista para afirmar su percepción del mundo, se encontraba desbordado por una sensación de agobio constante.
Un día junto al estanque, en una de las raras treguas que tenían lugar entre ventisca y ventisca, Katsa lo vio encajar una flecha en la cuerda del arco, sin apresurarse, y apuntar hacia algo que ella no veía. ¿Un saliente rocoso? ¿El tronco de un árbol? Po ladeó un poco la cabeza, como si aguzara el oído; disparó, y la flecha hendió el aire gélido para ir a clavarse con un golpe seco en un montón de nieve.
—¿Qué…? —Katsa interrumpió la pregunta al ver cómo la nieve de alrededor del astil se teñía de rojo.
—Un conejo —contestó Po—. Y grande.
Echó a andar hacia la presa enterrada, pero no había dado más que un paso cuando una bandada de ánsares planeó sobre ellos para posarse. Po se llevó la mano a la sien y cayó sobre una rodilla. Katsa utilizó dos flechas para derribar a dos ánsares y después ayudó a Po a levantarse.
—¿Qué te ha…? —Los ánsares me han pillado desprevenido.
—Antes ya eras capaz de percibir a los animales, pero esa percepción nunca te había tirado al suelo.
Po resopló con sorna, pero la risa se disipó en un suspiro.
—Katsa, trata de imaginar cómo son las cosas para mí ahora. Verás, mi gracia me muestra hasta el último detalle de las montañas que se alzan ante mí y el declive de los bosques que se extienden allá abajo; percibo el movimiento de cada pez del estanque y de cada pájaro que se posa en los árboles; noto que el hielo está endureciendo de nuevo el agujero que abrimos en el agua, y la nieve se está formando con rapidez en las nubes, de modo que dentro de un momento confío en que nieve otra vez. —Se volvió hacia ella con apremio—. Celaje y Gramilla se encuentran en la cabaña, y mi prima está preocupada por mí porque cree que como poco, y tú estás aquí, claro, y cada movimiento que haces, tu cuerpo, tus ropas, tu preocupación, todo eso pasa a través de mi mente. Los que ven enfocan la vista, pero yo soy incapaz de enfocar mi gracia. No puedo desconectar esa percepción. Si soy consciente de todo lo que hay arriba, abajo, delante, detrás y más allá de mí, ¿cómo, exactamente, se espera que esté pendiente de lo que hay a mis pies?
Se encaminó a continuación hacia el montón de nieve teñido de rojo, tiró de la flecha con aire cansino y la alzó con un ensangrentado conejo blanco, atravesado en el astil. Volvió junto a Katsa, con el animal muerto en la mano, y se quedaron cara a cara, el uno parando frente al otro.
Entonces empezaron a caer copos, y Katsa, sin poderlo remediar, sonrió al ver cómo se cumplía la predicción hecha por Po. Al momento él sonreía también, a regañadientes, y cuando se dieron la vuelta para subir por las rocas, la cogió del brazo y comentó:
—La nieve desorienta.
Echaron a andar por la ladera, y él se apoyó en la joven para mantener el equilibrio mientras ascendían. Katsa se iba acostumbrando a la nueva forma que tenía Po de observarla, ahora que no la veía. No la miraba, por supuesto. Ella suponía que nunca volvería a sentir la intensidad de la mirada del lenita ni quedaría atrapada de nuevo en la fuerza que irradiaban sus ojos. Era un tema en el que intentaba no pensar porque le provocaba una tristeza absurda y estúpida.
Sin embargo, esa nueva forma de observarla también era intensa, pues se le notaba una gran atención plasmada en el semblante y concentración en todo el cuerpo. Cuando esa situación tenía lugar, Katsa detectaba la quietud del rostro y del cuerpo de Po en armonía con ella, y le pareció que tal circunstancia se daba con mayor frecuencia a medida que transcurrían los días. Era como si estuviera conectando con ella otra vez, despacio, integrándola de nuevo en sus pensamientos. También la acariciaba con más naturalidad, como hacía antes del accidente; le besaba las manos si la tenía cerca, o le acariciaba el rostro cuando estaba frente a él. Y Katsa se preguntó si serían imaginaciones suyas, o en realidad Po prestaba más atención —verdadera atención— a los demás, a todos ellos, como si se sintiera menos abrumado por su don. O tal vez menos embebido en sí mismo.
—Mírame —le pidió Po en una de las contadas ocasiones en las que disponían de la choza sólo para ellos—. Katsa, ¿da la impresión de que te estoy mirando?
Se hallaban frente al hogar pelando con los cuchillos las finas ramas de un árbol para hacer flechas con ellas. Ante la pregunta, la joven lo miró de pleno a los ojos, a los relucientes iris clavados en ella. Contuvo la respiración y soltó el cuchillo mientras notaba que le ardía la cara; se preguntó, fugazmente, cuánto tardarían los demás en volver a la cabaña. Y entonces, el intento fallido de Po de contener la sonrisa la sacó de su encandilamiento con brusquedad.
—Mi querida gata montesa. Esa ha sido una respuesta mucho mejor de la que esperaba.
Katsa resopló con sorna y le espetó:
—Veo que tu autoestima ha salido del trance sin menoscabo alguno. ¿Y qué te propones conseguir con eso?
Él sonrió y reanudó el trabajo, con la mirada de nuevo vacía.
—Necesito saber cómo puedo conseguir que la gente crea de forma convincente que la estoy mirando. Necesito saber cómo mirar a Gramilla para que deje de pensar que me pasa algo raro en los ojos.
—¡Oh, por supuesto! Bien, eso te servirá. ¿Cómo lo haces?
—Bueno, sé dónde están tus ojos. Es cuestión de enfocar la vista en la dirección correcta, principalmente, y después, percibir tu reacción.
—Hazlo otra vez.
Esta vez Katsa quiso realizar la prueba de forma crítica. Po volvió a mirarla y ella hizo caso omiso de la oleada de calor que la embargaba. Sí, daba la impresión de que la miraba… Aunque estudiándole con atención los ojos, notaba que había una mínima indicación de lo contrario.
—A ver, dime —pidió él.
Katsa siguió observándolo y le dijo:
—El brillo de tus ojos siempre ha sido bastante peculiar, tanto que logra distraerte, y me hace dudar de que alguien lo note, pero… No da del todo la sensación de que los enfoques. ¿Lo entiendes?
—Gramilla lo capta —contestó Po al tiempo que asentía con la cabeza.
—Mantén los ojos un poco entrecerrados —le aconsejó Katsa—. Frunce las cejas un poco, como si cavilaras. Sí, eso resulta bastante convincente, Po. Ninguna persona a la que dirijas esa mirada sospechará nada.
—Gracias, Katsa. ¿Puedo practicar contigo de vez en cuando, sin correr el peligro de que te abalances sobre mí y me obligues a quitarme la ropa?
Katsa barbotó algo entre dientes y le arrojó el astil de flecha que tenía en las manos. Po lo atrapó con pulcritud en el aire, y se echó a reír; durante un fugaz instante, a la joven le pareció que se sentía realmente feliz. Luego, por supuesto, él captó lo que pensaba y fue como si una nube le ensombreciera el rostro, pero reanudó el trabajo. Katsa le miró las manos, en especial el dedo en el que seguía faltándole el anillo; respiró muy hondo y cogió otra rama.
—¿Qué sabe de esto Gramilla? —le preguntó.
—Que le oculto algo. Sabe que mi gracia es algo más de lo que he dicho; lo sabe desde el principio.
—¿Y respecto a lo de la vista?
—No creo que se le haya ocurrido siquiera. —Po rebajó un reborde del astil y echó un puñado de virutas al fuego—. La miraré a los ojos con más frecuencia —añadió antes de sumirse de nuevo en el silencio.
Po y Celaje no cesaban de tomarle el pelo a Gramilla a costa de su séquito, que no tenía que ver sólo con los guardias de escolta, sino que Ror se estaba tomando muy en serio el rango de reina de su sobrina, de tal manera que, a partir de la disminución de las tormentas invernales, hubo un continuo ir y venir de soldados que transportaban suministros a caballo: verdura, pan, fruta, mantas, ropas y vestidos para la reina. Dichos suministros llegaban siempre con una carta de Ror en la que le pedía opinión en uno u otro asunto, la ponía al corriente de sus planes para la coronación y se interesaba por la salud de los distintos miembros de su séquito, y de Po en especial.
—Voy a pedirle a Ror que me envíe una espada —anunció un día Gramilla durante el desayuno—. Katsa, ¿querrás enseñarme a manejarla?
—Oh, sí, Katsa —exclamó Celaje, entusiasmado—. Todavía no te he visto luchar y tenía la impresión de que nunca lo lograría.
—¿Crees acaso que seré una fabulosa adversaria para ella? —le preguntó la niña.
—No, claro que no. Pero tendrá que organizar un combate a espada con algunos soldados para demostrar cómo se hace, ¿no es así? Entre todos ellos tiene que haber uno o dos que sean diestros con esa arma.
—No libraré un combate a espada con soldados sin armadura —contestó Katsa.
—¿Y una lucha con pies y manos? —Celaje se recostó en la pared, cruzado de brazos y una expresión jactanciosa que la joven pensó que tenía que ser un rasgo típico de la familia—. Yo mismo no soy mal luchador.
—¡Oh, lucha con él, Katsa! —exclamó Po estallando en carcajadas—. Hazlo, por favor. No se me ocurre una diversión mejor.
—Vaya, de modo que te parece divertido, ¿eh?
—Katsa te machacaría antes de que hubieras movido un dedo.
—Sí, justo… Eso es lo que quiero comprobar —replicó Celaje sin inmutarse—. Quiero verte machacar a alguien, Katsa. ¿Querrás hacerme el favor de hacerlo con Po?
—No es tan fácil derrotar a tu hermano —sonrió la joven.
Po enganchó los pies en las patas de la mesa, meció la silla hacia atrás y comentó:
—Supongo que ahora sí lo sería.
—Volviendo al asunto que nos ocupa —intervino Gramilla, muy seria—. Me gustaría aprender a manejar una espada.
—Sí, claro. Manda recado a Ror, pues —contestó Katsa.
—¿No acaban de partir dos soldados? —preguntó Po—. Los alcanzaré.
Dejó de mecerse, y las patas de la silla resonaron con estruendo al apoyarse de nuevo en el suelo; entonces la retiró hacia atrás y salió de la cabaña. Tres pares de ojos se quedaron prendidos en la puerta que se cerró a su espalda.
—Como el tiempo ya no es tan invernal —comentó Gramilla—, estoy deseosa de volver a mi corte para entrar en acción. Pero no me gustaría marcharme hasta estar convencida de que se encuentra bien y, francamente, no lo estoy.
Katsa no contestó y siguió comiendo un trozo de pan con aire ausente. Luego observó a Celaje y se fijó en sus hombros, fuertes y rectos como los de su hermano, y en las manos, firmes y seguras. Celaje era ágil y de edad aproximada a la de Po. Seguramente, ambos habían luchado infinidad de veces mientras crecían. Se quedó mirando los restos de comida con los ojos entrecerrados preguntándose cómo se lucharía sin ver, distrayéndose con el entorno y con los desplazamientos de animales cercanos.
—Por lo menos ha empezado a comer —comentó Gramilla.
—¿En serio? —inquirió Katsa dando un brinco y mirando a la niña con atención.
—Sí, sí; lo hizo ayer y también esta mañana. De hecho, parece tener bastante hambre. ¿No te habías fijado?
Katsa soltó un resoplido, retiró hacia atrás la silla y se marchó. Lo encontró de pie junto al estanque, mirando sin ver la helada superficie. Tiritaba. Se quedó contemplándolo un instante, sin saber bien qué hacer o qué decir.
—Po, ¿dónde está tu chaqueta?
—¿Y la tuya?
Katsa se le acercó y respondió:
—No tengo frío.
—Pues si no tienes frío y yo no llevo chaqueta, no te queda más remedio que hacer lo que exige la cortesía.
—¿Es decir, volver a la cabaña y traerte algo de abrigo?
Él sonrió al tiempo que alargaba la mano hacia la joven para atraerla hacia sí. Katsa lo rodeó con los brazos, sorprendida, e intentó que entrara en calor frotándole los hombros y la espalda.
—Eso es justo a lo que me refería —aclaró Po—. Tienes que hacerme entrar en calor. —Ella rio y lo abrazó con más fuerza—. Voy a contarte algo que ha pasado.
La joven se separó un poco para mirarlo a la cara, porque advirtió un timbre distinto en su voz.
—Ya sabes que he luchado contra mi gracia estos meses intentando rechazarla, y he procurado hacer caso omiso de casi todo lo que me mostraba para concentrarme en lo poco que necesitaba saber.
—Sí, lo sé.
—Bueno, pues, hace algunos días, en un arrebato de… lástima de mí mismo, dejé de hacerlo.
—¿Qué dejaste de hacer?
—Resistirme a mi gracia, quiero decir. Me rendí y permití que me llegara todo. ¿Y sabes qué ocurrió? —No esperó a que Katsa hiciera una conjetura—. Cuando dejé de luchar contra todas las cosas que me rodeaban, comenzaron a configurar un todo: la actividad, el paisaje, el suelo y el cielo, incluso los pensamientos de la gente. Todas esas cosas tratan de formar un cuadro. Y yo percibo mi posición en él como no me era posible percibirlo antes. Quiero decir que, aunque todavía me siento abrumado, ya nada es como antes.
—Po… —Katsa se mordió los labios—. No lo entiendo.
—Es fácil, Katsa. Es como si al abrirme a toda percepción, las cosas crearan su propio punto de enfoque. A ver, piensa en nosotros ahora, aquí de pie; detrás de mí hay un pájaro en ese árbol, ¿lo ves? Katsa miró por encima del hombro del hombre y vio que, en efecto, en una rama había un pájaro que se arreglaba el plumaje debajo del ala.
—Lo veo, sí.
—Bien, pues hace un tiempo habría intentado rechazar la percepción del pájaro a fin de concentrarme en el suelo que piso y en que te tengo en mis brazos. Pero ahora me limito a dejar que el pájaro y todo lo demás que es irrelevante me lleguen sin luchar contra ello. Entonces todo lo intrascendente se desdibuja un poco, de forma natural, y quedas tú como único punto de mi centro de atención.
Katsa experimentaba una sensación extraña. Era como si un dolor persistente hubiera cesado de súbito y la dejara con una increíble sensación de bienestar; una mezcla de alivio y de esperanza a la vez.
—Po, eso es estupendo.
—Es un gran alivio estar menos mareado —asintió él con un suspiro.
Katsa titubeó, pero decidió que tanto daba si exteriorizaba lo que estaba pensando, puesto que Po ya se habría dado cuenta, probablemente:
—Creo que ha llegado el momento de que vuelvas a luchar.
—¿De veras? —Esbozó una sonrisa—. ¿Eso crees?
La joven adoptó con nobleza una postura intuitiva y replicó:
—¿Y por qué no? Te ayudará a recobrar las fuerzas y mejorará tu equilibrio. Tu hermano es un adversario a la medida.
Po apoyó la frente en la de Katsa y habló en voz muy baja:
—Tranquilízate, gata montesa. Tú eres la experta y si consideras que ha llegado el momento de que luche, supongo que es hora de que me ponga manos a la obra.
Seguía sonriendo, pero Katsa no pudo soportarlo porque era una sombra de sonrisa, la más triste que había visto nunca. No obstante, cuando Po le acarició el rostro, observó que llevaba puesto su anillo.