Capítulo 36
Se quedó en un rincón apartado de la cubierta mientras Oso, Rojo y varios hombres más tiraban de las cuerdas en las que se mecía el ataúd de Leck para subirlo a bordo. Habría querido no tener nada que ver con aquel asunto, y deseó que las cuerdas se partieran y el cadáver se hundiera en el mar para que lo despedazaran las criaturas marinas. Así pues, trepó por el mástil y se sentó sola en la percha de la vela.
Era una gran procesión de la realeza la que marcaba el derrotero y zarpaba con rumbo a Monmar. Porque Gramilla no era la única reina, sino que ahora estaba al cuidado del rey Ror y del príncipe Celaje. Ror puntualizó que la hija de su hermana era una niña, pero aunque no lo fuera, regresaba a Monmar para afrontar una situación difícil, pues el reino había estado sometido intensamente a un hechizo, un reino convencido de que su rey era virtuoso y de que la princesa estaba enferma, débil, puede que incluso loca.
Por lo tanto, no era prudente enviar a la reina niña a Monmar para que proclamara que era ella quien mandaba y denunciara a un rey muerto, al que adoraba todo el país. Gramilla iba a necesitar autoridad y asesoramiento, elementos que Ror le proporcionaría.
El rey lenita delegaría en Celaje para ir en busca de Po; a Argento lo había enviado ya en otro barco a Terramedia para que recogiera al príncipe Tealiff y lo llevara de vuelta a Lenidia; a los otros hijos los habían mandado de regreso al hogar a fin de que cuidaran de sus familias y de sus obligaciones, e hizo oídos sordos a la insistencia de todos ellos que le pedían que se quedara en Burgo de Ror y se ocupara de los asuntos propios de un rey. En lugar de eso, Ror dejó sus asuntos en manos de la reina, como hacía siempre que las circunstancias lo apartaban del trono. La reina era muy competente.
Katsa observó al rey lenita día tras día desde su atalaya en los aparejos, y se acostumbró al sonido de su risa y a su conversación afable, que daban pie a que la tripulación se sintiera a gusto. En él no había nada de humildad ni de transigencia; era apuesto, como Po; y seguro de sí mismo, como Po, pero mucho más autoritario de lo que nunca llegaría a serlo Po. Sin embargo (y a esa conclusión llegó Katsa de forma gradual), no estaba ebrio de poder. Quizá nunca se plantearía ayudar a un marinero a tirar de un cabo, pero lo observaría con interés mientras efectuaba esa tarea y le haría preguntas sobre la cuerda, su trabajo, su casa, sus padres o su primo, que en cierta ocasión había pasado un año pescando en los lagos de Nordicia. La joven se dio cuenta de que ésa era una actitud que no había apreciado hasta ese momento en un monarca: un rey que trataba bien a sus súbditos, en lugar de mirarlos por encima del hombro; un rey que no era egoísta.
A Katsa le cayó bien Celaje enseguida. El príncipe trepaba de vez en cuando a las jarcias, jadeando, y los ojos —grises— le chispeaban risueños cada vez que el barco cabeceaba al remontar una ola. Se sentaba cerca de ella, en ningún momento tan a gusto en la percha como lo estaba Katsa, pero tranquilo, de buen talante; una grata compañía.
—Después de conocer a su familia, creía que Po era el único varón de ella capaz de guardar silencio —le dijo Katsa una vez en que pasaron un rato juntos sin hablar.
—Me lanzaré a una discusión con toda rapidez si quiere mantenerla —fue la respuesta, acompañada de una cálida sonrisa que le iluminó la cara—. Y tengo mil preguntas que me gustaría hacerle, pero imagino que si tuviera ganas de charlar… En fin, charlaría, ¿verdad?, en lugar de subir aquí arriba, expuesta a salir lanzada hacia una muerte segura cada vez que coronamos una ola.
La compañía de Celaje y el runrún cordial de la voz de Ror, los delicados detalles de la tripulación con Gramilla cuando la niña subía a la fría cubierta para hacer ejercicio, la capitana Faun, tan competente y tan segura, que siempre la miraba a la cara con respeto… reconfortaban a Katsa y actuaron como un cicatrizante que poco a poco fue recubriendo la herida abierta a partir del instante en que su daga atravesó a Leck.
En una ocasión se sorprendió pensando en su tío. ¡Qué insignificante le parecía Randa en estos momentos y qué carente de fundamento su poder! Qué absurdo que alguien como él la hubiera tenido controlada. «Control». Esa era la herida de Katsa; Leck le arrebató el control. No obstante, tal circunstancia no tenía nada que ver con una autocondena; no podía culparse de lo ocurrido, porque era inevitable que se produjera ese desenlace. Leck era demasiado poderoso y Katsa respetaba a los contrincantes poderosos, como sucedió con el puma y con las montañas, pero la humildad y el respeto no cambiaban en absoluto el hecho de haber perdido el control, ni lo hacían menos espantoso.
—Discúlpeme, Katsa, pero tengo que hacerle una pregunta —dijo una vez Celaje estando los dos encaramados en lo alto de la arboladura. Ella ya había advertido la expresión desconcertada en los ojos del hombre en otras ocasiones—. No es la esposa de mi hermano, ¿verdad?
—No, no lo soy —contestó con una sonrisa apagada.
—Entonces, ¿por qué la tripulación lenita de este barco la llama princesa?
Katsa respiró profundamente para aliviar el escozor que esa pregunta le producía en la herida. Se llevó la mano al cuello de la chaqueta y sacó el anillo para que lo viera.
—Cuando me lo entregó, no me explicó lo que significaba —contestó—. Ni me dijo por qué me lo daba.
Celaje miraba la joya con meticulosidad, mientras el estupor se reflejaba en su semblante; luego, la consternación, seguida de una especie de rechazo radical y terco.
—Tendrá alguna razón lógica para haberlo hecho —murmuró.
—Sí. Y me propongo quitársela de la cabeza a golpes.
Celaje soltó una carcajada corta y se sumió en el silencio. Pero continuó reflejando preocupación, y Katsa fue consciente de que la dura cicatriz que recubría su dolor interno se relacionaba tanto con su carencia de control en el futuro como con la del pasado.
Por ello, no sería capaz de conseguir que Po se recuperara, del mismo modo que no pudo pensar con claridad en presencia de Leck. Había cosas, pues, que escapaban a su control y, por consiguiente, debía estar preparada ante cualquier sorpresa cuando llegara a la cabaña de Po, al pie de las montañas monmardas.
El retraso debido a las formalidades necesarias una vez que el barco atracó en Porto Mon y el grupo hubo desembarcado, le resultó insoportable a Katsa. Se tuvo que convocar al capitán de la guardia de la ciudad portuaria y a los nobles de la corte de Leck, residentes por el momento en ella, y hacerles entender las verdades increíbles que Ror les exponía. La búsqueda de Gramilla, todavía en marcha, se canceló, al igual que las instrucciones de prender viva a Katsa y a Po, muerto. El tono de Ror en ese último punto adquirió un matiz gélido como el hielo.
—¿Lo han encontrado? —interrumpió Katsa.
—¿Encontrado? ¿A quién? —preguntó tontamente el capitán de la guardia mientras se llevaba la mano a la cabeza, en una actitud que denotaba una indecisión y una perplejidad que la comitiva lenita reconoció.
—¿Sus hombres han encontrado al príncipe Po? —espetó Ror, quien al advertir que las miradas del capitán y de los nobles se desviaban hacia Celaje, añadió con mayor afabilidad—. Quiero decir si han hallado al príncipe más joven; es un graceling y tiene un ojo plateado y el otro dorado. ¿Alguien de Monmar lo ha visto?
—No creo que lo haya visto nadie, majestad. Sí, estoy bastante seguro de eso; no lo hemos encontrado. Disculpe, majestad. Todo eso que nos ha contado… Mi memoria…
—Sí, lo comprendo. Debemos ir despacio —aceptó Ror.
La tardanza sacaba de quicio a Katsa de tal modo que habría echado la ciudad abajo, piedra a piedra. Se dedicó a pasear de un lado para otro, a la espalda del rey lenita; se puso en cuclillas y se tiró de los pelos. La monótona conversación se prolongó con lentitud. Pasarían horas —¡horas!— antes de que esos hombres se liberaran del hechizo de Leck, y ella no lo soportaría.
—Quizá podríamos conseguir algunos caballos, padre —susurró Celaje—, y ponernos en camino.
—Sí —secundó Katsa, que se había incorporado de un brinco—. Sí, por lo que más quiera, por favor…
Ror miró alternativamente a ambos jóvenes, y después, a Gramilla.
—Reina Gramilla —dijo—, si se fía de mí para que me ocupe de esta situación en su ausencia, no veo razón para retrasar la marcha.
—Por supuesto que me fío —contestó la niña—. Y mis propios hombres deferirán en todo a su autoridad mientras estoy ausente.
El capitán y los nobles miraron boquiabiertos a su nueva reina que, a pesar de llegar a Ror a la cintura e ir vestida como un chico, se comportaba con ceremoniosa dignidad. Los hombres hicieron patente su asombro, mientras Katsa reventaba de impaciencia. Entonces Ror se dirigió a ella y le dijo:
—Cuanto antes lleguen donde está Po, mejor. No los retendré más aquí.
—Necesitamos dos caballos, los más rápidos de la ciudad —pidió la joven.
—Y una escolta monmarda, porque ninguna persona con la que se crucen estará enterada de lo que ha sucedido —añadió Ror—. Cualquier soldado monmardo que los vea intentará capturarlos y rescatar a la reina.
—De acuerdo, una escolta. —Katsa hizo un ademán impaciente con la mano—. Pero si son incapaces de aguantar el paso que voy a marcar, se quedarán atrás —y a Celaje le comentó—: Espero que cabalgue tan bien como su hermano.
—¿Y si no, también lo dejará atrás a él? —inquirió Ror—. ¿Y qué ocurrirá con la reina de Monmar? Como la llevará usted en su caballo, ¿la dejará también atrás si el caballo se retrasa a causa del exceso de peso? Y supongo que abandonará al propio caballo cuando se derrumbe de agotamiento y deje de serle útil. —A medida que hablaba se fue irguiendo más y más, y el tono de voz se volvió cortante—. Sea razonable, Katsa. Les acompañará una escolta que cabalgará delante y detrás de ustedes todo el viaje, ¿está claro? Recuerde que le acompaña la reina de Monmar y viaja con mi hijo.
—¿Acaso cree que necesito una escolta para protegerlos de los soldados monmardos? —barbotó Katsa.
—No —le espetó el rey—. No dudo que sea muy capaz de conducir a la reina de Monmar, a mi hijo y al resto de mis hijos y a un centenar de gatitos norgandos en medio de un violento ataque de jinetes vociferantes si decide hacerlo. Pero —pareció erguirse más aún— tendrá que conducirse con sentido común. A estas alturas no nos beneficia a nadie que cabalgue desenfrenadamente a través de Monmar con la reina del país montada en su caballo y matando a los soldados monmardos a diestro y siniestro. ¿Qué cree que conseguiría con esa actitud? Por lo tanto, viajarán con una escolta y los guardias serán los que den explicaciones y se aseguren de que nadie los ataque. ¿He hablado con claridad?
Ni siquiera esperó a que le respondiera afirmativamente. Se giró con brusquedad hacia el capitán, que había retrocedido durante el altercado entre el rey y Katsa, como si le doliera la cabeza.
—Capitán, los cuatro jinetes más rápidos de su guardia y sus seis caballos más veloces, de inmediato. —De nuevo se encaró a Katsa y le asestó una mirada furiosa—. ¿Ha recobrado el buen juicio? —bramó.
No era el buen juicio lo que había perdido, sino la paciencia y los nervios… Y si había sido el sentido común, había entrado en razón ante la perspectiva de cuatro jinetes rápidos, seis caballos veloces y una cabalgada atronadora en busca de Po.
Cabalgaron deprisa y se cruzaron con pocas personas. La calzada del Puerto era ancha, y el piso, una mezcla de tierra y nieve pateadas por los cascos de innumerables caballos. A ambos lados se amontonaban bancos de nieve, como linderos, tras los que se extendían los campos cubiertos por un manto blanco. Hacia el oeste, a lo lejos, se divisaba a duras penas la línea oscura de los bosques, y las montañas detrás de ellos. El aire era helado, pero la niña, montada en el caballo delante de Katsa, iba bien abrigada y conforme con ir a un paso que le exigiera un esfuerzo. «La reina que llevo montada a caballo delante de mí», se corrigió Katsa para sus adentros. En efecto, la reina Gramilla había cambiado mucho desde que, meses atrás, Po y ella engatusaron a una criatura asustadiza para que saliera del tronco caído. Con el tiempo Gramilla sería una buena dirigente, y Raffin, un gran rey; y Ror era fuerte y competente y viviría muchos años. Lo cual significaba que tres de los siete reinos estarían en buenas manos; una proporción que, aunque podría parecer insuficiente, era un progreso enorme.
Había ciudades a lo largo de la calzada del Puerto; ciudades con posadas, donde la comitiva se detenía de vez en cuando para comer a toda prisa o buscar refugio en las crudas noches de finales de invierno. Pero ello tan sólo fue posible gracias a llevar escolta, porque los soldados que se hallaban en esos establecimientos se ponían en pie a toda velocidad, espada en mano, al verlos entrar, y permanecían de esa guisa hasta que las explicaciones de los escoltas y algunas palabras de Gramilla conseguían que bajaran las armas. Sin embargo, en una posada, las explicaciones se dieron con demasiada lentitud, de tal modo que un arquero, situado al fondo de la sala, disparó una flecha que habría alcanzado a Celaje si Katsa no hubiera saltado sobre él y lo hubiera tirado al suelo. La joven volvió a ponerse en pie antes incluso de que el príncipe lenita fuera consciente de lo que había sucedido, y se interpuso en la trayectoria de una flecha destinada a la reina y de otra, contra ella; a continuación, los escoltas intervinieron y el peligro pasó. Al ayudar a Celaje a incorporarse, Katsa comprendió lo ocurrido y le explicó:
—Ese arquero lo ha confundido con Po; vio los aros en las orejas, los anillos y el cabello oscuro, y disparó antes de fijarse en los ojos. A partir de ahora, tendrá que esperar a que los guardias hagan las aclaraciones oportunas antes de entrar en cualquier establecimiento.
—Me ha salvado la vida.
Celaje la besó en la frente y Katsa sonrió.
—Ustedes los lenitas muestran con mucha efusividad sus afectos.
—Le pondré su nombre a mi primer hijo.
Katsa se echó a reír con ganas y replicó:
—Por bien de la criatura, espere a que nazca una niña. O, mejor aún, espere a que todos sus hijos hayan crecido y entonces póngale mi nombre al que sea más obstinado y problemático.
Celaje prorrumpió en carcajadas y la abrazó; Katsa respondió al abrazo y cayó en la cuenta de que, sin proponérselo y a pesar de sus reservas, había hecho otro amigo.
Los condujeron escaleras arriba a las habitaciones para disfrutar de un brevísimo descanso. Al arquero se lo llevaron, lo más probable para castigarlo con dureza por disparar una flecha tan cerca de una niña de ojos grises que resultaba ser la reina Gramilla, nada menos. Y si la gente que vivía en las ciudades y viajaba por las calzadas no sabía aún los detalles de la muerte de Leck ni sospechaban su traición, al menos en Monmar corría ya la voz de que Gramilla estaba a salvo, gozaba de buena salud y era la reina.
La calzada estaba despejada y se avanzaba con rapidez por ella, pero no conducía directamente al paradero de Po. Por ese motivo, llegó un momento en que la comitiva se vio obligada a girar hacia el oeste y adentrarse en los campos en los que se amontonaba la nieve y el hielo. Para Katsa fue un sufrimiento la notable desaceleración del paso, pese a que los caballos bregaban por abrirse camino a través de la nieve que, en ocasiones, les llegaba a la espalda.
Unos días después, el grupo penetró en el bosque que les proporcionó cobijo, y la marcha resultó más fácil. Entonces el terreno se volvió empinado y los árboles ralearon; poco después, obligados por el pronunciado declive, tuvieron que desmontar todos, excepto la reina, e ir a pie pendiente arriba. Ya casi habían llegado; casi. Katsa acuciaba a sus compañeros sin misericordia, tiraba del caballo y vaciaba la mente de todo lo que no fuera el avance constante e implacable.
—Creo que uno de los caballos se ha lesionado —le informó Celaje una mañana temprano cuando ya se encontraban tan cerca que Katsa sentía hormigueos en el cuerpo. Ella se detuvo y se volvió para mirar. Celaje señaló al caballo que conducía por la rienda—. ¿Ves? Estoy seguro de que el pobre animal cojea.
El caballo agachó la cabeza y resopló sonoramente por los ollares. Katsa hizo un esfuerzo para no perder la paciencia, y dijo:
—No cojea. Lo que ocurre es que está cansado, pero ya casi hemos llegado.
—¿Y cómo lo sabes si ni siquiera le has visto dar un paso?
—Está bien, pues haz que lo dé.
—No puedo hasta que tú no te apartes de ahí.
Katsa le asestó una mirada asesina y apretó los dientes.
—Agárrate, majestad —le dijo a Gramilla, que iba montada en su caballo.
Asió el ronzal del otro animal y se lo acercó.
—Veo que sigues haciendo cuanto está en tu mano para desgraciar a los caballos. —Katsa se quedó paralizada. La voz no provenía de detrás, sino de arriba, y no sonaba como la de Celaje. Se giró—. Y yo que creía imposible que alguien se te acercara a hurtadillas, con tu vista de halcón, tu oído de lobo y todo lo demás —añadió esa voz masculina.
Y allí estaba él: de pie, muy derecho, los ojos brillantes, temblándole los labios de risa contenida, plantado en un camino por donde se había abierto paso entre la nieve, que seguía extendiéndose tras él. Katsa gritó y corrió hacia Po con tanto ímpetu que lo tiró de espaldas en la nieve, con ella encima. Él se echó a reír y la estrechó con fuerza, mientras ella lloraba. Entonces se aproximó Gramilla y se lanzó sobre los dos gritando; y Celaje también se acercó y los ayudó a levantarse.
Po abrazó a su prima; abrazó a su hermano y los dos se revolvieron el pelo el uno al otro entre risas y más abrazos. Katsa se echó de nuevo en sus brazos y le derramó cálidas lágrimas en el cuello; lo estrechó con tanta fuerza que él tuvo que advertirle que no podía respirar. Po estrechó las manos de los sonrientes y agotados escoltas y condujo al grupo, incluido el caballo lisiado, hasta su cabaña.