Capítulo 33

Le gustaba a rabiar asomarse por la borda y mirar cómo la proa del barco cortaba las olas. Y le gustaba sobre todo cuando las olas eran altas y la nave subía y bajaba, o cuando nevaba y notaba los copos en la cara como picotazos. La tripulación reía y comentaba entre sí que la princesa Katsa era una marinera nata, a lo que Gramilla añadía —una vez que se encontró bastante bien para subir a cubierta y unirse a las chanzas— que su amiga había nacido para hacer todo aquello que para la gente normal sería aterrador.

Tenía unas ganas locas de trepar a lo más alto de la arboladura más elevada y experimentar la sensación de estar colgada del cielo. Así las cosas, un día despejado, Parche (que resultó ser el primer oficial) envió a un tipo, llamado Rojo, a deshacer un enredo en las jarcias, y le dijo a Katsa que subiera con él.

—No debería animarla a hacerlo —reconvino Gramilla a Parche, puesta en jarras y echada la cabeza hacia atrás parar mirarlo con expresión furiosa.

Una buena demostración de talante fiero si se tenía en cuenta que el hombre la superaba cinco veces en tamaño.

—Alteza, sé que acabaría subiendo allá arriba, se lo permitiera yo o no, de modo que prefiero que lo haga ahora, mientras la vigilo, que de noche o durante un turbión.

—Si cree que porque la mande ahí arriba en este momento va a evitar que…

—¡Cuidado! —le advirtió Parche cuando la cubierta dio un bandazo y la niña salió lanzada hacia delante.

El primer oficial la sujetó y la cogió en brazos. Ambos observaron cómo Katsa trepaba con pies y manos por el mástil, detrás de Rojo; cuando por fin, desde su posición en lo alto del aparejo donde se mecía con tanta brusquedad que se maravillaba de la habilidad de Rojo para desenredar cualquier nudo, la joven miró hacia abajo y vio a Gramilla, recordó que, al conocerse, la niña no se fiaba de ningún hombre, pero ahora permitía que ese marinero grandullón la cogiera en brazos, como un padre, y ella lo abrazaba por el cuello mientras los dos se reían a coro de ella.

La capitana pronosticó que el viaje duraría de cuatro a cinco semanas, más o menos. El barco navegaba deprisa y casi siempre estaban solos en medio del océano.

Katsa no subía ni una sola vez a los aparejos sin otear el horizonte en busca de algún indicio de que los persiguieran, pero nadie iba tras ellos; era un alivio no verse acosadas ni tener que esconderse. Aisladas con la capitana Faun y su tripulación, se sentían seguras en mar abierto, porque ningún marinero las miraba ya con desconfianza, y se convenció de que a ninguno de ellos le afectaba algún rumor propagado por Leck.

—Han tenido suerte, alteza, porque no llegamos a estar un día siquiera en Cantil del Solejar —le dijo en una ocasión la capitana—. Eso hay que agradecérselo a mi don.

—Y a su velocidad —agregó la joven.

Porque aquél era un invierno tempestuoso en el mar, pero como cambiaban de rumbo con tanta frecuencia (tanto que debía de parecer que bailaban una danza extraña en el agua), se las arreglaban para evitar lo más violento de las tormentas, de modo que el avance hacia el oeste era constante y regular.

Durante los primeros días de viaje, Gramilla se encontró muy mal y Katsa se dedicó exclusivamente a cuidarla y a reflexionar, y decidió hablarle a la capitana acerca de la gracia de Leck y las razones por las que huían. Y se lo contó porque, con gran preocupación, se le ocurrió pensar que los cuarenta tripulantes que iban a bordo del barco sabían con precisión quiénes eran Gramilla y ella y adónde se dirigían. Eso los convertía en cuarenta informadores una vez que ellas dos llegaran a su destino y el barco regresara a su ruta comercial.

—Respondo de la discreción de la mayoría de mis tripulantes, alteza —le aseguró la capitana Faun—. Digo la mayoría, si no todos.

—No lo entiende —arguyó la joven—. En lo que concierne al rey Leck ni siquiera yo puedo responder de mi propia discreción. Da igual que juren no decirle nada a nadie, porque si uno de los bulos de Leck llega a sus oídos, olvidarán sus promesas.

—¿Qué quiere entonces que haga, alteza?

Katsa detestaba tener que pedírselo, por lo que se quedó mirando las cartas de navegación que había extendidas en la mesa, apretó los labios y esperó a que la capitana diera con la respuesta por sí misma. La mujer no tardó mucho en hacerlo.

—Pretende que nos quedemos en el mar cuando las hayamos dejado a ambas en Lenidia… —dijo la mujer en un tono cortante que se fue haciendo más acerado a medida que hablaba—. ¿Quiere que permanezcamos en alta mar, que nos quitemos de en medio todo el invierno o más tiempo incluso —quizás indefinidamente—, hasta que usted y el príncipe Po, con el que ni siquiera está en contacto, hayan encontrado algún modo de inmovilizar al rey de Monmar? Porque aun en ese caso, imagino que deberemos esperar que alguien vaya a buscarnos y nos invite a regresar a tierra. Bien, a los que quedemos, claro, porque se nos acabarán los suministros, alteza… Somos un navío mercante, ¿comprende?, un barco diseñado para navegar de puerto en puerto y reponer las existencias de agua y comida en cada escala. Ya es un esfuerzo bastante grande regresar directamente a Lenidia…

—En el cargamento lleva frutas y verduras a montones con las que iba a comerciar —argumentó Katsa—. Y sus tripulantes saben pescar.

—Se nos acabará el agua.

—En ese caso, dirija el barco hacia una tormenta —sugirió la joven.

La expresión de la capitana era de incredulidad, y Katsa imaginó que había hecho una sugerencia absurda. Pero es que todo en conjunto era absurdo, como confiar en que la nave navegara en círculos por algún rincón helado del océano a la espera de noticias que tal vez no llegaran nunca. Y todo por proteger la vida de una niña. La capitana emitió un sonido que, en parte, expresaba escepticismo y, en parte, era hilaridad, y Katsa se preparó para afrontar una discusión.

Pero la mujer se miró las manos con fijeza mientras pensaba; cuando por fin habló, sorprendió a la joven.

—Me pide muchísimo —afirmó—, pero no fingiré que no entiendo por qué lo hace. Hay que detener a Leck y no sólo por el bien de la princesa Gramilla, sino porque la gracia de ese rey es ilimitada y sus tendencias representan un peligro para los siete reinos. Si mi tripulación evita cualquier contacto con los rumores y los bulos, significará que habrá cuarenta y tres hombres y una mujer con la mente clara para emprender la tarea inminente. Además, he prometido ayudarla en todo cuanto me sea posible.

Entonces fue Katsa quien la miró con incredulidad y le preguntó:

—¿De verdad haría eso?

—Alteza, no está en mis manos rehusar nada de lo que me pida. Pero esto es algo que haré de buen grado mientras no ponga en peligro a mi tripulación ni a mi barco. Y con la condición de que se me reembolsen las pérdidas que sufra por no poder comerciar.

—Eso ni que decirse tiene.

—En los negocios nada se da por hecho si no hay un acuerdo, alteza.

Y así llegaron a dicho acuerdo: la capitana permanecería embarcada en un lugar cercano a Lenidia, un sitio concreto situado al oeste de una isla desierta que le describiría a Katsa, de modo que fuera localizable por otro navío. Y se quedaría ahí hasta que dicho navío fuera a buscarla, o hasta que las circunstancias a bordo de su barco hicieran imposible prolongar el aislamiento.

—No sé qué voy a decirle a mi tripulación —comentó Faun.

—Cuando llegue el momento de dar explicaciones, cuénteles la verdad —aconsejó la joven.

Cierto día, sentadas en la cocina después de comer, la capitana les preguntó a Katsa y a Gramilla cómo habían llegado a Cantil del Solejar sin que las descubrieran.

—Cruzamos la cordillera que nos separaba de Meridia desde la vertiente monmarda, y viajamos por los bosques —explicó Katsa—. Cuando llegamos a las afueras de Cantil del Solejar, sólo nos desplazábamos de noche.

—¿Y cómo cruzaron el desfiladero, alteza? ¿No estaba vigilado?

—No cruzamos por ése, sino por el de Grella.

Faun la miró atónita por encima del borde de la taza que se había llevado a la boca. Después la bajó y dijo:

—No la creo.

—Es cierto.

—¿Que cruzaron el desfiladero de Grella sin perder los dedos de manos y pies, y no digamos ya la vida? Lo creería si se tratara sólo de usted, alteza, pero no de la niña.

—Katsa me llevó cargada —intervino Gramilla.

—Y tuvimos buen tiempo —agregó Katsa.

—A mí no se me puede engañar respecto al tiempo, alteza. —La risa de la capitana retumbó—. Ha nevado en ese desfiladero a diario desde el verano y hay pocos sitios en los siete reinos que haga más frío que allí.

—A pesar de todo, el día en que cruzamos el tiempo podría haber sido peor.

—Si alguna vez necesito que alguien me proteja, alteza, espero que se encuentre usted cerca —afirmó la capitana, que no paraba de reír.

Un par de días después, cuando Katsa subió a bordo tras uno de los baños helados en el océano que le gustaba darse (baños que para Gramilla eran una prueba más de que estaba chiflada), la joven se sentó en la litera de la pequeña y se quitó la ropa empapada. En el camarote casi no había espacio para las dos literas en las que dormían, y el farol que se mecía colgado del techo apenas daba luz. Gramilla le llevó a Katsa un paño para que se secara la piel mojada y el cabello congelado, y alargó la mano para tocarle el hombro. Ella bajó la vista y, a la luz temblona, vio las lineas de piel blanca que le habían llamado la atención a la niña; eran las cicatrices que, prolongándose hasta el seno, le produjeron las garras del puma al desgarrarle la carne.

—Se te han curado muy bien —comentó Gramilla—. No hay ninguna duda sobre quién ganó esa pelea.

—Pese a todo, no estábamos muy igualados, y el que tenía ventaja era el felino. En otras circunstancias me habría matado.

—Ojalá tuviera tu habilidad. Me gustaría ser capaz de defenderme contra todo.

No era la primera vez que Gramilla hacía un comentario de ese tipo, y era otra de las muchas veces que Katsa sentía una punzada de pánico al recordar que la pequeña se equivocaba, porque en el único enfrentamiento con Leck se quedó inerme. Aun así, Gramilla no estaba tan indefensa como todo eso. Porque en una ocasión, cuando Parche le tomó el pelo acerca del cuchillo que llevaba envainado en el cinturón (el mismo, largo como su antebrazo, que la niña llevaba encima desde el día en que Po y Katsa la encontraron en el bosque de Leck), Katsa decidió que había llegado el momento de conseguir que Gramilla fuera peligrosa, o al menos todo lo peligrosa que pudiera llegar a ser. Qué absurdo era que en los siete reinos las personas más vulnerables y más débiles —las mujeres y las chicas— fueran desarmadas y no las enseñaran a luchar, mientras que a los fuertes se los adiestraba hasta el límite de sus posibilidades.

Así pues, Katsa entrenó a la niña. En primer lugar, a sentirse cómoda con el cuchillo en la mano, y luego a sujetarlo como era debido para que no se le resbalara de los dedos, y a sostenerlo con desenvoltura, como si fuera una prolongación del brazo. Pese a ello, la primera lección le dio más problemas a la pequeña de lo que Katsa esperaba, puesto que el cuchillo pesaba bastante y, además, estaba muy afilado. Como a Gramilla le ponía nerviosa llevar un arma desenfundada en una nave que no dejaba de dar bandazos y balancearse, aferraba la empuñadura con demasiada fuerza; la apretaba tanto que le dolía el brazo y se le hicieron ampollas en la palma de la mano.

—Le tienes miedo a tu propia arma —le advirtió Katsa.

—Me da miedo caerme encima o hacer daño a alguien sin querer —admitió Gramilla.

—Eso es normal, pero hay tantas probabilidades de que pierdas el control del arma si la aprietas demasiado, como si la coges muy floja. Afloja los dedos, pequeña, no se te caerá si la sostienes como te he enseñado.

Y la niña relajaba la mano con la que cogía el cuchillo, hasta que el barco daba otro bandazo o se acercaba un marinero; entonces olvidaba lo que Katsa le había dicho y aferraba el arma con todas sus fuerzas.

En vista de la situación, Katsa cambió de táctica: puso fin a las lecciones en sí y, por el contrario, indicó a Gramilla que paseara toda la tarde por el barco con el arma en la mano durante varios días. Cuchillo en mano, la niña visitaba a los marineros, que eran sus amigos, subía la escalera que iba de una cubierta a otra, comía en la cocina y observaba cómo Katsa trepaba por los aparejos. Al principio suspiraba cada dos por tres y se cambiaba el cuchillo de mano con torpeza. Pero luego, al cabo de un par de días, ya no parecía incomodarla tanto, y algunos días después sostenía el cuchillo a un costado con soltura, no porque olvidara que lo llevaba (pues Katsa se daba cuenta del cuidado con que la pequeña asía el arma cuando el barco cabeceaba o había un amigo cerca), sino que lo hacía con comodidad, con confianza. Y ahora, por fin, había llegado el momento de que la niña aprendiera a utilizar el acero que empuñaba.

A partir de entonces el aprendizaje progresó poco a poco, porque Gramilla era constante y resuelta en sumo grado, pero carecía de una musculatura lo suficientemente entrenada para reaccionar ante lo que Katsa le exigía.

A veces la joven se veía en apuros para decidir qué enseñarle, porque entrenarla según la forma tradicional, de arremeter y parar ataques, tenía cierta utilidad, pero no mucha. Nunca aguantaría demasiado rato en una pelea si luchaba según las reglas habituales.

—Lo que tienes que hacer es infligir tanto dolor como sea posible y estar atenta por si tu adversario baja la defensa —la instruyó.

—Y no hacer caso del propio dolor como mejor pueda —añadió Jem.

El chico colaboraba en los entrenamientos, como también lo hacía Oso y cualquier otro marinero que dispusiera de un rato libre. Algunos días, después de las comidas, las clases servían de pasatiempo a los hombres que trabajaban en la cocina; cuando hacía buen tiempo, eran un entretenimiento del que se disfrutaba en un rincón de la cubierta. No todos los marineros entendían por qué una niña tenía que aprender a luchar, pero ninguno de ellos se burló de sus esfuerzos, ni siquiera porque los métodos que Katsa la animaba a utilizar fueran tan poco dignos como morder, arañar y tirar del pelo.

—No es necesario ser muy fuerte para hundir los pulgares en los ojos de un hombre —decía Katsa—. Sin embargo, es muy doloroso y causa estragos.

—Pero es denigrante —arguyó la niña.

—Alguien de tu talla no puede permitirse el lujo de luchar limpiamente, Gramilla.

—No digo que no vaya a hacerlo, pero insisto en que es denigrante.

La joven le enseñó cuáles eran los lugares del cuerpo en los que debía acuchillar a un hombre si quería matarlo —la garganta, el cuello, el estómago, los ojos—, los sitios fáciles que requerían menos fuerza; la aleccionó en cómo ocultar una daga pequeña en la bota y sacarla con rapidez; cómo clavar un cuchillo con las dos manos o sujetar un arma en cada mano; y cómo evitar que se le cayera el arma en medio del arrebato y el caos de un ataque cuando todo ocurría tan deprisa que la mente no era capaz de seguir la secuencia de los hechos.

—¡Así se hace! —gritó un día Rojo cuando Gramilla propinó con éxito un codazo a Oso en la ingle, que obligó al hombretón a encorvarse al tiempo que soltaba un gruñido.

—Y ahora que está distraído, ¿qué harías? —preguntó Katsa.

—Clavarle el cuchillo en el cuello —contestó la niña.

—Eso es.

—Es una chiquitina muy valiente —comentó Rojo en tono aprobador.

Lo era. Tan chiquitina, tan, tan pequeña, que Katsa era consciente —al igual que todos los marineros— de cuánta suerte necesitaría Gramilla si debía defenderse de un atacante. Sin embargo, lo que estaba aprendiendo le daría una oportunidad si tenía que luchar. Del mismo modo la seguridad en sí misma, que adquiría poco a poco, le serviría de mucho, y los gritos de ánimo de los marineros también la ayudarían; más de lo que imaginaban.

—Claro que nunca necesitará recurrir a estas habilidades —añadió Rojo—. Una princesa de Monmar dispondrá siempre de una guardia personal.

Katsa se calló las primeras palabras que le vinieron a la mente y comentó:

—A mí me parece que siempre será mejor que una cría tenga estos conocimientos, aunque nunca los necesite, que carezca de ellos y le hagan falta algún día.

—En eso tiene razón, alteza. Nadie puede saberlo mejor que usted o el príncipe Po. Imagino que entre ustedes dos serían capaces de preparar en un pispas a un tropel de críos y formar con ellos un ejército.

La imagen de Po, mareado e inestable, surgió como un fogonazo en la mente de Katsa, pero la rechazó. Fue a comprobar cómo estaba Oso y se concentró en la siguiente práctica de Gramilla.