Capítulo 32

La impresión que causó en Katsa el primer golpe de vista del mar fue semejante a la que experimentó la primera vez que vio las montañas, aunque éstas no guardaban ningún parecido con aquél. Las montañas eran silenciosas, mientras que el mar era una alternancia sucesiva de sonidos impetuosos y de calmas; las montañas eran altas, y el mar, una extensión llana que llegaba tan lejos en el horizonte que le sorprendió que no se divisaran los guiños de las luces titilantes de alguna tierra remota. No se parecían en nada. Pero era incapaz de apartar los ojos del agua o dejar de respirar hondo el aire marino, un efecto similar al que le produjeron las montañas.

El trozo de tela que la joven llevaba atado sobre el ojo verde le limitaba la visión, y tenía que refrenar las ganas de quitárselo, pero no se atrevió después de haber llegado tan lejos, en primer lugar por las afueras de la ciudad y después a través de las calles de la población. Siempre viajaron de noche y nadie las reconoció (que era tanto como decir que no se había visto en el compromiso de matar a nadie). Tan sólo tuvo lugar alguna que otra reyerta aquí y allá al cruzarse en una calle oscura con maleantes que sentían demasiada curiosidad por dos chicos que, a medianoche, se dirigían con rapidez y sigilo hacia el sur, en dirección al mar.

Pero en ningún momento las identificaron, ni representaron un impedimento que Katsa no pudiera resolver sin levantar sospechas.

Estaban en Cantil del Solejar, la ciudad portuaria más grande de Meridia y la que tenía mayor tráfico marítimo y comercial. Una ciudad que, de noche, le pareció a Katsa sombría y decadente, de innumerables calles angostas y sucias que más parecía que fueran a conducirlas a una prisión o a un barrio bajo, en vez de acercarlas a aquella extensión de agua. Agua que se dilataba y la inundaba, que le borraba de la conciencia ladrones, borrachos, calles sórdidas y edificios en ruinas que había a sus espaldas.

—¿Cómo vamos a encontrar un barco lenita? —preguntó Gramilla.

—Un barco lenita simplemente, no. Un barco lenita que no haya estado en Monmar hace poco —puntualizó Katsa.

—Podría ir a echar un vistazo y tú puedes quedarte escondida —propuso Gramilla.

—Rotundamente no. Este sitio no es seguro, aunque no fueras quien eres, aunque no fuera de noche, ni aunque no tuvieras la edad que tienes.

Gramilla se ciñó con los brazos y le dio la espalda al aire.

—Envidio tu gracia —exclamó.

—Vamos, debemos encontrar un barco esta noche o mañana pasaremos todo el día escondidas delante de las narices de miles de personas.

Atrajo a Gramilla y la rodeó con el brazo en actitud protectora. De ese modo cruzaron por las piedras hasta las calles y enfilaron las escaleras que bajaban a los muelles.

Los muelles resultaban impresionantes por la noche. Los barcos eran formas oscuras y grandes, como castillos que se alzaban sobre el mar, provistos de mástiles que semejaban esqueletos y velas que gualdrapeaban, y donde resonaban voces de hombres invisibles en lo alto de los aparejos.

Cada barco era un pequeño reino que disponía de sus propios centinelas montando guardia delante de la pasarela, espada en mano, y de marineros que iban y venían por la cubierta o se reunían en tierra alrededor de pequeñas fogatas. De modo que si dos chicos pasaban frente a los barcos, arrebujados para protegerse del frío y cargados con un par de bolsas ajadas, no llamarían mucho la atención en aquel escenario porque los tomarían por muchachos fugados de casa o indigentes que buscaban trabajo o pasaje.

Un acento familiar en la conversación que sostenía un grupo de guardias llamó la atención de Katsa. Gramilla la miró con expresión sorprendida.

—Lo he oído —dijo la joven—. Seguiremos andando, pero acuérdate de ese barco.

—¿Por qué no hablamos con ellos?

—Son cuatro y hay muchos otros cerca. Si surgen problemas, no podré solucionarlos sin hacer ruido.

En ese momento Katsa echó en falta la gracia de Po, porque así habrían sabido si las habían reconocido y qué importancia revestía ese hecho. De estar Po allí, descubriría con una simple pregunta si era seguro tratar con esos guardias lenitas.

Claro que si Po estuviera allí, las dificultades para pasar inadvertidos se multiplicarían de forma considerable; porque, entre los ojos del príncipe, los aros de las orejas y el acento, incluso el modo de comportarse, habría hecho falta taparle la cabeza con un saco para no llamar la atención. Pero quizá los marineros lenitas habrían hecho cualquier cosa que deseara su príncipe a pesar de lo que hubieran oído contar. Katsa notaba la frialdad del anillo de Po contra la piel del pecho, el anillo con el mismo motivo grabado que el que el príncipe lucía en los brazos. Aquel anillo suponía el pase para ellas si algún barco lenita tenía intención de prestarles servicio de forma voluntaria, en vez de ser la respuesta a la amenaza de su gracia o al peso de la bolsa de dinero. No obstante, de ser necesario, capitularía a cualquiera de las dos cosas, ya fuera su gracia o la bolsa.

A todo esto pasaron junto a un grupo de embarcaciones más pequeñas, donde los guardias parecían metidos en una suerte de competición fanfarrona entre ellos. Uno de los grupos era oestense y el otro…

—Monmardos —susurró Gramilla, y aunque Katsa no alteró el paso, se le aguzaron los sentidos y todo el cuerpo le hormigueó, preparado para actuar; el estado de alerta no remitió hasta que hubieron dejado atrás esos barcos y algunos más.

Siguieron caminando y se confundieron con la oscuridad.

Sentado al borde de un pantalán de madera y con las piernas colgando sobre el agua, había un marinero que estaba solo. El embarcadero en el que se hallaba conducía a un barco donde reinaba una desusada actividad, con la cubierta repleta de hombres y chicos. Hombres y chicos lenitas, porque, a la luz de los faroles, Katsa les atisbo destellos dorados en las orejas y en las manos. No entendía nada de barcos, pero dedujo que aquél acababa de atracar o estaba a punto de zarpar.

—¿Los barcos parten en plena noche? —preguntó.

—No tengo ni idea —contestó Gramilla.

—Deprisa. Si se preparan para zarpar, tanto mejor.

Y si ese marinero les ocasionaba problemas, lo echaría al agua con la esperanza de que los hombres que se afanaban de aquí para allá en la cubierta del barco no advirtieran su ausencia. Katsa subió al pantalán, con Gramilla pisándole los talones. El hombre reparó en ellas de inmediato y se llevó la mano al cinturón.

—Tranquilo, marinero —dijo la joven en voz baja—. Sólo queremos hacerte unas preguntas.

El hombre no dijo nada ni apartó la mano del cinturón, pero les dejó que se acercaran. Katsa se sentó a su lado y él se desplazó, con el cuerpo un poco ladeado; de esa manera tenía una posición más adecuada en caso de que decidiera utilizar el cuchillo. Gramilla se sentó junto a su compañera, de forma que el cuerpo de ésta la ocultaba al marinero. Katsa dio gracias para sus adentros de que estuviera oscuro y por llevar gruesas prendas de abrigo que le enmascaraban la cara y el cuerpo.

—¿En qué puerto habéis estado antes de venir aquí, marinero? —le preguntó al hombre.

—En Burgo de Ror —contestó con una voz poco más profunda que la suya, y ella comprendió que no se trataba de un hombre adulto, sino de un muchacho; un chico corpulento y alto, pero más joven que ella.

—¿Zarpáis esta noche?

—Sí.

—¿Adónde os dirigís?

—A Porto Sol y Abra del Sur, Porto Oeste y, de nuevo, a Burgo de Ror.

—¿Y no vais a Porto Mon?

—No tenemos ninguna mercancía para comerciar con Monmar esta vez.

—¿Tenéis noticias de ese reino?

—Es evidente que estamos en un barco lenita. Buscad un barco monmardo si lo que buscáis son noticias de Monmar.

—¿Qué clase de hombre es vuestro capitán? ¿Qué transportáis?

—Son ya muchas preguntas —dijo el chico—. Quieres noticias de Monmar e información sobre nuestro capitán. Quieres saber dónde hemos estado y lo que transportamos. ¿Acaso Murgon emplea ahora niños como espías?

—No tengo ni idea de a quién emplea Murgon como espías. Buscamos pasaje —repuso Katsa—. Vamos al oeste.

—No estáis de suerte. No necesitamos más tripulación y por vuestro aspecto no parece que seáis de los que pagan.

—¿De veras? Estás dotado de visión nocturna, al parecer.

—Os veo lo suficiente para identificaros como un par de galopines que han tenido una buena agarrada, a juzgar por ese vendaje que llevas en el ojo.

—Podemos pagar.

El chico vaciló y añadió:

—O sois unos mentirosos o unos ladrones. Apostaría que las dos cosas.

—Pues no somos ni lo uno ni lo otro. Katsa metió la mano en el bolsillo de la chaqueta para sacar la bolsa del dinero.

El chico desenvainó el cuchillo y se incorporó de un brinco.

—Tranquilo, marinero, sólo buscaba mi bolsa —advirtió la joven con ánimo apaciguador—. Si quieres, puedes cogerla tú mismo del bolsillo. Adelante, hazlo —lo animó al verlo indeciso—. Pondré las manos en alto y mi amigo se apartará.

Gramilla se puso de pie y retrocedió unos pasos, complaciente, y Katsa se incorporó con los brazos separados del cuerpo. El chico dudó un instante más, pero después alargó la mano hacia el bolsillo. Mientras hurgaba para dar con la bolsa, con la otra mano sostenía el cuchillo debajo de la garganta de Katsa, quien se dijo que debería aparentar nerviosismo; una razón más para agradecer la oscuridad, pues así el chico no le veía la cara.

Con la bolsa del dinero por fin en la mano, el marinero retrocedió un par de pasos, la abrió y la sacudió de forma que le cayeron en la palma unas cuantas monedas de oro. Las examinó a la luz de la luna y después a la luz de la fogata que brillaba débilmente en tierra.

—Esto es oro lenita —dijo—. No sólo sois unos ladrones, sino ladrones que han robado a hombres lenitas.

—Condúcenos ante tu capitán y deja que sea él quien decida si acepta o no nuestro oro. Si lo haces, una pieza de la bolsa será tuya, sea cual fuere la decisión que tome él.

Katsa esperó mientras el muchacho se lo pensaba. A decir verdad, poco importaba si aceptaba sus condiciones o se negaba a colaborar, porque no iba a encontrar un barco más adecuado para sus propósitos que aquél. Estaba decidida a viajar en él de un modo u otro, aunque tuviera que atizar un porrazo al chico y subirlo a rastras por la pasarela mientras hacía oscilar el anillo de Po ante las narices de los guardias.

—De acuerdo —accedió el chico, que eligió una moneda del montón que tenía en la palma de la mano y se la guardó en la chaqueta—. Os llevaré ante la capitana Faun, pero os garantizo que iréis a parar de cabeza al calabozo del barco por robo. No creerá que habéis conseguido esto de forma honrada y no tenemos tiempo para dar parte a las autoridades de la ciudad sobre vosotros.

—¿Has dicho la capitana? —El detalle no le había pasado por alto a Katsa—. ¿Tenéis a una mujer como capitán?

—Una mujer, sí. Y tocada por la gracia.

Así que la capitana era una graceling. Katsa no habría sabido decir cuál de las dos cosas le había sorprendido más.

—¿Este barco es del rey, entonces?

—Es de ella.

—¿Cómo…?

—En Lenidia las personas tocadas por la gracia son libres, no son propiedad del rey. —La joven recordó entonces que Po le había explicado esa particularidad—. ¿Venís o vamos a quedarnos aquí charlando? —inquirió el chico.

—¿Qué don tiene?

El chico se apartó a un lado y les hizo señas con el cuchillo para que fueran delante.

—¡Vamos! —apremió.

Así que Katsa y Gramilla se adelantaron por el pantalán, pero la joven esperó a que le diera una respuesta. Porque antes de llegar donde estaban los guardias, quería saber si esa capitana era una mentalista o tal vez una buena luchadora, y decidir si seguían adelante o empujaba al chico al agua y huían.

Un poco más adelante, los guardias charlaban y se reían de algo gracioso. Agitada por el viento, la llama de la antorcha que uno de ellos sostenía en la mano oscilaba y arrojaba destellos sobre aquellos rostros rudos, los torsos fornidos y las espadas desenvainadas…

Gramilla soltó un grito ahogado apenas audible, pero Katsa la oyó y, al mirar de soslayo a la niña, vio que estaba asustada. La joven le puso la mano en el hombro y se lo apretó.

—Será un don para la natación —dijo, como sin darle importancia, al muchacho que iba detrás de ellas—, o alguna habilidad para la navegación. ¿Me equivoco?

—Su gracia es la razón de que zarpemos hoy en plena noche —comentó el chico—. Percibe las tormentas antes de que descarguen, así que salimos ahora para dejar atrás una ventisca que se acerca por el este. Una pronosticadora del tiempo…

Los dones relacionados con la presciencia eran mejores que los mentalistas; mejores con mucho, pero aun así el descubrimiento le produjo a Katsa un escalofrío en la columna vertebral. En cualquier caso, la profesión de esa capitana era acorde con su don y en nada adversa a los propósitos de Katsa, sino que hasta podría ser ventajosa. Conocería a esa tal capitana Faun y calibraría su valía antes de decidir qué contarle y qué no. Los guardias los miraron con atención al verlos aproximarse. Uno de ellos les acercó la antorcha a la cara. Katsa pegó la barbilla al cuello de la chaqueta y le sostuvo la mirada con el único ojo que se le veía.

—¿Qué nos traes a bordo, Jem? —preguntó el hombre.

—Los llevo a presencia de la capitana —contestó el chico.

—¿Prisioneros tal vez?

—Prisioneros o pasajeros. La capitana decidirá.

El guardia hizo una seña a uno de sus compañeros.

—Ve con ellos, Oso —ordenó—. Cuida de que nuestro joven Jem no corra peligro alguno.

—Puedo arreglármelas solo —replicó el muchacho.

—Pues claro que sí, pero Oso también puede arreglárselas solo y contigo, con tus dos prisioneros y llevar una espada y una luz, todo al mismo tiempo. Y, además, mantener a salvo a nuestra capitana.

Quizá Jem estuvo a punto de protestar, pero ante la mención de la capitana se limitó a asentir con la cabeza. De manera que se puso al frente del grupo y condujo a Katsa y a Gramilla por la pasarela que subía al barco. Oso cerraba la marcha balanceando la espada con una mano y sosteniendo un farol con la otra; era uno de los hombres más grandes que Katsa había visto en su vida. Al acceder a la cubierta de la nave, los marineros se hicieron a un lado, en parte para mirar a los dos pequeños y desaliñados desconocidos, y en parte para esquivar a Oso.

—¿Qué es esto, Jem? —preguntaban.

—Vamos a ver a la capitana —respondía el chico una y otra vez, y los hombres se alejaban y retomaban sus quehaceres.

La cubierta era larga y estaba abarrotada de hombres atareados, que se abrían paso a empujones, y de formas desconocidas que surgían borrosas todo en derredor y producían sombras raras iluminadas por la luz del farol de Oso. A todo esto, una vela descendió de súbito al descolgarse de su confinamiento en las jarcias; ondeó por encima de la cabeza de Katsa, fulgurando con un luminoso color gris que le daba el aspecto de un ave colosal que intentara romper la correa que la sujetaba, para alzar el vuelo hacia el cielo; pero entonces volvió a subir con igual ímpetu hasta quedar plegada y atada en su sitio. Katsa no sabía lo que significaba todo aquello, toda esa actividad, pero experimentaba una especie de excitación por lo que tenía de extraño, por la urgencia, por las voces que gritaban órdenes que no conocía, por el viento racheado y por el suelo que daba bandazos y se mecía.

Pese a ello, sólo necesitó dar un par de pasos para acostumbrarse a la inclinación y al balanceo de la cubierta. Gramilla no se sentía tan cómoda como ella y, además, su continua sensación de alarma ante los acontecimientos que se sucedían alrededor no la ayudaba a mantener el equilibrio. Finalmente, Katsa agarró a la niña y la arrimó contra sí; Gramilla se apoyó en ella, aliviada, y dejó que su protectora asumiera la tarea de mantenerla derecha. Al fin Jem se detuvo delante de una abertura en el suelo de la cubierta.

—Seguidme —indicó.

Sujetó el cuchillo entre los dientes, se introdujo en la oscuridad de la abertura y desapareció. Katsa fue tras él, confiando en que la escalera que no veía se le materializara bajo manos y pies, aunque hizo un alto, y, girándose, ayudó a la niña a bajar los peldaños. Oso fue el último en bajar; la luz del farol proyectaba las sombras de los cuatro contra las paredes del angosto corredor al que conducía la escalera.

Mientras seguían a la oscura silueta de Jem pasillo adelante, Gramilla se arrimó a Katsa y le recostó el rostro contra el pecho. Sí, ahí abajo el aire estaba viciado y era desagradable. Katsa había oído decir que la gente se acostumbraba a los barcos; por consiguiente, hasta que Gramilla lo estuviera, la ayudaría a mantenerse derecha y a respirar adecuadamente.

Jem iba dejando atrás puertas pintadas de negro y se encaminaba hacia un rectángulo de luz anaranjada que Katsa imaginó que conducía al alojamiento de la capitana graceling. Del hueco iluminado salían voces, y una de ellas era firme, autoritaria y femenina. Cuando llegaron a la puerta, la conversación cesó. Desde su posición detrás del muchacho, Katsa oyó la voz de la mujer:

—¿Qué ocurre, Jem?

—Con su permiso, capitana. Estos dos chicos emeridios quieren comprar pasaje para el oeste, pero no me fío de su oro.

—¿Y qué tiene de malo ese oro?

—Es oro lenita, capitana, y en mi opinión, llevan más de lo que deberían tener.

—Hazlos pasar y enséñame las monedas —ordenó la mujer.

Siguieron a Jem al interior de una estancia bien iluminada que a Katsa le recordó uno de los cuartos de trabajo de Raffin, siempre abarrotados de libros abiertos, botellas con líquidos de colores raros y experimentos extraños que ella no entendía. Aunque aquí, en lugar de libros, había mapas y cartas de navegación, y en vez de botellas, el espacio lo ocupaban instrumentos de cobre y de oro, desconocidos también para ella; en lugar de hierbas, había cuerdas, sogas, ganchos, redes… Objetos que la joven sabía que eran propios de los barcos, pero que, al igual que le ocurría con los experimentos de Raffin, no tenía la menor idea de su finalidad. Una cama estrecha ocupaba un rincón del cuarto, con un arcón a los pies. En eso también se parecía al laboratorio de Raffin, porque de vez en cuando su primo se quedaba a dormir allí, en una cama que instaló a propósito para esas noches, en las que tenía la mente más centrada en el trabajo que en su comodidad.

La capitana estaba de pie junto a una mesa y, a su lado, había un marinero casi tan grande como Oso; tenían un mapa desplegado ante ambos. Ella era una mujer madura, que había pasado la edad de engendrar hijos, de cabello de un color gris acerado, sujeto en un moño bajo; vestía como los otros marineros: pantalón y chaqueta de color marrón, botas recias y un cuchillo al cinto; el ojo izquierdo era gris claro y el derecho, de una tonalidad azul tan intensa como el que Katsa llevaba descubierto; la expresión de la mujer era severa y la mirada que asestó a los supuestos chicos desconocidos, penetrante e intensa. Por primera vez, en aquel camarote iluminado y con los centelleantes ojos de la capitana clavados en ellas, Katsa tuvo la impresión de que los disfraces ya no les servían de nada.

Jem soltó las monedas de Katsa en la mano extendida de la capitana.

—Hay muchas más en esta bolsa, capitana.

La mujer examinó el oro que sostenía en la mano y después entornó los ojos y escudriñó a Katsa y a Gramilla.

—¿De dónde lo habéis sacado?

—Somos amigos del príncipe Granemalion, de Lenidia —contestó Katsa—. El oro es suyo.

—Oh, sí, amigos del príncipe Po, claro —resopló con sorna el corpulento marinero que estaba junto a la capitana.

—Si le habéis robado a nuestro príncipe… —insinuó Jem.

Pero la capitana Faun lo hizo callar, alzando una mano, y después miró a Katsa con tanta dureza que la joven sintió como si los ojos de la mujer le escarbaran el cráneo hasta el fondo. Le observó la chaqueta, el cinturón, los pantalones y las botas, y ella se sintió desnuda bajo la mirada inquisitiva e inteligente de aquellos iris desiguales.

—¿Esperas que me crea que el príncipe Po dio una bolsa de oro a dos andrajosos muchachos emeridios? —preguntó por fin la capitana.

—Creo que ya sabe que no somos unos muchachos emeridios —contestó Katsa al tiempo que se llevaba la mano hacia el cuello de la chaqueta—. Me dio su anillo para que nos creyeran.

Se sacó el cordón por la cabeza y sostuvo el anillo en alto para que Faun lo viera. Reparó en el gesto conmocionado de la mujer, pero las voces indignadas de Jem y Oso la alertaron de que se iba a armar una buena en el camarote. Los dos hombres se abalanzaron sobre ella, Jem blandiendo el cuchillo y Oso, la espada; el marinero que estaba al lado de la capitana también había desenvainado un arma.

Po podría haberle advertido de que la locura se apoderaba de sus compatriotas al ver un anillo suyo; no obstante, en ese momento tenía que actuar y después ya pensaría en la irritación que sentía. Envió a Gramilla hacia un rincón, de forma que interpuso su propio cuerpo entre la niña y todos los demás que se encontraban en el camarote, se volvió e interceptó el brazo con el que Jem empuñaba el cuchillo con tanta fuerza que el chico soltó un grito y dejó caer el arma al suelo. Katsa lo zancadilleó, esquivó la arremetida de Oso con la espada y le lanzó un punterazo contra la cabeza. Cuando el corpachón del marinero se desplomó en el suelo, Katsa empuñaba ya el cuchillo de Jem sosteniéndolo pegado al cuello del chico; entonces ensartó con la punta del pie la espada de Oso, la impulsó en el aire, la asió con la mano libre y la enfiló hacia el tercer marinero, que se encontraba fuera del alcance del arma, con el cuchillo en la mano, a punto de saltar sobre ella. El anillo todavía se balanceaba en el cordón, en la misma mano con la que Katsa sujetaba la espada, y era la joya lo que mantenía fija la atención de la capitana.

—Quieto ahí —le dijo Katsa al marinero que quedaba en pie—. No quiero hacerte daño, y no somos ladrones.

—El príncipe Po jamás habría entregado ese anillo a un galopín emeridio —jadeó Jem.

—Y tú tienes en muy poco a tu príncipe graceling si crees que un golfillo emeridio podría haberle robado —replicó Katsa, que le clavó la rodilla en la espalda.

—De acuerdo —intervino la capitana—. Ya está bien. Tire esas armas, señora, y suelte a mi hombre.

—Como ese otro tipo se me acerque, acabará dormido junto a Oso —advirtió Katsa.

—Vuelve aquí, Parche, y baja ese cuchillo —ordenó la capitana al marinero—. ¡Hazlo! —insistió en tono cortante ante la vacilación del hombre; éste asestó a Katsa una mirada desagradable, pero obedeció.

La joven tiró las armas al suelo y Jem se puso de pie, se frotó la nuca y le lanzó una ojeada ceñuda. A Katsa se le ocurrieron unas cuantas perlas que le gustaría soltarle a Po y se colgó de nuevo el anillo al cuello.

—¿Qué le ha hecho exactamente a Oso? —preguntó la capitana.

—Volverá en sí enseguida.

—Más vale.

—Lo hará.

—Y ahora, explíquese —exigió la mujer—. Lo último que supimos de nuestro príncipe fue que se encontraba en Terramedia, en la corte del rey Randa, entrenándose con usted si no me equivoco.

En éstas se oyó un ruido en el rincón; todos se volvieron hacia allí y vieron que Gramilla estaba de rodillas, acurrucada contra la pared, vomitando en el suelo. Katsa se le acercó y la ayudó a incorporarse, y la niña se aferró a ella con torpeza.

—El suelo se mueve.

—Sí, ya te acostumbrarás —repuso Katsa.

—¿Cuándo? ¿Cuándo me acostumbraré a este movimiento?

—Ven, pequeña.

Katsa la llevó prácticamente en vilo a presencia de la mujer.

—Capitana Faun, ésta es la princesa Gramilla de Monmar —la presentó—, prima de Po. Y como ya ha deducido, yo soy Katsa de Terramedia.

—Y también imagino que a ese ojo no le ocurre absolutamente nada —comentó la capitana.

Katsa se quitó el trozo de tela que le tapaba el ojo verde y se encaró a la capitana; la mujer le sostuvo la mirada con frialdad. A continuación, se volvió hacia Parche y Jem, que la observaban atónitos al comprender quién era. Qué rasgos tan familiares en aquellas gentes, de cabello oscuro y aros en las orejas, así como la despreocupación con que la miraban a los ojos. La joven se enfrentó de nuevo a la capitana y le dijo:

—La princesa corre un gran peligro. Debo llevarla a Lenidia para esconderla de… De quienes quieren hacerle daño. Po me dijo que el capitán de algún barco de su reino nos auxiliaría cuando enseñara este anillo, pero si ustedes no están dispuestos a hacerlo, recurriré a todo el poder de mi gracia para que nos presten ayuda aunque sea a la fuerza.

Entrecerrados los ojos y con una expresión indescifrable, la capitana la observó muy intensamente y le pidió:

—Déjeme ver ese anillo más de cerca.

Katsa se le aproximó. No pensaba quitarse el anillo del cuello otra vez después de ver la reacción desproporcionada que había provocado al enseñarlo. Pero la capitana no le tenía miedo y alargó la mano para sostener el aro de oro entre los dedos; lo giró a un lado y a otro para verlo a la luz; lo soltó, y, volviendo a observar a Gramilla y a la joven, inquirió:

—¿Dónde está nuestro príncipe?

Katsa se lo planteó y decidió que, al menos, debía revelar parte de la verdad a aquella mujer.

—A cierta distancia de aquí, recuperándose de unas heridas.

—¿Se está muriendo?

—No, por supuesto que no —respondió Katsa, sobresaltada.

—Entonces ¿por qué le entregó este anillo?

—Ya se lo he dicho. Me lo dio para que un barco lenita nos ayudara.

—Tonterías. Si eso era lo único que quería, ¿por qué no le entregó el anillo del rey o el de la reina?

—No lo sé —replicó Katsa—. No conozco el significado de los anillos, aparte de a quién representa cada uno de ellos. Este fue el que eligió entregarme.

—¡Bah! —resopló la capitana. Katsa apretó los dientes y se dispuso a soltar un comentario muy cáustico, pero Gramilla se le adelantó:

—Po le dio el anillo a Katsa —dijo con aire desdichado. Tenía la voz entrecortada y mantenía una postura encogida—. Po quería que ella lo tuviera. Y ya que no le explicó lo que significa, usted debería hacerlo por él.

De inmediato. Dio la impresión de que la capitana evaluaba a Gramilla, que irguió la cabeza, en un gesto severo y obstinado. La mujer suspiró y les dio una explicación:

—No es habitual que un lenita se desprenda de uno de sus anillos y es insólito que entregue su propio anillo, el que lo representa. Dar ese anillo es renunciar a su identidad. Princesa Gramilla, su dama lleva colgado al cuello el anillo del séptimo príncipe de Lenidia. Si el príncipe Po le hubiera entregado realmente ese anillo, significaría que ha renunciado a su principado; dejaría de ser un príncipe de Lenidia para convertirla en princesa a ella, cediéndole así su castillo y su herencia.

Katsa la escuchaba petrificada. Tiró de una silla y se derrumbó en ella.

—No puede ser —susurró.

—Ni un lenita entre mil daría esa clase de anillo —aseguró la capitana—. La mayoría se lo lleva a la tumba en el mar. Pero de vez en cuando, si una mujer se está muriendo y desea que una hermana suya ocupe su lugar como madre de sus hijos, o si un comerciante se está muriendo y quiere que su tienda sea para un amigo, o si un príncipe, que se está muriendo, quiere cambiar la línea de sucesión, un lenita, en alguna de esas circunstancias, entregaría su anillo como regalo. —La capitana dedicó una mirada furiosa a Katsa—. Los lenitas amamos a nuestros príncipes, sobre todo al más joven, el príncipe graceling. Robar el anillo del príncipe Po se consideraría un delito atroz.

Pero Katsa meneaba la cabeza, estupefacta, sin entender que Po hubiera hecho algo así y porque le daba miedo la frase que la capitana no dejaba de repetir una y otra vez:

«Se está muriendo».

Po no se estaba muriendo.

—No lo quiero —musitó—. Que me lo diera y no me explicara…

Gramilla se reclinó sobre la mesa, con la tez cenicienta, y gimió.

—Katsa, no te preocupes. Ten por seguro que tendría una razón para hacerlo.

—Pero ¿qué razón podría ser? Las heridas no parecían tan graves…

—Katsa, recuerda. —En el tono paciente de la niña había un dejo de cansancio—. Te dio el anillo antes de que lo hirieran, por lo tanto no es tan raro que lo hiciera sabiendo que podía morir en el enfrentamiento.

Ante semejante reflexión, la joven comprendió el significado de la actitud de Po y se llevó la mano al cuello. Era muy propio de él. Y de pronto se encontró luchando para contener las lágrimas porque era la clase de locura que a él se le metería en la cabeza cometer; una decisión demencial, absurda y demasiado considerada, además de innecesaria.

—Cielos benditos, ¿por qué no me lo dijo?

—Si lo hubiera hecho, no habrías querido aceptarlo —argumentó la niña.

—Tienes razón, no me lo habría quedado. ¿Me imaginas aceptando algo así de Po? ¿Me ves accediendo a una cosa semejante? E hizo bien al entregarlo, porque va a morir. Lo mataré en cuanto lo vea por actuar de ese modo, y por asustarme, y por no contarme lo que significa.

—Claro que lo matarás —aseguró Gramilla con ánimo de apaciguarla.

—Espero que no sea algo definitivo, ¿verdad? —preguntó Katsa a la capitana. Pero reparó en que la mujer la miraba de otro modo. Y también Parche y Jem. Todos se habían quedado pálidos, y en los ojos de los tres se reflejaba una mezcla de conmoción y de sosiego. La creían, daban por cierto que no robó el anillo y que su príncipe se lo entregó de buen grado. Y Katsa sintió un gran alivio al saber que Gramilla y ella dejaban atrás parte de la terrible experiencia que habían vivido—. Podré devolvérselo, ¿no es cierto? —le preguntó a la capitana.

La mujer carraspeó y asintió con la cabeza:

—Sí, alteza.

—Por todos los mares —gimió Katsa, consternada—. No me llame así.

—Podrá devolvérselo en cualquier momento, princesa, o dárselo a cualquier otra persona. Y él puede recuperarlo. Entretanto, su posición la faculta para actuar con todo el poder y la autoridad de una princesa lenita. Y nuestro deber es ponernos a sus órdenes y cumplir sus deseos.

—Me daré por satisfecha si nos lleva cuanto antes al castillo de Po, en la costa occidental —dijo Katsa—. Y deje de llamarme princesa.

—Ahora es su castillo, alteza.

Dado el genio vivo que tenía, Katsa estaba que echaba chispas porque no deseaba ese tratamiento; pero antes de que manifestara su desaprobación, un hombre repicó en el marco de la puerta.

—Estamos listos, capitana.

Katsa apartó a Gramilla a un lado cuando, al escuchar tales palabras, se desató de repente una febril actividad en la estancia y la capitana empezó a bramar órdenes.

—Parche, vuelve a tu puesto y sácanos de aquí. Jem, ocúpate de Oso y limpia la suciedad de ese rincón. Hago falta en cubierta, alteza, pero suban las dos conmigo, si quieren.

La princesa Gramilla aguantará mejor el mareo arriba.

—Le he dicho que no me llame así.

La mujer no le hizo caso y se dirigió a la puerta. La joven aupó a Gramilla bajo el brazo y siguió a Faun pasillo adelante sin dejar de mirar con enojo la espalda de la capitana. Y entonces, en la negrura que reinaba al pie de la escalera, Faun se detuvo y se volvió hacia Katsa.

—Alteza, lo que esté haciendo aquí, y por qué va disfrazada, y por qué la niña princesa corre peligro sólo le incumbe a usted. No le pediré explicaciones. Pero si hay algo en lo que yo pueda serle útil, no tiene más que decirlo. Estoy por completo a su servicio.

Katsa se llevó la mano al pecho y tocó el aro de oro. A pesar de todo, agradecía el poder que le otorgaba si tal poder la ayudaba a servir a Gramilla. Y ésa podría ser también una explicación que justificaba el regalo de Po; a lo mejor sólo quería que gozara de plena autoridad para así proteger mejor a la pequeña. Sin embargo, no quería que todos los que estaban a bordo vieran el anillo que inspiraba tal adoración, ni que todo el mundo hablara de ello y la señalara y la tratara con tanta deferencia. Se aflojó el cuello de la chaqueta y guardó el anillo debajo.

—¿El príncipe Po se estaba recuperando de las heridas? —preguntó la capitana Faun.

Katsa percibió la preocupación —preocupación de verdad— como si la mujer se interesara por un miembro de su propia familia. Tampoco se le pasó por alto el título, más difícil de separar del nombre de Po que de añadirlo al suyo.

—Se está recuperando —confirmó.

Y entonces se preguntó si los lenitas amarían tanto a su príncipe si supieran la verdad sobre su gracia. Todo lo ocurrido desde que había subido a bordo de ese barco era demasiado confuso. Y muchas de esas cosas le encogían el corazón. Ya en cubierta, condujo a Gramilla hacia un costado del barco y, desde allí, las dos respiraron el aire marino y contemplaron el oscuro centelleo del agua.