Capítulo 31

La posada se hallaba en lo que allí, al sur de Meridia, pasaba por ser un claro, pero que en cualquier otro sitio se habría considerado bosque. Había un espacio despejado entre robles y arces lo bastante amplio para albergar la hostería, un establo, un granero y una pequeña huerta, y el hueco a cielo abierto dejaba pasar la suficiente luz del sol para que en las ventanas del edificio se reflejaran los árboles que lo rodeaban.

No había ajetreo en la casa, aunque tampoco estaba vacía. El tránsito por Meridia era continuo en cualquier época del año, incluso iniciado ya el invierno y pese a hallarse en los aledaños de las montañas. Los caballos de tiro se afanaban camino del norte arrastrando carros cargados de barriles de sidra monmarda, o de madera noble de los bosques emeridios o de hielo de las cumbres orientales de Meridia. Los mercaderes llevaban tomates, uvas, albaricoques, joyería y adornos procedentes de Lenidia, así como pescado que sólo se capturaba en los mares de ese reino, y transportaban las mercancías hacia el norte por las calzadas que partían de las ciudades portuarias emeridias hasta Terramedia, y de allí a Oestia, Nordicia y Elestia. Desde estos mismos reinos, salían en dirección sur peces de agua dulce, grano, heno, maíz, patatas, zanahorias —todas las cosas que deseaba la gente que vivía en los bosques—, así como hierbas para condimentar, plantas medicinales, manzanas, peras y caballos que se embarcaban para trasladarlos a Lenidia y Monmar.

En ese momento había en el patio de la posada un carro cargado hasta arriba de barriles. A su lado, un mercader daba patadas en el suelo y se soplaba las manos. Los barriles no estaban marcados, y el aspecto del mercader era corriente, sin destacar en nada; vestía ropas normales y ninguno de los seis caballos de tiro llevaba marca de hierro ni adornos que indicaran de qué reino procedía. El posadero irrumpió en el patio con sus hijos, a los que indicó con gestos que se ocuparan de los caballos. Le gritó algo al mercader y las palabras se convirtieron en vaho en el aire. El mercader respondió del mismo modo, pero no alzó lo suficiente la voz para que llegara a la densa fronda que rodeaba el claro, desde donde Katsa y Gramilla observaban, agachadas.

—Es probable que sea monmardo y haya venido de alguno de los puertos, en viaje a través de Meridia —susurró Gramilla—. Lleva el carro muy lleno. Si procediera de uno de los otros reinos, ¿no crees que a estas alturas habría vendido algo de lo que quiera que transporte? A no ser que viniera de Lenidia, por supuesto. Pero por su aspecto no parece lenita, ¿verdad?

Katsa rebuscó en los mapas y repuso:

—Eso poco importa. Aunque lleguemos a la conclusión de que es de Nordicia o de Oestia, no sabemos quién más se hospeda en la posada ni quién llegará en cualquier momento. No podemos correr ese riesgo, al menos hasta que comprobemos si alguno de los bulos de tu padre se ha propagado hasta Meridia. Hemos pasado semanas en la montaña, pequeña, de modo que no tenemos la menor idea de lo que la gente ha oído contar.

—Es posible que el bulo no haya llegado tan lejos. Estamos a una distancia considerable de los puertos y del desfiladero, aparte de que este lugar está aislado.

—Cierto, pero tampoco nos interesa darles de qué hablar y que la noticia se difunda desfiladero de montaña arriba o llegue hasta las ciudades portuarias. Cuanto menos sepa Leck dónde hemos estado, mejor.

—En tal caso, no será seguro entrar en ninguna posada. Tendremos que ir desde aquí hasta Lenidia sin que nos vea nadie. —Katsa estudió los mapas y no contestó—. A menos que planees matar a todo aquel que nos vea —rezongó la niña—. Oh, Katsa, mira… Esa chica lleva huevos. Mmmm, haría lo que fuera por comerme uno.

Katsa observó a la chica que llevaba la cabeza descubierta y tiritaba, mientras se dirigía deprisa desde el granero hasta la posada, llevando colgado de un brazo un cesto de huevos. El posadero la llamó y le hizo gestos para que se acercara, y la chica, soltando el cesto al pie de un gran árbol, echó a correr hacia el hombre. El mercader y el posadero le pasaron una bolsa tras otra, y ella se las cargó a la espalda y en los hombros, hasta que Katsa casi no la veía, tapada como estaba por tantos bultos. La criada se encaminó a trompicones hacia la casa; poco después volvió a salir y los dos hombres la cargaron de nuevo.

Katsa contó los árboles dispersos que había entre su escondrijo y el cesto de huevos, y echó un vistazo a los restos de productos helados de la huerta. Entonces rebuscó otra vez en los mapas y sacó la lista de contactos que el Consejo tenía en Meridia.

—Sé dónde estamos —afirmó—. Hay una ciudad no muy lejos de aquí, quizás a unos dos días a pie. Según Raffin, hay un minorista que es simpatizante del Consejo. Creo que podríamos ir allí sin correr riesgos.

—Que sea simpatizante del Consejo no quita que sea incapaz de discernir la verdad de cualquier bulo que Leck esté propagando.

—Cierto —convino Katsa—. Pero necesitamos ropa e información. Y a ti te hace falta un baño caliente. Si fuera factible llegar a Lenidia sin toparnos con nadie, lo haríamos, pero es imposible. Y puestas a fiarnos de alguien, preferiría que fuera un simpatizante del Consejo.

—A ti te hace tanta falta un largo baño caliente como a mí —comentó Gramilla.

—Me hace falta un baño tanto como a ti, sí —sonrió Katsa—. Pero en mi caso no es necesario que sea caliente. No estoy dispuesta a meterte en cualquier poza helada para que enfermes y te mueras después de haber sobrevivido a todo lo que te has visto sometida. Y ahora, pequeña —añadió al ver que el mercader y el posadero se cargaban algunas bolsas al hombro y se iban hacia la entrada de la posada—, no te muevas de aquí hasta que yo vuelva.

—¿Dónde…? —murmuró Gramilla.

Pero la graceling, al resguardo de los enormes troncos y sin dejar de asomarse para vigilar la puerta y las ventanas de la posada, ya se desplazaba de árbol en árbol a la velocidad de un rayo.

Cuando poco después la joven y la niña reemprendían el viaje a través de la espesura emeridia, Katsa llevaba cuatro huevos metidos en una manga y una calabaza helada sobre el hombro. Esa noche la cena tuvo tintes de celebración.

Poco podía hacer Katsa para mejorar su aspecto o el de Gramilla cuando llegó el momento de llamar a la puerta del minorista, excepto limpiarse lo mejor posible la mugre y el polvo que llevaban en la cara, trenzar de mala manera el enredijo que era la melena de la niña y esperar a que oscureciera. Hacía demasiado frío para que Gramilla se despojara del remedo de chaqueta hecha con diferentes pieles, y ella misma, de las pieles de lobo que la cubrían; además, por impresionantes que pudieran resultar, eran menos sobrecogedoras que la chaqueta ensangrentada y desgarrada que ocultaban debajo de ellas.

Fue fácil localizar al minorista, ya que el edificio que albergaba su negocio era el más grande y ajetreado de la ciudad, salvo la posada. Ese individuo era un hombre de estatura y constitución medias; tenía una esposa resuelta y sensata, y un desmesurado número de hijos, cuyas edades abarcaban una amplia gama, desde los más pequeños hasta los que contaban los mismos años que Katsa e incluso mayores que ella. O al menos eso dedujo la joven mientras Gramilla y ella esperaban entre los árboles, a las afueras de la ciudad, que cayera la noche. El comercio era grande, y la casa pintada de marrón que se alzaba encima y detrás de éste, enorme; como no podía ser de otro modo para albergar a tantos hijos, fue la conclusión de Katsa. A medida que avanzaba el día y cuantos más niños salían del edificio para alimentar a las gallinas, o ayudar a los mercaderes a descargar los productos, a jugar y a pelear y a organizar trifulcas en el patio, la joven deseó que ese contacto del Consejo no se hubiera tomado tan al pie de la letra cumplir con su deber de procrear. Porque no sólo tendrían que esperar hasta que la quietud cayera sobre la ciudad, sino hasta que la mayoría de los hijos del minorista se durmieran si quería que la aparición de ellas dos en la vivienda no ocasionara un alboroto.

Cuando casi todas las casas estuvieron a oscuras y sólo se vio luz en una ventana del hogar del simpatizante del Consejo, Katsa y Gramilla salieron del abrigo de los árboles. Cruzaron el patio y se acercaron con sigilo a la puerta trasera. La joven se envolvió el puño con la manga y llamó a la sólida hoja de madera emeridia haciendo el menor ruido posible, pero confiando en que la oyeran. Un momento después la luz que se divisaba en la ventana se desplazó y enseguida en la puerta se abrió una rendija, mientras el minorista atisbaba por el resquicio a la luz de una vela que llevaba en la mano. Miró de arriba abajo a las dos figuras menudas y envueltas en pieles que había en el umbral de su casa, y sujetó el pestillo con mano firme.

—Si buscáis comida o cama encontraréis la posada al inicio de la calzada —masculló, malhumorado.

La primera pregunta que debía hacer Katsa era la más arriesgada y se armó de valor ante una respuesta indeseada.

—Lo que buscamos es información. ¿Le ha llegado alguna noticia de Monmar?

—Nada desde hace meses. En este rincón del bosque casi no tenemos noticias de Monmar.

Katsa dejó de contener la respiración y le pidió:

—Acérqueme la luz a la cara, minorista.

El hombre refunfuñó, pero extendió el brazo por el resquicio de la puerta y sostuvo la vela delante del rostro de Katsa. Primero entornó los ojos, pero enseguida los abrió de par en par y su actitud cambió por completo. En un instante había abierto la puerta, las había hecho pasar y echaba el pestillo tras ellas.

—Le pido disculpas, mi señora. —Le indicó una mesa y retiró las sillas—. Por favor, siéntese. ¡Marta! —llamó a su mujer, vuelto hacia la habitación contigua—. Trae comida —ordenó a la desconcertada esposa que apareció en el umbral—. Y más luz. Y despierta a…

—No —lo interrumpió Katsa con brusquedad—. No, por favor, no despierte a nadie. Nadie debe saber que estoy aquí.

—Por supuesto, mi señora. Tiene que perdonar mi… mi…

—No nos esperaba —lo tranquilizó Katsa—. Lo comprendemos.

—Por supuesto, por supuesto. Nos llegó la noticia de lo ocurrido en la corte del rey Randa, mi señora, y estábamos enterados de que pasaría por Meridia con el príncipe lenita. Pero en algún punto del camino los rumores les perdieron el rastro.

La mujer regresó a la estancia con apresuramiento y colocó una bandeja con pan y queso en la mesa. La seguía una joven de la edad de Katsa, más o menos, cargada con vasos y un jarro; un muchacho joven y más alto incluso que Raffin cerraba la marcha y se ocupó de encender las antorchas de las paredes alrededor de la mesa. Katsa oyó un quedo suspiro y echó un vistazo a Gramilla. La niña miraba fijamente, con los ojos muy abiertos, el pan y el queso que había en la mesa delante de ella, dándose cuenta de que Katsa la observaba.

—Pan… —susurró.

—Come, pequeña, come —le dijo Katsa, que no pudo por menos de sonreír.

—¡Claro, señorita! —intervino la mujer—. Coma todo cuanto quiera.

Katsa esperó a que todo el mundo se hubiera sentado y que Gramilla tuviera la boca llena de pan y queso, y entonces se dirigió a ambos:

—Necesitamos información. Necesitamos consejo. Necesitamos tomar un baño y algo de ropa, preferiblemente de chico, de la que puedan desprenderse. Y sobre todo, que nuestra presencia en esta ciudad quede en secreto.

—Estamos a su servicio, mi señora —contestó el minorista.

—En esta casa tenemos ropa de sobra para equipar a un ejército —añadió la esposa—. Así como todas las provisiones que necesite de la tienda. Y le proporcionaremos un caballo si quiere uno. Puede tener la seguridad de que guardaremos silencio, mi señora. Sabemos lo que ha hecho con su Consejo y haremos todo cuanto esté a nuestro alcance para ayudarla.

—Se lo agradecemos.

—¿Qué información busca, mi señora? —se interesó el hombre—. Apenas nos han llegado noticias de cualquiera de los reinos.

Katsa miró a Gramilla, que comía pan y queso como una descosida.

—Despacio, pequeña —aconsejó con aire ausente.

Se frotó la cabeza y se planteó cuánto desvelar a aquella familia emeridia. Había cosas que tenían que saber y, desde luego, la verdad era lo que con más probabilidad combatiría la influencia del engaño que Leck hubiera podido extender.

—Venimos de Monmar —apuntó—. Y hemos cruzado la cordillera por el desfiladero de Grella. —Sus palabras fueron recibidas con un profundo silencio y ojos desorbitados. Katsa suspiró—. Pues si eso les parece inaudito, el resto de nuestra historia no es menos increíble. Para serles sincera, no estoy segura de por dónde comenzar.

—Empieza por contarles lo de la gracia de Leck —intervino Gramilla con la boca llena de pan.

Katsa vio que la niña se chupaba las migas que se le habían pegado en los dedos, y se hallaba tan próxima a un estado de éxtasis que no echaría a perder ni siquiera la historia de la traición de su padre.

—De acuerdo —dijo—. Comenzaremos con la historia de la gracia de Leck.

Esa noche Katsa no se dio un baño, sino dos. El primero fue para librarse del polvo y desprender la primera capa de mugre, y el segundo, para quedar limpia de verdad. Gramilla hizo lo mismo. El minorista, su esposa y sus dos hijos mayores iban de aquí para allá en silencio y con eficiencia, ocupándose de llevar agua, calentarla, vaciar la bañera y quemar las ropas astrosas. Les proporcionaron prendas nuevas, atuendos de chico de tallas adecuadas; reunieron sombreros, chaquetas, tapabocas y guantes que sacaron de los armarios y del almacén; cortaron el cabello a Gramilla como si fuera un niño y recortaron el de Katsa para arreglárselo como lo llevaba antes.

La sensación de estar limpia era asombrosa. Katsa había perdido la cuenta de las veces que oyó suspirar a Gramilla, suspiros quedos por estar caliente y limpia, por asearse con jabón, por el sabor a pan en la boca y la sensación de ese mismo pan en el estómago.

—Me temo que esta noche no vamos a dormir mucho, pequeña —comentó la joven—. Hemos de abandonar esta casa antes de que los restantes miembros de la familia se despierten por la mañana.

—¿Y crees que eso me molesta? Estas horas han sido una bendición, así que la falta de sueño no tendrá importancia. Sin embargo, cuando ambas se acostaron en una cama por primera vez después de mucho tiempo —el lecho del minorista y de su mujer a pesar de las protestas de Katsa—, Gramilla se sumió en un sueño profundo, producto del agotamiento. Katsa permaneció tendida boca arriba e intentó que la respiración sosegada de su compañera de cama y la mullida blandura del colchón y de la almohada no la indujeran a creer, equivocadamente, que estaban a salvo. Porque pensó en las lagunas que había dejado en lo que había relatado esa noche. La familia del minorista estaba enterada, por lo tanto, del horror que encerraba la gracia del rey Leck, y conocía el asesinato de la reina Cinérea y los hechos que rodeaban el secuestro del príncipe Tealiff. Dedujeron, aunque Katsa no lo dijo de forma explícita, que la niña que comía pan y queso, como si nunca lo hubiera probado, era la princesa monmarda que huía de su padre, y fueron conscientes de que si Leck decidía propagar un bulo por Meridia, podía ocurrir que olvidaran todo lo que Katsa les había contado. La familia se maravilló, aceptó y entendió toda aquella historia.

No obstante, Katsa había omitido una verdad y había dicho una mentira. La verdad omitida era su punto de destino. Cabía la posibilidad de que Leck ofuscara a esta familia de manera que admitiera que la dama y la princesa habían llamado a su puerta y dormido bajo su techo, pero nunca conseguiría que le revelaran un destino que desconocían.

La mentira era que el príncipe lenita había muerto, asesinado por los guardias de Leck cuando intentó matar al rey monmardo. Katsa suponía que esa mentira era gastar saliva en vano, porque lo más probable era que la familia nunca tuviera ocasión de comentarlo. Pero siempre que pudiera, diría que Po había muerto, porque cuanta más gente lo supiera, menos se pensaría en buscarlo y matarlo.

A partir de ese momento, tenían que dirigirse a las ciudades portuarias de Meridia, cabalgar hacia el sur y viajar por mar en dirección al oeste. Pero sus pensamientos, mientras yacía en la cama junto a la princesa dormida, estaban puestos en una cabaña, cercana a una cascada; y en el norte, en el laboratorio de un castillo y en una persona inclinada sobre un libro, una cubeta o un fuego.

Ojalá pudiera llevar a Gramilla al norte, a Burgo de Randa, y esconderla allí como había escondido al abuelo de Po. Al norte; al consuelo, a la paciencia y al cuidado de Raffin. Pero aun pasando por alto su precaria posición en la corte de Randa, era imposible, impensable esconder a la niña en un sitio tan obvio y tan próximo a los dominios de Leck; e inadmisible que llevara aquel conflicto hasta las personas que más quería. No involucraría a Raffin en los manejos de un hombre que privaba de todo raciocinio y pervertía mente y voluntad, ni conduciría a Leck hasta sus amigos. No, no los involucraría jamás.

La niña y ella se pondrían en marcha al día siguiente. Cabalgarían sin dar descanso al caballo, encontrarían pasaje a Lenidia y escondería a la pequeña; y entonces podría pensar.

Cerró los ojos y se obligó a dormir.