Capítulo 27
De noche y en la falda de una montaña, nadie se desplazaría con rapidez a menos que poseyera algún don especial para lograrlo. El grupo avanzaba, y Katsa, delante del caballo, no se rompió los tobillos a pesar de no ver por dónde pisaba, como les habría ocurrido a otras personas, pero tampoco caminaba deprisa. Iba tan atenta a cualquier ruido que se produjera tras ellos, que casi no se atrevía a respirar. Sus perseguidores irían a caballo, serían muchos y llevarían antorchas, y si Leck había enviado un destacamento en la dirección correcta, poco podría hacerse para evitar que tuviera éxito en su búsqueda.
Katsa dudaba que, ni siquiera en terreno llano, hubieran avanzado más veloces con lo mal que se encontraba Po. Concentrado en no caerse de la silla, el príncipe se asía a la crin del caballo, manteniendo los ojos cerrados, y hacía muecas a cada movimiento. Todavía le sangraba la herida.
—Deja que te ate al caballo —le dijo Katsa en cierto momento cuando se detuvieron para llenar las cantimploras en un arroyo—. Así podrás descansar.
A Po le costó unos segundos captar el sentido de las palabras de la joven. Cuando lo consiguió, se echó hacia delante y musitó con la boca pegada a la crin del animal:
—No quiero descansar. Quiero poder avisarte si viene hacia nosotros.
Así que no estaban del todo faltos de su gracia, pero Po debía de carecer de raciocinio para hacer semejante comentario encontrándose su prima sentada detrás de él, callada y sin perder ripio de lo que se decía.
Cuidado. Gramilla está presente, le transmitió Katsa con el pensamiento.
—Os ataré a los dos al caballo —añadió en voz alta—, y así tanto el uno como el otro podréis elegir si descansáis o no.
Descansa —le dijo mientras le ataba una cuerda alrededor de las piernas—. No nos servirás de nada si te desangras hasta morir.
—No voy a morirme desangrado —contestó él en voz alta, y Katsa evitó los ojos de Gramilla al tiempo que decidía no volver a hablar mentalmente con Po hasta que hubiera recobrado el raciocinio.
Prosiguieron la marcha hacia el sur, despacio. Katsa tropezaba y trastabillaba con las piedras y las raíces de los tenaces árboles de montaña que se incrustaban en las hendiduras del camino. A medida que transcurría la noche los tropezones iban en aumento, y la muchacha se dijo que quizás estuviera cansada. Repasó lo ocurrido los últimos días y contó: llevaba sin dormir dos noches, y la anterior a esas dos sólo había descansado unas pocas horas. Siendo así, no debería tardar mucho en dormir un rato, aunque de momento ni se lo planteaba porque no tenía sentido considerar algo imposible.
Varias horas antes de que amaneciera, Katsa se acordó del pez que capturó la tarde anterior y que guardó envuelto en las alforjas del caballo, después de haberlo descamado y destripado. Pero también se dijo que cuando hubiera luz, no podrían correr el riesgo de encender una fogata por pequeña que fuera; habían comido poco ese día y tenían escasas provisiones para el siguiente. De modo que si se detenían, aunque sólo fuera unos minutos, podría cocinar el pescado, y ya no tendría que preocuparse por conseguir más comida hasta que volviera a caer la noche.
Sin embargo, hasta eso significaba correr un riesgo, porque la luz de las llamas llamaría la atención en aquella oscuridad.
Po susurró su nombre en ese momento, y Katsa detuvo al caballo y se le aproximó.
—Hay una cueva —musitó el príncipe—, a algunos pasos al sudeste. —Bamboleó la mano en esa dirección y después la posó en el hombro de la joven—. Quédate junto a mí y os conduciré.
Po la guio por entre las piedras y rodeando grandes rocas. De no haber estado tan cansada, Katsa habría sabido apreciar la claridad con que el don de Po le mostraba la configuración del terreno, pero ya habían llegado a la entrada de la cueva y eran muchas otras cosas las que requerían su atención. Tenía que despertar a Gramilla, desatarla y ayudarla a desmontar; encontrar leña para encender un fuego y después cocinar la pesca, y hacer otra cura a Po en el hombro, porque la herida seguía sangrando sin parar por fuerte que se la hubiera vendado.
—Duerme mientras se cocina el pescado —murmuró Po mientras la joven le ponía un vendaje limpio alrededor del brazo y del pecho para restañar la hemorragia—. Katsa, duerme un poco. Te despertaré si te necesitamos.
—El que necesita ayuda eres tú.
Po la asió del brazo y la joven se arrodilló a su lado.
—Katsa, duerme un cuarto de hora. No hay nadie cerca. No vas a tener otra oportunidad de dormir esta noche.
Ella se agachó y lo observó. Pobre Po, sin camisa, demacrado, con un gesto crispado de dolor que no se le borraba y moretones que le oscurecían el rostro. Él le soltó el brazo y suspiró.
—Estoy mareado —dijo—. Sé que debo de tener cara de muerto, Katsa, pero no voy a morir desangrado ni tampoco me voy a morir por un mareo. Duerme, aunque sólo sean unos minutos.
—Tiene razón —abundó Gramilla, que se había acercado—. Deberías dormir. Yo me ocuparé de él.
La chiquilla recogió la chaqueta de Po y lo ayudó a ponérsela con toda clase de precauciones para no forzar los movimientos del hombro vendado. Katsa se dijo que se las arreglarían bien sin ella durante un rato; sería mejor para todos que echara una cabezada. Se tumbó junto a la lumbre y se impuso no dormir más de un cuarto de hora. Cuando se despertó, Po y Gramilla casi no se habían movido y ella se encontraba mejor.
Comieron en silencio y deprisa. Po se recostó en la pared de la cueva y cerró los ojos; dijo que casi no tenía apetito, pero Katsa no se dejó convencer. Se sentó frente a él y le dio de comer trozos de pescado hasta que consideró que había comido suficiente.
Mientras Katsa apagaba las brasas del fuego a pisotones y Gramilla envolvía el pescado que había sobrado, Po dijo:
—Fue una suerte que no estuvieras allí, Katsa, porque hoy he oído a Leck parlotear durante horas de lo mucho que quiere a su hija raptada y que estará desconsolado hasta que la encuentre.
Katsa fue a sentarse delante de él y Gramilla se aproximó para no perderse las palabras que su primo susurraba.
—Atravesé el círculo de la guardia exterior con gran facilidad —continuó explicando Po—. Y por fin, a primera hora de la tarde, lo tuve a la vista, pero la guardia del círculo interior lo rodeaba tan de cerca que no podía dispararle. Esperé y esperé, y luego fui tras ellos; no me oyeron en ningún momento, pero tampoco se apartaron del rey.
—Te esperaba —comentó Katsa—. Estaban colocados así porque te esperaban. —Po asintió con la cabeza e hizo un gesto de dolor—. Cuéntanoslo más tarde, Po. Ahora descansa.
—Es rápido de contar —argumentó el príncipe—. Finalmente, llegué a la conclusión de que la única opción que había era disparar a un guardia y derribarlo, y así lo hice. Pero en el mismo instante en que cayó, el rey saltó para cubrirse, claro. Volví a disparar y la flecha le rozó el cuello, pero apenas fue un rasguño. Era un trabajo perfecto para ti, Katsa. Tú le habrías acertado de lleno, pero yo no lo logré.
—En fin… —replicó la joven.
Para empezar, yo no lo habría localizado nunca. Y de haberlo encontrado, no lo habría matado, como bien sabes. No era el trabajo adecuado para ninguno de los dos.
—Tras mi intento fallido, la guardia del círculo interior se lanzó en mi persecución, desde luego. Y después, la guardia del círculo exterior y también los soldados, una vez que se dio la alarma. Fue… un baño de sangre. Debo de haber matado a una docena de hombres, y conseguí escapar por poco. Después enfilé hacia el norte para que perdieran el rastro. —Hizo una pausa y cerró los ojos, pero los abrió enseguida, y, mirando a Katsa un tanto ido, añadió—: Leck cuenta con un arquero que es casi tan bueno como tú. Ya viste lo que le hizo al caballo.
Y te habría hecho lo mismo a ti de no haber sido por tu habilidad recién descubierta de percibir las flechas cuando vuelan hacia ti.
Po esbozó una sonrisa y después miró a Gramilla con los ojos entrecerrados.
—Has empezado a confiar en mí —dijo.
—Intentaste matar al rey —se limitó a contestar la niña.
—Muy bien, basta ya de charla —intervino Katsa.
La joven volvió junto a los rescoldos de la fogata y los apagó. De nuevo empujaron a Po entre las dos para subirlo a la silla, y Katsa los ató a ambos al caballo. Y mentalmente, una y otra vez, previno a Po, le imploró que dejara de anunciar a los cuatro vientos cada cosa —por pequeña que fuera— que su gracia le revelaba.
Cuando se hizo de día, avanzaron más deprisa, pero el movimiento sobre la montura le resultaba doloroso al lenita. Pese a ello, no se quejó en ningún momento por el trote del caballo, pero respiraba agitado y, en la mirada, se le reflejaban tanto el dolor como el miedo, que Katsa supo identificar con facilidad. Y también le descubrió ese mismo dolor plasmado en el semblante y en los agarrotados músculos de brazos y cuello cada vez que le curaba la herida del hombro.
—¿Qué te duele más, Po, el hombro o la cabeza? —le preguntó por la mañana temprano.
—La cabeza.
Una persona con dolor de cabeza no debería montar a caballo, porque el paso del animal le repercutiría en el cráneo como un golpeteo continuo. Pero ir a pie quedaba descartado, puesto que Po no tenía equilibrio, estaba mareado y con náuseas continuamente; y no dejaba de frotarse los ojos porque notaba molestias. Por lo menos la hemorragia del hombro se había reducido a un hilillo, y conversar no le causaba ya confusión; por fin pareció concienciarse de que tenía que ocultar su gracia ante Gramilla.
—No vamos todo lo deprisa que deberíamos —dijo varias veces ese día.
Katsa también se sentía frustrada por el paso que llevaban, pero hasta que él no estuviera mejor del golpe en la cabeza, era imposible hacer correr al caballo por las colinas rocosas.
Gramilla resultó ser de más ayuda de lo que Katsa habría imaginado. Era como si la chiquilla hubiera tomado a su cargo a Po, pues cada vez que hacían una parada lo ayudaba a sentarse en una piedra y le llevaba comida y agua; y cuando Katsa regresaba, después de haber ido a cazar un conejo, la encontraba curándole el hombro y poniéndole un vendaje limpio. La joven se acostumbró a ver a Po caminar bamboleándose junto a su pequeña prima, apoyando una mano en el hombro de la niña.
Al ponerse el sol, Katsa sintió la fatiga de los últimos días y las noches pasadas sin dormir; al menos, Po y Gramilla dormitaban a lomos del caballo. Si Po descansaba un rato, quizá cuando se despertara podría hacer algo parecido a una guardia, para que ella durmiera un rato.
Además, el caballo también necesitaba descansar. Viajando al paso que iban no podrían detenerse toda la noche, pero sí unas pocas horas. A lo mejor era posible disfrutar de un poco de reposo.
Brillaba una pálida luz de luna cuando Po se despertó. Entonces llamó a Katsa para que se le acercara y la condujo hacia una hoyada rodeada por un círculo de rocas que ocultarían la luz de la fogata.
—Vamos muy despacio —repitió una vez más. Katsa se encogió de hombros, ya que no podían hacer nada para remediarlo.
Despertó a Gramilla, la desató del caballo y la ayudó a desmontar. Po bajó sin ayuda, pero con mucho cuidado.
—Katsa —dijo—. Ven aquí, mi querida Katsa.
Le tendió las manos y la joven se le aproximó y dejó que la abrazara. El hombro herido estaba rígido y sin reflejos, pero el brazo sano era fuerte y cálido; la estrechó con fuerza mientras ella lo sostenía para que no perdiera el equilibrio, y le apoyaba la cara en el hueco del cuello; suspiró muy hondo. Estaba tan cansada y él se encontraba tan mal… No avanzaban tan deprisa como debían, pero al menos se consolaban abrazándose, y ella notó la calidez del cuerpo del lenita contra la mejilla.
—Hay que hacer una cosa y no te va a gustar nada —murmuró Po.
—¿El qué?
—Tenéis… Tenéis que iros sin mí.
—¿Qué?
Se apartó de él con brusquedad, y Po se tambaleó, pero se agarró al caballo para sujetarse. Katsa le asestó una mirada feroz y, hecha una furia, fue en pos de Gramilla, que recogía leña para la lumbre. ¡Que se las arreglara solo! Que fuera por sí mismo hasta la fogata, ya que llegaba a esas conclusiones tan absurdas. Pero él no se movió, sino que se quedó junto al caballo con el brazo ceñido al lomo del animal, esperando que alguien lo ayudara. A Katsa se le anegaron los ojos en lágrimas al verlo tan desvalido, tan indefenso. Así que regresó junto a él.
Perdóname.
Le ofreció el hombro para que se apoyara y lo condujo por el rocoso terreno hasta el lugar donde encenderían la fogata. Lo ayudó a sentarse y se acuclilló delante de él. Le tocó la cara; la frente le ardía, y su entrecortada respiración le reveló a Katsa el dolor que sentía.
—Katsa, mírame. Ni siquiera soy capaz de andar. En estos momentos lo más importante es la velocidad, y yo os estoy retrasando. Sólo soy un estorbo.
—Eso no es cierto. Necesitamos tu gracia.
—Puedo decirte que os buscan y te aseguro que os seguirán buscando mientras sigáis en Monmar; también puedo decirte de antemano que lo más probable es que den con el rastro, y te adelanto que tendréis al rey pisándoos los talones una vez que lo hayan encontrado. No me necesitáis, pues, para que os repita lo mismo una y otra vez.
—Pero te necesito para mantener clara la mente.
—Eso no me es posible. El único modo de que lo consigas es que huyas de quienes te confundirán. Escapar es la única esperanza para la niña.
En ese momento Gramilla se les acercó con una brazada de leña.
—Gracias, princesa —le dijo Katsa—. Toma, lleva el conejo que he cazado; yo encenderé la lumbre.
Pensaría en la fogata y no prestaría atención a Po.
—Si os marcháis sin mí cabalgaréis deprisa —dijo el príncipe—; mucho más rápido que una tropa de soldados.
Katsa no le hizo caso. Apiló las ramitas y se concentró en la llama que empezaba a arderle entre las manos.
—El rey nos alcanzará, Katsa, si seguimos a este ritmo. Y no podrás defendernos de él a ninguno de los dos.
La joven echó más ramitas al fuego y sopló con suavidad para avivar las llamas. A continuación, hizo un montón de ramas más gruesas sobre las otras.
—Tenéis que iros sin mí —insistió Po—. En caso contrario, pondrás en peligro la seguridad de Gramilla.
Katsa se incorporó como impulsada por un resorte, acalorada, con los puños apretados, dando ya de lado toda pretensión de aparentar tranquilidad.
—Y pongo en peligro la tuya si te dejo solo. No voy a abandonarte en esta montaña para que te busques la comida, te prepares un refugio y te defiendas cuando Leck aparezca por aquí si ni siquiera eres capaz de caminar, Po. ¿Cómo vas a huir de los soldados? ¿A gatas tal vez? Dentro de poco habrás mejorado del golpe en la cabeza, recobrarás el equilibrio e iremos más deprisa.
Él la observó con los ojos entrecerrados y suspiró. Se miró las manos y les dio vueltas a los anillos en los dedos.
—Creo que aún tardaré un tiempo en recobrar el equilibrio —musitó, y Katsa le notó algo en la voz que la obligó a callarse.
—¿A qué te refieres?
—No importa, Katsa. Aun en el caso de que mañana despertara completamente curado, tendríais que dejarme atrás. Sólo disponemos de un caballo, y a menos que Gramilla y tú cabalguéis a galope tendido en ese caballo, os alcanzarán.
—No voy a abandonarte aquí.
—Katsa. En este asunto no contamos ni tú ni yo, sino Gramilla.
La joven se sentó de forma brusca, como un fardo, como si no tuviera fuerza en las piernas. Porque era cierto que quien contaba era Gramilla. Se habían arriesgado mucho por la princesa, y ella era ahora la única esperanza para la niña. Tragó saliva y, merced a un gran esfuerzo, adoptó un gesto inexpresivo, porque la pequeña no debía darse cuenta de lo mucho que le dolía anteponer su seguridad a la de Po. Como percibió que estaba a punto de echarse a llorar, respiró de forma regular y no quiso mirar a Po.
—Había pensado dormir algunas horas —dijo la joven.
—Sí, duerme un poco, amor mío.
Katsa habría preferido que su voz no sonara tan dulce ni tan cariñosa. Se envolvió en una manta, se acostó junto a la fogata, de espaldas a Po y se ordenó quedarse dormida. Una lágrima le resbaló por el puente de la nariz y se le deslizó hasta la oreja, pero se conminó de nuevo a conciliar el sueño. Y se durmió.
Cuando despertó, Gramilla dormía en el suelo a su lado y Po estaba sentado en una piedra, delante de la lumbre crepitante, contemplándose las manos. Katsa fue a sentarse con él. La carne estaba cocinada, y la joven comió con gratitud porque así no tendría que hablar, y si hablaba sabía que acabaría llorando.
—Podríamos conseguir otro caballo —logró articular al fin mientras contemplaba fijamente las llamas e intentaba no mirar las chapetas que se le marcaban a Po en las mejillas.
—¿Aquí, al pie de la cordillera, Katsa? Claro que no habría otro caballo. —Y aunque consiguiéramos uno, pasaría mucho tiempo antes de que estuviera en condiciones de cabalgar lo bastante deprisa, porque el golpe de la cabeza no se me curará mientras vaya dando botes sobre un caballo. Que me dejes aquí también es la mejor solución para mí, Katsa; me recuperaré antes.
—¿Y cómo vas a defenderte? ¿Cómo vas a conseguir comida?
—Me esconderé. Mañana a primera hora encontraremos un sitio donde esconderme. Venga, Katsa, sabes que me ocultaré mejor que cualquier persona que conozcas o de la que hayas oído hablar. —La joven notó por el tono que Po sonreía—. Ven, mi gata montesa. Ven aquí.
No pudo contener más las lágrimas porque abandonarían a Po para que se defendiera, se escondiera y se mantuviera con vida por sí solo, aunque ni siquiera era capaz de caminar sin ayuda. Se arrodilló delante de él para que la estrechara contra sí y la acunara con el brazo sano. Katsa lloró con su cara pegada al hombro de él, como una criatura. Se sentía avergonzada porque tan sólo se trataba de una despedida y, en cambio, Gramilla no lloró así ni siquiera por la muerte de su madre.
—No te avergüences —susurró Po—. Tu tristeza es preciada para mí, pero no tengas miedo. No moriré, Katsa. No moriré y volveremos a estar juntos.
Al despertar Gramilla, Katsa ya estaba empaquetando las pertenencias de ambas. La niña la miró a la cara un momento y después desvió la vista hacia Po, que contemplaba con fijeza la fogata.
—Vamos a dejarte, pues —dijo, y Po asintió con la cabeza—. ¿Aquí?
—No, prima. Cuando amanezca buscaremos un sitio donde esconderme.
Gramilla dio una patada al suelo, se cruzó de brazos y observó a Po.
—¿Y qué harás en tu escondrijo?
—Ocultarme y recobrar las fuerzas.
—¿Y cuando estés fuerte de nuevo?
—Me reuniré con vosotras en Lenidia, o dondequiera que estéis, y planearemos la muerte del rey Leck.
La niña siguió observándolo con intensidad un momento más y después también ella asintió con la cabeza.
—Te estaremos esperando, primo.
Katsa les echó una ojeada y observó el atisbo de sonrisa de Po al oír lo que decía la niña. Gramilla se dio media vuelta y se acercó a Katsa para ayudarla con las medicinas.
La chiquilla daba diente con diente cuando se arrodilló al lado de la joven. No tenía chaqueta ni capa, y la manta que llevaba echada encima durante los desplazamientos estaba raída. Tiritando, trasladó los bultos hasta el caballo y le llevó agua a Po.
«¿Por qué no habré guardado las pieles de los conejos que he cazado?», se reprochó Katsa.
Tendría que hacer algo, o encontrar alguna cosa de más abrigo para la niña. Era responsable de la protección y la seguridad de la pequeña, y debía pensar en todo. Se imponía que la custodia de Gramilla fuera merecedora del sacrificio de Po.