Capítulo 26

Po despertó de madrugada, con frío, y recogió sus cosas sin hacer ruido. Atrajo a Katsa hacia sí y la abrazó.

—Volveré —dijo.

Y se marchó.

Katsa se sentó de nuevo y continuó la guardia, como había hecho toda la noche, fija la mirada en el sendero por el que se había ido Po. Y siguió controlando sus pensamientos.

Llevaba un cordón alrededor del cuello del que pendía un anillo, que Po le había dado antes de montar a caballo y partir al trote por el sendero del risco. Notaba el frío del metal contra la piel del pecho y jugueteó con él mientras esperaba que saliera el sol. Era el que tenía grabado el mismo motivo que Po lucía en las franjas de los brazos; el anillo de su castillo y de su principado. Si Po no regresaba al acabar el día, ella tenía que llevar a Gramilla hacia el sur, al mar, y conseguir del modo que fuera pasajes de barco para dirigirse a la costa occidental de Lenidia, al castillo de Po. Ningún lenita la detendría ni le haría preguntas si llevaba el anillo del príncipe, porque sabrían que actuaba siguiendo sus instrucciones; le darían la bienvenida y la ayudarían. Y Gramilla estaría a salvo en el castillo de Po, mientras ella discurría, hacía planes y esperaba a tener alguna noticia de él.

Cuando se hizo de día y Gramilla despertó, Katsa y ella bajaron con el caballo al lago para que bebiera y pastara; recogieron leña por si acaso volvían a hacer noche en ese campamento; comieron bayas de invierno de un montón de arbustos que había junto al agua, y Katsa atrapó y destripó peces para la comida. Cuando subieron de nuevo al campamento, el sol no había llegado siquiera a su cénit.

Katsa pensó en hacer algo de ejercicio o enseñar a Gramilla a manejar el cuchillo, pero no quería llamar la atención con el ruido que harían, ni que se le pasara por alto el menor indicio de la proximidad de un enemigo, o de la llegada de Po. Lo único que podía hacer, pues, era sentarse en silencio y esperar; los músculos le gritaban de impaciencia.

A primera hora de la tarde, la joven paseaba muy agitada por el campamento de un lado para otro, como una fiera enjaulada. Paseaba con los puños apretados, mientras Gramilla permanecía sentada entre las rocas, al sol, sin soltar el cuchillo ni dejar de mirarla.

—¿No estás cansada? —preguntó la chiquilla—. ¿Cuánto hace que no duermes?

—No necesito dormir tanto como otras personas —contestó Katsa.

Gramilla la siguió con la vista en su ir y venir y dijo:

—Yo sí estoy cansada.

Katsa se detuvo y se puso en cuclillas delante de la muchachita. Le tocó la frente y las manos.

—¿Tienes frío o tienes calor? ¿Tienes hambre?

—Sólo estoy cansada —contestó al tiempo que negaba con la cabeza.

Claro que estaba cansada, y las pupilas dilatadas y el rostro macilento. Cualquiera estaría así en su situación.

—Duerme. No pasa nada porque duermas y lo mejor para ti es conservar las fuerzas.

Tampoco es que la chiquilla fuera a necesitar de sus fuerzas para huir esa noche, porque a buen seguro que Po aparecería remontando a caballo la cresta del risco en cualquier momento.

El sol, tiñendo de tonos anaranjados el campamento, descendía despacio hacia las cumbres occidentales, pero Po aún no había regresado. Katsa tenía la mente como paralizada. Estaba convencida de que se presentaría dentro de poco, pero por si acaso no era así, despertó a Gramilla, recogió sus cosas y borró todo rastro de la lumbre, tras lo cual esparció la leña recogida. Ensilló el caballo y ató las alforjas a la excelente silla monmarda. Después se sentó otra vez y contempló con fijeza el sendero del risco que brillaba entre amarillento y anaranjado a la luz menguante.

El sol se ponía y él no llegaba.

No pudo evitar que una idea se le fuera abriendo paso en la mente a la fuerza; por mucho que se resistió, no consiguió rechazarla: a lo mejor Po se hallaba herido en el bosque y el rey podía haber muerto, en cuyo caso no habría peligro; pero quién sabía dónde se encontraba Po, o si necesitaba su ayuda, que no le sería posible dársela por si el rey seguía vivo; tal vez estaba cerca, al otro lado de la cumbre del risco, en el sendero, y se dirigía hacia ellas a trompicones, cojeando… necesitándolas; necesitándola a ella. Y ella, en cuestión de minutos, montaría a caballo y lo pondría a galope en dirección contraria.

Así que se irían porque debían hacerlo, pero antes retrocederían un pequeño trecho por si acaso él se aproximaba. Katsa echó una rápida ojeada al campamento para asegurarse de que no dejaban el menor rastro de su presencia.

—Bien, princesa —dijo—, será mejor que nos pongamos en marcha.

Eludió los ojos de Gramilla y la subió a la silla; desató las riendas del caballo y se las tendió a la niña. Y entonces fue cuando oyó rodar piedrecillas por el sendero del risco. Regresó corriendo hasta allí… A tropezones, dando bandazos y con la cabeza colgando, el caballo cruzaba la cornisa que remontaba el risco, pero andaba muy cerca —casi demasiado cerca— del despeñadero. Po iba tendido en el lomo del animal, inmóvil, con una flecha clavada en el hombro; la camisa empapada de sangre. Y había tantas flechas clavadas en el cuello y en el costado de la montura que Katsa ni siquiera las contó. De repente las guijas del camino rodaron hacia el barranco. El caballo resbalaba, y el terreno se le deslizaba al aterrado animal bajo los cascos. Echando a correr, Katsa gritó mentalmente el nombre de Po; él alzó la cabeza y los ojos le centellearon al encontrarse con los de ella. El caballo relinchaba y luchaba afanoso para plantar las patas en terreno sólido, pero Katsa se dio cuenta de que no llegaría a tiempo. Sin remedio, el animal se despeñó por el barranco y la joven gritó, esta vez de viva voz; y a la luz del ocaso, vio caer a Po por el borde.

El caballo hizo una pirueta en el aire y dio una vuelta de campana, de modo que Po se precipitó de cabeza al agua y el animal tras él. Las piedras rodaron atropelladamente bajo los pies de Katsa cuando se lanzó camino abajo hacia el barranco, sin sentir nada al golpearse las espinillas contra las rocas ni al arañarse la cara con las ramas. Lo único que le importaba era que Po estaba en el agua y tenía que sacarlo.

Apenas se notaba una ligerísima ondulación en la superficie del lago que indicaba el lugar donde debía zambullirse, así que tiró las botas entre los arbustos y se echó al agua. Todavía sacudida por la impresión de sumergirse en el lago helado, localizó el sitio desde el que subían burbujas y lodo, así como una figura grande de color marrón que se hundía mientras que otra figura más pequeña forcejeaba. Si se debatía, significaba que estaba vivo. Katsa se impulsó con las piernas, se acercó y vio contra qué bregaba Po: tenía la bota enganchada en el estribo, que a su vez estaba unido a la silla, y ésta, al caballo que se hundía con rapidez. Pero los forcejeos de Po eran descoordinados, y a la altura del hombro y de la cabeza, el agua se teñía de rojo a causa de la sangre que perdía. Entonces Katsa lo agarró por el cinturón y tanteó hasta dar con un cuchillo; sacó el arma y cortó la correa del estribo que, al quedar suelto, se hundió tras el caballo; rodeó a Po con un brazo y pateó con todas sus fuerzas para impulsarse hacia arriba. Emergieron a la superficie impetuosamente.

La joven lo arrastró hacia la orilla; Po era un peso muerto porque estaba inconsciente. No obstante, mientras lo aupaba y lo empujaba hacia los juncos que había al borde del lago, él volvió en sí de súbito, de forma brusca. Resolló, sufrió una arcada y vomitó agua una y otra vez; eso quería decir que no iba a morir ahogado, pero no quitaba que pudiera acabar desangrándose.

—Busca el otro caballo —le gritó Katsa a Gramilla, que estaba asomada cerca y observaba con ansiedad—. Lleva medicinas en las alforjas.

Y la chiquilla subió hacia el campamento a toda prisa, con mucho trompicón y más resbalones. Katsa arrastró a Po hacia terreno seco y lo sentó. El frío y la humedad también podían acabar con él, de modo que tenía que dejar de sangrar, secarse y recuperar el calor corporal.

¡Oh, lo que Katsa habría dado en ese momento por tener allí a Raffin!

—Po —llamó—, Po, ¿qué ha ocurrido?

No hubo respuesta alguna.

Po, Po.

El hombre abrió de golpe los ojos, pero la mirada era vaga, desenfocada; no la veía. Entonces vomitó otra vez.

—Está bien, quédate ahí sentado, sin moverte. Te va a doler —le advirtió. Mas cuando tiró de la flecha y se la sacó del hombro, pareció que ni siquiera se había dado cuenta.

Los brazos le colgaron inertes mientras Katsa le quitaba las dos camisas, y vomitó otra vez. Gramilla bajó con el caballo en medio de un gran estrépito.

—Necesito que me ayudes —dijo Katsa.

Durante un buen rato, la princesa actuó como ayudante de la joven. Abrió sin miramiento las bolsas para encontrar ropa con la que cubrir al lenita y que también sirviera para contener la hemorragia; revolvió las medicinas en busca del ungüento que desinfectaba heridas, y aclaró en el lago trozos de tela empapados de sangre.

—¿Me oyes, Po? —preguntó Katsa mientras rasgaba una camisa para hacer vendas con ella—. ¿Me oyes? ¿Qué ha pasado con el rey? —Po alzó la vista obnubilada hacia ella, que le vendaba el hombro—. Po —insistió una y otra vez—. El rey… Tienes que decirme sí el rey está vivo.

Pero era inútil porque estaba muy aturdido, casi inconsciente. Le quitó las botas y los pantalones y lo secó lo mejor que pudo. Después le puso otros pantalones y le frotó los brazos y las piernas para que entraran en calor. Le pidió a Gramilla que le devolviera la chaqueta de él que llevaba puesta, se la puso por la cabeza y le metió los brazos —fláccidos como si fueran de goma—, por las mangas. Po volvió a vomitar. Tanto vómito se debía al impacto que había sufrido al caer de cabeza en el agua. Katsa estaba al corriente de que una persona sufría tal reacción tras recibir un golpe muy fuerte en la cabeza y, como consecuencia, se quedaba aturdida y desmemoriada. Se le aclararía la mente con el tiempo. Pero tiempo era de lo que no disponían si el rey seguía vivo. Así pues, se arrodilló delante de Po y le sujetó la barbilla, haciendo caso omiso del respingo y del dolor, para transmitirle su pensamiento.

Po, tengo que saber si el rey está vivo. No voy a dejar de importunarte hasta que me digas si el rey vive o no.

Entonces él alzó la vista, se frotó los ojos, los entrecerró y la miró con intensidad.

—El rey —farfulló con voz poco clara—. El rey. Mi flecha. El rey está vivo.

A Katsa se le cayó el alma a los pies porque ahora tenían que huir los tres, con Po en ese estado y un único caballo; en medio del frío y la oscuridad de la noche, sin apenas comida y sin la gracia de Po para advertirle acerca de sus perseguidores. Tendría que arreglárselas con su propia gracia. Le tendió la cantimplora a Po.

—Bébete esto. Todo —le ordenó, y se volvió hacia la niña—. Gramilla, ayúdame a recoger todas estas cosas mojadas. Por suerte has dormido antes, porque esta noche necesito que seas fuerte.

Pareció que Po se daba cuenta de la situación cuando llegó el momento de subir al caballo, no porque pusiera empeño, sino porque no se resistió. Katsa y Gramilla lo empujaron con todas sus fuerzas para auparlo a la silla, y aunque el príncipe estuvo a punto de irse de cabeza al suelo por el otro costado del animal, alguna reacción instintiva lo hizo agarrarse al brazo de Katsa y evitar la caída.

—Sube detrás de él para vigilarlo —instruyó Katsa a la chiquilla—. Así lo sujetarás si ves que se va a caer, y me avisas si necesitas que te ayude. El caballo va a ir rápido, todo lo deprisa que yo sea capaz de correr.