Capítulo 25

Se quedaron dos caballos para ellos, pues Gramilla montó con Katsa. Desanduvieron el camino de vuelta al arroyo para limpiarse la sangre de los soldados muertos, y después, conduciendo a los caballos por el agua, viraron al oeste en dirección a las montañas, hasta que el terreno se volvió más rocoso, lo suficiente para ocultar las huellas de los cascos. A partir de ahí, enfilaron hacia el sur a lo largo de la base de la cordillera, y buscaron un sitio adecuado para esconderse y pasar la noche; un sitio donde pudieran defenderse, un sitio lo bastante lejos de Leck para mantenerse a salvo, aunque no tan distante que les impidiera llegar hasta el rey y matarlo.

Era obvio que Gramilla tenía razón: Leck tenía que morir. Katsa era consciente de esa realidad, pero no le gustaba pensar en ella porque era una asesina y acabar con él tendría que ser tarea suya; sin embargo, estaba claro que sería Po —él solo, sin ayuda— el encargado de matar a un rey protegido por un ejercito.

No debes acercarte a su castillo. —Katsa dirigió el pensamiento a Po mientras cabalgaban—. Nunca conseguirías acercarte lo bastante a él porque llamas demasiado la atención. Te prepararían una emboscada.

Los caballos avanzaban precavidos entre las piedras. Po no se dio por enterado de los pensamientos de Katsa; ni siquiera la miró, pero ella estaba segura de que le habían llegado.

Lo mejor sería que lo pillaras por sorpresa en el bosque mientras busca a la niña, y le dispararas desde la mayor distancia posible.

Po cabalgaba delante de ellas, recta la espalda y firmes los brazos a pesar del cansancio y del frío y de no llevar una prenda de abrigo.

Y después huir lo más deprisa que pudieras.

Entonces el lenita frenó el paso y se puso al lado del otro caballo. La miró a la cara, y la entereza que reflejaban sus ojos la reconfortó y le dio confianza. Po no era débil ni estaba indefenso, ya que contaba con su gracia y su fortaleza. Él le tendió la mano, y cuando ella alargó la suya, se la besó. Se situó en cabeza de nuevo y reanudaron la marcha.

Llegaron a un sitio, en el que el terreno se precipitaba a la izquierda formando un barranco profundo; allá abajo, a lo lejos, relucían las aguas de un lago. A la derecha, el camino subía hacia un risco que se asomaba al lago.

—Si cruzamos al otro lado de ese risco y nos escondemos allí, los que nos persigan tendrán que salvar el risco por este mismo camino, o subir desde el despeñadero. Será fácil verlos —dedujo Katsa.

—Se me había ocurrido lo mismo —comentó Po—. Veamos qué hay al otro lado.

Remontaron la cuesta; el sendero del risco se inclinaba hacia el precipicio de un modo muy inquietante, pero era ancho, y los caballos se mantenían pegados al margen contrario. Los cascos desprendían guijarros que rodaban cuesta abajo, tintineaban al golpear en el reborde y se zambullían en el lago, pero los fugitivos no corrían peligro.

Una vez que cruzaron el risco, no encontraron más que rocas, maleza y unos pocos árboles raquíticos que crecían en las grietas y en los huecos de las piedras. Al descubrir una cueva poco profunda, de espaldas al precipicio y al camino del risco, les pareció la mejor opción para acampar.

—No nos proporcionará un lecho blando, pero no se verá la fogata que encendamos —argumentó Po—. ¿Tienes hambre, prima?

La chiquilla estaba sentada en una piedra, en silencio, manteniendo todavía el cuchillo bien sujeto entre las manos. No se había quejado de hambre, ni de nada en realidad. Pese a ello, observó con los ojos como platos a Po, que desenvolvía la escasa comida que les quedaba: un poco de carne de la noche anterior y una manzana que llevaban encima desde que salieron de la posada, al pie de la vertiente emeridia de la cordillera. Gramilla contempló la comida casi sin respirar; saltaba a la vista que estaba muerta de hambre.

—¿Cuánto hace que no comes? —preguntó Po mientras le ponía delante toda la comida.

—Esta mañana me comí unas bayas.

—¿Y la vez anterior?

—Ayer por la mañana.

—Come despacio —aconsejó Po al ver que la niña arrancaba un buen trozo de carne de un mordisco—. Mastica o te sentará mal.

—Bajaré al barranco y buscaré algo para comer —anunció Katsa—. El sol no tardará mucho en ponerse. Me llevaré un cuchillo, Po, y tú estate alerta para que nadie me sorprenda.

Po se sacó un cuchillo de la bota y se lo echó.

—Si oyes el ululato de un búho, huye; dos ululatos, escapa hacia el sur; tres, vuelves aquí cuanto antes —instruyó.

—De acuerdo.

—Inténtalo en los arbustos que hay al sur del lago —añadió Po—. Y recoge unos cuantos guijarros mientras bajas. Me parece haber visto alguna codorniz.

Katsa resopló, pero no dijo nada. Echó una ojeada a Gramilla, que sólo veía la comida que tenía en las manos. Luego dio media vuelta, se abrió camino entre las piedras y empezó a descender con rapidez por el barranco.

Cuando Katsa volvió al campamento con una sarta de codornices desplumadas y destripadas, el sol se ponía ya detrás de las montañas. Po amontonaba ramas casi al fondo de la cueva y Gramilla estaba acostada cerca, envuelta en una manta.

—Imagino que no ha dormido mucho estos últimos días —susurró Po.

—Ahora que se le ha secado la ropa se encontrará mejor. Nos ocuparemos de mantenerla alimentada y caliente.

—Es una chiquilla con mucho aplomo, aunque pequeña para tener diez años, ¿verdad? Me ayudó a recoger leña hasta que casi se desplomó de agotamiento. Le dije que durmiera hasta que tuviéramos más comida, pero no ha soltado ese cuchillo desde entonces. Y aún me tiene miedo… Me da la impresión de que no está acostumbrada a que los hombres se muestren amables con ella.

—Po, estoy pensando que no quiero saber qué hay detrás de esta trama; no le encuentro sentido, ni consigo explicarme dónde encaja tu abuelo en ella.

Po movió pesaroso la cabeza, y, mirando a la chiquilla acurrucada en el suelo entre mantas y capas de ropa, opinó:

—No sé hasta qué punto puede haber algo en todo esto que se relacione con la cordura o el sentido común, pero la mantendremos a salvo y mataremos a Leck. Supongo que al fin descubriremos cuánto hay de verdad en este asunto.

—Será una reina jovencísima.

—Sí, yo también lo he pensado, pero eso es algo que no tiene remedio.

Se sentaron en silencio y esperaron a que hubiera más oscuridad para que disimulara el humo de la fogata. Po se puso otra camisa encima de la que llevaba, mientras Katsa lo observaba, recorriéndole con la mirada el rostro, los familiares rasgos, los ojos, aquellos ojos que reflejaban la luz rosácea del crepúsculo… Se mordió los labios e intentó descartar la preocupación, porque así no le sería útil.

—¿Cómo piensas hacerlo? —preguntó.

—Es probable que como dijiste tú.

Hablaremos de ello cuando Gramilla se despierte; confío en que pueda ayudarnos.

Ayudarlos a planear la muerte de su padre… Sí, era probable que lo hiciera si estaba en sus manos. Y es que, sentados allí, en el campamento rocoso al borde de las montañas monmardas, la locura que se respiraba en el aire de aquel reino llegaba a semejante grado.

Ya fuera debido a la luz de la lumbre, al chasquido de la leña, o al olor de la carne que chisporroteaba sobre las llamas, Gramilla se despertó y fue a sentarse con ellos junto al fuego, con la manta echada sobre los hombros y el cuchillo en la mano.

—Te enseñaré a manejar esa arma cuando te encuentres mejor —le dijo Katsa—. Aprenderás a defenderte y a lisiar a un hombre. Podemos utilizar a Po para practicar.

La pequeña lanzó un vistazo rápido y tímido a la joven, tras lo cual bajó la vista al regazo.

—Genial —intervino Po—; ya empezaba a aburrirme que me golpearas casi hasta matarme sólo con las manos y los pies, Katsa, pero que te lances sobre mí con un cuchillo será como un soplo de aire fresco.

Gramilla lanzó otra ojeada a Katsa e inquirió:

—¿Luchas mejor que él?

—Sí.

—Sin ninguna duda, mucho mejor —puntualizó Po—; sin punto de comparación.

—Pero él me aventaja en otras cosas —argumentó Katsa—. Es más fuerte y ve mejor en la oscuridad.

—Pero cuando se trate de una lucha, apuesta siempre por la dama, Gramilla —advirtió el príncipe—. Incluso en la oscuridad.

Se quedaron callados mientras esperaban a que las codornices se asaran. Gramilla tuvo un escalofrío y se arrebujó más en la manta.

—Me gustaría tener una gracia con la que pudiera protegerme yo misma —murmuró la chiquilla.

Katsa contuvo el aliento y se empeñó en esperar con paciencia, sin hacer preguntas.

—El rey me necesita —aseguró la niña al cabo de un momento.

—¿Con qué propósito? —inquirió Katsa sin aguantarse más.

Gramilla no respondió. Hundió la barbilla en el pecho y se ciñó con los brazos de forma que pareció que todavía disminuía más de tamaño.

—Tiene una gracia —musitó por fin—. Mi madre me lo dijo, y me explicó que es capaz de manipular la mente de las personas al hablar con ellas, y hacerles creer cualquier cosa que les diga. Sucede incluso si escuchan esas palabras en boca de otra persona, o si es un rumor que lanza él y se propaga mucho más lejos de donde lo difunde; su influjo mengua a medida que se extiende a mayor distancia, aunque no desaparece por completo. —Contempló el cuchillo que sostenía con aire desdichado—. Mi madre me dijo también que es la clase de hombre que no debería haber nacido con un don así. Hace de los pequeños y de los débiles sus juguetes; disfruta causando dolor.

Po apoyó la mano en el muslo de Katsa; ese gesto fue lo único que apaciguó a la joven y evitó que la furia la indujera a ponerse de pie como con un resorte.

—Su comportamiento despertaba sospechas en mi madre de vez en cuando, desde que lo conoció. Pero él siempre consiguió confundirla para que lo olvidara, hasta que hace unos pocos meses empezó a mostrar un interés especial en mí. —Se calló y respiró hondo varias veces; miró a Katsa y parpadeó como si se sintiera incómoda—. No sé exactamente lo que quiere de mí. Pero siempre le ha gustado la… compañía de niñas. Y tiene algunas costumbres muy raras que mi madre y yo descubrimos: les hace cortes a los animales usando cuchillos; los tortura y los mantiene con vida mucho tiempo para al final matarlos. —Carraspeó—. Y me parece que no lo hace sólo con los animales.

«Bondadoso con los niños y los seres indefensos», pensó Katsa, que luchó para contener lágrimas de rabia. Toda su vida había creído en la fama de benevolente que tenía Leck. ¿Convencería también a sus víctimas de que les estaba haciendo un favor mientras las cortaba con los cuchillos?

—Le dijo a mi madre que quería pasar algunos ratos a solas conmigo —siguió explicando Gramilla—, porque había llegado el momento de conocer mejor a su hija. ¡Qué furioso se puso cuando ella se negó! Y la golpeó. Entonces intentó usar su gracia conmigo, y trató de obligarme a acompañarlo a sus jaulas, pero cada vez que veía los moretones en la cara de mi madre, recordaba la verdad; y aunque apenas se me aclaraba la mente, era suficiente para negarme a ir con él.

De modo que Po tenía razón. Las explicaciones de Gramilla dotaban de sentido las muertes acaecidas en la corte de Leck. Lo más probable era que el rey hubiera dispuesto la muerte de mucha gente, personas que le ocasionaban contratiempos y, dado el provecho que sacaba de ellas, no merecía la pena dejarlas vivir; víctimas a las que les había hecho tanto daño que sospechaban la verdad.

—Así que entonces secuestró al abuelo, porque sabía que era la persona más querida por mi madre —continuó la niña—. Le dijo a ella que iba a torturarlo, a menos que accediera a entregarme. Y también le dijo que lo llevaría a Monmar y lo mataría delante de nosotras. Esperábamos que fuera otra de sus mentiras, pero nos llegaron cartas de Lenidia y nos enteramos de que el abuelo había desaparecido de verdad.

—Al abuelo no lo han torturado ni lo han matado —la tranquilizó Po—. Ahora está a salvo.

—Podría haberme tomado a la fuerza —comentó Gramilla; la voz se le quebró y adquirió un repentino timbre agudo—. Cuenta con todo un ejército que nunca se le enfrentaría, pero no lo hizo. Tiene esa… paciencia enfermiza. No le interesaba obligarnos; quería oírnos decir «sí».

«Porque le resultaba más satisfactorio de ese modo», pensó Katsa.

—Mi madre se encerró conmigo en sus aposentos, y el rey dejó de prestarnos atención durante un tiempo. Teníamos comida y bebida que nos traían, así como ropa limpia y agua para asearnos, pero a veces nos hablaba a través de la puerta, tratando de persuadir a mi madre para que me dejara salir.

De vez en cuando conseguía confundirme; otras veces la confundía a ella. Ideaba las razones más convincentes para que saliera, y nosotras teníamos que recordarnos de manera continua la verdad. Era aterrador. Una lágrima se deslizó por la mejilla de la pequeña, pero siguió hablando deprisa, como si ya no pudiera interrumpir la historia.

—Nos enviaba animales —ratones, perros, gatos…— llenos de cortes pero todavía vivos, que chillaban y sangraban. Era espantoso. Y entonces, un día, la chica que nos traía la comida llegó con cortes en la cara, tres en cada mejilla, que no dejaban de sangrar. Pero también tenía otras heridas que no veíamos: no caminaba como era debido. Era una chica de mi edad.

Enmudeció un momento, ahogada por las lágrimas; se limpió la cara en el hombro y prosiguió:

—Fue entonces cuando mi madre decidió huir. Atamos varias sábanas y mantas y las echamos por la ventana. Yo creía que sería incapaz de descolgarme, por miedo. Pero mi madre no dejó de hablarme todo el rato hasta que llegamos abajo. —Gramilla miraba las llamas con fijeza—. Mi madre mató a un guardia con un cuchillo y corrimos hacia las montañas. Confiábamos en que el rey diera por hecho que habíamos tomado la calzada del Puerto, hacia el mar. Sin embargo, a la segunda mañana, vimos que venían tras nosotras a través de los campos. Mi madre se torció un tobillo en una zanja y no podía correr, así que me obligó a adelantarme para que me escondiera en el bosque. La chiquilla respiraba con agitación, se limpió de nuevo las lágrimas y apretó los puños. Al fin consiguió contener el llanto gracias a un gran esfuerzo de voluntad, y, aferrando el cuchillo que tenía en el regazo, continuó hablando con amargura:

—Si me hubiera entrenado en el tiro al arco o si hubiera sabido utilizar un cuchillo, a lo mejor habría podido matar a mi padre cuando todo este asunto empezó.

—Hay cosas que ya no tienen remedio. Pero lo mataré mañana, antes de que haga más daño —determinó Po.

Los ojos de Gramilla se clavaron en los de su primo al escuchar aquellas palabras, y preguntó:

—¿Por qué tú? ¿Por qué no ella, si es mejor luchadora?

—Porque a mí no me afecta la gracia de Leck, pero a Katsa, sí. Lo descubrimos hoy cuando nos topamos con él en los campos. He de ser yo quien lo mate porque a mí no puede manipularme ni confundirme como a Katsa.

Le ofreció a Gramilla una codorniz ensartada en un palo. La niña la cogió y observó a Po con mayor intensidad.

—Es cierto que cuando él hacía daño a mi madre, su gracia perdía parte de su poder sobre mí, y ocurría lo mismo a la inversa: su gracia disminuía de potencia con respecto a mi madre cuando me amenazaba a mí, pero ¿por qué no surte el mismo efecto contigo?

—No estoy seguro —contestó Po—. Ha hecho daño a un montón de gente, pero supongo que su gracia debe de causar menor efecto en algunas personas, aunque nadie se atreve a admitirlo por miedo a su venganza.

—¿Cómo te hizo daño a ti? —preguntó Gramilla con los ojos entornados.

—Secuestró a mi abuelo, ha asesinado a mi tía ante mis propios ojos y amenaza a mi prima.

La respuesta pareció satisfacer a Gramilla o, al menos, se concentró en la codorniz y comió con voracidad durante varios minutos. De vez en cuando miraba de soslayo a Po —a las manos en especial— mientras se ocupaba de la fogata.

—Mi madre llevaba un montón de anillos, como tú —comentó—. Te pareces a ella, a excepción de los ojos. Y hablas de forma muy similar. —Inhaló profundamente y se quedó mirando con fijeza la comida que tenía en las manos—. Estará acampado en el bosque esta noche y mañana reanudará la persecución para atraparme. No sé cómo vais a encontrarlo.

—A ti te encontramos, ¿verdad? —dijo Po.

La niña clavó de nuevo la mirada en su primo y después bajó la vista hacia la comida otra vez.

—Lo acompañará su guardia personal. Todos están tocados por la gracia, así que te explicaré a lo que vas a enfrentarte.

El plan era muy sencillo: Po se pondría en marcha temprano, antes de rayar el alba, equipado con comida, un caballo, el arco, la aljaba de flechas, una daga y dos cuchillos; regresaría al bosque, escondería el caballo y encontraría al rey, tardara lo que tardara; no se le acercaría a una distancia menor del alcance de las flechas, apuntaría y dispararía; se aseguraría de que el rey había muerto y después huiría lo más deprisa posible hasta donde hubiera dejado el caballo, y de allí, de vuelta al campamento.

Un plan sencillo, pero Katsa se sentía más y más intranquila a medida que lo discutían, porque Po y ella sabían que las cosas no eran nunca así de fáciles. El rey tenía una guardia personal que constaba de dos unidades, una interior y otra exterior. La primera la formaban cinco espadachines graceling dotados para la esgrima; esos hombres no representaban una amenaza para Po porque siempre se quedaban junto al rey, y el príncipe lenita no tenía intención de acercárseles. En cambio, debía estar preparado para enfrentarse a la unidad exterior, constituida por diez hombres que se situaban en un amplio círculo alrededor de Leck, a cierta distancia de éste, así como también entre ellos mismos, y siempre que el rey se desplazara por el bosque, caminarían rodeándolo continuamente. Todos eran graceling: unos, dotados para la lucha; un par de arqueros formidables; uno con la gracia de ser un corredor veloz; otro, con una fuerza tremenda; uno trepaba a los árboles y saltaba de rama en rama como una ardilla; otro, dotado con una vista y un oído extraordinarios…

—A ese que lo ve y lo oye todo, lo reconocerás por la barba pelirroja —informó Gramilla—. Pero si estás tan cerca de él que lo ves, es casi seguro que él ya te haya avistado. Una vez que te hayan localizado, darán la alarma.

—Po, deja que vaya contigo hasta donde encontremos el círculo de la guarda exterior —sugirió Katsa—. Son demasiados y podrías necesitar ayuda.

—No —se opuso él.

—Sólo lucharía con ellos y después regresaría.

—No, Katsa.

—No podrás…

—Katsa.

El timbre era cortante, y la joven se cruzó de brazos y miró la fogata con rabia.

—De acuerdo —aceptó—. Ve a dormir, Po. Yo haré la guardia.

—Bien, despiértame dentro de un par de horas para relevarte.

—No, Po, necesitas dormir más rato para llevar a cabo ese disparate. Yo vigilaré toda la noche; no estoy cansada —añadió ante el amago de protesta del hombre—. Tú lo sabes; permítemelo.

Y el lenita se echó a dormir envuelto en una manta al lado de Gramilla, en tanto que Katsa se sentaba en la oscuridad y repasaba una y otra vez el plan. Si al ponerse el sol, Po no había regresado al campamento establecido en el sendero del risco, Gramilla y ella tenían que huir solas. Porque si no volvía, cabía la posibilidad de que el rey no hubiera muerto. Y si era así, nada, excepto la distancia, protegería a Gramilla de su padre.

Para Katsa, era inconcebible dejar solo a Po en ese bosque lleno de soldados, y cuando se sentó en una piedra, soportando el frío de la noche y envuelta en la oscuridad, no se permitió pensar en ello. Permaneció alerta al más ligero movimiento, al sonido más leve, y se negó a imaginarse lo que podía ocurrir al día siguiente.