Capítulo 24

No fue fácil para Katsa caminar por el bosque sin tomar ninguna decisión, mientras Po indicaba hacia dónde ir y determinaba cuándo y dónde esconderse, o detenerse en seco al percibir cosas que ella no veía ni oía. Su gracia era invaluable, lo sabía, pero jamás se había sentido así, tan desvalida como una criatura.

—Recobró la esperanza al verme —Po hablaba deprisa, mientras corrían entre los árboles—. Me refiero a Cinérea. Al verme, el corazón le rebosó de esperanza, pensando en Gramilla.

Esa esperanza era la que ahora dirigía sus pasos. Cinérea deseó con tanta intensidad que Po encontrara a la niña que le legó una percepción del lugar donde creía que la chiquilla estaría, un lugar especial que Gramilla y ella conocían de los paseos a caballo que compartieron. Ese lugar se hallaba al sur del camino del desfiladero de montaña, en una hondonada por la que discurría un arroyo.

—Tengo cierta idea de cómo es ese sitio, pero no sé con exactitud dónde está, ni si mi prima se quedará allí una vez que descubra que la busca todo un ejército —explicó Po.

—Al menos sabemos por dónde empezar —lo animó Katsa—. Si se ha marchado, no puede haber ido muy lejos.

Avanzaron apresurados por el bosque. Había dejado de nevar y el agua goteaba de las agujas de los pinos y corría por el cauce de los arroyos. Pasaron por zonas de barro pisoteado por los soldados que los perseguían.

—Si tu prima ha dejado un rastro tan marcado, a estas alturas ya la habrán encontrado —comentó Katsa.

—Confiemos en que haya heredado parte de la astucia de su padre.

En más de una ocasión, un soldado se aproximó demasiado a donde ellos se hallaban, y Po se desvió para dar un rodeo y esquivarlo. Una de esas veces, al intentar evitar a un soldado, casi se dieron de bruces con otro. Treparon a un árbol, y Po encajó una flecha en el arco, pero el tipo no quitó la vista del suelo.

—Princesa Gramilla —llamó el hombre—. ¡Vamos, princesa, su padre está muy preocupado por usted!

El soldado siguió adelante y se perdió de vista. Dejaron pasar varios minutos para que Katsa fuera capaz de bajar del árbol. Había oído las palabras del hombre incluso tapándose los oídos con las manos, y a pesar de que luchó contra su efecto, le ofuscaron la mente. Permaneció sentada en la rama, temblorosa, mientras Po la asía por la barbilla y la miraba a los ojos al tiempo que le hablaba para sacarla de su estado de confusión.

—Ya, ya tengo la mente clara —dijo la joven por fin.

Bajaron del árbol y se desplazaron con rapidez, procurando en todo momento no dejar rastro de su paso. Cuanto más se acercaban a la linde del bosque, mayores eran las dificultades. Por doquier había soldados reunidos en grupos que se desplazaban en todas direcciones. Po y Katsa corrían trechos cortos cuando él opinaba que era seguro hacerlo, y a continuación se escondían.

Una vez Po la asió del brazo y la hizo retroceder para regresar por donde habían llegado, hasta que encontraron una roca grande cubierta de musgo y se agazaparon detrás; Po, a quien le resplandecían los ojos, se concentró al máximo y le tapó los oídos a Katsa con las manos. Encajada entre la roca y el lenita, a quien el corazón le latía desbocado, Katsa comprendió que en esa ocasión no se escondían de unos simples soldados. Aguardaron lo que le pareció un rato interminable, y por fin Po la cogió por la muñeca y le hizo una seña para que lo siguiera. Se alejaron a hurtadillas y tomaron una ruta distinta, una que ensanchaba la distancia entre ellos y el rey monmardo.

Cuando se hallaron tan cerca de la linde del bosque como Po consideró seguro, se desviaron hacia el sur; esperaban que Gramilla hubiera seguido esa dirección. El lenita se detuvo al cruzárseles en el camino un arroyo que borbotaba; se puso en cuclillas y escuchó con atención. Katsa se quedó a su lado y lo observó a la espera de que percibiera alguna señal procedente del bosque o del recuerdo de la esperanza de Cinérea.

—No hay nada —admitió por fin Po—. No sé si éste es el arroyo que buscamos.

Katsa se agachó a su lado y razonó:

—Si los soldados no han encontrado aún a la niña, quiere decir que no ha dejado un rastro evidente a pesar de la nieve y del barro, ni ha debido de perder la presencia de ánimo y habrá caminado por el arroyo. Todas las corrientes de agua de este bosque fluyen de la montaña hacia una cañada, así que tiene que haber comprendido que debía ir hacia el oeste, lejos de los valles; a no ser que haya algo que indique que no conviene seguir este arroyo. Si no damos con ella, podemos continuar hacia el sur y buscar en el próximo arroyo que encontremos.

—Es una opción casi a la desesperada —comentó él; pese a ello, se puso de pie y siguieron la corriente hacia el oeste.

Pero cuando Katsa encontró un mechón enredado de cabello largo y oscuro enganchado en una rama, que se partió al darle un golpe con el vientre, llamó a Po mentalmente. Sostuvo el enredo de pelo para que lo viera antes de guardárselo en la manga, y disfrutó al observar la expresión algo más animada que puso él. En un punto en el que el arroyo torcía en un recodo pronunciado y penetraba en una pequeña hoyada cubierta de hierba y helechos, Po dio el alto y se detuvo.

—Reconozco este sitio. Aquí es.

—¿Está tu prima?

—No —respondió él, tras permanecer en silencio unos segundos—. Pero caminemos corriente arriba, deprisa. Me temo que los soldados nos vienen pisando los talones.

Apenas unos minutos después, se volvió, reflejando cierto alivio en el fatigado semblante, y musitó:

—Ahora la percibo.

Salió del arroyo, seguido por Katsa. Caminó sorteando árboles hasta llegar al tronco caído de un árbol muerto, y lo observó un momento. Después, fue hacia uno de los extremos, se agachó y se asomó al tronco hueco.

—Gramilla —dijo—, soy tu primo Po, hijo de Ror. Hemos venido para protegerte.

No hubo respuesta, y él siguió hablando con suavidad.

—No vamos a hacerte daño, prima; estamos aquí para ayudarte. ¿Tienes hambre? Llevamos comida en la bolsa.

Tampoco hubo respuesta desde el interior del tronco hueco. Po se puso de pie y le comentó en voz baja a Katsa:

—Yo le doy miedo. Debes intentarlo tú.

—¿Y crees que a mi me tendrá menos miedo? —rezongó la joven.

—Me tiene miedo porque soy un hombre. Pero ten cuidado porque tiene un cuchillo y está dispuesta a utilizarlo.

—¡Bien hecho!

Katsa se arrodilló delante del hueco y se asomó. Apenas distinguía a la muchachita que estaba dentro hecha un ovillo, jadeante, aterrada, aferrando el cuchillo con las manos crispadas.

—Princesa Gramilla, soy lady Katsa, de Terramedia. He venido con Po para ayudarte. Debes confiar en nosotros, Gramilla. Los dos estamos dotados para la lucha y podemos mantenerte a salvo de tu padre.

—Dile que sabemos lo de la gracia de Leck —susurró Po.

—Sabemos que tu padre va tras de ti y estamos enterados de que está dotado por la gracia. Somos capaces de mantenerte a salvo, Gramilla.

Katsa esperó alguna reacción por parte de la chiquilla, pero no dio señales de vida. Cruzó una mirada con Po, y, haciendo un gesto de impotencia, preguntó:

—¿Crees que podríamos partir el tronco?

Pero en ese momento sonó una vocecilla temblorosa desde allí dentro:

—¿Dónde está mi madre?

Pasaron unos instantes sin que Katsa ni Po supieran qué hacer. Al fin él, pesaroso, asintió con la cabeza, y Katsa dijo desde el agujero del tronco:

—Tu madre ha muerto, Gramilla.

La joven esperaba oír gritos y sollozos, pero en cambio se produjo un silencio; poco después la chiquilla hablaba de nuevo, esta vez con un hilo de voz:

—¿La mató el rey?

—Sí —contestó Katsa. Hubo otro silencio, y Katsa esperó.

—Los soldados se acercan —murmuró Po—. Están a pocos minutos de distancia.

La joven no quería enfrentarse a esos soldados que portaban en la boca el veneno de Leck; y quizá no hubiera necesidad de hacerles frente si conseguían que la chiquilla saliera.

—Veo el cuchillo, princesa Gramilla —dijo—. ¿Sabes utilizarlo? Incluso una niña puede hacer mucho daño con un cuchillo. Yo podría enseñarte cómo.

Po se agachó y la tocó en el hombro.

—Gracias, Katsa —susurró.

Volvió a erguirse enseguida y se internó algunos pasos en la fronda para echar ojeadas alrededor y escuchar cualquier cosa que su gracia le transmitiera. Katsa entendió entonces la razón de que le diera las gracias, porque la chiquilla había empezado a gatear para salir del árbol muerto. En la penumbra del tronco hueco, asomó primero el rostro y después las manos y los hombros. Tenía los ojos grises y el cabello oscuro, como su madre; unos ojos desorbitados en el semblante surcado por las lágrimas; los dientes le castañeteaban, mientras que las manos aferraban el cuchillo, que era más largo que su antebrazo. Acabó de salir del tronco, y Katsa la levantó y le tocó las mejillas y la frente. La pequeña tiritaba de frío. La falda estaba tan mojada que se le pegaba a las piernas, y tenía las botas empapadas; además, no llevaba ninguna prenda de abrigo, ni tapabocas ni guantes.

—¡Cielos benditos, estás helada! —exclamó Katsa. Se quitó la chaqueta y se la metió a la pequeña por la cabeza; intentó pasar los brazos de la cría por las mangas, pero Gramilla no aflojó los dedos que sujetaban el cuchillo—. Suéltalo un momento, pequeña, sólo un instante. Deprisa, porque se acercan los soldados. —Cogió el arma de las manos de la niña y le ciñó la prenda de abrigo, tras lo cual le tendió de nuevo el arma—. ¿Puedes caminar, Gramilla? La chiquilla no respondió; se tambaleó, desenfocada la vista.

—Podemos llevarla en brazos —sugirió Po, que había reaparecido—. Hemos de irnos. —Espera, tiene demasiado frío.

—Nos vamos ya, ahora mismo, Katsa.

—Dame tu chaqueta.

Po soltó las bolsas, el arco y la aljaba, se sacó la prenda de abrigo con celeridad y se la lanzó a Katsa. La joven se la puso a la niña y forcejeó de nuevo con los dedos de las manos. Le echó la capucha por la cabeza y se la ató bien ajustada. Gramilla parecía un saco de patatas; un saco pequeño y tembloroso con la mirada ausente y un cuchillo en la mano. Po se la cargó al hombro, y Katsa y él recogieron sus pertenencias.

—Muy bien, en marcha —dijo la joven.

Corrieron hacia el sur. Siempre que era factible pisaban sobre agujas de pino o sobre rocas para dejar el menor rastro posible de su paso. Sin embargo, el suelo estaba demasiado mojado y los soldados avanzaban deprisa en sus monturas. Era fácil seguirles el rastro, de tal manera que, poco después, Katsa oía el ruido de ramas al quebrarse y el golpeteo sordo de los cascos de los caballos.

¿Cuántos son, Po?

—Quince, como mínimo.

La joven respiró hondo, despavorida.

¿Y si sus palabras me confunden?

—Ojalá fuera capaz de enfrentarme solo a todos ellos, Katsa —susurró Po—. Pero eso significaría que habríamos de separarnos, y en este momento hay soldados por todas partes. No correré el riesgo de que te encuentren sin estar yo contigo.

Ni yo te permitiría que lucharas solo contra quince hombres, resopló ella.

—Tenemos que matar a tantos como podamos antes de que se aproximen lo suficiente para oír lo que dicen —propuso Po—. Y confiemos en que, al ser atacados, no estén muy parlanchines. Busquemos un lugar donde esconder a la pequeña. Si no la ven, no le hablarán.

Ocultaron a la niña detrás de piedras y maleza, dentro del hueco que un árbol tenía en la base.

—No hagas ningún ruido, princesa —advirtió Katsa—. Y préstame tu cuchillo; con él mataré a uno de los hombres de tu padre.

Y cogió el arma de las indecisas manos de la chiquilla.

Po —llamó mentalmente al tiempo que pensaba con rapidez—, dame los cuchillos y las dagas. Los mataré nada más verlos.

Él sacó las dos dagas que llevaba en el cinturón y un cuchillo de cada bota y se los echó de uno en uno. La joven los reunió en una mano; Po preparó el arco y encajó una flecha en la cuerda. Se agazaparon detrás de una roca y esperaron, aunque no durante mucho tiempo. Los soldados salieron de entre los árboles a buen paso sobre las monturas, ojeando el suelo para encontrar el rastro.

Katsa contó diecisiete hombres.

Yo los de la derecha —pensó con resolución—, y tú los de la izquierda.

Y sin más se incorporó y lanzó un cuchillo, seguido de un segundo y un tercero. Po lanzó una flecha que salió volando y se apresuró a sacar otra de la aljaba. Los cuchillos y las dagas de Katsa se hincaron en el pecho de cinco hombres, y el lenita mató a otros dos antes de que los soldados comprendieran que se trataba de una emboscada. Los cuerpos de los muertos cayeron de los caballos al suelo, mientras que los vivos desmontaban de un salto y desenvainaban las espadas sin dejar de chillar y dar gritos incomprensibles, en tanto que un par de ellos más despabilados recurrían a las flechas. Katsa corrió hacia los soldados y Po siguió disparando.

El primero que salió al paso de la joven, con la mirada enfurecida y la boca crispada en un grito, blandía la espada tan a tontas y a locas que Katsa esquivó las arremetidas con facilidad, asestó una patada en la cabeza a otro soldado que corría hacia ella, sacó de la funda la daga del primer hombre y los apuñaló a ambos en el cuello; conservó la daga, recogió una espada y atacó blandiendo las dos armas; desarmó a otro hombre y le atravesó el vientre; se dio la vuelta para enfrentarse a otros dos soldados que se acercaban por detrás, y los mató con la daga al tiempo que rechazaba con la espada las estocadas de un tercero. Acto seguido, lanzó la daga y la hundió en el pecho de un soldado a caballo que apuntaba a Po con una flecha. Tan sólo quedaba un hombre jadeante, desorbitados los ojos por el miedo; reculó y echó a correr. En un santiamén, Katsa extrajo el cuchillo clavado en el torso de otro soldado y corrió en pos del que huía; pero entonces oyó el seco chasquido de una flecha al salir disparada y el hombre chilló y cayó al suelo, donde yació inmóvil.

Katsa se miró la blusa y los pantalones embadurnados de sangre, y al limpiarse la cara con la manga, ésta se le tiñó de rojo. Alrededor solamente había hombres muertos, hombres que no habían sido conscientes de lo que hacían, aunque su mente no fuera más débil que la suya.

Katsa estaba asqueada, desanimada y furiosa contra el rey que había provocado un baño de sangre sin necesidad. Sobreponiéndose, dijo:

—Asegurémonos de que están muertos y montémoslos en los caballos. Hay que mandarlos de vuelta para que Leck pierda nuestro rastro.

Estaban muertos; todos ellos. Katsa sacó flechas y hojas de acero de pechos y espaldas procurando no mirar las caras; limpió cuchillos y dagas y se los devolvió a Po. Cuando fue a devolverle a Gramilla su cuchillo, encontró a la chiquilla de pie, cruzada de brazos para protegerse del frío, pero con los ojos alerta. Al mirarse de nuevo las ropas ensangrentadas, Katsa deseó que la chiquilla no hubiera presenciado la masacre de los soldados.

—Ya no tengo tanto frío —dijo Gramilla.

—Estupendo. ¿Llevas mucho tiempo mirando la pelea?

—Esos hombres no tenían muchas probabilidades de sobrevivir, ¿verdad? —se limitó a responder la princesa—. ¿Adónde nos dirigiremos ahora?

—No lo sé a ciencia cierta. Hay que encontrar un lugar seguro para escondernos, donde podamos comer y dormir. Hemos de discutir sobre qué haremos a continuación.

—Tendréis que matar al rey si queréis que deje de perseguirnos —dijo Gramilla.

Katsa miró con detenimiento a esa chiquilla que casi no le llegaba al pecho: las mangas de la chaqueta de Po le colgaban hasta las rodillas; bajo la capucha, los ojos y la nariz grandes, demasiado grandes para aquella carita; la voz aguda…

Sin embargo, su forma de hablar era sosegada y rebosaba certidumbre al recomendar la muerte de su padre.