Capítulo 2

El territorio abarcaba siete reinos. Siete reinos y siete reyes con reacciones imprevisibles. Pero ¿por qué, en nombre del buen juicio y la sensatez, querría alguien secuestrar al príncipe Tealiff, padre del rey lenita? Era un anciano. No tenía poder; no tenía ambiciones; ni siquiera su estado de salud era bueno. Se decía que pasaba la mayor parte del día sentado delante de la lumbre o al sol contemplando el mar o jugando con sus bisnietos, sin molestar a nadie. Los lenitas carecían de enemigos. Enviaban su oro por barco a quienquiera que poseyera mercancías para venderlas a cambio; producían la fruta que comían y favorecían la reproducción y crianza de animales de caza. Rodeados por un océano que los mantenía apartados de los otros seis reinos, no salían de su isla. Eran diferentes: de cabello de un característico color oscuro y costumbres propias muy singulares, les gustaba el aislamiento en que vivían. El rey Ror de Lenidia era el monarca menos problemático de los siete reyes; no firmaba tratados con los demás, pero tampoco declaraba guerras, y gobernaba a su pueblo con justicia.

El hecho de que la red de espías del Consejo hubiera seguido el rastro del padre del rey Ror hasta las mazmorras del rey Murgon, en Meridia, no aclaraba nada. Murgon evitaba tener desavenencias con los otros reinos, pero muy a menudo era cómplice de un conflicto, el ejecutor del delito de otro individuo, siempre y cuando la recompensa mereciera la pena. No cabía duda de que alguien le había pagado por retener al anciano lenita. La incógnita era de quién se trataba.

El tío de Katsa, Randa, rey de Terramedia, no estaba involucrado en ese conflicto en particular. El Consejo lo sabía con seguridad porque Oll era el jefe de espías de Randa, así como su confidente, y gracias a él, se enteraban de todo cuanto hacía referencia a Randa.

A decir verdad, por lo general, el monarca de Terramedia procuraba no inmiscuirse en asuntos de otros reinos, puesto que su territorio se encontraba entre Elestia y Oestia en el eje este-oeste, y Nordicia y Meridia en el eje norte-sur; una posición muy delicada para pactar alianzas.

La mayoría de los problemas los originaban los reyes de Oestia, Nordicia y Elestia. Estaban cortados por el mismo patrón: exaltados, ambiciosos, envidiosos… Todos ellos desconsiderados, volubles y desalmados. El rey Birn de Oestia y el rey Drowden de Nordicia eran capaces de forjar una alianza, y castigar con dureza al ejército de Elestia en las fronteras septentrionales, pero era imposible que los dos reyes actuaran en colaboración mucho tiempo. Un buen día uno de ellos ofendería al otro y volverían a enemistarse, y entonces Elestia se uniría con Nordicia para machacar a Oestia.

Pero además, los monarcas no se comportaban mejor con sus propios súbditos que entre ellos. Por ejemplo, Katsa se acordaba de los granjeros de Elestia que Oll y ella sacaron a escondidas de la prisión improvisada en un establo, hacía unas semanas. Eran elestinos que no habían pagado el diezmo a su rey, Thigpen, porque el ejército del monarca les pisoteó sus campos de camino a un pueblo norgando para realizar una incursión en él. Tendría que haber sido el mismo Thigpen el que los indemnizara; hasta Randa habría accedido a hacerlo de haber sido su ejército el que hubiera ocasionado los destrozos. En cambio, Thigpen iba a ahorcar a los granjeros por incumplimiento de pago del diezmo. Birn, Drowden y Thigpen tenían muy ocupado al Consejo, sí.

Sin embargo, las cosas no habían sido siempre así. Antaño, Oestia, Nordicia, Elestia, Meridia y Terramedia —los cinco reinos que formaban el núcleo central del país— coexistieron de forma pacífica. Siglos atrás, todos ellos pertenecían a una misma familia y estaban gobernados por tres hermanos y dos hermanas que supieron sortear las envidias sin tener que recurrir a la guerra. No obstante, todo vestigio de aquel vínculo familiar hacía ya mucho tiempo que desapareció, y las gentes de cada reino quedaron a merced del capricho de los que nacían destinados a ser sus soberanos; era un puro azar, un juego a cara o cruz, y la generación actual no llevaba las de ganar.

El séptimo reino era Monmar; las montañas lo aislaban de los otros seis reinos del mismo modo que el océano aislaba a Lenidia. Leck, rey de Monmar, estaba casado con Cinérea, hermana de Ror de Lenidia. Leck y Ror sentían aversión por las disputas de los otros reinos, pero esa circunstancia no era suficiente para forjar una alianza. La distancia existente entre estos dos reinos era demasiado grande; ambos eran muy independientes y lo que hicieran las otras monarquías no les interesaba.

Casi no se sabía nada sobre la corte de Monmar. El rey Leck le caía bien a su pueblo y tenía fama de ser bondadoso con los niños, los animales y con los seres indefensos. Por su parte, la reina monmarda era una mujer dulce, y se decía que no comía desde el día en que se enteró de la desaparición de Tealiff ya que, por supuesto, el padre del rey de Lenidia también era su padre.

El secuestro del anciano príncipe lenita tenía que ser obra de Oestia, Nordicia o Elestia. A Katsa no se le ocurría otra opción, a menos que el propio rey de Lenidia estuviera involucrado. Esa idea podría parecer ridícula de no ser por la presencia del lenita que la joven encontró en el jardín del castillo de Murgon. Ese hombre llevaba joyas caras, así que debía de ser un noble. Además, cualquier huésped del castillo de Murgon era un sospechoso en potencia.

Sin embargo, Katsa no tenía la sensación de que estuviera comprometido en aquel asunto; no habría sabido explicarlo, pero ésa era su impresión. Pese a todo, ¿por qué habían raptado a Tealiff? ¿Qué circunstancia lo convertía en alguien importante?

Llegaron a Burgo de Randa antes de que saliera el sol, aunque por muy poco, y aflojaron el paso cuando los cascos de los caballos resonaron en el empedrado de la ciudad. Como ya había gente despierta, no era prudente ir a galope por las angostas callejuelas si querían evitar llamar la atención.

Los caballos dejaron atrás casas y chozas de madera, ferrerías de piedra y tiendas con los postigos cerrados; los edificios estaban bien cuidados y muchos habían sido pintados recientemente. En Burgo de Randa no había miseria; su rey no lo consentía. Katsa desmontó cuando las calles se hicieron empinadas, entregó las riendas a Giddon y tomó las del caballo de Tealiff. Guiando con las riendas al caballo de la joven, Giddon y Oll doblaron una calle que conducía por el este hacia el bosque. Así lo habían acordado, pues era menos probable que la gente se fijara en un anciano a caballo, acompañado de un chico caminando a su lado en dirección al castillo, que si iban los cuatro jinetes montados. Oll y Giddon saldrían de la ciudad y la esperarían en la arboleda.

Katsa entregaría a Tealiff al príncipe Raffin por una entrada que había en la parte alta, en un sector de la muralla del castillo caído en desuso, una entrada cuya existencia Oll procuraba por todos los medios que no llegara a conocimiento de Randa.

Katsa ajustó un poco más las mantas que cubrían la cabeza del anciano porque, aunque todavía estaba bastante oscuro, le veía los aros de las orejas, así que cualquier otra persona los vería también. El hombre iba recostado sobre el caballo, acurrucado, y Katsa no sabía si estaba dormido o inconsciente. En este último caso, no tenía la menor idea de cómo iban a recorrer el último tramo del viaje, ya que debían subir por una escalera de la muralla del castillo en mal estado, y el caballo no podía ir por allí. La joven le tocó la mejilla; el anciano se rebulló y se echó a temblar otra vez.

—Tiene que despertarse, alteza —susurró—. No puedo subirlo al castillo por la escalera.

El anciano abrió los ojos, y la luz plomiza se le reflejó en ellos.

—¿Dónde estoy? —preguntó; la voz le temblaba al tiritar de frío.

—Hemos llegado a Burgo de Randa, en Terramedia. Casi estamos a salvo.

—No tenía a Randa por el tipo de persona que lleva a cabo misiones de rescate.

—Y no lo es.

Katsa no esperaba que el anciano estuviera tan lúcido.

—Bien, pues estoy despierto —resopló Tealiff—, así que no tendrás que llevarme en brazos… lady Katsa, ¿verdad?

—Sí, alteza.

—He oído comentar que tienes un ojo verde, como las praderas de Terramedia, y el otro, azul, como el cielo.

—Sí, alteza.

—He oído también que puedes matar a un hombre con la uña del dedo meñique.

—Sí, alteza —contestó ella con una sonrisa.

—¿Eso te lo facilita?

La joven escudriñó al anciano que se mantenía encorvado en la silla, y le replicó:

—No le entiendo.

—Tener los ojos bonitos, quiero decir. El hecho de saber que posees unos ojos muy hermosos, ¿te aligera la responsabilidad que supone tu gracia?

Katsa rompió a reír.

—No, alteza. Viviría tan feliz sin lo uno ni lo otro.

—Supongo que debo estarte agradecido —dijo el anciano, y guardó silencio.

A la joven le habría gustado preguntarle si lo decía por haberlo rescatado. No obstante, el príncipe estaba enfermo y cansado, y parecía que se había dormido otra vez. No quería darle la lata; le caía bien el anciano lenita. No había muchas personas que quisieran hablar de la gracia.

Siguieron subiendo y pasaron ante portales y tejados envueltos en sombras. Katsa empezaba a acusar la noche pasada en vela y aún tendrían que transcurrir horas antes de que tuviera oportunidad de descansar. Repasó mentalmente lo que le había dicho el anciano; hablaba con el mismo acento que el otro hombre, el lenita que vio en el jardín.

Al fin acabó cargando con él, porque cuando llegó el momento, fue incapaz de despertarlo. Entregó las riendas del caballo a una chiquilla —hija de un simpatizante del Consejo— que estaba en cuclillas junto a la muralla. Katsa se echó al hombro el anciano, boca abajo; tambaleándose, subió peldaño a peldaño la escalera rota y llena de escombros. El último tramo era casi vertical y sólo la amenaza del cielo que clareaba la espoleó a continuar ascendiendo; nunca habría imaginado que un hombre, que parecía hecho de partículas de polvo, pudiera pesar tanto.

Ni siquiera le quedaba resuello para emitir la señal acordada con Raffin —un silbido flojito—, pero no importó porque él la había oído llegar.

—Es muy probable que toda la ciudad se haya enterado de tu llegada —susurró su primo—. En serio, Kat, no te creía capaz de armar tanto jaleo.

La aligeró del peso del anciano, y se lo cargó en el enjuto hombro. La joven se apoyó contra la pared para recobrar el aliento.

—Mi gracia no me proporciona la fuerza de un gigante —replicó ella—. Los que no estáis tocados por la gracia no lo entendéis; pensáis que como tenemos un don, los poseemos todos.

—He probado tus pasteles y me acuerdo de los bordados que hacías. No pongo en duda que hay muchos dones que te han pasado por alto. —Se echó a reír a la luz gris del amanecer, y ella le respondió con una sonrisa—. ¿Sucedió todo como estaba planeado?

Katsa pensó en el lenita del jardín, y contestó:

—Sí, en su mayor parte.

—Ya te puedes marchar, pero ve con cuidado —le aconsejó Raffin—. Yo me ocuparé de este hombre.

Se dio media vuelta y entró sigilosamente con su carga en el castillo. La joven bajó la escalera desmoronada a toda prisa y, con cautela, tomó un camino que llevaba al este; se caló bien la capucha para taparse la cara y echó a correr hacia el rosáceo horizonte.