Capítulo 19

Había dos formas de llegar a Burgo de Leck desde la posada, o desde cualquier punto de Meridia. Una de ellas era viajar hacia el sur hasta uno de los puertos emeridios y navegar rumbo sudeste, hasta Porto Mon, la ciudad portuaria más oriental del reino monmardo. Desde allí, partía una calzada en dirección norte que llevaba a la capital a través de las planicies que se extendían al pie de los picos más altos de Monmar. Era una ruta muy transitada por mercaderes que transportaban sus productos, y en casi todos los grupos había mujeres, niños y ancianos.

El otro camino era más corto, aunque también más dificultoso. Conducía hacia el sur, a través de un bosque emeridio que cada vez se hacía más espeso y selvático, y ascendía al encuentro de las montañas que formaban la frontera de Monmar con Meridia y Elestia. Pero como el camino se volvía demasiado rocoso y abrupto para los caballos, quienes cruzaban el desfiladero lo hacían a pie. Había una posada a cada lado de dicho desfiladero, donde los hospederos compraban o guardaban los caballos de los que se dirigían a la cordillera, y los vendían o se los devolvían a los viajeros que regresaban de allí. Esa era la ruta que Katsa y Po tomarían.

Burgo de Leck se encontraba a un día de camino tras cruzar el desfiladero, o un poco menos si se adquirían monturas nuevas. El camino hacia el burgo serpenteaba por entre valles exuberantes, gracias a las aguas que bajaban desde las cumbres. Po le explicó a Katsa que aquel paisaje, a base de ríos y arroyos, era similar al que había tierra adentro en Lenidia, a juzgar por lo que les había contado la reina monmarda por carta. Eso lo convertía en un paisaje en nada parecido a los que Katsa conocía.

Mientras cabalgaban, la joven no se contentó con imaginar las extrañas vistas que habría más adelante, porque cuando se despertó aquella mañana en la posada emeridia, le reapareció el torbellino de pensamientos de la noche anterior.

La gracia de Po lo protegería de Leck, y el lenita la protegería a ella.

Con Po estaría a salvo.

Él lo había dicho con toda naturalidad, como si no tuviera importancia, pero para ella no era baladí depender de otra persona para contar con su protección. Nunca se había encontrado en semejante caso.

Y, además, ¿no le sería más fácil matar a Leck en el acto, antes de que pronunciara ni una palabra o levantara un dedo? ¿No resultaría más práctico amordazarlo e inmovilizarlo, o encontrar algún modo de privarlo por completo de su poder, de mantener el control de la situación, y garantizar así su propia defensa? Porque ella no necesitaba que la ampararan. Tenía que existir una solución, una forma de protegerse de Leck por sí misma si el monarca tenía el poder que sospechaban. Debía discurrir cómo, nada más.

A última hora de la mañana chispeaba, y por la tarde la llovizna dio paso a una lluvia fría, incesante, que caía con ímpetu y no dejaba ver la calzada del bosque. Empapados hasta los huesos, tuvieron que detenerse para tratar de encontrar refugio antes de que cayera la noche. La frondosa maraña de árboles a ambos lados del camino proporcionaba cierta cobertura, de modo que ataron los caballos con ronzal debajo de un pino enorme, que olía a la resina que goteaba de las ramas a causa de la lluvia.

—No creo que encontremos otro sitio mucho más seco que éste —comentó Po—. Encender una lumbre va a ser imposible, pero al menos no dormiremos bajo la lluvia.

—Nunca es imposible encender una lumbre —lo contradijo Katsa—. Lo haré yo, y tú dedícate a buscar algo que cocinar para la cena.

Así pues, Po se internó en el bosque armado con el arco, un tanto escéptico, y Katsa se dispuso a preparar la lumbre. No era tarea fácil estando completamente empapado todo lo que había alrededor. Sin embargo, el propio pino había resguardado las agujas amontonadas junto al tronco, y la muchacha encontró debajo algunas hojas y un par de palos que no chorreaban agua. Gracias a las chispas conseguidas al golpear con el cuchillo, unos pocos soplidos suaves y la protección que daba con los brazos abiertos, una llama flameó a través del montoncillo de hojas y leña menuda. Al inclinarse sobre la llama oscilante, sintió el calor en la cara, complacida. Siempre había tenido buena mano para encender fuego; en los viajes con Oll y Giddon, ella se ocupaba de esa tarea.

Lo cual, por supuesto, era otra prueba más de que no necesitaba depender de nadie para sobrevivir.

Se apartó de la llama temblorosa y se puso a buscar más ramitas con las que alimentar la incipiente lumbre. Cuando Po regresó al campamento, chorreando, Katsa se alegró al ver el rollizo conejo que llevaba el hombre en la mano.

—Definitivamente, mi gracia sigue desarrollándose —dijo Po mientras se quitaba el agua de la cara—. Desde que nos internamos en el bosque, he notado una creciente percepción de los animales. Este conejo estaba escondido en el tronco hueco de un árbol, y me da la impresión de que yo no tendría que haber sabido que se encontraba allí… —Se calló al ver la lumbre pequeña y humeante, y observó cómo la joven soplaba y alimentaba el fuego con los palitos y ramas que había recogido—. Katsa, ¿cómo lo has conseguido? Eres todo un prodigio.

Ella rio la alabanza y Po se puso en cuclillas a su lado.

—Me alegra oírte reír, porque hoy has estado muy callada. Estoy helado, ¿sabes?, pero no me había dado cuenta hasta sentir el calor de la lumbre.

Después de calentarse un poco, Po se encargó de preparar la cena mientras parloteaba. Katsa se dedicó a sacar ropa de abrigo y mantas de las alforjas y lo colgó todo en las ramas bajas del pino, con la esperanza de que se secaran. Cuando la carne del conejo estuvo colocada sobre la lumbre y el jugo chisporroteó en las llamas, Po se aproximó a la joven, desenrolló los mapas y acercó al fuego la punta de uno de éstos que se había mojado. A continuación abrió el paquete que les había dado Raffin, examinó los remedios que contenía y colocó los envoltorios etiquetados encima de las piedras para que se secaran.

Se estaba a gusto en el campamento, con alguna que otra gota cayendo de las ramas y la calidez de la lumbre y el olor a madera quemada y a carne cocinándose. Era agradable la cháchara de Po. Katsa siguió alimentando el fuego mientras sonreía con su conversación. Esa noche se quedó dormida plácidamente envuelta en una manta medio seca, con la seguridad que le proporcionaba saberse capaz de sobrevivir sin ayuda de nadie.

Se despertó a medianoche, aterrorizada, convencida de que Po se había marchado y la había dejado sola. Pero debían de ser los flecos de un mal sueño enredados en la consciencia al llegar a su fin, porque oía la respiración de Po entremezclada con el ruido constante de la lluvia. Se giró; al sentarse, distinguió la silueta del hombre, tendido en el suelo a su lado. Alargó la mano y le tocó el hombro para asegurarse. No la había abandonado; estaba allí y viajaban juntos a través de los bosques emeridios en dirección a la frontera monmarda. Volvió a tumbarse y siguió mirando en la oscuridad la silueta del cuerpo dormido.

Bien, pues, aceptaría su protección si la necesitaba realmente. No permitiría que el orgullo le impidiera recibir ayuda de este amigo. De hecho, ya la había ayudado de mil maneras distintas.

Y, a su vez, ella lo protegería con igual ferocidad si en algún momento lo precisaba, si en alguna pelea llevara las de perder o si necesitaba cobijo o sustento, o una hoguera en pleno aguacero. O cualquier cosa que estuviera en su mano ofrecerle; lo protegería de todo.

Asunto resuelto, pues. Cerró los ojos y se entregó al sueño.

Katsa ignoraba qué diablos le pasaba cuando se despertó a la mañana siguiente. No entendía a qué venía sentir rabia contra Po. Era incomprensible; y quizás él lo sabía, porque no le pidió explicaciones y se limitó a comentar que había dejado de llover.

La observó mientras ella enrollaba la manta, evitando a toda costa mirarla, y llevaba las alforjas a los caballos. Ya de camino, Katsa siguió eludiendo los ojos del lenita. Sin embargo, aunque por fuerza él tenía que haber percibido la intensidad de su rabia, no hizo ningún comentario.

No la enfurecía el hecho de que hubiera alguien que pudiera prestarle ayuda y protección. Eso sería arrogancia, y se daba cuenta de que tal actitud era una estupidez; haría lo imposible por aprender a ser humilde… Y hete ahí que había vuelto a ayudarla, puesto que había conseguido que se planteara actuar con humildad. Pero el enfado no se debía a eso, sino porque ella no había «pedido» encontrar a una persona en quien confiar y de la que tenía tan buen concepto que se pondría en sus manos; tampoco había pedido encontrar a una persona cuya ausencia la angustiara si se despertaba a medianoche y no la hallaba —y no porque no estuviera para protegerla, sino por la sencilla razón de que deseaba su compañía—, y ni siquiera había pedido encontrar a una persona a la que quisiera tener a su lado.

Ni ella misma soportaba su estupidez. Se sumergió en un caparazón de malhumorado silencio y ahuyentó todos los pensamientos que le venían a la cabeza.

Cuando se detuvieron para dar un descanso a los caballos junto a una charca crecida por la lluvia, Po se apoyó en un árbol y comió un trozo de pan. La observó en silencio, con aire sosegado. Katsa todavía evitaba mirarlo, pero era consciente de que no le quitaba la vista de encima ni un instante. No había nada más irritante que esa forma de estar recostado en el árbol, comiendo pan y contemplándola con sus relucientes ojos.

—¿Se puede saber qué miras tanto? —espetó por fin.

—Esta charca está repleta de ranas —repuso él—. Y de peces; hay barbos a cientos. ¿No es gracioso que sepa algo así con tanta claridad?

Lo habría golpeado por tener tanta calma y por su recién adquirida habilidad de contar ranas y barbos que no veía. Apretó los puños y se forzó a dar media vuelta para alejarse de él. Salió del camino y se internó en la fronda, dejó atrás árboles y más árboles y, finalmente, echó a correr a través el bosque; su carrera desenfrenada espantaba a los pájaros, que levantaban el vuelo a su paso. Sobrepasó arroyos, rodales de helechos y cerros cubiertos de musgo, y entró a toda carrera en un claro, en el que había una cascada que se precipitaba contra las rocas y formaba un estanque. Se quitó las botas y la ropa a tirones y se lanzó al agua. Gritó al sentir el frío que le envolvió el cuerpo de golpe y se le metió agua en la nariz y en la boca; y por fin salió a la superficie con un resoplido, tiritando y dando diente con diente. Pero se rio del frío y trepó por el borde del estanque.

Una vez fuera del agua, de pie en la orilla y erizado el vello de todo el cuerpo, se tranquilizó.

Al regresar adonde se hallaba él, helada pero con la cabeza despejada, fue cuando ocurrió. Recostado en el tronco del árbol, Po se había sentado en el suelo con las piernas dobladas, la cabeza apoyada en las manos y hundidos los hombros. Se le notaba cansado, triste. Al verlo así, una sensación de ternura le oprimió la garganta; entonces, cuando él la miró, Katsa descubrió que lo veía como nunca lo había visto hasta ese momento, y soltó una exclamación ahogada.

Tenía los ojos preciosos. Y para ella, el rostro de aquel hombre era hermoso de cualquier forma; y los hombros y las manos; y los brazos, que reposaban en las rodillas; y el torso, que no se movía porque él contenía la respiración mientras la miraba; y el gran corazón que tenía… Su amigo. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? ¿Cómo no lo había visto así siempre? Estaba ciega. Los ojos se le anegaron en lágrimas, porque ella tampoco había pedido que ocurriera aquello. No había pedido tener cerca a ese hombre maravilloso, en cuyos ojos se advertía algo anhelante que ella no quería.

Po se puso de pie, y a Katsa le temblaron las piernas. Se agarró al caballo para no tambalearse.

—No quiero esto —susurró.

—Yo tampoco lo había planeado, Katsa.

Se asió a los bordes de la silla de montar para no caer sentada al suelo, entre los cascos del animal.

—Tú… Tienes el don de poner patas arriba todos mis planes —musitó Po, y ella gritó y cayó de rodillas, pero se incorporó enrabietada, veloz, antes de que tuviera tiempo de acercársele para ayudarla y la tocara.

—Sube al caballo —espetó Katsa—. Ahora mismo. Nos marchamos.

Montó y salió a galope sin comprobar siquiera si él la seguía. Cabalgaron y la joven sólo permitió que un pensamiento se le formara en la mente, el mismo una y otra vez:

«No quiero tener marido. No quiero tener marido».

Lo repitió ajustándolo al ritmo de los cascos del caballo. Y si él percibía lo que pensaba, tanto mejor.

Cuando se detuvieron para pasar la noche, Katsa no le dirigió la palabra, pero no podía actuar como si Po no estuviera allí. Notaba cada movimiento que él hacía sin necesidad de verlo, y cómo la seguía con la vista desde el otro lado de la lumbre que preparaba. Era igual que todas las noches y como seguirían siendo todas las demás: estaría allí sentado, deslumbrante a la luz de las llamas; y ella sería incapaz de mirarlo porque resplandecía y porque era maravilloso, y ella no lo soportaba.

—Por favor, Katsa —dijo finalmente Po—. Al menos háblame.

—¿Y de qué podemos hablar? Sabes cómo me siento y lo que pienso sobre ello.

—¿Y lo que siento yo? ¿Eso no importa?

Lo dijo con un hilo de voz, tan comedido en contraste con su acritud que se sintió avergonzada. Se sentó enfrente de él.

—Perdona, Po, claro que importa. Puedes hablarme de lo que sientes.

Dio la impresión de que el lenita se quedaba de repente sin saber qué decir. Bajó la vista al regazo y jugueteó con los anillos; respiró hondo y se pasó las manos por la cabeza. Cuando por fin alzó la cara hacia Katsa, ella constató una mirada franca, entregada, tanto que podía verle el alma a través de los ojos, y adivinó lo que él le iba a decir.

—Sé que no lo quieres, Katsa, pero no puedo evitarlo. En el momento en que irrumpiste en mi vida, estuve perdido. Pero temo comunicarte mis deseos por miedo a que… Oh, no sé, a que me arrojes al fuego. O, lo más probable, que me rechaces, o peor aún, que me desprecies. —La voz se le quebró; apartó la vista del rostro de Katsa y se contempló las manos—. Te quiero. Eres más importante para mí de lo que jamás imaginé que podría serlo alguien. Y te he hecho llorar, así que ya me callo.

Sí, Katsa lloraba, pero no por lo que Po le había dicho, sino por la certidumbre que se negaba a plantearse siquiera mientras estuviera sentada delante de él. Así que se puso de pie.

—Necesito irme.

Po se incorporó de un salto y le suplicó:

—No, Katsa, por favor.

—No me alejaré, Po. Sólo necesito pensar sin que tú controles lo que estoy pensando.

—Tengo miedo de que no regreses si te vas.

—Po… —En eso, al menos, sí podía tranquilizarlo—. Volveré.

Él la observó unos segundos.

—Sé que es eso lo que piensas realmente en este momento, pero temo que cuando te hayas alejado para reflexionar, decidas que abandonarme es la solución.

—No lo haré.

—Pero eso no puedo saberlo.

—No —admitió Katsa—, no puedes. Pero yo necesito pensar estando sola y me niego a dejarte sin sentido de un puñetazo, así que tendrás que dejarme ir. Y cuando me haya marchado, deberás confiar en mí, como debería hacer cualquier persona que no poseyera tu gracia, y como yo hago siempre contigo.

Po la miró de nuevo con aquellos ojos francos, tristes. Después inhaló y se sentó.

—Camina tus buenos diez minutos si quieres tener intimidad —le advirtió a la joven.

Diez minutos era un alcance mucho mayor de lo que Katsa había entendido que tenía su gracia, pero ése era un tema para discutirlo en otro momento. Se sintió observada mientras se internaba entre los árboles. Anduvo a tientas, a gatas, buscando oscuridad, distancia y soledad.

Sola en la espesura, Katsa se sentó en un tocón y lloró. Lloró como alguien con el corazón roto, y se preguntó por qué, si dos personas se amaban, podía experimentarse tanto desconsuelo.

No sería suyo, no había que llamarse a engaño; nunca podría ser su esposa. No le era posible entregarse de nuevo si acababa de escabullirse de Randa, ni pertenecer a otra persona, ni rendirle cuentas, ni basar su vida en torno a esa otra persona, por mucho que lo amara.

Katsa permaneció sentada en la oscuridad del bosque emeridio y comprendió tres verdades: amaba a Po, deseaba a Po, y nunca pertenecería a nadie, salvo a sí misma.

Al cabo de un rato desanduvo sus pasos, de vuelta al campamento. Nada había cambiado en sus sentimientos y tampoco estaba cansada. Pero Po lo pasaría mal si no dormía, y ella sabía que no conciliaría el sueño hasta que hubiera regresado.

Estaba tumbado boca arriba, completamente despierto, fija la vista en la media luna. Katsa se le acercó y se sentó frente a él. Po la miró con ternura, pero no dijo nada. Ella le sostuvo la mirada y le abrió la mente y el corazón para que entendiera lo que sentía, lo que deseaba y lo que no podía hacer. Po se sentó y se quedó contemplándola mucho rato.

—Sabes que en ningún momento confiaría en que cambiarías tu modo de ser si fueras mi esposa —dijo un poco después.

—Ser tu esposa me cambiaría.

—Sí, te entiendo.

Un tronco se desmoronó en el fuego. Permanecieron sentados en silencio. Cuando Po volvió a hablar, lo hizo con voz vacilante:

—Se me ocurre que la congoja no es la única alternativa al matrimonio.

—¿Qué quieres decir?

Po agachó la cabeza un momento, y luego, mirándola de nuevo, musitó:

—Estoy dispuesto a darme a ti como quieras tomarme. Lo dijo con una sencillez que Katsa ni se sintió azarada.

—¿Y adónde nos conduciría eso?

—No lo sé, pero confío en ti.

Katsa le sostuvo la mirada. Se le había ofrecido. Confiaba en ella, y ella confiaba en él.

No se había planteado esa posibilidad mientras estaba sola en el bosque, llorando; ni por asomo. En cambio, ahora tenía ante sí la oferta de Po; le bastaba con tender la mano y asirla. Pero de pronto, todo lo que hacía un rato le había parecido claro, sencillo y doloroso, volvía a ser confuso y complicado, aunque vislumbraba un atisbo de esperanza.

¿Podría ser su amante y, pese a ello, seguir siendo su propia dueña? Era una pregunta para la que no tenía respuesta.

—Necesito pensar —dijo.

—Piensa aquí, por favor —pidió él—. Estoy muy cansado, Katsa, tanto que me quedaré dormido de inmediato.

—De acuerdo, me quedaré.

Po alargó una mano y le limpió una lágrima que tenía en la mejilla. Katsa sintió el roce de la punta del dedo hasta en la médula, y se debatió contra esa sensación, sin querer que él lo advirtiera. El lenita se tendió en el suelo. La joven se puso de pie y se alejó hasta un árbol al que no llegaba la luz de la hoguera; se sentó recostada en el tronco, contempló la silueta de Po y esperó que se durmiera.