Capítulo 17

Por la mañana, Katsa se despertó antes que su compañero, y siguió el reguero de agua corriente abajo hasta encontrar un lugar donde formaba un remanso algo mayor que un charco, pero sin llegar a ser una poza. Allí se bañó lo mejor que pudo, y aunque la frialdad del aire y del agua la hizo tiritar, también la despejó por completo.

Cuando intentó soltarse el cabello y desenredarlo, se topó con el mismo engorro frustrante de siempre: tiró y tiró, pero los dedos no encontraban la forma de deshacer los enredos, así que lo dejó por imposible y volvió a recogérselo. Se secó lo mejor que pudo y se vistió. Cuando regresó al claro, Po se había despertado y se dedicaba a atar bolsas y alforjas.

—¿Me cortarías el cabello si te lo pidiera?

—No estarás pensando en disfrazarte, ¿verdad? —le dijo, sorprendido.

—No, no es por eso. Es que me saca de mis casillas, además de que nunca he querido tenerlo así. Y será mucho más cómodo si me lo corto del todo.

—Mmmm… —Po le examinó la mata de pelo anudada y recogida en la nuca—. Está bastante liado, como un nido de pájaros —comentó. Al notar la mirada feroz de la muchacha, se echó a reír—. Si de verdad quieres que te lo corte, lo haré, pero dudo que te complazca mucho el resultado. ¿Por qué no esperas hasta que lleguemos a la posada y se lo pides a la mujer del posadero, o a una de las mujeres de la ciudad?

—Está bien. Lo soportaré un día más.

Po desapareció por el camino que la joven había utilizado antes, mientras ella enrollaba las mantas y cargaba en los caballos los bultos de ambos. La calzada se estrechó más a medida que avanzaban hacia el sur, y la fronda se hizo más densa y oscura. A pesar de las protestas de Katsa, Po encabezaba la marcha arguyendo que cuando era ella la que marcaba el paso, siempre empezaban a cabalgar a un ritmo razonable, pero al poco rato, indefectiblemente, lo hacían a una velocidad de vértigo. Se había arrogado el derecho de proteger al caballo de Katsa de su amazona.

—Dices que lo haces por el caballo, pero lo que ocurre es que no puedes aguantar mi ritmo —comentó la joven cuando se detuvieron en una ocasión para que los animales bebieran en un arroyo que cruzaba el camino.

—Y lo que tú intentas es picarme, pero no te saldrás con la tuya.

—Por cierto, se me ha ocurrido que no hemos hecho prácticas desde que descubrí tu embuste y accediste a no mentirme más.

—En efecto, no hemos luchado desde que me diste el puñetazo en la mandíbula porque estabas furiosa con Randa.

La joven fue incapaz de reprimir una sonrisa, y añadió:

—De acuerdo, tú encabezas la marcha. Pero ¿qué me dices de las prácticas? ¿No quieres reanudarlas?

—Por supuesto. Quizás esta noche, si aún hay luz cuando acampemos.

Cabalgaron en silencio. Katsa, absorta, divagaba; pero se dijo que, cuando sus pensamientos divagaran hacia cualquier tema relacionado con Po, tendría que ir con cuidado y refrenarse. Si no podía evitar pensar en él, tendría que tratarse de cosas sin importancia; estaba decidida a que él no sacara provecho de las intromisiones en su mente mientras cabalgaban por aquel tranquilo camino del bosque.

Se preguntó hasta qué grado sería la gracia de Po sensible a la intromisión mental. ¿Y si estando concentrado, en pleno proceso de resolver un problema difícil, se le acercara una gran multitud, o aunque se tratara de una sola persona que, al verlo, pensara que tenía los ojos muy raros o le admirara los anillos o deseara comprarle el caballo? ¿Qué ocurría en esos casos? ¿Acaso perdía la concentración cuando los pensamientos de otras personas se le filtraban en la mente? Qué irritante debía de resultarle algo así.

Y entonces se preguntó si podría llamar su atención sin mediar palabra. ¿Lograría transmitirle mentalmente que necesitaba ayuda o deseaba detenerse? Tenía que ser posible; seguro que él sabía si una persona deseaba comunicarse con él, siempre y cuando estuviera dentro de su radio de alcance.

Po cabalgaba delante de Katsa, y ella lo observó: mantenía la espalda erguida y los brazos relajados, con las mangas recogidas hasta el codo, como siempre. Entonces desvió la vista hacia los árboles, luego a las orejas de su caballo, y por último al camino que tenía al frente; despejó, pues, la mente de cualquier pensamiento relacionado con Po y elaboró otras formulaciones:

«Cazaré un ánsar para la cena», «las hojas de los árboles están empezando a cambiar de color», «hace muy buen tiempo, tan fresquito».

Y en éstas, con todo su ímpetu, centró la atención en la parte posterior de la cabeza de Po y gritó mentalmente su nombre. El lenita tiró de las riendas con tanta brusquedad que el caballo relinchó, se tambaleó y casi se sentó en el camino. Faltó poco para que la montura de Katsa tropezara con la otra. Po estaba tan sobresaltado y estupefacto —y tan irritado— que Katsa estalló en carcajadas sin reprimirse.

—Por toda Lenidia bendita ¿qué diablos te pasa? ¿Es que quieres darme un susto de muerte? ¿No te basta con lastimar a tu caballo que también tienes que dañar al mío?

La joven era consciente de que estaba enfadado, pero era incapaz de contener la risa.

—Perdona, Po. Sólo intentaba atraer tu atención.

—Y supongo que ni se te ha ocurrido intentarlo con mesura. Si te dijera que el techo de mi casa necesita una reparación, empezarías por echar abajo el edificio.

—Oh, Po, no te enfades. —Sofocó la risa que le pugnaba por estallar de nuevo—. De verdad, no creía que te sobresaltaría tanto ni que lo conseguiría; no imaginaba que tu gracia lo permitiría.

Tosió y se obligó a adoptar un gesto de fingida contrición que no habría engañado ni al mentalista más incompetente. Pero lo cierto es que no había sido su intención asustarlo tanto, y él debía de notarlo. Al fin se suavizó el duro rictus de la boca del lenita y un atisbo de sonrisa le asomó fugazmente.

—Mírame —dijo sin necesidad, porque la sonrisa ya la había atrapado—. Bien, di mi nombre para tus adentros, como si quisieras atraer mi atención… bajito. Como lo harías si lo pronunciaras.

Katsa esperó un momento antes de pensarlo: Po.

—Con eso vale.

—Bien, no ha sido difícil.

—Y habrás notado que no ha afectado al caballo.

—Muy divertido. ¿Podemos practicar mientras cabalgamos?

Durante el resto del día, Katsa lo llamó mentalmente de vez en cuando. En todas las ocasiones, él alzó la mano para indicar que lo había oído, incluso cuando la joven lo susurró. Por ello, decidió dejar de llamarlo al ser evidente que daba resultado; tampoco quería ponerse pesada. Entonces Po se volvió para mirarla y asintió en silencio, y Katsa supo que la había entendido. Cabalgó tras él con los ojos muy abiertos mientras intentaba encontrar sentido al hecho de que hubieran mantenido una especie de conversación sin haber pronunciado palabra.

Acamparon junto a una charca, rodeados de grandes árboles emeridios. Mientras desataban las alforjas de los caballos, Katsa tuvo la seguridad de haber visto un ánsar anadeando entre el carrizo en la otra orilla. Po atisbo y confirmó:

—En efecto, parece un ánsar, y no me importaría cenarme un muslo.

Así pues, Katsa se encaminó hacia allí y se aproximó al ave sin hacer ruido; el ánsar no advirtió su presencia. Katsa decidió ir directamente hacia él y romperle el cuello, como hacían las cocineras en los corrales del castillo. Sin embargo, a pesar de aproximarse con sigilo, el animal la oyó y se puso a parpar al tiempo que corría hacia el agua. La joven fue tras él, y el ave desplegó las grandes alas y echó a volar. Pero Katsa saltó y lo agarró por el cuerpo, en el aire; cayó al fondo de la charca, asombrada por el tamaño del animal, y de repente se encontró forcejeando en el agua con un ánsar enorme que aleteaba, chapoteaba, picaba y pateaba. Pero sólo fueron unos instantes porque ella le apretó el cuello con las manos y se lo partió, antes de que tuviera tiempo de darle un picotazo en alguna parte del cuerpo.

Dio media vuelta para regresar a la orilla y se sorprendió al ver allí a Po, boquiabierto. Ella se puso de pie, y, chorreando agua, sostuvo en alto el enorme ánsar cogido por el cuello para que el lenita lo viera.

—¡Ya lo tengo!

Po ya no le quitó el ojo de encima, jadeando, al parecer, a causa de la carrera que había dado al verla desaparecer bajo el agua con el ánsar y la pelea que siguió. Se frotó las sienes.

—¡Katsa, por toda Lenidia bendita! ¿Se puede saber qué haces?

—¿Cómo dices? He cazado un ánsar para cenar los dos.

—¿Por qué no usaste el cuchillo? Estás metida en una charca y completamente empapada.

—Sólo es agua. De cualquier modo, ya iba siendo hora de que me lavara la ropa.

—Katsa…

—Quería comprobar si era capaz de hacerlo —contestó la joven—. ¿Y si en algún viaje me encontrara sin armas y necesitara comer? Conviene saber cómo atrapar un ánsar sin armas.

—De habértelo propuesto, podrías haberte quedado en el lugar de acampada y lanzarle el cuchillo a través de la charca. He visto la puntería que tienes.

—Pero ahora sé que puedo hacer también esto —se limitó a contestar.

—Sal de ahí antes de que pilles un resfriado —dijo Po tendiéndole la mano—. Y dame ese animal; yo lo desplumaré mientras te pones ropa seca.

—Nunca me resfrío.

Katsa vadeó hasta la orilla de la charca.

—Oh, de eso estoy seguro. —Y le cogió el ave—. Por cierto, ¿aún te quedan ganas de pelear? Podríamos practicar mientras tu ánsar se va asando en la lumbre.

Como ahora conocía los verdaderos recursos de Po, era distinto luchar contra él. Comprendió que supondría una pérdida de energía amagar un golpe, y actuar por sorpresa no le reportaría ninguna ventaja por mucha astucia que utilizara. Su única ventaja radicaba en la velocidad y en la ferocidad; sabiéndolo, le resultó muy fácil ajustarse a la nueva estrategia. De modo que no perdió el tiempo en ser creativa, sino que se limitó a golpearlo tan deprisa y tan fuerte como le fue posible. Puede que el lenita supiera hacia dónde dirigiría Katsa la siguiente arremetida, pero tras una andanada de golpes, él era incapaz de aguantar el ritmo de la muchacha, así de sencillo; no conseguía esquivar los impactos con suficiente rapidez ni pararlos. Forcejearon y lucharon mientras la luz menguaba y se acercaba la noche. Po se rendía una y otra vez, y se ponía en pie entre risas y gemidos.

—Esta es una buena práctica para mí —comentó—, pero no veo qué provecho sacas tú de ello, a no ser que se trate de la satisfacción de golpearme hasta hacerme papilla.

—Tendremos que idear ejercicios nuevos, algo que sea un reto para los dones de ambos.

—Luchemos cuando haya oscurecido. Vas a ver como así estamos mucho más igualados.

Era cierto. Al caer la noche, los cubrió un cielo negrísimo, sin luna ni estrellas. Llegó un momento en que Katsa ya no veía y sólo distinguía a Po como una vaga silueta; los golpes que descargaba eran aproximados, pero no certeros. El lenita se dio cuenta de la situación y realizó movimientos con los que confundirla. Entonces fue él quien la alcanzó de lleno con sus golpes.

—¿Con tanta exactitud percibes mis manos y mis pies? —inquirió Katsa haciendo un alto.

—Manos, pies y los veinte dedos al completo. Eres tan corpórea, Katsa… Posees tanta energía física que la percibo de continuo; hay veces que hasta tus emociones parecen tangibles.

—¿Podrías luchar contra alguien con los ojos vendados? —se le ocurrió preguntar sopesando lo que le había dicho.

—No lo he hecho nunca. De hacerlo, habría despertado sospechas, claro. Pero sí, podría, aunque sería más fácil en terreno liso, porque mi percepción del suelo del bosque no es exacta.

Katsa contempló con intensidad la oscura silueta de Po, perfilada contra el cielo más oscuro todavía, y exclamó:

—¡Maravilloso! ¡Es fantástico, y te envidio! Tenemos que luchar de noche más a menudo.

—No protestaré ante esa propuesta; resultará agradable tomar la ofensiva en vez de estar a la defensiva alguna que otra vez.

Lucharon un poco más, hasta que los dos tropezaron en un tronco caído y acabaron en el suelo. Po cayó de espaldas, medio sumergido en la charca, pero se incorporó tosiendo y escupiendo agua, y propuso:

—Me parece que hemos practicado de sobra en la oscuridad. ¿Qué tal si comprobamos cómo va ese ánsar?

El ave chisporroteaba grasa en la lumbre. Katsa lo hurgó con el cuchillo y la carne se desprendió del hueso.

—Está perfecto. Cortaré un muslo para ti.

Alzó la vista justo en el momento en que Po se sacaba la camisa mojada por la cabeza, y se esforzó en no pensar, en dejar vacía la mente, tan vacía como una página en blanco o una noche sin estrellas. El lenita se acercó a la lumbre y se puso en cuclillas; se quitó el agua de los brazos desnudos y la sacudió en las llamas. Katsa se concentró en el ánsar y siguió cortando con cuidado el muslo que le preparaba; todo ello, con el semblante más inexpresivo que imaginarse pueda. También centró sus pensamientos en el frío que hacía esa noche. El ave estaba deliciosa, así que deberían comer todo lo posible, para no desperdiciarla; otro tema en el que fijar la mente.

—Confío en que tengas hambre, porque no querría desperdiciar este animal —le dijo a Po.

—Estoy hambriento.

Por lo visto iba a quedarse así, sin camisa, hasta que se hubiera secado a la lumbre. Entonces le llamó la atención una marca que tenía en el brazo; respiró hondo e imaginó un libro entero con páginas y páginas en blanco. Pero en ese momento atrajo su atención una marca semejante en el otro brazo, y la curiosidad pudo con ella, de modo que entornó los ojos para observar mejor las marcas. No pasaba nada porque mirara; no había nada malo en sentir curiosidad por unas marcas que parecían pintadas en la piel. Eran franjas oscuras y anchas, como si llevara cintas atadas justo donde se entrelazaban los músculos del hombro y los del brazo. Las franjas, una alrededor de cada brazo, estaban decoradas con motivos intrincados que a Katsa le parecieron de varios colores, aunque no se veía bien a la luz de la lumbre.

—Es un adorno lenita —explicó Po—. Como los aros de las orejas.

—Pero ¿qué es? ¿Pintura?

—Es una especie de tinte.

—¿Y no se quita con el agua?

—Bueno, dura muchos años.

Po hurgó en una alforja y sacó una camisa seca. Se la puso por la cabeza, y Katsa pensó en un inmenso paisaje nevado, tras lo cual respiró con alivio. A continuación, le tendió el muslo del ánsar.

—A los lenitas nos gustan los adornos.

—¿Y las mujeres también llevan esas franjas?

—No, sólo los hombres.

—¿También los del pueblo llano?

—Sí.

—Pero nadie las ve —argumentó Katsa—. Los atuendos lenitas no dejan ver la parte alta de los brazos de los hombres, ¿verdad?

—No, no las deja a la vista. Es un adorno que casi nadie ve.

La joven captó un destello divertido en los ojos de Po, que brillaban a la luz de la lumbre.

—¿Qué te hace gracia? ¿Por qué sonríes?

—La intención es que le parezcan atractivos a mi esposa —contestó.

Faltó poco para que Katsa dejara caer el cuchillo a la lumbre.

—¿Tienes esposa?

—¡Cielos, no! ¿Tú crees que si la tuviera no la habría mencionado?

Él rompió a reír, y, soltando un resoplido, Katsa le espetó:

—Yo no sé lo que has creído oportuno mencionar o no mencionar sobre ti, Po.

—Son adornos para que los vea la esposa que algún día tendré.

—¿Con quién te casarás?

—Aún no me veo casado con nadie —contestó, indiferente.

Katsa se desplazó al lado de la lumbre donde él estaba sentado y cortó el otro muslo del ave para ella; regresó a su sitio y se acomodó en el suelo.

—¿No te preocupa tu castillo y tu feudo? Por lo de engendrar herederos, quiero decir.

—No hasta el punto de unirme a una persona a la que no quiera atarme. De momento estoy a gusto sin pareja.

—Te imaginaba una persona más… sociable cuando estuvieras en tu país —comentó ella, sorprendida por la respuesta.

—Cuando estoy en Lenidia no se me da mal amoldarme a una vida social normal si no me queda más remedio. Pero es pura fachada, Katsa, siempre lo es. Resulta un esfuerzo agotador disimular mi gracia, sobre todo con mi familia. Cuando estoy en la corte de mi padre, hay una parte de mí que se limita a esperar la oportunidad de emprender de nuevo algún viaje, o de regresar a mi castillo, donde me dejan en paz.

Katsa lo entendía a la perfección.

—Supongo que si te casas será con una mujer que sea lo bastante de fiar para que conozca tu verdadera gracia.

—¡Sí, claro! —exclamó Po soltando una risotada—. La mujer con quien me despose tendrá que reunir unos requisitos bastante difíciles de cumplir. —Arrojó el hueso del muslo a las llamas, cortó otro trozo de carne del ánsar y lo sopló para que se enfriara—. ¿Y qué me dices de ti, Katsa? Seguro que le has roto el corazón a Giddon con tu marcha, ¿no es así?

—Giddon… —El mero hecho de oír aquel nombre le causaba ansiedad—. ¿De verdad no ves por qué no querría casarme con él?

—Veo mil razones para que no quisieras hacerlo, pero no sé cuál es la que a ti te parece más importante.

—Aun en el caso de que quisiera contraer matrimonio, no sería con Giddon. Pero no me casaré con nadie. Me sorprende que no te haya llegado ese rumor, porque has pasado bastante tiempo en la corte de Randa.

—Oh, claro que me ha llegado, pero también he oído decir que eres una especie de asesina sin voluntad propia a la que Randa tenía dominada, y ha resultado que ninguna de esas dos cosas son ciertas.

Katsa sonrió entonces y arrojó al fuego el hueso. Uno de los caballos relinchó; un animal pequeño se metió en la charca y el agua se cerró sobre él con un chapoteo, como si se lo tragara. La joven se sintió de repente cómoda y satisfecha; y repleta de buena comida.

—Raffin y yo hablamos una vez de matrimonio —comentó—. Huelga decir que no le entusiasma la idea de casarse con una noble que sólo busque ser rica o ser reina. Y, por supuesto, tiene que desposarse con alguien, en eso no tiene elección. Casarse conmigo habría sido un buen arreglo. Nos llevamos bien y yo no intentaría apartarlo de sus experimentos. Por su parte, él no contaría con que me ocupara de atender a sus invitados ni me privaría de participar en el Consejo.

Imaginó a su primo ante sus libros y redomas. Probablemente, en ese mismo instante, estaría enfrascado en algún experimento, acompañado de Bann. Para cuando Katsa decidiera regresar a la corte, a lo mejor ya estaría casado con alguna gran dama. Casado… Y ella no habría estado allí para intercambiar ideas y opiniones con su primo, como siempre habían hecho.

—Al fin —prosiguió—, lo descartamos por absurdo y nos reímos de la idea. Yo ni siquiera era capaz de planteármelo en serio, porque nunca accedería a ser reina. Y Raffin tendrá que engendrar hijos, a lo que tampoco accedería yo. Tampoco quiero estar tan atada a otra persona, ni siquiera a él. —Contempló las llamas con los ojos entrecerrados y suspiró por su pobre primo, sobre quien recaían responsabilidades tan pesadas—. Espero que se enamore de una mujer que sea una buena reina y una madre feliz. Sería lo mejor para él: una mujer deseosa de tener una caterva de niños.

—¿Te desagradan los niños?

—Nunca me han desagradado los niños que he conocido. Lo que pasa es que no quiero niños; no quiero tener hijos. No se explicarlo.

En ese momento recordó a Giddon, quien le había asegurado que cambiaría de idea respecto a ese tema. Como si él supiera lo que sentía, o tuviera la menor idea de lo que anhelaba. Echó el hueso a las brasas y se sirvió otra porción de carne. Notando que Po la miraba, alzó la vista, ceñuda.

—¿Por qué me miras así? —preguntó él—. Que yo sepa, no estás enfadada conmigo.

—Es que pensaba que a Giddon le habría parecido una esposa muy irritante —replicó Katsa sonriendo—. Me gustaría saber si comprendería que yo plantara un macizo de hierba doncella en los jardines, o quizá le habría parecido encantadoramente hogareña.

—¿Qué es la hierba doncella? —preguntó Po, perplejo.

—Tal vez le dais otro nombre en Lenidia, pero es una planta con florecillas de color púrpura. Dicen que si una mujer come las hojas, no se queda embarazada.

Se envolvieron en las mantas y se acostaron frente a las brasas de la lumbre. Po dio un tremendo bostezo, pero Katsa no estaba cansada. Se le ocurrió una pregunta, aunque si ya se había quedado dormido, no lo despertaría.

—¿Qué es, Katsa? Estoy despierto.

La joven no sabía si conseguiría acostumbrase a eso, pero pese a ello, le dijo:

—Me preguntaba si al llamarte mentalmente cuando estás durmiendo, te despertaría.

—Pues no lo sé. No percibo cosas cuando duermo, pero si estoy en peligro o si se acerca alguien, siempre me despierto. Puedes intentarlo —volvió a bostezar— si no hay más remedio.

—Lo intentaré otra noche cuando estés menos cansado.

—¿Tú nunca te cansas, Katsa?

—Pues claro que sí.

Pero no logró acordarse de un ejemplo concreto.

—¿Conoces la historia del rey Leck de Monmar?

—Ignoraba que la hubiera.

—Es un relato de hace mucho tiempo y deberías saberlo si vas a ir a su reino. Te lo contaré y quizás así te entre sueño.

Se giró y se tumbó boca arriba. Por su parte, Katsa estaba tumbada de lado y observó el perfil del hombre en contraste con el tenue brillo de la lumbre casi apagada.

—Los anteriores reyes de Monmar eran personas afables, aunque no muy lúcidas en asuntos de estado —comenzó a explicar Po—. No obstante, contaban con buenos consejeros y eran más compasivos y amables con su pueblo de lo que la mayoría de la gente podría imaginar en la actualidad respecto a unos reyes. Pero existía un contratiempo: no tenían hijos. Y, al contrario de lo que supondría para ti, eso no les convenía. Ansiaban tener un hijo. Para que fuera su heredero, sí, pero también porque deseaban ser padres, como imagino que le ocurre a mucha gente. Sucedió que un día llegó un joven a su corte, un muchacho de unos trece años —apuesto y de aspecto inteligente—, que llevaba un parche sobre un ojo porque lo había perdido de más joven. No dijo de dónde venía, ni quiénes eran sus padres, ni cómo había perdido el ojo. Simplemente, llegó a la corte mendigando y relataba historias a cambio de algo de comida y de dinero.

»Los criados lo acogieron porque contaba historias maravillosas, relatos extraños acerca de un lugar más allá de los siete reinos, donde los monstruos surgían del mar y del aire, los ejércitos salían en tromba de agujeros en las montañas y la gente era diferente de cualquier tipo de persona que conocemos. Al fin, el rey y la reina supieron de él y ordenaron que compareciera en la corte para que relatara sus narraciones. Desde el primer día se quedaron prendados del muchacho, a quien compadecían por su pobreza, por su soledad y por el ojo que había perdido. A partir de entonces, los reyes lo invitaban a comer, preguntaban por él cuando regresaban de algún viaje largo, o lo hacían llamar a sus aposentos por las tardes. Le dieron el mismo trato que a cualquier joven de la nobleza; lo educaron y le enseñaron a luchar y a cabalgar. Lo trataron casi como si fuera su propio hijo, y cuando el chico cumplió los dieciséis años, como los reyes seguían sin tener descendencia, el monarca hizo algo extraordinario: lo nombró su heredero.

—¿Aunque no sabían nada sobre su pasado?

—Exacto, ni más ni menos. Y aquí es donde la historia se pone realmente interesante, Katsa, porque no hacía ni una semana que el rey lo había nombrado heredero cuando él y su esposa murieron aquejados de una repentina enfermedad. Además, los dos consejeros de mayor confianza cayeron en un estado de desesperación tal que se arrojaron al río. O eso se dice. Que yo sepa, no hubo testigos. Katsa se incorporó apoyándose en el codo y lo observó con gran detenimiento.

—¿Te parece extraño? —preguntó Po—. A mí me lo ha parecido siempre. Sin embargo, el pueblo de Monmar nunca se cuestionó aquellos hechos y todos los miembros de mi familia que han conocido a Leck me dicen que soy un necio por recelar. Aseguran que ese rey es absolutamente encantador, inclusive el parche del ojo. La gente dice que lloró muchísimo a los reyes y que es imposible que tenga algo que ver con su muerte.

—Nunca había oído esta historia. Ni siquiera sabía que a Leck le faltaba un ojo. ¿Tú lo conoces?

—No —repuso Po—. Pero siempre he tenido la impresión de que no me fascinaría, como les ha pasado a otros, a pesar de su gran reputación de ser benevolente con los niños y los desvalidos. —Bostezó y se giró de costado—. Bueno, si las cosas marchan como espero, supongo que no tardaremos en saber si simpatizamos con él o no. Buenas noches, Katsa. Es posible que mañana lleguemos a la posada.

Ella cerró los ojos y percibió que la respiración de Po se tornaba regular y acompasada. Pensó en lo que le había contado. No resultaba fácil conciliar la buena fama del rey Leck con esa historia. Pero quizás era inocente; quizás había una explicación lógica.

Reflexionó entonces sobre qué recibimiento les darían en la posada, y si tendrían la suerte de encontrarse con quienquiera que les proporcionara la información que buscaban. Después estuvo escuchando los sonidos de la charca, y el susurro que la brisa provocaba en la hierba.

Cuando creyó que Po se había dormido, pronunció su nombre en voz baja. Él no se movió. Entonces pensó el nombre del lenita una vez, con suavidad, como un susurro en la mente. En esta ocasión tampoco hizo movimiento alguno y no se le alteró la respiración.

Estaba dormido. Katsa exhaló muy despacio.

Era la tonta más grande de los siete reinos.

Si había luchado con él casi a diario, si conocía cada parte de su cuerpo, si se le sentaba encima del estómago y forcejeaba con él en el suelo, y si, seguramente, sabría identificarlo por el modo como la ceñía con más rapidez de lo que cualquier mujer sería capaz de reconocer el abrazo de su esposo, ¿por qué se azoraba tanto al verle los brazos o los hombros? Había visto miles de hombres sin camisa en la sala de prácticas, o cuando viajaba con Giddon y Oll; por otra parte, Raffin y ella estaban tan acostumbrados el uno al otro que su primo se desnudaba prácticamente delante de ella. En cambio, con Po era diferente; le sucedía lo mismo que con los ojos: a menos que estuvieran peleando, el cuerpo del lenita ejercía sobre ella el mismo efecto que sus pupilas.

Al sufrir un cambio la respiración de Po, Katsa se esforzó en no pensar y se quedó escuchando, hasta que el ritmo recuperó la regularidad de nuevo.

No iba a resultar fácil la convivencia con el lenita. Nada era fácil con él. Pero era su amigo y por eso viajarían juntos. Lo ayudaría a descubrir al secuestrador de su abuelo y, por supuesto, procuraría no tirarlo otra vez a una charca. Había que dormir. Se volvió de espaldas a Po y deseó desconectar la mente y entregarse al sueño.