Capítulo 16
Partieron bastante antes de que amaneciera. Raffin y Bann fueron a despedirlos; los dos apotecarios tenían cara de sueño y Bann no paraba de bostezar. En cambio, en aquella fría mañana, Katsa estaba completamente despierta pero silenciosa, porque su compañero de viaje la azoraba y Raffin le causaba inquietud, tanta que habría preferido que no estuviera presente. Si su primo no hubiera ido a despedirse de ella, a lo mejor habría sido capaz de actuar como si no lo estuviera abandonando. Pero estando él allí, no había disimulo posible, y ella no se veía capaz de poner remedio al doloroso lagrimeo que la acosaba ni al nudo que se le formaba en la garganta cada vez que lo miraba.
Eran imposibles esos dos hombres, porque cuando uno no le provocaba el llanto, lo hacía el otro. No quería ni imaginarse lo que pensaría Helda de todo este asunto. No le habría gustado nada tener que despedirse del ama, ni de Oll. No, no había muchos motivos por los que estar contenta esa mañana, con la excepción de que, al menos, no se separaba de Po. Probablemente él, de pie junto a su caballo, estaría percibiendo todo cuanto ella sentía en ese momento. Le lanzó una mirada fulminante, por añadidura, y el puso cara de circunstancias, sonrió y bostezó. Muy bien. Más le valía no cabalgar dormitando, o lo dejaría tirado en el camino; no estaba de humor para andar perdiendo el tiempo.
Raffin no cesaba de ir de un caballo al otro para comprobar las alforjas o las sujeciones de los estribos. Y al fin dijo:
—Supongo que no tengo que preocuparme por vuestra seguridad viajando juntos vosotros dos, ¿verdad?
—No pasará nada.
Katsa dio un tirón de la correa que sujetaba una bolsa sobre la silla, y se la lanzó a Po por encima del lomo de su montura.
—¿Lleváis la lista de los contactos del Consejo en Meridia? —se interesó Raffin—. ¿Y los mapas? ¿Tenéis comida para hoy? ¿Y dinero?
Katsa le sonrió porque hablaba como suponía que lo haría una madre con un hijo que se marchara para siempre.
—Po es un príncipe en Lenidia —contestó—. ¿Por qué crees que monta un caballo tan grande sino para cargar con las bolsas de oro?
Raffin la miró con aire risueño y le replicó:
—Toma esto. —Le puso entre las manos un pequeño morral—. Es una bolsa de medicinas, por si alguno de los dos las necesita. Las he etiquetado de manera que sepáis para qué sirve cada una.
Po se les aproximó en ese momento, y, tendiéndole la mano a Bann, le dijo:
—Gracias por todo lo que has hecho. —Estrechó a continuación la de Raffin diciéndole—: ¿Cuidarás de mi abuelo en mi ausencia?
—Estará a salvo con nosotros.
Po montó en su caballo y Katsa asió las manos de Bann y se las apretó con fuerza. Después se plantó delante de su primo y lo miró cara a cara.
—Nos informarás de cómo te van las cosas cuando sea posible, ¿verdad? —dijo Raffin.
—Por supuesto.
Raffin bajó la vista al suelo y se aclaró la garganta, tras lo cual se frotó la nuca y suspiró. Katsa deseó una vez más que su primo no hubiera ido a despedirla, porque si las lágrimas la amenazaban con desbordársele, no podría contenerlas.
—Bueno, volveremos a vernos algún día, cariño —susurró Raffin. Katsa lo abrazó y él la alzó en vilo y la estrechó contra sí. La muchacha le apoyó la cara en el cuello de la camisa y se quedó así unos segundos. Pero de nuevo se encontró con los pies plantados en el suelo; entonces se dio la vuelta y montó.
—Nos vamos —le dijo a Po.
No miró atrás cuando los caballos salieron al trote del establo y cruzaron el patio de las caballerizas.
La ruta que seguían era accidentada y desigual, pero el único plan seguro de que disponían era investigar la pista que tuviera más probabilidades de acercarlos al verdadero motivo del secuestro. El primer punto de destino era una posada al sur de Burgo de Murgon, a tres días de viaje de Burgo de Randa, una posada situada en la ruta que suponían tomaron los secuestradores. Los espías de Murgon la frecuentaban, al igual que los mercaderes y viajeros procedentes de las ciudades portuarias de Meridia y, a menudo, incluso de Monmar. Po creía que era un sitio tan bueno como cualquier otro para empezar; además, no los desviaba del camino si, finalmente, decidían dirigirse a Monmar.
No viajaban de incógnito, pues los ojos de Katsa bastaban para que la identificara todo habitante de los siete reinos que tuviera oídos para escuchar lo que se contaba de ella. En cuanto a Po, saltaba a la vista que era lenita; esa certeza, más el hecho de identificarlo también por los ojos e ir en compañía de otra graceling, eran suficientes datos para ser tema de conversaciones ociosas. Por otra parte, como la noticia de la marcha precipitada de Katsa de la corte de Randa con el príncipe lenita se extendería con rapidez, cualquier intento de disfrazarse habría sido inútil. Así pues, Katsa ni siquiera se tomó la molestia de quitarse la túnica ni los pantalones azules que la identificaban como miembro de la casa real. Y la gente imaginaría el propósito de su viaje, ya que era de todos sabido que el graceling lenita buscaba a su abuelo desaparecido, y se supondría que la dama graceling lo acompañaba para ayudarlo. Las preguntas que hicieran, la ruta que tomaran, hasta los alimentos que comieran se convertirían en motivo de comadreos.
Pese a ello, el equívoco era una garantía para estar a salvo porque nadie sabría que Katsa y Po no buscaban al abuelo, sino la razón de su secuestro. Nadie sabría tampoco que los dos jóvenes estaban al tanto de la implicación de Murgon y sospechaban de Leck de Monmar, ni nadie imaginaría siquiera lo mucho que Po era capaz de descubrir mediante las preguntas más simples y convencionales.
El príncipe lenita cabalgaba bien y casi tan deprisa como habría querido Katsa, de tal manera que los árboles de las frondas meridionales se convertían en manchas borrosas al pasar a toda velocidad por su lado. Por ende, la trápala de los cascos confortaba a la joven y le embotaba la sensación de distancia, que crecía más y más, entre ella y las personas que había dejado atrás.
Se alegraba de tener la compañía de Po. Viajar a caballo juntos resultaba agradable, pero cuando se detenían para estirar las piernas y comer algo, volvía a sentirse azorada y no sabía cómo comportarse ni qué decir.
—Siéntate conmigo, Katsa. —Po se había acomodado en el tronco caído de un árbol enorme, y ella lo miró de soslayo desde detrás del caballo—. Katsa —la llamó Po de nuevo—. Querida Katsa, no voy a morderte. En estos momentos no percibo tus pensamientos, salvo para darme cuenta de que te incomodo. Ven y háblame.
Ella se acercó y se sentó a su lado, pero no le dirigió la palabra ni lo miró porque le daba miedo que su mirada la atrapara.
—Katsa —musitó Po, después de haber pasado un rato sentados comiendo en silencio—, creo que con el tiempo acabarás acostumbrándote a mí. Hallaremos la forma de relacionarnos. Pero ¿cómo puedo ayudarte para lograrlo? ¿Quieres que cada vez que perciba algo con mi gracia te lo comunique para que intentes comprenderla?
A la joven no le atraía mucho la idea; prefería fingir que Po no percibía nada, pero él tenía razón. Ahora estaban juntos, y cuanto antes afrontara la realidad, mejor sería. Así que contestó escuetamente:
—Sí.
—De acuerdo; entonces, lo haré. ¿Hay alguna cosa concreta que desees saber? No tienes más que preguntármelo.
—Creo que si siempre sabes lo que siento hacia ti, sería justo que también me dijeras siempre qué sientes tú hacia mí en cualquier momento y cada vez que suceda.
—Mmmm… —Po la miró de reojo—. No es una idea que me entusiasme.
—A mí tampoco me entusiasma que sepas lo que siento, pero no puedo evitarlo.
—Mmmm… —Po repitió la expresión y se rascó la cabeza—. Supongo que, en teoría, sería justo.
—Lo sería.
—Está bien, veamos: te compadezco por haber tenido que alejarte de Raffin, pero creo que has sido muy valiente al desafiar a Randa y no obedecerlo en el asunto de ese noble, Ellis (no sé si yo habría sido capaz de actuar del mismo modo); creo que posees más energía que cualquier otra persona que conozco, aunque me pregunto si no eres un tanto dura con tu caballo; me he sorprendido pensando por qué no has querido casarte con Giddon y si se debía a que querías unirte a Raffin y, de ser así, si estarías mucho más triste por separarte de tu primo de lo que yo había percibido; me complace mucho que hayas decidido venir conmigo; me gustaría ver cómo te defiendes de verdad, luchando a muerte con alguien, porque sería digno de presenciar; creo que a mi madre le caerías bien y, por supuesto, mis hermanos te adorarían; también creo que eres la persona más guerrera que conozco, y me preocupa realmente tu caballo.
Guardó silencio, partió un trozo de pan y se lo comió. Ella lo miraba atónita.
—De momento, eso es todo —dijo Po.
—Es imposible que hayas pensado todas esas cosas en un momento.
Entonces él rompió a reír y aquel sonido la reconfortó, aunque luchó contra los destellos dorados y plateados de los ojos del lenita. Y perdió.
—Ahora me estoy preguntando —dijo él en voz baja—, cómo no te has dado cuenta de que tus ojos me atrapan igual que te ocurre a ti con los míos. No sé explicarlo, Katsa, pero no tendrías que sentirte azorada por esa circunstancia, porque a los dos nos aqueja la misma… bobada.
Katsa notó que enrojecía y se sintió más abochornada todavía, no sólo por los ojos de Po, sino también por sus palabras. Pero sintió alivio a la vez, porque si él asimismo era tonto, su propia estupidez le molestaba menos.
—Tenía la impresión de que a lo mejor lo hacías a propósito… —dijo ella—. Mirarme así, me refiero. Pensé que quizás era parte de tu gracia atraparme con la mirada para leerme la mente.
—No lo es. Es absoluto.
—La mayoría de la gente no me mira a los ojos. A casi todo el mundo le dan miedo.
—Sí, es cierto. La gente tampoco aguanta mucho rato mirándome a la cara; aparta la vista enseguida. Tengo los ojos demasiado raros.
Entonces Katsa se los observó con detenimiento, como no había tenido valor de hacerlo hasta ese momento, y comentó:
—Son como luces; no parecen muy naturales.
—Mi madre me contó que cuando abrí los ojos el día en que me cambiaron de color, se llevó tal sobresalto que casi me dejó caer al suelo.
—¿De qué color eran antes?
—Los tenía grises, como casi todos los lenitas. Y los tuyos, ¿cómo eran?
—No tengo ni idea. Nadie me lo dijo y no creo que quede alguien a quien preguntárselo.
—Son preciosos —afirmó Po, y ella se sofocó.
A lo mejor se debía a los rayos del sol que, colándose entre las copas de los árboles, caían sobre ellos y los salpicaban con pequeñas pinceladas. Montaron de nuevo a caballo y, de regreso al camino del bosque, Katsa se dio cuenta de que no acababa de sentirse cómoda con él, pero al menos sí notaba que era capaz de mirarlo a la cara sin ese temor de estar rindiéndole el alma entera. La calzada, los condujo hasta los suburbios de Burgo de Murgon; en ese punto se ensanchó y cada vez estuvo más concurrida. Cuando alguien se cruzaba con ellos, se los quedaba mirando de hito en hito. No tardaría, pues, en saberse en todas las posadas y hosterías de la ciudad que dos graceling dotados para luchar viajaban juntos hacia el sur por la calzada de Murgon.
—¿Seguro que no quieres detenerte en el castillo del rey Murgon para hacerle algunas preguntas? Así sería mucho más rápido —sugirió Katsa.
—Tras el «robo», me dejó muy claro que ya no era bienvenido en su corte. Sospecha que sé lo que se llevaron.
—Te tiene miedo.
—Sí. Y es la clase de persona capaz de cometer una estupidez. Si nos presentáramos en su corte, casi con toda seguridad montaría un ataque y tendríamos que herir a alguien. Preferiría evitarlo, ¿no te parece? Si tiene que organizarse una reyerta, que sea en la corte del rey responsable, en lugar de producirse en la del que es un simple cómplice.
—Iremos a la posada, entonces —concluyó Katsa.
—Sí, de acuerdo.
Una vez que dejaron atrás Burgo de Murgon, la calzada del bosque se estrechó de nuevo y se tornó más silenciosa. Se detuvieron antes de que cayera la noche y acamparon a cierta distancia de la calzada, en un pequeño claro alfombrado de musgo, bajo una cubierta de gruesas ramas y con un reguero, apenas un chorrillo de agua, que les gustó a los caballos.
—Esto es todo lo que necesita un hombre —manifestó Po—. Viviría aquí de buena gana. ¿Qué dices tú, Katsa?
—¿Te apetece un poco de carne? Cazaré algo para la cena.
—Eso lo mejoraría todo —contestó él—. Pero en pocos minutos habrá oscurecido. No me gustaría que te extraviaras, y menos en una noche oscura como boca de lobo.
La joven sonrió y cruzó el regato.
—Sólo tardaré unos minutos. Y nunca me pierdo, ni siquiera en la más absoluta oscuridad.
—¿No te vas a llevar el arco, al menos? ¿O es que pretendes estrangular a un alce con las manos?
—Llevo un cuchillo metido en la bota —replicó Katsa, que se preguntó si sería capaz de estrangular a un alce con las manos, sin más. Lo consideraba probable, pero de momento sólo buscaba un conejo o un ave, y el cuchillo serviría como arma.
Se deslizó entre los nudosos árboles y se adentró en el silencio de la fronda, cargada de humedad. Sólo había que aguzar el oído, guardar silencio y hacerse invisible. Cuando regresó al cabo de unos minutos con un conejo grande, gordo y despellejado, Po ya había encendido una lumbre, cuyas llamas irradiaban una luz anaranjada sobre él y los caballos.
—Era lo menos que podía hacer —dijo el lenita con sorna—, y veo que incluso has despellejado a ese bicho. Empiezo a pensar que no tendré muchas responsabilidades mientras viajamos por el bosque.
—¿Acaso te molesta? Por mí, puedes ir a cazar si quieres. A lo mejor me quedo junto a la lumbre y zurzo tus calcetines y grito en cuanto oiga cualquier ruido raro.
Po sonrió ante tal comentario y le preguntó:
—¿Tratas así a Giddon cuando viajáis juntos? Supongo que le parecerá muy humillante.
—Pobre Po. Tendrás que conformarte con ser capaz de leerme el pensamiento si es que quieres sentirte superior.
—Ya sé que me tomas el pelo —dijo él, divertido—. Y deberías saber que no es fácil lograr que me sienta humillado. No me importa que caces para que coma, o me des una paliza cada vez que luchemos y me protejas cuando nos ataquen. Yo te agradezco que lo hagas.
—Pero no tendré que protegerte nunca si nos atacan, y dudo que necesites que cace tu comida.
—Cierto. Pero lo haces mejor que yo, Katsa, y eso no me humilla. —Echó una rama al fuego—. Me da una lección de humildad, pero no es humillante.
La joven permaneció en silencio mientras la noche se cerraba; observaba cómo goteaba la sangre del trozo de carne que, ensartado en un palo, sostenía encima del fuego y la oía chisporrotear al caer en las llamas. Trató de separar mentalmente la idea de ser humilde de la de ser humillada, y comprendió a qué se refería Po. A ella no se le habría ocurrido hacer esa distinción; por el contrario, el lenita tenía las ideas muy claras, mientras que la mente de Katsa era siempre un tumulto de pensamientos a los que nunca encontraba sentido ni era capaz de controlar. De repente se le ocurrió que Po era más inteligente que ella, infinitamente más listo y, en comparación, ella era muy zafia, una zafia insensible e insensata.
—Katsa. —La joven alzó la vista. Las llamas titilaban en la plata y el oro de los ojos del lenita, y arrancaban destellos de los aros de las orejas. Todo su rostro era luz—. Dime una cosa, ¿a quién se le ocurrió lo del Consejo?
—A mí.
—¿Y quién decide qué misiones debe llevar a cabo?
—Yo, en última instancia.
—¿Quién planea todas esas misiones?
—Yo, junto con Raffin, Oll y los demás.
Po se quedó mirando el trozo de carne que asaba en la lumbre, lo giró y lo sacudió con aire abstraído, de forma que el jugo cayó en las llamas y crepitó. Acto seguido, la miró de nuevo.
—No sé cómo puedes compararnos y llegar a la conclusión de que no eres inteligente ni sensible ni sensata. Me he pasado toda la vida analizando con mucho esfuerzo las emociones de otros y las mías propias, de manera que, si a veces pienso con más claridad que tú, se debe a que lo he practicado desde hace mucho más tiempo. Esa es la única diferencia entre nosotros. —Centró de nuevo la atención en el trozo de carne, y Katsa se lo quedó mirando, atenta a sus palabras—. ¿Por qué no te acuerdas del Consejo? ¿Por qué no recuerdas que, cuando nos conocimos, acababas de rescatar a mi abuelo por la simple razón de creer que no se merecía haber sido raptado?
Se inclinó sobre la lumbre y echó otro trozo de leña al fuego. Los dos permanecieron sentados en silencio, envueltos en luz y rodeados de oscuridad.