Capítulo 15
Lo primero que pensó al entrar en el salón del trono fue que ojalá hubiera llevado consigo el puñal; lo segundo, que ojalá la percepción de Po hubiera llegado hasta esa estancia, y así la habría puesto sobre aviso de qué le esperaba en ella. Porque quizás habría decidido no acudir.
Una alfombra larga, de color azul, se extendía desde la puerta hasta el trono de Randa, instalado sobre un estrado alto, de mármol blanco. Sentado en el solio y vestido con ropajes azules, el rey tenía el gesto severo, los ojos centelleantes y una mueca tensa que era un remedo de sonrisa; se hallaba flanqueado por un arquero a cada lado, y ellos mantenían la flecha encajada en la cuerda del arco. Cuando Katsa entró en el salón, le apuntaron a la frente, justo encima de los ojos —azul y verde—; también la apuntaban otros dos arqueros situados en las esquinas del fondo del salón del trono.
La guardia real se alineaba a ambos lados de la alfombra, en columnas de tres en fondo, con las espadas desenvainadas a un costado. Por lo general, Randa tenía en el salón una décima parte de ese número de guardias. Impresionante. Un batallón impresionante que el rey había preparado y dispuesto para cuando apareciera ella. Pero mientras Katsa hacía balance de la situación en la estancia, se le ocurrió que Birn o Drowden o Thigpen lo habrían hecho mejor. Por suerte, su tío no era un monarca belicoso, ni un buen estratega para distribuir batallones, de modo que había colocado rematadamente mal a la tropa que ocupaba el salón del trono. Había muy pocos arqueros y, en cambio, demasiados hombres equipados con una armadura que los entorpecería y los lentificaría, les haría tropezar unos contra otros y caerse si intentaban atacarla; hombres altos y fornidos que la escudarían sin ninguna dificultad de la trayectoria de una flecha. Todos ellos iban provistos de espada y daga, a cada lado del cinturón; espadas y dagas que sería como si ella las llevara encima, habida cuenta de lo sencillo que le resultaría arrebatárselas, y, recorriendo el camino que marcaba la larga alfombra, arrojar una de esas dagas contra el propio rey, sentado en aquel estrado tan alto.
Si estallara una refriega en el salón, se produciría una verdadera masacre.
Katsa echó a andar manteniendo la vista y el oído sincronizados a la perfección con los arqueros, que eran buenos, pero no estaban tocados por la gracia. Katsa dedicó un pensamiento fugaz de compasión indiferente a los guardias que iba dejando atrás, por si en aquel encuentro sucumbían a las flechas.
Y entonces, cuando ya había recorrido más o menos la mitad de la distancia hasta el trono, su tío le dirigió la palabra:
—Quédate ahí mismo. No deseo tenerte más cerca, Katsa. —Exageró la pronunciación del nombre que sonó como un silbido de vapor sobre la alfombra—. Has regresado a la corte sin traer a ninguna mujer, ni su dote, y un noble a mi servicio y mi capitán están heridos por tu mano. ¿Qué tienes que decir en tu defensa?
Si todo un batallón le traía sin cuidado, ¿por qué una simple voz la sulfuraba?
—No estaba de acuerdo con la orden, majestad.
—Es imposible que haya entendido bien. ¿Dices que no estabas de acuerdo con mi orden?
—Así es, majestad.
Randa se recostó en el trono y la sonrisa forzada se tornó aún más tensa.
—Gracioso —dijo—. Gracioso de verdad. Dime, Katsa, ¿qué fue lo que te hizo pensar que estás en disposición de plantearte las órdenes del rey? ¿O de pensar siquiera en ellas? ¿O de tener una opinión respecto a ellas? ¿Te he pedido alguna vez que compartas tus ideas con las mías?
—No, majestad.
—¿Te he animado en algún momento a que nos brindes tu sabio consejo?
—No, majestad.
—¿Crees acaso que es tu buen criterio, tu pasmoso intelecto, lo que justifica tu posición en esta corte?
Había dado en el clavo; Randa había sido listo. Así era como había mantenido a su alimaña enjaulada tanto tiempo, porque sabía a la perfección lo que tenía que decirle para que se sintiera estúpida y brutal, y convertirla en un perro a su servicio.
Bien, pues si tenía que ser un perro, por lo menos no lo sería más en la jaula de ese hombre; se convertiría en su propia dueña, dueña de su ferocidad, y haría lo que quisiera con ella. Notó que esa determinación le hormigueaba en brazos y piernas, y, mirando al rey con los ojos entrecerrados sin conseguir refrenar una nota de desafío en la voz, le replicó:
—¿Y qué propósito tiene la presencia de todos estos hombres, tío?
—Estos hombres atacarán si haces el más mínimo movimiento —repuso Randa esbozando una sonrisa desabrida—. Y cuando acabe este interrogatorio, te acompañarán a las mazmorras.
—¿Crees que voy a ir a las mazmorras por propia voluntad?
—Me trae sin cuidado si vas de buen grado o no.
—Eso es porque supones que estos hombres pueden obligarme a ir por la fuerza.
—Katsa, ni que decir tiene que todos sentimos un gran respeto por tu habilidad, pero ni siquiera tú tienes probabilidades contra doscientos guardias y mis mejores arqueros. Esta conversación acabará cuando tú te vayas a las mazmorras o hayas muerto.
La joven veía y oía cuanto sucedía en el salón: el rey y sus arqueros; las flechas a punto de ser disparadas; los soldados con la espada en guardia, y ella misma, cuyos brazos asomaban bajo las mangas rojas y los pies, por debajo de la falda. En el salón del trono reinaba el silencio; un silencio intenso, absoluto, roto tan sólo por la respiración de los hombres que la rodeaban y el cosquilleo que ella sentía en su interior. Mantuvo las manos en alto a los costados, apartadas del cuerpo para que todo el mundo las viera, e identificó el sentimiento que irradiaba: odio. Odiaba a ese rey; era algo que le bullía en el cuerpo.
—Tío, permíteme que te explique lo que ocurrirá en el instante en que uno de tus hombres intente atacarme; pongamos, por ejemplo, que uno de tus arqueros dispare una flecha. No has asistido a muchas sesiones de prácticas, tío; no me has visto esquivar flechas, pero los arqueros, sí. Si uno de ellos dispara, me echaré al suelo, y la flecha se clavará en uno de tus guardias, con toda seguridad. La espada y la daga de ese guardia estarán en mis manos antes de que ninguno de los presentes tenga tiempo de darse cuenta de lo que ha pasado. Se producirá una refriega con tus guardias, pero sólo siete u ocho de ellos podrán rodearme al mismo tiempo, tío, y siete u ocho no significan nada para mí. A medida que vaya matándolos, me haré con sus dagas y las lanzaré al corazón de los arqueros, quienes, naturalmente, no me tendrán a tiro una vez que la lucha con los guardias se haya desatado. Saldré viva de la sala, tío, pero la mayoría de tus hombres habrán muerto. Por supuesto, eso es lo único que sucederá si espero a que uno de tus hombres tome la iniciativa. Aunque también podría hacerlo yo primero; podría atacar a un guardia, quitarle la daga y arrojártela al pecho en este mismo momento.
Randa fruncía la boca en un rictus burlón, pero no era más que apariencia, ya que los labios le temblaban. Una amenaza de muerte, lanzada y recibida; y Katsa la percibía en las yemas de los dedos como un zumbido. Y se percató de que lo lograría en ese mismo instante, que podría matarlo si se apoderaba de una daga.
Y luego, ¿qué?, le susurró una vocecilla interior; y Katsa sufrió un sobresalto. En efecto, y luego, ¿qué? Un baño de sangre, y tendría mucha suerte si salía con vida de él. Raffin subiría al trono y su primera tarea como heredero sería ordenar la muerte de la asesina de su padre. Un deber que su primo no podría eludir si estaba dispuesto a gobernar con justicia, como rey de Terramedia; un deber que a él le partiría el corazón y la convertiría en su enemiga y en una extraña.
Po se enteraría de lo sucedido cuando estuviera a punto de partir; sabría que había perdido el control y asesinado a su tío, acción que le ocasionaría el exilio y causaría el quebranto moral a Raffin. Regresaría a Lenidia, y al contemplar la puesta de sol en el mar desde el balcón de su castillo, daría rienda suelta a su pesadumbre a la luz anaranjada del crepúsculo y se preguntaría por qué ella habría permitido semejante desenlace cuando estaba en su poder evitarlo.
¿Dónde está la fe en tu poder? —susurró la vocecilla de nuevo—. No debes provocar un derramamiento de sangre.
Entonces fue consciente de qué estaba haciendo allí. Observó a Randa: pálido, aferrado a los brazos del trono con tanta fuerza que parecía a punto de romperlos. En un instante daría la señal de atacar a los arqueros, empujado por el miedo, por el terror de esperar a que ella hiciera el primer movimiento.
Los ojos se le anegaron de lágrimas. Actuar con misericordia era más amedrentador que matar a alguien, porque era más duro llevarlo a cabo, aparte de que Randa no se lo merecía. Y aunque deseaba lo mismo que esa voz interior, no se creía capaz de tener suficiente valor para actuar de ese modo.
Po cree que sí lo tienes —arguyo la voz con pasión—. Finge creer que tiene razón. Créele, aunque sólo sea un instante.
Fingir. Los dedos le pedían acción a gritos, pero quizá podía disimular el tiempo suficiente para salir del salón del trono.
Katsa alzó los ojos ardientes hacia el rey, y cuando le habló, lo hizo con voz temblorosa:
—Me marcho de la corte —anunció—. No trates de detenerme, porque juro que lo lamentarás si lo intentas. Olvídate de mí cuando me haya ido, porque no aceptaré vivir como un animal salvaje al que se sigue el rastro. Ya no estoy a tu servicio.
Randa la miraba boquiabierto, con los ojos desorbitados. Katsa se dio la vuelta y retrocedió por la larga alfombra, atenta al silencio de la sala y preparada para girar sobre sus talones si se producía el más mínimo sonido de un arco o una espada. Al cruzar las grandes puertas del salón del trono sintió el peso de centenares de ojos atónitos fijos en su espalda, aunque ninguno de los presentes sabía que había faltado muy poco, poquísimo, para que cambiara de opinión.